La memoria calcinada




Crónica de un viaje al pasado

Después de la crónica sobre Grecia “Viaje al país del origen”, de la de Rusia “Viaje al país sin fin” y la publicada en abril “Lírica 150: Viaje al país de la muerte”, que es el artículo más visitado durante los siete años de existencia de Con-Fabulación, publicamos aquí del mismo autor, quien fuera testigo de excepción de un momento singular de nuestra historia protagonizado por el M 19, su crónica “La memoria calcinada”, que además de ser una nostálgica vindicación generacional, es un agudo testimonio para comprender nuestro desesperanzado devenir. A.O



Por Gonzalo Márquez Cristo

Un poco nervioso, el domingo primero de junio de 1980, caminé a las siete de la mañana por las desoladas calles de Chapinero con destino al apartamento de Liliana Puyo, quien me esperaba con nuestro común amigo Juan Guillermo Meza, para dirigirnos al Patio No. 1 de la penitenciaría La Picota.
Después de recibir instrucciones precisas relativas a mi ingreso al centro carcelario para no despertar la suspicacia policiaca, tomamos el bus que atravesaría Bogotá hasta la calle 51 Sur, por la horrible avenida Caracas que se ondula como la espina dorsal de un pez agonizante. Al arribar al barrio Molinos viendo las asiduas colinas que exponían dentelladas producidas por las explotaciones de arena y los racimos de casas de colores estridentes colgadas como murciélagos en las laderas, Liliana me advirtió que debíamos prepararnos pues ya estábamos próximos a esa herrumbrosa edificación gris, donde tendría la oportunidad de ser testigo de excepción de uno de los momentos históricos más convulsos de la historia colombiana reciente.
Recuerdo que durante el último año había sido víctima de un cauto proselitismo político por parte de mis dos amigos, quienes me rondaban en tertulias o en fiestas delirantes, sin jamás decidirse a efectuar su secreta propuesta, debido a que mi anarquismo poético me daba un blindaje contra toda militancia. Yo, por curiosidad y un poco seducido por la espectacularidad de las acciones del M 19, había aceptado visitar a los integrantes de ese movimiento, que decidió involucrar en forma exitosa la publicidad en su accionar, inspirados un poco en nuestro realismo maravilloso y en gran parte en los Tupamaros uruguayos que rendían con sus sugestivas estrategias urbanas, tributo a la rebelión del Jefe indio Tupac Amaru II, sublevado sin éxito en 1780 contra la tiranía española.    
Después de caminar quinientos metros y cuando estábamos próximos a la turbulenta colonia penitenciaria rodeada de mallas electrificadas, al ver la larga fila constituida por quienes visitaban a los miles de presos allí recluidos, Liliana me susurró que ya no podríamos volver a conversar hasta encontrarnos en el interior del Patio mencionado, pues todo estaba infestado de “tiras”, cuya labor principal en ese momento  –un mes después de la triunfante culminación de la toma de la Embajada de República Dominicana por parte del Eme–, era reprimir con todo el rigor a los miembros de ese Movimiento de incomparable audacia. 
Este golpe de gran repercusión mediática, comandado por Rosemberg Pabón, todavía era referencia cotidiana en toda la población, y como se sabe había sido durante 62 días primera página de los más destacados periódicos del mundo, debido a la importancia de los 16 diplomáticos de alto rango secuestrados, entre quienes estaban los embajadores de los Estados Unidos, Austria, Israel, México y Suiza, entre otros. 
Es fundamental mencionar que dos años antes, el 31 de diciembre de 1978, el M 19 había asestado uno de los golpes más humillantes al ejército colombiano robando 5.700 armas de las instalaciones militares del Cantón Norte, construyendo durante 73 días un arriesgado túnel, en la operación bautizada como “Ballena Azul”; hecho que desencadenó una persecución sin antecedentes por parte del Estado, instituyendo la indiscriminada tortura a centenares de sospechosos y los allanamientos a casas de activistas de Izquierda o de simples simpatizantes, y a numerosos intelectuales colombianos, bajo la égida del temerario Estatuto de Seguridad, dictado por el presidente Turbay Ayala, uno de los hórridos presidentes de nuestro atormentado país. 
