No. 475, Contenido explícito

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CONTENIDO EXPLÍCITO





Con-fabulación se complace en compartir con sus lectores los primeros cinco capítulos de Shotgun Zen, última publicación del escritor colombiano Juan Sebastián Gaviria,  libro inusual que reúne tres novelas cortas e independientes que tienen lugar en rincones hasta ahora ignorados de la inclasificable cultura estadounidense. A lo largo de estas páginas cargadas de violencia y humor, el lector será llevado, por el camino más insólito, a explorar el lugar que ocupa el hombre en el mundo moderno. 

Debido a los espacios de nuestro periódico, estos cinco capítulos se publicarán por entregas semanales, pero a lo largo de estas páginas y durante mucho tiempo más, encontraremos insólitos personales como: Un joven campesino que huye de la ley en compañía de su hermano autista luego de que éste, inesperadamente, asesine a sus padres con un hacha. Un matón del Hollywood de los años treinta que se ve arrastrado a participar en la absurda y violenta batalla que la Legión Católica de la Decencia libra contra los artistas en las calles de Los Ángeles. Un motociclista obsesionado con alcanzar la gloria en los peligrosos motódromos de principios del siglo veinte.


Shotgun zen
1.

Las llantas golpeaban contra los guardabarros, la carrocería desajustada se sacudía y las copas de las ruedas amenazaban con salir a volar tras cada bache en el camino despavimentado. En el interior polvoriento de aquel Chrysler azul celeste sonaban cientos de tornillos oxidados como pajaritos sedientos que trinaban desesperados por una gota de aceite. El cuero rajado de los asientos había sido remendado con trozos de gruesa cinta adhesiva metálica, cajetillas de cigarrillo vacías y envoltorios de comida chatarra yacían bajo los pedales, y la docena de latas de cerveza estrujadas que se amontonaban bajo el asiento del copiloto tintineaban, haciendo imperceptibles los chillidos lastimeros del perro que viajaba ovillado en el asiento trasero. Tiritaba de pavor y tenía el hocico envuelto en un alambre que había alcanzado a hundirse en su carne, y que enrojecía su pelaje blanco. El conductor, un hombre que vestía unos viejos jeans y una ajustada camiseta blanca manchada de café y sudor, observaba cada tanto al animal por el espejo retrovisor, constatando que no se hubiese liberado del precario bozal. Luego soltaba alguna maldición entre dientes y volvía a concentrarse en el camino. Debía conducir valiéndose solamente de su mano derecha. Llevaba el antebrazo izquierdo recogido sobre los muslos, envuelto en un vendaje amarillento y ensangrentado, frente al balón templado de su panza.
            —Firmaste tu puta sentencia de muerte, cabrón —le dijo el hombre al animal—. Tu puta sentencia de muerte.
Apareció un letrero de madera suspendido por dos postes en el borde del camino. Era la primera señal de vida que veía en los últimos cuarenta minutos de avance. Junto al letrero había un sendero arenoso que se hundía contra el horizonte en medio de arbustos espinosos y altos pastizales resecos. El hombre frenó bruscamente y permaneció unos minutos con los ojos puestos sobre el letrero. Con no poco esfuerzo leyó las palabras grabadas en la madera. Rancho Atwood. Venta de cerdos. Una milla. Bajó del auto y paseó la mirada en rededor. Silencio, altas briznas de hierba amarilleadas por el sol y pisoteadas por la brisa, algunos conos de polvo bailando a la distancia. Abrió el baúl y observó el interior con el ceño fruncido. Una caja de herramientas metálica, un costal, una soga gruesa, un tubo de acero galvanizado y dos contenedores vacíos de aceite de motor. Valiéndose sólo de su mano derecha, tomó la soga y la colgó sobre su hombro. Al cerrar el baúl vio al perro a través de la ventanilla trasera. El animal, aún embozalado, había estirado el cuello y miraba a través de los vidrios cubiertos de polvo, moviendo su hocico, contrayendo su naricita ensangrentada, intentando averiguar dónde estaba.
            El hombre respiró hondo y desenvolvió la venda mugrienta que le cubría el antebrazo izquierdo. Ahí estaba. Las profundas heridas parecían una rúbrica exótica grabada en carne. Al menos la hemorragia se había detenido, y la sangre en cada una de las profundas heridas comenzaba a secarse. Abrió y cerró la mano, constatando que podía mover sin dificultad los dedos. Para formar un nudo corredizo con la soga se vio obligado a emplear la mano izquierda. Cada vez que apretaba los dedos, un dolor fulminante nacía de su antebrazo y trepaba hasta su hombro. 
            Tiró del extremo de la soga, arrastrando al perro hasta uno de los postes del letrero. Después de asegurarlo con un nudo doble, dio dos pasos atrás y miró al animal. De modo que así terminaba. Todo el trabajo duro había sido delegado a los azares del desierto del sur.
            El perro vio que el auto avanzaba por el camino, hundiéndose en la cortina de polvo que las ruedas levantaban, hasta que los traqueteos y quejidos de la máquina destartalada fueron reemplazados por los cantos intermitentes de los grillos y el crepitar constante de la planicie. A medida que aquel Chrysler celeste se alejaba, el mundo se iba convirtiendo en un lugar más grande y solitario. Sentado, con las musculosas patas delanteras enmarcando su amplio pecho, el animal permaneció expectante, olfateando el aire, oteando a la distancia. Finalmente se echó e intentó quitarse con las patas delanteras el alambre que le mantenía el hocico sellado. No lo consiguió. Entre más luchaba, más se encarnaba el alambre en su piel. El sol se descolgó por el occidente, tiñendo de malva y rosa las escasas nubes suspendidas sobre la línea del horizonte. La oscuridad se instauró. El perro se ovilló contra el poste al que estaba atado y cerró los ojos.
