Colombia: Los Ochenta, la década del miedo. Testimonio Generacional


Por Carlos Fajardo Fajardo

“Todos matamos y nos pasábamos el cuchillo, porque matar cansa”
(Asesino, en el Edificio Diners de Cali, 1984)

I.

“Malditos, atiéndanme que me muero”

(De un herido en el hospital Departamental
de Cali, Feria de 1975)

A principios del setenta, a las puertas de nuestra adolescencia tocaron gran parte de los ídolos e ideas políticas de la generación anterior. Todavía escuchábamos a Salvatore Ádamo y a Rafael; nos enamorábamos con Giggliola Cinquieti; íbamos a bailar con la Billos Caracas Boys y Riche Ray. Esta fase, donde se unían dos generaciones, hizo que nos despistáramos cada vez más a medida que crecían nuestros sueños, buscando algo que a todos nos justificara. No poseíamos un país, pues Colombia nos regalaba una imagen entre lo paternal y el terror, sobre todo para quienes sospechábamos que detrás había otras puertas, que conducían a algún cielo.
Nuestros sueños permanecían seducidos por los ídolos de una moda musical que nos amparaba para no morir en una soledad errante: Nicola Di Bari, Doménico Modugno, Matt Monro, Piero, Charles Aznavour; la balada argentina y española y el rock norteamericano se nos imponían, a la vez que los más intelectualizados y politizados de nuestros colegas comenzaban a inspirarse fraternalmente con la música de una izquierda latinoamericana esperanzada en la unidad y liberación de nuestros pueblos.
Junto a la música de los Beatles y de Carlos Santana, también tuvimos la oportunidad de escuchar aquella Joan Baez latinoamericanizada y rebelde; vivimos el surgimiento y la puesta en auge de cantautores que proponían una solidaridad con el colectivo y un amor diferente al lado de nuestra terrible soledad de corazón. Entonces, comenzamos a oír a Mercedes Sosa, Violeta Parra, Soledad Bravo, Víctor Jara; a la melancolía irónica del viejo Atahualpa Yupanqui, a los Ana y Jaime colombianos y a Joan Manuel Serrat que, desde su España, nos enseñaba poetas los cuales en el transcurso de los años leeríamos con pasión y deslumbramiento.
También tuvimos nuestros héroes fílmicos a través de una televisión provincial, que si bien dejaba mucho que desear, nos mostró a un “Rey” Pelé majestuoso y digno de su grandeza en el mundial de México; a un “Cochise” Rodríguez ganando mundiales en Europa; al Víctor Mora, cuatro veces triunfador en San Silvestre; a un Mohammad Alí; a Rodrigo “Rocky” Valdés, y aquel imbatible “Kid” Pambelé, noqueando de alegría nuestros pocos años.
En la década del setenta el Movimiento Estudiantil nos tomó de las manos siendo adolescentes. No pudimos descifrar con realismo aquella situación de justa confrontación y nos motivaba más la emoción y el “sarampión” revolucionario, que una reflexión metódica y crítica sobre el país. Creíamos que estábamos en lo justo, y lo estábamos; pero el procedimiento práctico revolucionario nos flaqueaba, ya que a los quince años, y con deseos de amar, más que en la toma del poder, pensábamos en nuestras grandezas de novios y en las canciones que hablaban de una libertad bucólica y sentimental.
En los gobiernos de Pastrana Borrero (1970-1974) y de López Michelsen (1974-1978), nuestra generación estudiantil vivió un proceso de golpe y contratiempo. Golpes a nuestras más queridas esperanzas. En las manifestaciones estudiantiles, vimos cómo eran pateados, encarcelados, arrastrados por las calles nuestros compañeros, y algunos quedaban moribundos en los andenes.
Por aquella época, todos supimos del asesinato del presidente demócrata Salvador Allende, y sentimos con profundo dolor la muerte de Pablo Neruda; observamos cómo el General Augusto Pinochet se sentaba en la silla presidencial ensangrentada del Palacio de la Moneda, mientras Ho Chi Minh alcanzaba otra victoria en Vietnam, en Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia crecían dictaduras que desaparecían, torturaban, perseguían y asesinaban jóvenes. Era la época del terror en el Cono Sur. Allá “donde nadie te miraba a los ojos porque pensabas que te iba a joder”.
Mas, como paradoja de lo que vivía el país, Helmut Bellingrodt, en 1972, en los juegos olímpicos de Munich, había conseguido para Colombia una medalla de plata en tiro, y ganado en 1974, en Berna, Suiza, el campeonato mundial de tiro al jabalí. Se instauraba de esta forma en Colombia el tiro al blanco como deporte nacional.
Eran los días del “Mandato Claro” del presidente López Michelsen y de la conquista de Marte. Jimmy Carter presidía al gran país del norte; Idi Amín Dada, en la oscura Uganda, cocinaba a sus esposas y se las servía en el buffet a los diplomáticos extranjeros. En Colombia se nos moría de hambre y soledad, a los 67 años, el gran compositor del “año viejo”, “la múcura” está en el suelo y “mi cafetal”, aquel viejo sabio Crescencio Salcedo.