A causa de esa cacería sistemática, el gobierno mostraba por entonces con orgullo a los 150 detenidos del M 19, a quienes se les adelantaba un publicitado Consejo de Guerra, reuniéndolos a todos en La Picota por motivos logísticos. Allí se encontraban los fundadores del grupo: Iván Marino Ospina, Carlos Pizarro y Álvaro Fayad, cuya labor política había comenzado en las Juventudes Comunistas (JUCO); y otros de alto rango como Elmer Marín, quien como parte de la paradoja de nuestra historia había surgido de la Juventud Católica (JOC).
Dos horas después de hacer la lenta fila y de franquear cuatro requisas –una de ellas donde se desnudaba a todos los visitantes–, y de ser marcado con sendos sellos en el antebrazo con tinta indeleble, al ir caminando –todavía aturdido debido a los dispositivos de seguridad– por un ruidoso pasillo buscando el destino previsto, fui repentinamente alcanzado por varios brazos que salían por entre las rejas. Con temor forcejeé para liberarme de las cinco manos que me aferraban sin conseguirlo, hasta que vino a mi rescate Juan Guillermo lanzando patadas como un Ninja tropical, logrando desasirme de ese pulpo humano que me arrastraba con el propósito de saquear mis bolsillos. 
Aún nervioso arribé a la puerta del Patio No. 1. Un guardia después de catearme por quinta vez me preguntó a gritos por el nombre del preso que pretendía visitar: “Carlos Erazo”, respondí y lo hice con voz queda para simular un carácter duro, sin mencionar según me habían aconsejado a ninguno de los máximos comandantes, lo que en ese tiempo revestía de peligro.
Erazo, era un guerrillero sin mucha visibilidad entonces, aunque más tarde, reconocido como el comandante Nicolás, sería fundamental en la estructura militar del M 19, a tal punto que tendría la responsabilidad histórica de ordenar la dejación total de las armas en la ceremonia del 9 de marzo de 1990, evento transmitido por la televisión nacional. Posteriormente se exiliaría en Noruega (el país de la paz), donde vive hace veinte años y trabaja como electricista, muy lejos de Colombia (el país de la guerra) –según relata la lúcida periodista Angélica Pérez.
Al ser llamado por el guardia, Erazo fue a buscarme inmediatamente a la puerta y me condujo al interior. Fruncía constantemente la frente y aflautaba la voz para dar énfasis a sus palabras. Su fraternidad era manifiesta. A los dos minutos de conocerme me invitó a un desteñido y dulce café preparado en el caspete. Me guió por el bullicioso lugar señalándome a algunos de sus camaradas de reclusión, contándome cuántos días llevaba allí y cuántos pasos había de un extremo al otro del patio, y me explicó que debido a que 150 prisioneros pertenecían al Eme, y veinte a las FARC y un poco menos a ELN, grupos que se encontraban allí en evidente minoría, todo estaba coordinado por los miembros de su movimiento, lo que era notorio en la afable administración del recinto, “por lo que no era posible compararlo con las otras secciones donde el imperio del hampa era categórico”, argumento que para mí era irrebatible minutos después de haber sido atacado por el pulpo humano.
Al terminar el café nos acercamos de nuevo al caspete para beber otro, que yo deseaba pagar para retribuir la invitación de Erazo; sin embargo él nuevamente se adelantó con movimientos felinos y llevándome a un rincón me dijo: “Compañero, aquí están retenidos la mitad de los fundadores del Eme, ¿quiere conocerlos?” Ansioso respondí que sí, pues aquella era la razón de mi visita.

Fayad, Navarro, Ospina, Pizarro y Arias

Comenzamos por Iván Marino Ospina. Lo recuerdo con su rostro curtido y su sonrisa que siempre denotaba astucia. Me saludó con mano firme y de inmediato me dijo que mirara alrededor. Así lo hice. Dos guardias no dejaban de observarnos. “¿Ya conoció nuestro laboratorio político? Esto no es una cárcel, hermano, aquí todos estudiamos historia, economía y política, reflexionamos, vivimos en permanente debate…” Hablamos durante algunos minutos, me contó que había luchado en la guerrilla venezolana y que como parte de su lucha revolucionaria en Colombia editó la revista Comuneros conectando una imprenta a un viejo vehículo en un bosque; su intranquilidad era evidente. Tres camaradas suyos esperaban muy cerca de nosotros pues quizá temían un atentado; era una de las figuras jerárquicas y el gran adalid militar del Movimiento, y sería reconocido posteriormente por su carácter inflexible.