            Hacia la medianoche lo despertó el hedor de un zorrillo. Se incorporó y comenzó a gruñirle a la oscuridad. Un relámpago mudo iluminó la noche, permitiéndole ver la cola peluda y los ojillos brillantes del animal. Luego vino otro fogonazo de luz blanca. En el intervalo, el zorrillo se había movido unos cuantos metros hacia la derecha. El perro intentó ladrar pero el bozal hizo que sus ladridos sonaran como una tos agónica. Un tercer relámpago relumbró, pero el perro no pudo detectar más que el círculo de miasma pútrido que el zorrillo había tejido en torno suyo antes de desaparecer. Cuando el hedor se disipó del todo, el perro se echó de nuevo, apoyando la cabeza sobre sus patas delanteras. Finalmente se durmió, arrullado con sus propios gruñidos.
            Pasó toda la mañana acostado, recibiendo de lleno la luz del sol. La noche había sido tan fría, que ahora el inclemente sol parecía brillar con benevolencia. Eso cambió hacia el mediodía, cuando el perro tuvo que cobijarse bajo la sombra insuficiente del poste, dando pequeños pasos y trazando apretados círculos para evitar que el suelo calcinante le cocinara las patas.
            Los coyotes no venían de cacería sino que avanzaban patrullando su territorio, antecedidos por pájaros que evacuaban sus nidos y liebres salvajes que sacudían los arbustos bajo los cuales se escabullían. El perro intentó huir, pero la soga se templó bruscamente, por poco partiéndole el pescuezo. Se echó otra vez contra el poste, agazapado, las patas traseras temblándole, y esperó. Eran tres coyotes. El más grande marcaba el rumbo y los otros dos avanzaban tras él en formación de triángulo, cubriéndole los flancos. Desde el otro lado del camino polvoriento, el líder levantó la cabeza sobre los pastizales y clavó sus ojos inexpresivos en los del perro. Ambos, perro y coyote, miraron en torno suyo y volvieron a encararse. Gruñidos igual de imponentes brotaron de ambos lados del camino. El triángulo de coyotes avanzó hacia el perro, que se incorporó y bajó la cabeza, erizando el lomo y asomando los colmillos delanteros entre los círculos de alambre que lo amordazaban. Los coyotes se separaron caminando despacio, rozando el suelo de polvo con el hocico, silenciosos, sabios. De pronto, uno de ellos se escurrió alrededor del perro y descargó una dentellada contra una de sus patas traseras. Se escuchó un lamento dolorido. Y luego sonó un disparo.
            El coyote se desplomó, herido de muerte, y los otros dos huyeron despavoridos, sabiendo muy bien que la detonación representaba la presencia de cazadores. El perro se giró y enfrentó con igual fiereza la nueva amenaza, gruñéndoles a las dos siluetas humanas que se acercaban.
            —Qué cabrón —dijo Zane Atwood—. Sólo míralo, hijo. Le acabamos de salvar el pellejo y el muy hijo de puta quiere devorarnos.
            —¿Podemos ayudarlo? —preguntó Carter levantando la mirada hacia su padre.
            —No sé —Zane evaluó al perro, preguntándose cómo había acabado atado a aquel poste, y cuál sería su reacción si intentaban liberarlo.
            —Es un perro hermoso.
            Y tal vez lo era. Estaba en unas circunstancias del demonio, pero podía ser un buen animal. Parecía una mezcla. Era blanco, de ojos negros. De la raza pointer tenía el cuerpo grácil y liviano, además de los motes oscuros que le salpicaban la parte posterior del lomo y las patas traseras. Por el otro lado, la amplitud de mandíbulas y la anchura de pecho hacían pensar en un pitbull terrier. Zane Atwood y su hijo Carter permanecieron varios minutos ante el perro, que pronto se hizo a la idea de su presencia y dejó de gruñir.
            —Esto es lo que vamos a hacer, hijo —propuso Zane descansando la escopeta abierta sobre su hombro—. Lo liberamos y cuidamos sus heridas. Cuando esté bien lo llevamos de cacería. Si muestra madera de cazador, nos lo quedamos. De lo contrario...
            —Llamémoslo Tank... Tank es un buen nombre para este perro.
            Zane se aproximó al animal. Con cada paso que daba, los tiros calibre doce resonaban en el interior de la cartuchera de cuero que colgaba de su cinto. El animal acabó por bajar la mirada ante la presencia del hombre, que rezumaba confianza en sí mismo. Zane vestía como tantos cazadores del sur de Texas, con una gorra sobre la cabeza, camisa beige empapada de sudor, jeans y las ineludibles botas tejanas. Detrás suyo, el pequeño Carter aguardaba. Por el borde del bolso de piel de nutria que llevaba terciado al hombro asomaban las plumas coloridas de algunas codornices arlequín, las más comunes en aquella región del condado de Tom Green. 
            —¿Oíste lo que acabo de decir? —Zane estaba acuclillado ante el perro y empuñaba en su mano derecha un cuchillo mientras con la izquierda templaba la soga que mantenía al animal atado al poste—. Tenemos que estar de acuerdo en eso si quieres que lo libere... Si es un buen perro de muestra, nos lo quedamos. Si no, salimos de él. ¿Entendido?
            —Pero... ¿Cómo salimos de él? 
            —Así —dijo Zane señalando al coyote que yacía en el borde del camino con un hoyo en el cuello y seis perdigones doble-cero en su interior.
            —De acuerdo —afirmó el pequeño tragando saliva.