No podía faltar que para la literatura, y para aumentar las antologías poéticas nacionales, escribiera su último poema en la tierra Leo Le Gris, el León de Greiff quien supo jugarse la vida, y que en una carretera colombiana, estallando en trizas, se nos fuera hacia su nada, a los 45 años, el “profeta de la nueva oscuridad” Gonzalo Arango. Bajo el sol de aquel Cali de 1977, el joven escritor Andrés Caicedo, con todos sus sueños derribados y con el grito desesperanzado de ¡viva la música y Riche Ray!, tomaba sus pepas para el viaje a lo definitivo, quizá por aquel destinito fatal que había vivido en Colombia y con el deseo de irse de este planeta en la no plenitud de sus 25 años.
Mientras tanto, la población mundial crecía. Según la ONU se llegaba a los cuatro mil millones de sonámbulos terrestres. “Ah, tener hijos es bueno, ¿qué más se hace?” dijo en su momento un humilde padre de familia de Villarrica, Departamento del Cauca. En las cuatro principales ciudades del Macondo de 1977, según una encuesta realizada por ANIF- Coldatos, 250.000 desempleados solitarios y desesperados vagaban por sus calles y se vivía con un 30% de inflación ascendente.
Estábamos en la época del “existe el diablo, confirma el Vaticano, no es producto de la imaginación”, según un cable de la UPI, publicado en el diario El País de Cali, el 26 de Junio de 1975. Y todos nos movíamos como pollos asados dentro de su infierno.
Años después, una mañana de 1978, mientras el primer bebé probeta, una dulce niña llamada Louise Joy, quien pesó 2 kilos y medio, nacía en Inglaterra, todos nos levantamos en Colombia con el Estatuto de Seguridad, que el Presidente Turbay Ayala decret, amparado en el eterno Estado de Sitio, en contra de las libertades. Hombres grises rodeaban las casas en la madrugada, allanaban hasta los recuerdos, nos ponían ante un eminente proceso de miedo. La muerte nos parecía que era nuestro patrimonio cultural y la identidad a la cual nos sometíamos. Sentimos que nos estaban volviendo adultos a punto de vejámenes y que la adolescencia pasaba ligera, se quedaba guardada en los armarios, en los cuadernos de colegiales.
No vivimos una adolescencia demasiado dichosa, más bien solitaria. Nuestros barrios sentían el gravamen de una nación en guerra oculta; sin embargo, tuvimos tiempo de bailar y de cantar nuestras baladas, y bailamos y cantamos sobre las cenizas de un país desnacionalizado que se nos aparecía oscuro y extraño a los ojos.
El 22 de Agosto de 1978, supimos que un grupo rebelde llamados los Sandinistas, allá en la Nicaragua antigua, la de Rubén Darío, guiados por el Comandante Edén Pastora, se había tomado el Congreso exigiéndole al Dictador Anastasio Somoza diez millones de dólares y la liberación de ochenta y tres presos políticos que su régimen de terror mantenía en las mazmorras. Nos alegró saber que había una esperanza para América Latina, y desde entonces seguimos los acontecimientos de aquel país como si fuera el nuestro.
Un año después, los muchachos de “patria libre o morir” nos entregaban, a través de Radio Sandino, la noticia de que Anastasio Somoza y su guardia civil huían del país, dejándolo bombardeado, con sus cosechas arrasadas y con un deuda externa jamás registrada en su historia. El nuevo gobierno estaba compuesto por poetas, escritores, sacerdotes, personalidades demócratas, un hecho que constituía una ilusión para el continente. Una nueva imagen de revolución, más pluralista, rica en humanismo y con sacerdotes poetas que nos hacían imaginar una iglesia comprometida con las desgracias de nuestros pueblos. La Teología de la Liberación tomaba cuerpo, hacía realidad su espíritu; la sangre de Cristo se hacía hombre. Sin tardar, asimilamos aquellas ideas y las defendimos como propias.
Eran los finales del setenta y nuestro país sangraba en las ciudades debido a la guerra entre el ejército y una guerrilla urbana que comenzaba a gestarse como algo nuevo en nuestra historia. Un movimiento nacionalista de izquierda hacía actos sensacionalistas y de película en Colombia; se había robado la espada de Bolívar. En los tugurios y en los cinturones de miseria de nuestras ciudades, repartía huevos, pollo, leche y pan; se dejaba escuchar clandestinamente en la televisión a las horas de las telenovelas con mayor audiencia, en los partidos de fútbol y en los noticieros.
En 1980, entre el 27 de Febrero y el 27 de Abril, dicho grupo tomó la Embajada de la República Dominicana y retuvo como rehenes a varios diplomáticos y embajadores del continente, cosa jamás vista en nuestro hemisferio. Nuestras mentes se encargaron de ponerle cuidado a aquel movimiento que surgía como novedad y sensación. Algunos compañeros de generación se unieron a sus filas, de estos muchos murieron años más tarde, otros huyeron del país llevando consigo una mochila de fracasos y nostalgias. Pero lo cierto es que nos tocó padecer la guerra en las ciudades, la sangre corriendo por las calles, las gentes apresuradas ante el disparo. Si las generaciones del cincuenta y del sesenta sintieron la guerra en las montañas colombianas, a nosotros, que tuvimos una infancia casi tranquila, soportamos en la juventud la guerra en las esquinas de nuestros barrios, en la tienda del vecino, en el muchacho de al lado que se había alistado en el ejército y en su amigo que tomaba las armas del bando contrario. Quizás ambos habían jugado fútbol y estudiado la primaria. Vimos cómo éramos un campo de fuego y las ciudades un tiro al blanco permanente. Así comenzaba otra década.

