El episodio de Estambul


Por Rubén Darío Flórez

Me invitaron a una reunión. En el mensaje de mi correo leí -todo lo que pienses sobre las posibilidades de la magia o de la ciencia parecerá poca cosa con lo que vas a ver. Te esperamos hoy a las 7:00 p.m. en del hotel Pier Loti, en Sultahnamet. Ese día andaba paranoico. Veía en cada correo que leía un mensaje oculto y siniestro.
Así que no supe si borrar el correo o terminar. – Verás a quienes poseen las claves de escrituras esotéricas y aunque son públicas, su saber es un código de una minoría poderosa. Algunos de ellos vivieron en circunstancias extrañas o trabajaron para poderes ocultos, algunos se enfrentaron a las instituciones más influyentes del siglo de la razón y con su ingenio se puede concebir la historia de la mente y las grandes acciones.
Quedé intrigado. Llevaba pocos días en Estambul, la ciudad de los hechizos de olores en las intrincadas callejuelas. Esa noche no tenía nada que hacer y caminé hasta Pier Loti. A esa hora la ciudad se llenaba de ecos de las voces que provenían de las mezquitas insólitas que invitaban a los musulmanes a la oración del fin del día. Entré al hotel. Un hombre todo de negro, de rostro como un signo afilado y esquemático, me esperaba.
Dijo con un susurro metálico: Lo estamos esperando. ¿Cómo podía haberme reconocido si yo no lo conocía? pensé. Entramos por un largo pasillo de mosaicos dorados. A ambos lados se veían interminables estanterías entre columnas de piedra, repletas de libros en turco, árabe, armenio, griego y copto. Nos detuvimos ante unas puertas grandes como las de la Catedral de Hagia Sofía. Entramos.
El hombre dijo: Usted no debe hablar. Una palabra suya acarrearía consecuencias fatales. Ahora el tiempo y el espacio se suspenden por una hora. Escuché como el sonido de las páginas de cientos de libros que docenas de personas hojeaban, alcancé a escuchar guturales voces en árabe del Corán, la melodía del griego, una voz que me recordaba un poema de Pushkin y también escuché –nítida- la voz de Borges leyendo.
No sé si fue un delirio o efectivamente entraba en un ámbito de letras vivas y sonoras. Una voz airada en francés dijo: “La gente dejará de pensar cuando deje de leer”. Era el obsesivo Diderot que estaba en la mesa gigantesca y agitaba las manos delante de un anciano, indescifrable en la penumbra. Sus barbas de sabio longevo lo delataron, era Tolstoi. “Un buen libro es como un diálogo con un hombre de genio, el lector adquiere conocimientos y una imagen de la realidad que le permite comprender la vida”.
“Es así -continuó un caballero de larga melena con una cicatriz en la cara- la paradoja de la lectura nos aleja de lo inmediato real, pero nos da el sentido de la realidad”. Y reconocí a Dostoyevsky. “Leo de un modo extraño y la lectura actúa sobre mí de manera extraña, algo leído tiempo atrás, al releerlo pareciera que me diera nuevas fuerzas y penetro en su sentido pero al mismo tiempo obtengo la capacidad de crear.” Sin palabras, estaba dentro de ellas en Estambul.

*Escritor, Ministro Consejero, Embajada de Colombia en Moscú