El 24 de junio de 1980, es decir apenas tres semanas después de este encuentro, Iván Marino Ospina protagonizaría con Elmer Marín una de las fugas más escandalosas de las cárceles colombianas, y mucho después se conocería su divertido testimonio sobre ese evento que en el momento de mi visita se estaba gestando. Allí refiere que según el plan establecido varios de sus compañeros se disfrazaron de bastoneras, con cintas y adornos, y que ellos saltaban levantando las piernas velludas en forma obscena, conformando un equipo que se enfrentaría en un partido de micro-fútbol al de las mujeres guerrilleras vestidas con pantalonetas diminutas, todo según una coreografía que habían imaginado entre risas los miembros de la cúpula del grupo subversivo. Y como la puesta en escena era tan eficaz, los guardianes y los oficiales que asistieron al Consejo de Guerra se dispusieron a ver piernas, mientras ellos se prepararon raudos en el baño con los atuendos militares previamente conseguidos. Ospina se rasuró el bigote y se peinó, e hizo los últimos retoques a su disfraz pero antes de salir tuvo que esperar a que Marín rescatara del repugnante orinal el quepis que se le había caído de los nervios. Preocupado le advirtió que si el plan fracasaba era por su culpa pues el hedor podría delatarlos. Luego salieron del baño y caminando despacio se acercaron a la puerta del Patio con arrogancia. Allí miraron por última vez a sus amigos en señal de despedida, y cuando notaron que el “Turco” Fayad los observaba expresando asombro estuvieron a punto de estallar en carcajadas. Lograron escapar sin contratiempos y afuera una célula del M 19 los esperaba en un auto. Esta huida sería otra de las escenas cinematográficas del Movimiento que mancillaría el honor policiaco.
Ospina cuenta detalles de este episodio y explica que no se había fugado con Fayad, quien era la primera persona opcionada, al analizar que su figura no era persuasiva debido a su escasa estatura; tampoco con Pizarro, quien aunque era hijo de un importante Almirante de la Marina y conocía a fondo el espíritu militar, era demsiado apuesto y causaría sospechas, así que solo quedaba Elmer Marín, con su “insuperable figura de sargento”.
Poco después me despedí de Iván Marino notando que varias personas querían abordarlo. Entonces lo escuché decir: “Compañero, la revolución necesita dramaturgos, no solo actores, piénselo”. Y claro que pensé en sus palabras cuando veía por televisión la noticia de la intrépida fuga que involucraba la puesta en escena del partido de fútbol. Luego, al morir Bateman –el brillante fundador del Eme a quien lo rodeaba una aureola mágica–, en un accidente de avión ocurrido en 1983 que según diversas fuentes se atribuye al mal tiempo, Ospina sería elegido como el comandante superior, y dos años después lo abatirían frente a su hijo hoy senador de las República en el barrio Cristales de Cali.
Al verme solo, Erazo se volvió a reunir conmigo, me preguntó inmediatamente por la percepción de mi reciente entrevista y me invitó a un nuevo café. Asentí. Me adelanté corriendo al caspete para no dejar que lo pagara, pero nuevamente fracasé pues él ya lo había cancelado mientras yo conversaba con el jefe guerrillero. “Prepárate, ahora te presentaré a Pizarro”, me dijo.
El saludo fue emotivo, su carisma era notable. Inmediatamente y tomándome del brazo me preguntó en qué universidad estudiaba. Le respondí que en la Javeriana pero que el próximo semestre por motivos econo-ideológicos desertaría a la Nacional; él sintiéndose identificado me dijo moviendo los brazos con su histrionismo característico: “A mí me expulsaron de allá por organizar una protesta, pero en todas partes se puede aprender algo… hasta en la Javeriana”, y escuché su carcajada inolvidable. “En esa universidad de curas ambiguos aprendí como Jesucristo que nunca se debe confiar en los ricos” agregó volviendo a reír.   
