Prosperina (fragmento)


Por Armando Rojas Guardia

Este relato data de finales de 1984. La idea del mismo me la sugirió un cuento de Pablo Rojas Guardia, que siempre me pareció una ocurrencia brillante muy mal trabajada literariamente. Así pues, me propuse reescribir ese cuento a la medida de mi propia imaginación e inventiva: modifiqué el tema, la estructura y los procedimientos estilísticos del texto de mi padre; de éste sólo quedan en mi cuento algunos -pocos- rasgos de la anécdota. Si ahora me decido a dar a conocer estas páginas es porque, como diría Borges, creo que no me deshonran, y también porque recogen el talante psíquico y espiritual de un momento muy específico de mi evolución subjetiva. Hoy le hubiera dado otra dirección existencial al conflicto interno que atormenta a los dos principales personajes del relato. El lector juzgará: si he logrado mi propósito de conmoverlo, aunque sólo sea estéticamente, daré por bien empleados los días laboriosos, las horas febriles, las semanas de angustia que demoró la composición de este texto. A.R.G.


1

Proserpina y yo nos conoceremos en una fiesta diplomática. Ambos perteneceremos a esa especie de inclasificable bestiario que dibujan los funcionarios internacionales. Ella será la enigmática y esbelta esposa del embajador de un país selvático, cuya geografía estridente avivará el delirio de mis noches de insomnio; yo desempeñaré con resignación la secretaría de la ineficaz Legación venezolana en Egipto, la patria donde conviven los personajes de Durrell y Cavafis. Nuestro encuentro acontecerá durante los primeros años de la "guerra fría". Ya se sabe que estos arrastrarán consigo inevitables, acartonados estereotipos y consignas: Esa noche, lluviosa y caliente a un tiempo, en la que conoceré a Proserpina acodada a la baranda de una terraza abierta sobre las luces de El Cairo, celebraremos la efemérides de un país situado detrás de la "cortina de hierro", tal como Churchill la bautizará en un discurso cuya reseña y síntesis leeré en un periódico de Alejandría, una tarde transpirada de yodo y azul marítimo. Como será, en aquellos días, la costumbre diplomática (la menos diplomática de las costumbres), en el banquete la concurrencia se abrirá en dos bandos: de un lado, los occidentales y los sudamericanos que, para los soviéticos, no seremos más que espías al servicio del Departamento de Estado y la Agencia Central de Inteligencia norteamericanos; y del otro, ellos, los representantes de todo lo que se abigarra y extiende desde las aguas del Báltico, que fosforecen bajo las lunas australes, hasta los bosques de abedules y fresnos que se precipitan en las playas del Caspio. La fiesta pululará de trajes impecables, largos vestidos de colores intensos y uniformes sobre los que arderá -bajo la luz sofocante de las lámparas- la flora cursi de las condecoraciones. La ausencia del señor embajador quizás dará audacias al joven secretario; tal vez la pompa misma de aquel acto protocolar impacientará el ánimo poco convencional de Proserpina: lo cierto es que ella, en un arranque de liberación, aceptará mi invitación a escaparnos hacia la otra noche, la verdadera, la indomesticable dentro del zoológico diplomático y sus arañas de cristal: la noche densa, espirituosa, húmeda de El Cairo. Mi mujer, mi esposa, no habrá podido asistir a la reunión. Proserpina no mencionará el hecho y así se realizarán nuestra primera fuga y nuestra primera cópula en el tiempo.
Después vendrán días y semanas y meses. Nuestra relación -¿por qué vacilaré tanto en llamarla "nuestro amor", siendo que a nadie he amado más que a esa mujer, cetrina y lánguida, fantasma de mis sueños?- adquirirá una calidad inusitada, prestigiosa. Mis propias circunstancias habrán cambiado. María Eugenia, mi esposa, tendrá que viajar a Venezuela para dar a luz a mi segundo hijo, y esa soledad inédita de El Cairo, poblada ahora por un amor sin compromisos y con un futuro incierto, afirmará, redondeará mi equilibrio emocional, me ubicará inopinadamente en mitad de unas coordenadas de tranquilidad casi geométrica. Ahora sé -pero no lo supondré entonces- que aquel recién estrenado estado del ser (porque será no sólo espiritual, sino también corpóreo, como si la misma carne, y sobre todo ella, participara de mi fiesta de la paz) vendrá promovido, impulsado hacia mí por la presencia de Proserpina que, como los más intensos licores, calará lentamente, y sin que yo lo note, la materia última de mi cuerpo y, a través de ella, la de mi alma.
Descubriré pronto que a aquella mujer única le estará ocurriendo, en el momento mismo de nuestros primeros contactos, un fenómeno espiritual al que percibiré, en un principio, como un verdadero "conflicto" religioso (las comillas a ambos lados de esa penúltima palabra indican la impropiedad literal, sólo alusiva, del término). En el arrebato salobre de los besos, mientras amanezca sobre las cortinas de mi dormitorio; en la caricia inesperada al caminar dentro de la muchedumbre callejera; en el abrazo furtivo que animará nuestros paseos vespertinos, cuando saldremos a respirar el aire refrescante de las urbanizaciones residenciales de la ciudad; y, sobre todo, en las batallas del coito, cuando desechos de contactos nos levantemos sobre la noche de nuestros más inconfesados deseos, siempre Proserpina dejará escapar inesperadas palabras que me desconcertarán: - Dios mío, Dios mío, Santo Dios. Ay Dios, al fin te tengo. Mi diosecito, mi diosecito.
Este hecho lo atribuiré, al comienzo, a inveterados resabios de formación católica, a demorados restos de alguna pasantía por algún colegio de monjas. Aquellas palabras, aquellas frases intensas, entrecortadas a veces por las quejas de la cópula, congeniarán sin duda mal -para mi percepción, si no atea, por lo menos sí laica y agnóstica- con la soberbia plenitud carnal, la libertad erótica y la exquisita sensualidad que harán de Proserpina, desde el primer instante, una mujer inmediatamente deseable: deseable hasta la lascivia. Pero en todo caso terminaré por acostumbrarme, focalizado por aquella poderosa atracción sexual, a lo que yo empezaré a llamar mentalmente, un poco con desdén y otro poco con ternura, las "jaculatorias" erótico-religiosas de mi amante. Hasta que una tarde, de pronto -como sobrevendrá todo acontecimiento dentro del "tempo" vertiginoso de mi relación con ella- tendré la brusca sensación de comprender, no, más bien de intuir la verdadera profundidad de un sentimiento que hasta entonces me habrá parecido mera -¿y ridícula?- reliquia de un pasado inconsciente.
Es preciso que mi escritura construya matemáticamente esta escena, una de las pocas que ahora no necesita inventar mi imaginación literaria, como he inventado todo lo ocurrido en este cuento incipiente; y no requiero fantasearla porque dicha escena está inapelablemente grabada en mi memoria, y la entresaco de las páginas de otro relato que escribí, hace tiempo, deseando como ahora -pero tal vez con menos fortuna- desentrañar aquel telegrama del abismo que será, que es Proserpina:


