Exodus de Pablo Alfonso


Publicamos aquí un fragmento de la novela Exodus de Pablo Alfonso, que recrea episodios de la violencia partidista en Colombia desde los ojos de una familia desplazada.


1982, TEO

Entonces yo no podía dormir pensando que se salían esos personajes tenebrosos del interior del radio

En las horas de la noche, cuando no podíamos dormir, producto de la imaginación desbordada por tanta radionovela, los ambientes recreados por los actores se iban directamente para el cerebro de nosotros; todo lo que planteaban eran a su vez recreado en nuestra imaginación, lo malo era que a las siete de la noche, ya a punto de acostarnos, mientras nos poníamos la pijama de rayas rojas con blanco, mi padre escuchaba “El código del terror” un programa que emitía con voces graves y cavernosas los hechos más escabrosos que jamás podíamos pensar que existiesen: decapitaciones, muertos vivientes, fantasmas y demás artificios para mantener la atención y la audiencia. Lo que nunca nos llegamos a imaginar en esos dulces días de la niñez es que esas historias eran recreadas por unos actores frente a unos micrófonos, pues, creíamos, Alejandrito, Amín, yo y las chicas, que eso era verdad y que los hablantes estaban no se sabía cómo dentro del radio, era un imposible que en la edad primera era posible, como es posible todo en la mente de los niños. Entonces yo no podía dormir pensando en que de pronto se salían esos personajes tenebrosos del interior del radio y me descabezaban o me golpeaban o me despellejaban o miles y miles de situaciones horrorosas que podían ocurrirme.
Mi padre que muy poco compartía con nosotros nos acompañaba en nuestro cuarto —el cual compartíamos los tres niños, Alejandrito, Amín y yo—, y nos ordenaba que cerráramos los ojos y nos contaba unos cuentos fantásticos sobre, “los valles de oro y plata y las montañas de abril”, relatos que cambiaban de protagonistas día a día; esto nos constataba que salían de la imaginación de mi padre.
Era tan hermoso dormir con la voz de mi padre perdiéndose en la conciencia. Él era un hombre ceñudo al que la tierra le había enseñado a ser seco y silencioso en épocas de siembra; o festivo y alegre en épocas de la recogida; o difícil y malgeniado cuando los vientos helados de enero le ganaban la partida al maíz o a los sembrados achicharrando las matas y de paso las ilusiones de los campesinos, pero en general mi padre era un hombre machista, que en sano juicio, en sobriedad no se le veía un gesto de complacencia o de aspecto lúdico para sus hijos, un gesto que ilusionara a los pequeños, una morisqueta que nos hiciera reír, un ademán de complicidad y compadrería, no, nada de eso, pero todos eran así venían de un pueblo que les había metido dolor y resignación, fuerza y templanza, sangre fría, todos eran así, mis tíos y mi abuelo Olimpo Carvajal, en su senectud con su manía de masticar tabaco y escupirlo o ponérselo en la mano para que le aliviara los dolores del reumatismo. Era un viejo alto y blanco con unos ojos profundamente azules como el cielo en el occidente, o como dicen que es el mar.
De su talante nadie dudaba, ni de su carácter, pero tampoco tenía duda la forma como manejaba a su familia, la forma como los dominaba, la forma tan bárbara como se había ganado el temor que sentían sus hijos por él. Cuando el viejo tuvo trabajadores en el lejano páramo, ese páramo que se tragaba los montes en la medida en que las bestias iban andando, y él, decía mi madre, “era tan bueno que nos decía a Mercedes y a mí que nos cogiéramos de la cola del caballo en el que él iba como jinete, para que no nos perdiéramos, ya que el caballo nos iba dando el ritmo de la marcha, nos iba dando el impulso, nos obligaba a trotar, y así recorríamos el páramo completo, desde la llanura con sus matas frescas y pequeñas hasta el mismo nido de los frailejones en donde mi padre tenía una cosecha de papa en compañía con don Siervo Guerrero —hombre gordo y descompuesto, pero bonachón, al que