Poco después le confesé que intentaba ser escritor. Sorprendido me pidió que lo siguiera porque quería mostrarme algunos importantes escritos. Erazo nos acompañó hasta la celda 319, a donde había llegado hacía poco el comandante “Papito” después de veinte días de torturas sistemáticas. Durante el trayecto Pizarro no dejó de esgrimir su ironía, contra mí y contra el mundo. Se burló de los militares, hizo varios chistes sobre el Inquisidor Turbay Ayala a quien propuso como la voz ideal para doblar al pato Donald, luego se acercó a unos guardianes que no dejaban de vigilarnos y les dijo con rostro adusto que yo era un agente de la KGB y que esa misma noche pensaba explotar el Capitolio.
Reímos. Al llegar a la pequeña celda que me mostró con orgullo –había algo de ascetismo en su personalidad–, en cuyas paredes tenía pegados poemas de Neruda y una flor azul seca, buscó un manojo de papeles arrugados con tanta devoción, que yo imaginé que eran los míticos Documentos para la Nueva Colombia, de los que se hablaba clandestinamente en tantas reuniones, como si fueran la ruta de navegación que necesitaba nuestro país para salir del abismo. Viéndolo mover las hojas imaginé por un instante que yo sería el encargado de sacar los Documentos de allí con el fin de publicarlos en alguna imprenta clandestina, y por segundos me sentí como Antonio Nariño cuando traducía los Derechos del Hombre. No obstante para mi decepción, se puso a leer con ademanes muy marcados uno de sus poemas melifluos de amor. Quedé absorto, no sabía que Pizarro escribía lírica, y creo que él al notarlo, buscó un texto con temática política para que yo lo siguiera respetando como un audaz guerrero; después regresamos al patio recordando momentos absurdos de la historia nacional, y fiel a su humor lo escuché afirmar: “Despertar es la clave, compañero, lo dijo Buda”.  
Hablé con Pizarro por veinte minutos. Luego lo escuché pronunciar su frase: “La revolución tiene que ser una fiesta”, que se haría emblemática en entrevistas televisivas. Finalmente, y cuando yo creía que me haría otra de sus bromas, me confesó: “Hay poetas muy importantes entre los amigos del Eme. Y como la vida tiene que ser un poema la próxima vez que venga a visitarnos traiga alguno de sus escritos”.
Le aseguré que así lo haría aunque nunca volví. Me quedé pensando en quiénes eran los bardos a los que aludía Pizarro. Al despedirme le comenté que deseaba conocer los Documentos para la Nueva Colombia. Sonriendo me respondió que por ahora era imposible.  

Eduardo Esparza: Obra de la “Serie Los Visibles”, realizada en homenaje a las víctimas del conflicto colombiano

Una década después, en 1990, Pizarro sería asesinado a sus 38 años, luego de apostar todo por la paz, acción definida por él como un “salto necesario al vacío”, pese a los lineamientos de su grupo que no quería creer en esa posibilidad histórica, y que la veían como una trampa del gobierno –y no estaban lejos de la verdad pues casi todos sus cabecillas fueron cayendo como parte de una acción de exterminio emprendida por los grupos paramilitares en alianza con las fuerzas militares–. Durante la impactante primicia televisiva donde se informaba que el candidato presidencial del M 19 viajaba en un avión a Barranquilla, cuando el suicida sicario había disparado su metralleta contra él en pleno vuelo, recordé nuestro segundo y último encuentro ocurrido unas semanas antes del crimen:
Acudí con el reconocido periodista Ignacio Ramírez autor de Hombres de palabra a una cena a la que Pizarro, próximo a iniciar campaña política, había confirmado su asistencia. Allí le recordé nuestro encuentro en La Picota y luego le regalé mi poemario Apocalipsis de la rosa, diciéndole que aunque diez años tarde cumplía mi palabra de visitarlo con alguno de mis textos. Fraternalmente se alejó de los numerosos invitados y se dispuso a leer a saltos mi libro, mientras Ignacio y yo permanecíamos expectantes. Al fondo se escuchaban algunos temas de Serrat. Minutos después lo vimos levantarse con el propósito de hacer una llamada y pronto regresó a la sala informándonos que lamentablemente debía marcharse, que se le había presentado un imprevisto doméstico. Los escoltas salieron de la cocina y lo rodearon. Pizarro al despedirse de mí recitó un verso del “Legado del fuego”, el extenso poema con el cual culmino mi libro: “Aquí la muerte es más sutil: la víctima no tiene a quién aparecérsele”. Después poniéndose el sombrero se despidió afectuosamente de todos. Las mujeres intentaron disuadirlo sin éxito. Entonces lo vi partir para siempre… Veinticinco años después todavía me estremece pensar que haya vislumbrado en ese verso alguna premonición.
