Aquí el primer capítulo de la novela Itinerarios
de la sangre de Amparo Osorio,
donde conjuga episodios trágicos de nuestra realidad con un esencial aliento
poético. Esta novela recientemente publicada por la Colección Los Conjurados, se presentará el sábado 10 de mayo a
las 6:30 p.m. en el Salón Soledad Acosta de Samper, de la Feria
Internacional del Libro de Bogotá.
La portada
fue ilustrada por el maestro Ángel Loochkartt.
Regreso
Por Amparo Osorio
Vuelvo a esta ciudad sin rostro —se dijo—. Ya no mía, ya no de nadie…
Veinte palomas titilaban bajo el alero enmohecido de una edificación
vetusta.
—Veinte —repitió—. Los múltiplos de tu silencio, Nalu... mi edad de hoy en
este misterioso vórtice del tiempo que contiene la mitad de las cartas que te
he escrito, o una ínfima partícula de los caminos que mis ojos han escrutado
buscándote.
Recordó con nostalgia la buhardilla de la infancia y un aletazo como el
vuelo de un pájaro funerario le golpeó el alma.
—Veinte... —volvió a decirse—. Tiempo amurallado en las órbitas del corazón
que ha disgregado todos los astros para buscar tu luz inexistente...
El manuscrito apretado contra el pecho se había convertido en otro apéndice
de su cuerpo. Lo aferró con angustia. Esa conciencia atemporal que la asaltaba
como una luminosa resonancia profunda de la noche, la alcanzó una vez más.
Pensó que volver... buscar, hallarse, revivir, encontrarse, tal vez morir
un poco, eran verbos conjugados en la distancia y que ahora afloraban para ser
enfrentados de nuevo en el desamparo.
Esta sensación extraña la habitaba a menudo. Había vivido marchándose.
Había estado durante años inaugurando abismos, desdibujando rostros y palabras,
permaneciendo dentro de una canción sin música que ahora intraducible le
resbalaba con su prolongación de dudas, con su cadena de interrogaciones que
abarcaban irresistiblemente ese nuevo y complejo viaje por la vida...
—Yesterday —cantó con nostalgia—, I believe in yesterday.
Pero el viaje, el itinerario hacia su propia profundidad, el manuscrito que
contenía ese viaje y que ahora cruzaría los umbrales de lo anónimo para tomar
rumbos impredecibles, le martillaba el cerebro.
...Unas cartas. ¿Qué significaban unas cartas escritas durante tantos años
que contaban fantasmas íntimos y exilios? ¿Deseaba rectificar la herida?
¿Volver a los matices del olvido? ¿Recuperar los rostros? ¿Qué o a quién importaban
los trazos de un país ensangrentado que se dibujaba a ratos en una
correspondencia epistolar sin contestatario alguno? ¿Acaso eso era la
literatura? ¿Y su historia, la que iba bajo el brazo, su compañera de todos los
caminos podía convertirse en paraíso o en infierno como lo dictaban sus
latidos?
Era por Nalu, y no por ella. Nalu había sido la ilusión pero también la
ausencia. Había llevado libros y pétalos, barquitos de papel y alas. Había ido
llenando fragmentariamente un mundo con el que Aralia posteriormente siguió
respirando y eso bien valía la pena. ¿La valía?
Una hoja moribunda resbaló sobre su cabeza. ¿Nalu…? ¿Era otra vez él
dejando símbolos? ¿Quería ser el protagonista de esa historia, o adivinando el
pensamiento de Aralia deseaba que bajo el vuelo de la tarde se fueran hacia el
nunca jamás todas las páginas que ella venía construyendo en su memoria?
Lo recordó en su aparición primera. Lo evocó interpuesto entre la chimenea
y la ventana. Revivió esos años de presencia que se volvieron desde entonces su
perdición y su sueño, y una nostalgia temblorosa se apoderó de ella. Nalu había
aparecido una noche cualquiera de octubre y como Nacido de la Luna o salido de
la ceniza que dormitaba entre la chimenea, susurró a su oído mientras Aralia contemplaba
a través de la ventana la ciudad que se diluía entre la bruma. Sintió que
titilaban las estrellas en la inmensidad como si un signo del cielo lo hubiera
traído allí, justo a su lado, abriendo un horizonte parpadeante lleno de signos
intraducibles.