II

“1980 será el peor año, confirma la
 Organización para la Cooperación
Económica (OCED).
(De un informe de 1979)

En diciembre de 1980, mientras borrachos tal vez cantábamos, nos estremeció una dura y triste noticia: ocho de diciembre de 1980, los cables de prensa informan que el poeta e inspirador de nuestros primeros amores, John Lennon, fue asesinado por el psicópata Mark David Chapman de veinticinco años, quien, cuando los Beatles saltaron a la fama, contaba con siete años. Así que un muchacho de nuestra generación había cometido tan horroroso crimen en la Nueva York de la degradación y la fama. Un muchacho producto del miedo y del asesinato, rebelándose contra su ídolo, pidiendo salvación o perdón, una inmortalidad, un nombre, en esta sociedad que desaparece nuestro rostro, nos vuelve anónimos. Muchos teníamos su misma edad y habíamos escuchado a Lennon a los diez o quince años, tarareando sus canciones, sin entender su inglés, en la esquina del barrio.
En aquel año (1980) Reagan tomaba las riendas del país del norte haciéndonos pensar en el gran peligro; Somoza era asesinado en asunción; el Monseñor Romero dado de baja por la ultraderecha en El Salvador; Jean Paul Sartre moría como los mayores, en su París, un día 15 de abril a los 75 años, y Pambelé, el gran “Kid”, caía a la lona derrotado en su primer asalto, y aún más, Mohammad Alí, nuestro ídolo, daba su corona a Larry Holmes para jamás volver a conquistarla. Tal vez también caímos aquel año ante tanta derrota y sentimos que la década no iba acorde con nuestras dichas.
Muchos escribíamos ya por aquel entonces y queríamos publicar los primeros textos por ese afán que se da en la primera infancia poética. Y publicamos y nos alegramos de haberlo hecho. Luego, con nuestros amigos nos emborrachamos. Leíamos en las cafeterías, escribíamos en los parques, nos divertíamos viendo pasar a las muchachas, nos desgarrábamos.
Al mismo tiempo, dos presidentes demócratas eran asesinados en simulados accidentes de aviación: Omar Torrijos de Panamá y Jaime Roldós de Ecuador. Colombia rompía relaciones de nuevo con Cuba, y un día de marzo de 1981, Gabriel García Márquez entró oculto en la embajada de México pidiendo asilo político, con el temor a ser detenido por las fuerzas militares. Entrábamos a la década del miedo.
Entrábamos a la década del miedo. Nuestros amigos, sin embargo, se amaban en uniones libres, sin norma matrimonial. Eran compañero y compañera y tenían hijos y se peleaban y se enamoraban leyendo a Neruda, Benedetti, Ernesto Cardenal, el Boom latinoamericano. Entre el jazz, la Mercedes Sosa, el rock y el Cine Club, escuchaban también la Nueva “moda” Trova cubana de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, cantautores creadores de una balada de amor y compromiso, a imagen y semejanza de nuestros sueños. Pero las separaciones amorosas se hacían cada vez más frecuentes a pesar de las canciones, pues, la idílica vida de libertad amorosa y la idea de “dejar ser al otro” se hacían añicos al chocar con la terrible realidad de nuestras conciencias, hijas de la violencia y el egoísmo, no del amor. Y escribíamos poemas de circunstancia para perpetuar aquellos terribles momentos, esquelas de amor, odas de compromiso histórico, elegías en la soledad. Instante y emoción poética, en tanto el mundo afuera rodaba como piedra de loco.