El tiempo como una salamandra se muerde la cola... La memoria regresa al Patio de La Picota, donde al promediar las dos de la tarde y luego de comer una empanada de un amarillo irreal, y cuando me disponía a beber con Erazo el noveno café dulce, viendo cómo los presos hablaban animadamente con sus visitantes, decidí preguntarle al guerrillero valluno por el destino de la espada de Bolívar, que había raptado el Eme como acto fundacional en enero de 1974.
Él se transformó, perdió su constante sonrisa y me dijo que era el enigma mejor guardado y se negó rotundamente a dar explicaciones; probablemente desconocía su paradero pues el Eme escindía toda información importante fiel a su logística militar.  
Esa emblemática arma que levantó Bolívar en el Monte Sacro en Roma cuando afirmó que no la envainaría hasta ver liberados a los pueblos oprimidos de América, seguía su periplo misterioso. “Bolívar no ha muerto. Su espada rompe las telarañas del museo y se lanza a los combates del presente”, decía el comunicado dejado por el Eme en la añosa Quinta el día de su espectacular robo. Sin embargo aunque Erazo no respondió mi cuestionamiento, años más tarde supe por Nelson Osorio Marín (autor de tres libros y de la letra de la canción “Ricardo Semillas” cantada por Ana y Jaime), al final de una noche interminable vivida en un bar de la calle 59, que llamábamos el Hueco y dónde no era posible saber si era de día debido a que todos los vidrios habían sido pintados de negro, que la mítica espada estuvo oculta primero en la casa del poeta León de Greiff –adherida al respaldo de la mesa del comedor–, y que luego la custodió por varios meses Luis Vidales el autor de Suenen timbres; por lo que recordé las palabras de Pizarro cuando me confió que el Eme contó con la solidaridad de algunos reconocidos poetas; y esta vez la fuente era fiable a pesar del delirio que atizaba ese lugar donde la salsa era una religión, pues cuando Pizarro desertó de las FARC en 1973 se había refugiado en la casa de Nelson Osorio.
Posteriormente supe que la famosa espada, verdadero Santo Grial de la Revolución latinoamericana, que numerosas y febriles personas juraban haber guardado en sitios recónditos de sus viviendas, estuvo oculta en una suntuosa casa del barrio Santa Bárbara y que luego la cuidó un artista prestigioso cuyo nombre nunca ha sido revelado, y que también permaneció varios años en Cuba y después en Panamá durante la invasión de Estados Unidos a ese país, hasta que al fin, seguramente por mediación de García Márquez, fue devuelta en enero de 1991 como parte del compromiso del Eme al firmar su proceso de paz. Es memorable la divertida frase de Otty Patiño, cuando al verificar los preparativos para su tan esperada devolución al gobierno le preguntó a la directora de la Quinta de Bolívar: “¿Señora, y este lugar le parece lo suficientemente seguro como para guardar la espada?”
Es fundamental agregar al respecto que después de la ceremonia de entrega, por orden del presidente Gaviria la simbólica arma fue llevada a una bóveda del Banco de la República, y fue así como esta metáfora de la independencia de América, permanece aún envainada y cautiva en una caja fuerte del organismo estatal, mientras en la Quinta de Bolívar, solo se expone para los visitantes una copia, un simulacro, como nuestra libertad.    
Cierro los ojos y recuerdo a Erazo hablando sin parar en el Patio No. 1, mencionando  las estrategias urbanas y las dificultades que tenía una guerrilla de esas características, que la hacía muy vulnerable. Lo escucho en mi memoria enumerando los golpes a los camiones que transportaban leche y a los supermercados cuyos artículos luego eran repartidos a los pobres, como lo había enseñado Robin Hood, y lo evoco citando los más destacados robos a bancos, donde quedaban expuestos en la geometría urbana, siendo para ellos muy difícil evadirse. Su explicación era categórica y noté, allá en 1980, que la exuberante topografía colombiana era más confiable y que el grupo dejaría por completo las ciudades.