el consumo de chicha lo estaba dejando medio bobo—, un hombre torpe, e ingenuo quien aunque era socio de mi padre, éste lo manejaba como si fuese su siervo; es decir don Siervo el siervo de mi padre”. Mientras caminábamos con mi madre me refería con una actitud tranquila, sin inmutarse y sin esfuerzos para recordar, como si fuera una historia que hubiese leído no hace tiempo, como una historia ajena, distante, como una historia perdida en los confines de la memoria, que se revive sin alterar ni siquiera un poquito el equilibrio y la razón. “Entonces él”, continuaba mi madre, “cuando llegábamos, mandaba a los obreros a que cocinaran unas papas sacadas de ahí mismo, del sembrado; cocinen esto, decía mientras cogía un gajo largo de cebolla y se lo tragaba como si estuviera comiendo churros, con deleite y satisfacción, antes de echarse el gajo en la boca escupía todo el chicote de tabaco, y se sentaba en una piedra a comerse su entremés, mientras nosotras lo mirábamos en silencio, pues no nos permitía jugar en el gran labrantío. Me pregunto ¿para qué nos llevaba? ¿Cuál era el objetivo? Pues tan niñas que estábamos y ni siquiera consentía que jugáramos”; en su corazón solo veía, creo, decía mi madre, la humillación de los niños como formación, como ejemplo. “Tales actitudes nos fueron marcando, endureciendo el carácter y poniendo una caparazón a los sentimientos, una barrera infranqueable, un obstáculo insalvable. Nosotras lo mirábamos en silencio mientras el frío se iba metiendo en nuestras entrañas, y titiritábamos, y temblábamos hasta que nos poníamos moradas; entonces nuestro padre nos calentaba de la forma más burda y despiadada que se pueda conocer: cogía el rejo que cargaba en su caballo y nos lapidaba en las piernas de tal forma que los fuetazos nos dejaban un rastro indeleble, y nos hacían saltar como cabros y llorar; obviamente llorar, cada latigazo que nos daba nos hacía quitar el frío pero nos incrementaba la rabia feroz por vernos castigadas por un hecho que no era nuestra culpabilidad, más bien nos castigaba por ser víctimas de la naturaleza, mientras el fuego primario sometía fuertemente una olla tiznada que contenía papas y carne entre cebolla y cebolla y más cebolla, mundos de cebolla. Luego nos daban las papas con la carne que estaba hirviendo, nos la ponía en la mano limpia y las empezábamos a bambolear como pelotas para que se enfriaran tirándolas hacia arriba y soplándolas desesperadamente y mi padre nos hacía el gesto para que nos comiéramos las papas sin soplarlas, solamente poniendo el hocico en la llama para que se nos quitara el frío con los quemones en los labios. Las papas las ofrecían a manera de almuerzo pero en estas lejanías se le perdían a uno las horas y el hambre por entretenerse en el frío y en el rejo del viejo, unas papas esponjosas y deliciosamente saladas con unas hebras de carne sazonada con cebollas, era una comida deliciosa, caliente, y luego nos engrupían guarapo hasta que se nos iba la voluntad y entonces mi padre se ponía a hablar con don Siervo, hasta que nos daba la orden de irnos; se echaba la ruana hacia atrás como en cámara lenta, luego subía al caballo y después nos decía que cogiéramos la cola del animal, y a caminar por entre montes espesos y caminos vírgenes hasta que la noche nos abrazaba, y el cansancio nos abotagaba”.
No, no éramos felices, nunca lo fuimos, nunca lo seremos, y de repente se queda callada, mi madre, impávida y triste…

Pablo Alfonso nació en Tenjo en 1968. Filólogo de la Universidad Libre de Bogotá, se graduó como Magister de Literatura en la Universidad Javeriana de Colombia, con una monografía titulada: La intertextualidad como generadora de ironía en la poética de León de Greiff.

Aunque dice que su mundo se mueve alrededor de la lectura, ha escrito cuatro novelas y un libro de cuentos además de un sinnúmero de poemas (oficio que cultiva desde la adolescencia). Exodus fue publicado por Común Presencia Editores en su colección Los Conjurados.