III

“No se derramará una gota más de sangre
de nuestros compatriotas”.
(Discurso de posesión del presidente
Belisario Betancur, agosto 7 de 1982)

Con el “presidente poeta” Belisario Betancur (quien llamó al Palacio de Nariño a pintores, escultores, compositores, poetas, escritores y renombradas personalidades de la cultura; quien puso a los viejos y jóvenes poetas de distintos territorios a viajar por las ciudades de este “País que sueña”) se aumentó en Colombia la muerte por asesinato. Según un informe de junio 5 de 1983 del Departamento de la Policía Nacional, un asesinato se cometía cada hora en Colombia y un atraco otro tanto; siete mil locos sueltos solamente en la ciudad de Cali deambulaban a la suerte de Dios. Así que vivir en paz en un país como el nuestro era cuestión de milagro. Sin embargo, nos alegramos y celebramos con demasiado folclorismo costeño, un premio Nobel dado a este Macondo, y con el triunfo del “Jardinerito” de Fusagasugá, Luis Herrera, para todos Lucho, en las carreteras de Francia.

Era la década del miedo. La muerte de los pobladores de Colombia y la muerte de nuestros ídolos e inspiradores nos hizo ver que estábamos hechos para el Corpus mortuus. Ingrid Bergman, Romy Schneider, Luis Buñuel, Johnny Weissmuler, Richard Burton, Orson Welles, Rock Hudson, dejaron este perro mundo después de haber vivido la desesperación del siglo. Junto a ellos, también marcharon otros. En noviembre 27 de 1983, para tristeza latinoamericana, en un avión de Avianca, en el aeropuerto de Barajas, Madrid, murieron carbonizados en el fuego del absurdo, Martha Traba, Ángel Rama, Manuel Escorza, Jorge Ibargüengoyta, los jóvenes pintores Tiberio Vanegas y Jairo Téllez y el músico Fernando Meneses, colegas de nuestra generación.
Hacia el mismo año, se nos fueron también el joven eterno Julio Cortázar y el descarado hermoso Truman Capote. Años más tarde moría la Simone de Beauvoir, cincuenta años compañera de Sartre, Juan Rulfo marchó a su Comala y Don Jorge Luis Borges, perdido en el Aleph, buscó a los Inmortales. En Colombia vimos irse a muchos, vimos cómo nos íbamos nosotros mismos.
En Popayán, la histórica, la blanca, la colonial, un 31 de marzo de 1983 cayeron piedras sobre piedras, destruyendo sus hermosas calles “inclinadas hacia el cielo” y aquel tradicional Café Alcázar “sin bufones ni reinas”. Doscientos cincuenta personas aquel día no abrirían más sus ojos al viernes santo.
Según cifras dadas por el Procurador de la República Carlos Jiménez Gómez, en 1983 formaban parte del grupo paramilitar MAS (Muerte a Secuestradores) cerca de 104 civiles y 59 militares, para un total de 163 personas dedicadas al asesinato. Y apenas comenzaba la nombrada “Guerra Sucia”.
El ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla, en abril del 84, cayó acribillado cerca de su casa por sicarios del narcotráfico. En el edificio Diners de Cali, en plena Plaza de Caycedo y Cuero, centro de la ciudad, siete secretarias y dos vigilantes fueron encerrados en los baños, torturados y asesinados por tres desquiciados jóvenes de nuestra generación, mientras los ciudadanos de una Colombia sangrienta, como perdidos sonámbulos, deambulaban a sus alrededores. “Todos matamos y nos pasábamos el cuchillo, porque matar cansa”, dijo uno de ellos días después, con aterradora indiferencia. El médico Carlos Toledo Plata, cofundador del Movimiento 19 de abril (M19), murió asesinado en las calles de Bucaramanga en agosto 10 de 1984. Las ciudades eran tomadas por la guerrilla, la paz y sus acuerdos hechos trizas, en este sacrificado país, y el presidente callado.
Todo esto hizo que, al mediar la década, frecuentáramos la desilusión y el odio. Unos asumieron la respuesta guerrera; otros, los más, el miedo y el silencio. Éramos una generación que lentamente la desaparecían del ambiente político y social; una generación que vio la desaparición de su acción participativa en las soluciones del país, como la del sentido de nacionalidad, de lo que significa ser colombiano.
Ante un gobierno que, el 5 y 6 de noviembre de 1985, permitió que se incineraran en el Palacio de Justicia a ciento cincuenta personas, entre ellas a once magistrados de la República, y dejaba, por su negligencia, que un volcán sepultara a 25.000 humanos; que permitía que se incrementaran las escuelas de sicarios, los cuales asesinaron a periodistas tan demócratas como lo fue Don Guillermo Cano Isaza, director del periódico El Espectador, y que aumentaran las desapariciones...nosotros, jóvenes, ¿qué podíamos esperar de un país en esas condiciones? ¿Qué podíamos exigirle? ¿Con qué valores éticos íbamos a escribir y amar y luchar por su reestructuración?
Y allí estábamos con poemas en mano, con el amor y los ojos lelos, solos ante semejante chimenea histórica.