Entonces se oyó el poema “Liberté” de Paul Eluard, en la hermosa versión de Nacha Guevara, que alguien puso en una estropeada grabadora de pilas, y luego de que muchos cantaron: “Por el pájaro enjaulado / por el pez en la pecera / por mi amigo que está preso porque a dicho lo que piensa / yo te nombro libertad…” escuchamos una invitación a presenciar el discurso semanal, que le correspondía esta vez, para mi suerte, al famoso ideólogo del Eme: Álvaro Fayad.
Numerosos guerrilleros y la mayoría de los visitantes que nos encontrábamos allí nos reunimos en círculo. Aproximadamente doscientas personas vimos como ese hombre delgado de bigote en forma de herradura, subido en una tarima improvisada, magnetizaba con palabras y ademanes enérgicos, haciendo que los presentes exclamaran celebrando sus juegos retóricos y el potencial político de su discurso. Al cabo de media hora, cuando Fayad se disponía a terminar, pensé a mis 17 años, motivado por su disertación, que la revolución era inevitable, y más que eso, que con algo de entereza la podríamos hacer la semana siguiente. Aplaudimos enardecidos. Para terminar Fayad habló de los Documentos para la Nueva Colombia, y citó algunos fragmentos de ese texto, que me parece ahora como las páginas extraviadas de la Anglo-American Cyclopaedia, que según Borges refieren la existencia de Uqbar.
Cuando Fayad finalizó su intervención me acerqué con otras personas a saludarlo y hablamos por algunos segundos. Entonces me dijo con la pasión que regía su existencia: “Compañero, un estratega debe saber que el horizonte se mueve. Es importante improvisar como en el baile”.
Difícil olvidar aquella sentencia del “Turco”, más cuando según e investigado era un pésimo bailarín y especialmente cuando ya hemos presenciado el hundimiento de nuestro horizonte, que ahora parece quedar abajo.
Todo estaba llegando a su fin. Me reuní con Liliana y Juan Guillermo, y despidiéndome de Erazo, comenzamos a desandar el camino. Esta vez me deslicé con precaución por la pared opuesta para evitar que al paso por la puerta de alguno de los patios fuese agredido por las manos que salían sorpresivamente entre los barrotes. En mi otro brazo recibí uno a uno los sellos de salida, y ya al final, cuando abandonamos el bloque central y mientras caminábamos por un sendero rodeado de césped, escuchamos unos aullidos provenientes del tercer piso. Allí treinta mujeres gritaban ondeando sus manos y dejando ver sus perfiles distantes. Evoqué el sombrío itinerario de Dante por el infierno. Una de ellas había distinguido a Liliana y quería enviar un mensaje a su familia que la daba por desaparecida. Ella con su solidaridad característica escribió en su mano el número telefónico. Luego otra mujer gritó su propio nombre y la razón que deberíamos transmitir. Posteriormente otra y una más lanzaron sus mensajes al viento. Liliana subiéndose la bota de su pantalón comenzó a escribirlos en su pierna convirtiéndose en una misiva corporal. Y cuando a causa del alboroto los guardianes se fueron acercando denotando agresividad nos despedimos a gritos, no sin antes ver por última vez esa selva de brazos y de cabelleras que flotaba por entre las rejas diciéndonos adiós. Ellas estaban retenidas allí, en esa cárcel de hombres, transitoriamente, debido al Consejo de Guerra que se adelantaba contra el Movimiento Guerrillero.
Tomamos la Avenida Caracas en sentido contrario. Llegando al centro de la ciudad Liliana sugirió que cambiáramos de bus pues podíamos estar siendo seguidos. Repetimos la pueril estrategia en dos ocasiones. Yo veía la ciudad distinta y creería por algunas horas todavía que en breve tiempo una rebelión se desataría, capaz de reducir la injusticia y oprobio. Pero no fue así.