POESÍA DE LA INDIA- CASA DE POESÍA SILVA





SOBRE MIEDOS Y DESHUMANIZACIONES



CARLOS FAJARDO FAJARDO*

El destierro del concepto de dignidad en el capitalismo depredador actual, junto a la desaparición casi abrupta de una concepción humanista, han legitimado la corrupción política y la atroz anti-ética empresarial mercantil; un cinismo galopante y creciente, la perversa ideología de la mentira como dispositivo de manipulación social y la desinformación masiva en los medios de comunicación. Como resultado tenemos la liquidación del sentido humanístico y la imposición de valores ecónomos, datos bursátiles y estadísticos. En medio de todas estas estrategias, el neoliberalismo globalitario genera nuevos miedos que coaptan las libertades individuales, paralizan las autonomías personales, en tanto que, como una trampa más, impiden arriesgarse a ser libres de terrores infundados. Miedo a perder el empleo, a la pobreza, al terrorismo, a las invasiones de inmigrantes,  al multiculturalismo global que genera pérdidas de identidad… En fin, son miedos que desaparecen el sentido de solidaridad, de respeto, alteridad, dignidad y de congregación con el semejante. A cambio, los miedos imponen individualismos, egoísmos, competitividad, mentalidades de salvación personal y una agorafobia creciente y antisocial.