... acabábamos de hacer el amor y yacíamos ambos sobre el colchón desnudo de la cama (mi desorden habitual, aumentado por la negligencia doméstica hacia la que me conducía el hecho de haberle concedido vacaciones anticipadas a la escasa servidumbre de mi casa, determinaba el que yo tardase varios días en cambiar el juego de sábanas de la cama, a la que prefería más cómodamente desvestir como en mi época de estudiante y apartamento de soltero, allá en Caracas). Nos dejábamos invadir, en aquel momento, por la sabrosa pero también melancólica laxitud que ocupa los cuerpos al finalizar el acto del amor y que los romanos, en su latín penetrante y lacónico, llamaron "tristitia amoris". Proserpina apoyaba su cabeza livianísima sobre mi antebrazo izquierdo, mientras yo olía su cabello extremadamente recortado -era la moda del momento- en el que mi mano abierta buscaba no sé qué curva suave de la nuca. De repente, en la casa de al lado o en otra situada más allá (a decir verdad, era imposible ubicar el lugar de donde provenía la música) empezó a resonar débil pero muy perceptiblemente el "Kyrie" del Requiem de Fauré. Reconocí enseguida su melódica solemnidad ascendente. Y fue evidente en un segundo que Proserpina también la había reconocido porque, levantando la cabeza somnolienta y abriendo hacia mí los ojos claros y sobrecogidos, me miró larga y penosamente, mientras demoraba todavía en caer la cascada coral del "Kyrie". En esos inmensos minutos, cuando ella, desnuda y todavía ovillada contra mi cuerpo, absorbía mi mirada en la suya con una tristeza infinita pero también con una aprehensión inusitada, yo entendí súbitamente, de bruces contra la evidencia, que sus ojos inquirían en mí por una cosa, buscaban sólo esto: un eco de aquella música sagrada al fondo de mi espíritu, una respuesta de mi ánimo o de mi carne al himno milenario que la melodía ponía a vibrar, transfiguradamente, en medio de nosotros. -¿Sientes como yo? ¿Entiendes tú también el mensaje?, eso era lo que Proserpina parecía preguntar, con urgencia, con inquietud, a través de sus ojos enormes, fijos y abiertos sobre los míos. Yo sólo puedo decir que se me reveló tan hondo el desamparo de esa pregunta, y era tan álgida la intemperie de su desnudez frente a la música que la sobrecogía, que una oleada de ternura me dobló los brazos y la acaricié con un afecto lleno de piedad y reverencia. Ella se dejó hacer, en mitad de un abandono en el cual creí percibir lucidez, asentimiento. Y mientras el Requiem de Fauré se incrustaba aún entre la tarde y la noche, casi danzando sobre nuestros cuerpos, yo la poseí de nuevo lenta, parsimoniosamente. Era mi única manera de responderle y entregarme.