Intentando apaciguar los latidos de su corazón, Aralia lo miró de frente
como si fueran viejos conocidos. Quizá tendría su misma edad o quizá un año
menos. Sintió que tenía que abrazarlo, adoptarlo en su sangre y compartir con
él ese pequeño mundo que comenzaba a abrirse. La visión extendió la mano y le
entregó un barco de papel que ella tomó emocionada. Le preguntó su nombre y él
sonriendo contestó:
—El que tú quieras.
—Nacido de la luna —dijo Aralia.
—Es muy largo.
—Entonces Nalu, que sería lo mismo.
Nalu sonrió en señal de aceptación.
Aquella voz, aquel eco, ese tintineo mínimo y la claridad que lo precedía,
no podrían ser borrados de su memoria. Todo entonces comenzó a ser distinto. Su
secreto. Su sueño, las lecturas nocturnas para él. La invención de planetas
mirando juntos las estrellas. La cena familiar y las buenas noches. La luz
desplegándose, la luz cerrándose, la luz por donde llegaba y desaparecía Nalu,
y que se hizo necesidad imaginaria, porque él fue desde ese instante anhelo,
pero también presencia. La hoja que caía. El vuelo de un pájaro. Cualquier
libro abierto. La dulzura del agua. La bruma que lo aguardaba. La contemplación
del cielo nocturno cazando las constelaciones. Las asaltadas geografías de los
libros. Un halo de ella, o de algo que esperaba en las tempestuosas aguas del
futuro y que a su edad no era fácilmente traducible.
Evocó un beso de Nalu sobre sus ojos la primera vez que la vio llorando y
de nuevo esa apretada nostalgia de la evocación, la derrotó contra la tarde que
se desvanecía raudamente.
Una llovizna repentina se fue apoderando de la ciudad. Aralia caminó con
pasos agitados por calles que intentaban recoger sus recuerdos. Las pisadas
dolían en la memoria reconstruyendo historias olvidadas.
Nalu y la infancia. Violeta y su pobreza lúcida. El exilio y la
adolescencia. La casa de la abuela y los adioses. El regreso y la juventud. La
búsqueda... del pasado, del futuro, del rostro de la luna con su conejito de
invierno. Los ojos tímidos de los pájaros en el tejado de la buhardilla donde
se subía a contemplar la ciudad deshaciéndose en la bruma. La profunda campana
de las seis de la tarde que le apretaba el corazón. Los poemas de Quevedo y las
historias del Quijote que fueron durante años la antesala del sueño y que
abrieron profundos interrogantes en su alma. El tranvía encantado que cruzaba
la ciudad en la juventud de su madre y se perdía bajo los rayos de un sol
imaginario. El sendero empedrado hacia las laderas de la montaña para izar las
cometas en los helados agostos. El grito de Olmo y su primer rostro de la
muerte. Los domingos en la adusta casa de los geranios. La tarde misma con su
magenta triste desde la ventana de siempre. La búsqueda de su desesperanza que
se fue acrecentando en el exilio. Compuertas que se abrían y cerraban a pesar
del destello contrastado del tiempo y que regresaban ahora como desgajadas por
la lluvia que asolaba la ciudad de su nostalgia.
Avanzó un tramo más. El viento iba carcomiendo los imposibles ventanales.
La ciudad se abría distinta aquí, inmensa allá, transfigurada y fría en medio
de un ruido ensordecedor.
Ascendiendo por el zumbido de hombres pálidos y criaturas errantes cuya
mirada dura incineraba las hojas del invierno, vio a una mujer en un marco lila
regando flores imaginarias sobre el crepúsculo, mientras de su pecho se
desgajaba un suspiro. Encontró a un hombre iniciando un rito desolado entre el
eco de risas colegiales. Cruzó por un pasadizo donde jadeaban dos amantes sin
lugar en el mundo y de inmediato la asaltó el recuerdo del primer hombre que
pasó como el aleteo de un pájaro sobre su piel.
La horda crecía con sus tentáculos de pulpo. Aralia imploraba el
reencuentro con la carrera Tercera, con la casa de la buhardilla, con los
recuerdos inmóviles que la esperaban en la antesala del regreso y de los que
hacían parte la fascinación por el Che, su adoración por Chaplin, la nostalgia
de las viejas salas de teatro, las lejanas clases de religión con Camilo Torres
y Nalu con su planeta imaginario que aguardaba en alguna sorpresiva esquina de
la noche.