Pasaron siete años de mi visita a la prisión y en 1987 Jaime Pardo Leal, lúcido candidato de la Unión Patriótica, fue asesinado, como parte del holocausto contra ese movimiento político de izquierda que según la exhaustiva investigación de Roberto Romero, recogida en Expedientes contra el olvido, asciende a la cifra de 1.600 víctimas. Ante el rechazo general por el magnicidio un río enardecido de personas marchó esta vez por la Calle 26 hacia el Cementerio Central donde se realizarían sus funerales. Allí, mientras se sucedían los discursos observamos cómo cuatro integrantes de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, que pretendía aunar todos los grupos alzados en Colombia, alianza inspirada por el Eme, se subieron encapuchados a los mausoleos próximos a la tumba del dirigente sacrificado y mientras dos de ellos lanzaban panfletos e izaban su bandera, los otros dispararon al aire una ráfaga de metralleta. Quienes estábamos cerca corrimos atemorizados pues imaginamos que llegaría el ejército y podría producirse una masacre, pero pronto regresamos aplaudiendo. Nada ocurrió porque el poder de la indignación esa tarde era contundente, pero es increíble pensar que eso pudiera suceder en pleno centro de la capital de Colombia hace relativamente pocos años.
Durante tres lustros continuó el genocidio de la Unión Patriótica, y en reducido tiempo abatieron a casi todos los dirigentes del Eme, por lo que es oportuno recordar uno de los mensajes publicados repetidas veces en los periódicos a comienzos de la década del setenta, cuando el Movimiento fue fundado: “¿Perdió la memoria? Ya viene M 19”.
Pero han pasado algunas décadas y como todos sabemos ya nadie viene... Y ahora que la memoria ha sido por completo calcinada, es legítimo mencionar a manera de epílogo algo relativo al destino de los obsesivos soñadores, de mis dos lazarillos de ese distante día en La Picota: Liliana, a quien siempre recuerdo por su agudeza intelectual y su voz profunda, sería detenida durante un año luego de una absurda celebración de la emisora libertaria Macondo en la falda de Monserrate –pues “la revolución debía ser una fiesta”–; poco después se refugió en Bélgica donde actualmente reside. En cuanto a Juan Guillermo, quien una noche me confesara a ritmo de ron que fue torturado por una perversa teniente –episodio que interpreto en mi novela Ritual de títeres–, murió masacrado al pretender raptar en compañía de los integrantes de su célula, a un comandante del Eme de un hospital de Bogotá, en un auto con problemas mecánicos, lo que describe la ingenuidad que muchas veces definió a este grupo.

Ángel Loochkartt: “El juego de la traición”, tributo a Ritual de Títeres

No es necesario agregar más palabras… “Para que la muerte sea justa la vida tiene que ser justa”, había dicho el poeta Nazim Hikmet. Por consiguiente ofrendo lo anterior a una generación de mujeres y hombres que vivieron un sueño para muchos errático, en un tiempo en el cual el individualismo no era un sacramento, en el que la indiferencia no era dogma, cuando el mundo no estaba estandarizado y las ideologías no se habían derrumbado dejando un infranqueable desierto imaginario.
Lo ofrezco a un colectivo humano que merece ser vindicado, que vivió y luchó en un tiempo de utopías, cuando las guerrillas no eran empresas sino causas, cuando aún no nos habíamos convertido en los fantasmas virtuales que hoy poblamos la Tierra, cuando los artistas creaban obras y no mercancías que obedecen a tendencias globales, es decir cuando algunos seres todavía podían de manera desinteresada –o mejor: generosa– dar la vida por otros.
También lo ofrezco a ellos, los protagonistas, que hoy permanecen exilados en diversas latitudes o condenados al olvido, a quienes es muy fácil vilipendiar ahora gozando del privilegio inhumano de la mirada retrospectiva, por lo que se hace legítimo aclarar que cuando esos eventos ocurrían impulsados por secretos latidos nada era previsible y las decisiones poseían referentes quizá lógicos y con frecuencia mágicos. Pues sé que aunque sus acciones fueron muchas veces trágicas, y en ocasiones insensatas e inútiles, a mí, vigía nostálgico de ese tiempo convulso –quien nunca militó en grupos políticos aunque mi inclinación por el anarquismo aún no ha sido reducida–, sólo me queda como refugio, después de tantos arrasamientos físicos y simbólicos padecidos, la luminosa frase del poeta Hernando Socarrás pronunciada en alguno de los numerosos funerales de aquella época de gran intensidad existencial: “Tomamos el camino equivocado, pero ese era”.
Tal vez entonces sea urgente volver a soñar. ¡Lo que viene pertenece a la vida!