¡Qué vainas! - Cuento


Por Andrés Elías Flórez Brum

El hombre venía hacia su casa. Traía en el hombro un costal hinchado de algarrobas y cañafístolas. Traía el saco repleto de estas vainas para los hijos que lo esperaban con hambre en la casa.
No traía más.
Había tratado de entrar en la huerta del Señor Rico por unas mazorcas de maíz. Pero la hilera de alambres conectada a la corriente eléctrica se lo había impedido. Una centella, que lo tiró al suelo, le lanzo el fuego a sus ojos cuando tocó dos cables de la cerca.
Tiempo atrás, estas tierras (donde estaba sembrada la hectárea de maíz, bastante cultivables por cierto), habían pertenecido a la abuela Algarín. Tiempo después las adquirió el Señor Rico y todos los nietos se habían quedado por fuera. Incluso el hombre que se había asomado alegre por las mazorcas.
Entonces, luego de levantarse y sacudirse alcanzó en los árboles silvestres de la vera del camino las cañafístolas y las algarrobas. Más bien, recogió estas frutas del suelo. Alguien, más habilidoso que él, las había alcanzado y había dejado dos rimeros al pie de los troncos. Tanto el árbol de algarrobas como el de cañafístolas eran altos. Estaban en la vera del camino. Se interponía entre ellos un camajón sin frutos, menos alto, pero frondoso, dando sombras.
En la sombra de este árbol acomodó la carga. Los hijos solían comer de estas frutas. Aunque les había prometido unas mazorcas de maíz tierno para asar. Venía al paso. Medio herido. Arrastrando una pierna.
 Cuando en el cruce de caminos, en emboscada, le apareció un tipo malacaroso con un cuchillo en ristre.
--- ¿Cree en Dios? ---le dijo poniéndole la punta del cuchillo en el pecho, justo en el lugar del corazón.
--- ¡Claro!, que creo en Dios ---le respondió el hombre del costal con voz fuerte.
--- ¿En Dios? ---repitió el malhechor.
---En Dios. Lo que no creo es en el diablo. Ni en sus demonios.
Al asaltante se le soltó el arma de la mano.
El hombre, cojeando un poco y con el ojo cerrado, avanzó hacia el rancho, presintiendo que sus hijos pequeños venían en tropel a esperarlo.
Y, en realidad, al tropel, en una suelta carrera, los hijos venían a su encuentro. Le traían la noticia de que el compadre --el padrino del niño más chico-- había pasado con unas aguateras, y le había dejado diez mazorcas cocidas de maíz nuevo.



(Sahagún, 1950). Licenciado en filología e idiomas. Co-fundador del taller literario Contracartel de Bogotá. Su libro de minicuentos Viñetas de amor y de vida (1999) fue galardonado como el mejor libro de cuentos, según la Cámara Colombiana del Libro, en la XIII Feria Internacional del Libro (Bogotá, 2000).