IV
“Orden de divertirse, dijo el alcalde”
(Feria de Cali, 1986)

Con el presidente Virgilio Barco no mejoraron las cosas. Tuvimos la desgracia de presenciar la masificación de los asesinatos colectivos en pueblos, campos y ciudades. Noches y madrugadas de asesinatos terribles en Cali entre septiembre y octubre de 1986, como también en Medellín, Bucaramanga, Magdalena Medio. Estos muertos llenaban la mochila de una memoria llena de sudarios. Ya teníamos la concha del indiferente, la que suele crecer en estos casos, y aquel slogan de “aquí todo es natural”.
Un día 4 de diciembre, treinta personas son acribilladas por un excombatiente del Vietnam que, como un sicario más, quemaba a su madre y entraba – igual al legendario Ringo -héroe del Oeste- a un restaurante del norte de Bogotá a abalear cuanta sombra se movía. Campo Elías Delgado fue el símbolo de lo que vendría después.
Mientras “Lucho” Herrera, nuestro Jardinerito, ganaba con mucho sacrificio la vuelta a España y la montaña en el Tour de Francia, en las carreteras colombianas era asesinado el líder de la oposición, el Doctor Jaime Pardo Leal junto a muchos de los activistas y dirigentes de su movimiento, La Unión Patriótica, UP.
En esta era espacial de la Guerra de las Galaxias y del descubrimiento de otras, caía el precio del dólar como presagio de las crisis de un sistema que no tiene ya nada que ofrecer, y los dueños de esta pelota terrestre hacían nuevos mentirosos acuerdos para el desarme de un mundo al cual no le caben más armas. En tanto, América, El Nacional y Millonarios, con un fútbol inflado por el narcotráfico, consecutivamente quedaban campeones.
En la década del miedo nadie podía comer tranquilo sin ver algún joven abandonar el país llorando. Cuatro precandidatos presidenciales asesinados, ¿dónde se había visto eso? Narcotráfico, atentados terroristas, ejército de oficiales y uniformes con mancha, paramilitares, guerrilla, exiliados, amenazados de muerte, extraditados, boleteados, secuestrados; todo esta rueda chorreante y de dolor, junto a los boxeadores “Happy” Lora, “Sugar” Baby Rojas, Fidel Bassa, la muerte en los ruedos del torero Pepe Cáceres, las reinas de belleza y Pacheco, todos reunidos en la gran familia del país del alboroto.
Con la caída del muro de Berlín en 1989 se derrumbaron más de cien años de la mayor utopía de los tiempos modernos. Sin embargo, Colombia clasificó para el mundial de fútbol en Italia 90, y su participación trajo alegría en medio de tan grandes abismos. Al finalizar la década, los asesinatos de Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia de la República, y de varios dirigentes de la Unión Patriótica, nos dejaron un sabor de no futuro, de un camino abierto hacia la desesperanza. La nueva década nos aguardaba con muy pocas promesas.
Si los años sesenta y setenta fueron los últimos reductos de una juventud que trató de cambiar el mundo a la medida de su imaginación, nosotros, herederos de aquella generación, que dio su vida con la esperanza de transformar las corrientes de la cultura, vimos cómo en la década del noventa, con la entrada de la globalización neoliberal, se estancaron aquellos rebeldes sueños.
Fuimos sin duda una generación colmada de utopías y de muerte; de mujeres y hombres desaparecidos.


* Poeta, ensayista colombiano.