En su tránsito por el desasosiego, llegó por fin a la Tercera con calle
Diecinueve. Grandes moles de cemento habían devorado el pasado y con él la
buhardilla y la casa de las señoritas Andretti. Entendió que a partir de ese
momento nada sería fácil. Ni siquiera el retorno a ella misma, por cuanto la
cosmovisión de la ciudad era un exilio. Aralia, extranjera en su propia tierra,
buscaba inútilmente su infancia en medio del desánimo de ventanas imaginarias
tragadas por la niebla y calles humilladas al paso de gigantescas mezcladoras
de cemento. Fue una sensación vergonzante y abrumadora.
De un lado la lejanía del patio de los juegos junto a la palidez de la
abuela, serena ya en su último viaje como si con su calma quisiera dictarle los
eslabones del futuro, y de otro la buhardilla con su pobreza iluminada apenas
por la luna del vecino y ahora sepultada por una inmensa avenida cubierta de
hojas otoñales, bajo cuyo cemento estaría el espíritu de Nalu.
Aralia allí —y un hilo delgadísimo a la altura de la garganta—, habitada
inconmensurablemente por dioses inexistentes, heroína de ninguna historia, muda
y sola en el escenario mismo del olvido, apenas con el recuerdo de lo amado y
perdido, tropezaba una vez más entre el horror y el sueño intentando descifrar
el enigma de las puertas que se abren para encontrar del otro lado el rostro de
la muerte o la memoria.
Quiso decirse que debía comenzar a partir. Es decir, sobrevivir de nuevo
entre la asfixia de los días mutilados y el temor de las noches, y mientras se
lo decía repasó el silencio de las edificaciones oscuras, de las ventanas
ciegas que escondían historias compartidas por ausentes. Fijó el rostro de los
pájaros, el destello del relámpago, el humo de las chimeneas que pertenecían en
su magia sólo a ciudades temblantes como la suya, la veta del crepúsculo
apretada con nostalgia contra la última raya del horizonte, el olor a humo y a
infancia, a albahaca y hierbabuena, invisibles ahora pero intraducibles y
crecientes como una melancolía desbordada.
—Volver es otra forma del olvido —pensó.
Un árbol centenario y humillado sobre la calzada de la Avenida Tercera era
el único sobreviviente de ese ayer que se resistía a morir por el progreso.
Junto a él se habían dado cita su primer beso y su última lágrima cuando el
abandono de la ciudad se hizo inminente. En las evocaciones del exilio había
sido el guardián de sus pasos y el confesor de sus dolores, el propiciador de
sus nostalgias.
Se acercó y acaricio con dolor la corteza carcomida, como si las yemas de los
dedos pudieran restituir el tiempo abandonado.
—He vuelto... —susurró— mientras una
lágrima silenciosa rodaba en sus mejillas y los transeúntes la contemplaban con
extrañeza.
Sentada allí, sobre un banco de piedra, tomó de nuevo aire para evocar a Nalu
y le habló desde su corazón.
Amparo Osorio. Poeta, narradora y ensayista.
Ha publicado los libros: Huracanes de sueños (1983); Gota ebria (1987);
Territorio de máscaras (1990); La casa leída (Antología de autores universales,
1996); Migración de la ceniza (1998); Omar Rayo, geometría iluminada
(Entrevista, coautora, 2001); Antología esencial (2001); Memoria absuelta
(2004); Estación profética (Antología personal, 2010); Oscura música
(Antología, 2013) y la novela Itinerarios de la sangre (2014).
Es Editora
de la revista Común Presencia y codirectora de la colección Internacional de
literatura Los Conjurados. Varios de sus poemas han sido traducidos al inglés,
árabe, francés, italiano, portugués, húngaro, alemán, rumano, ruso y sueco. Es
co-fundadora y Editora General del semanario virtual Con-Fabulación.
Obtuvo
la primera Mención del concurso Plural de México (1989), la beca nacional de
poesía del Ministerio de Cultura (1994) y el «Premio Literaturas del
Bicentenario» (2010), con el libro Grandes entrevistas de Común Presencia, del
que es coautora.