La puesta en marcha de ciertos sentimientos emotivos, sensacionalistas, resucitan las viejas tácticas y técnicas de los fascismos del siglo XX. El destierro de la dignidad humanizante y solidaria es evidente cuando se ubica en los escenarios mundiales al miedo como entidad óntica, suprema, cuyos propósitos son beneficiar a unos pocos, desterrando del bienestar a la mayoría, víctima de paranoias infundadas.
En Europa y Estados Unidos, por ejemplo, se han expandido los miedos a la amenaza de “invasiones bárbaras” provenientes de países del tercer y cuarto mundo, lo que genera cada día más exclusión al extranjero, más rechazo al diferente y una potencialización peligrosa de los nacionalismos neofascistas. El destierro humanista se hace patético. Los inmigrantes son los nuevos enemigos y una oportunidad para que las ultraderechas se fortalezcan y legitimen su ascenso al poder. La xenofobia asume puesto de honor en estas cartografías geo-políticas. El racismo se establece como un arma para rechazar la amenaza de invasión de lo extranjero y diferente. Europa y Estados Unidos explotan estos miedos, los exageran y amplían a todas las clases medias, que como tal se sienten amenazadas y ven su protección en los discursos populistas discriminatorios.
Ante el miedo a los inmigrantes extranjeros y desplazados internos–diríamos desterrados-; frente a la barahúnda de gente “rara” copando los espacios cotidianos -antes aparentemente “tranquilos” y “apacibles”-, se eleva una voz de protesta y de indiferencia antisocial que ignora las circunstancias políticas y las tragedias humanitarias que han llevado a tal situación. La opinión mediática se ha encargado de dicha des-educación sobre los verdaderos causantes de estos destierros masivos; ocultan que el neoliberalismo y el neocolonialismo, con su atroz maquinaria devastadora, fabricante de guerras y de pobreza, son los culpables de tanta degradación humana. Los nacionalismos antirracistas, entonces, son caldo de cultivo para unas derechas chovinistas, que han construido como enemigos a los recién llegados, a los despojados, a los sin Estado, sin patria, sin lugar ni techo. Son la plaga que trae la “peste” contemporánea, los “malditos”, portadores de malos tiempos; por tanto, no serán nunca bienvenidos.
Se trata de estigmatizar al otro por diferente, volverlo extraño, anormal, víctima; hundir su palabra y su discurso en el silencio, callarlo a través del ninguneo y la invisibilidad, no aceptarlo, no escucharlo, no admitirlo, odiarlo; señalarlo como culpable social, como indeseado; llevarlo al exilio, a su desaparición y partida definitiva.
Vivimos con estos miedos tanto en el llamado primer mundo como en el ahora denominado “sur-global”. Miedo existencial como hecho cultural. Es la consecuencia de la creación, por parte de los acaudalados del mundo, de supuestos causantes de todas nuestras desgracias -llámese terrorismo real y ficticio, Irán, Siria, chavismo venezolano y gobiernos progresistas-, montajes que los neofascismos y las derechas latinoamericanas y mundiales construyen para justificar la mayor agresión política, económica y mediática que se haya visto en las últimas décadas. Es una vuelta a crear demonios y monstruos, como lo fueron en la guerra fría la URSS, China, Cuba y los países socialistas; un retorno a instaurar el miedo, metódica y sistemáticamente, so pretexto de fortalecer la seguridad nacional y defender la democracia. Entonces, paralizando a los ciudadanos con infundados terrores, enjuiciando y desechando a los problemáticos, el neoliberalismo prepara y ajusta sus armas, tiene su camino de rentabilidades financieras y de privatizaciones asegurado.
El miedo marcha por oficinas y corredores, inunda las salas de reuniones burocráticas, viaja y calla la boca de los lúcidos, paraliza las voces de los que sólo viven para satisfacer a sus “jefes”. Cuánta tranquilidad trae para los déspotas; cómo garantiza la continuidad en su puesto al neo-esclavo. Es un miedo grávido, pesado, que teme a la levedad, a la risa, a la ironía, al desenmascaramiento. Es el miedo a la profanación del templo. El estatismo es su sino, pero para aquel que lo desafía, el destierro será su condición.
“El capitalismo es amoral y no entiende el concepto de dignidad humana”, ha escrito Boaventura de Sousa Santos; es una máquina trituradora de seres, que impone “una cultura del miedo, del sufrimiento y de la muerte para las grandes mayorías”. Sin embargo, “es posible luchar contra la supuesta fatalidad del  miedo”.1 Esa lucha debe ser conducida, según de Sousa Santos, por tres palabras guías: democratizar, desmercantilizar, descolonizar. Tres palabras claves como propuestas sociales para hacerle resistencia y re-existir a las lógicas del capital financiero, a su desarrollismo lucrativo mordaz, el cual destierra las ideas de justicia, democracia participativa y equidad  social2.
Sumergidos en la sociedad de la acumulación y concentración de capitales; padeciendo las involuciones respecto a las conquistas laborales logradas en el siglo XX por las luchas sociales y sindicales; atrapados en los miedos que la “sociedad del rendimiento” (Zygmunt Bauman) genera debido a sus exigencias de sobrehumana eficacia, nos hemos vuelto seres depresivos y fracasados, autoexplotados, autoextenuados por tratar de dar la talla que exige el neoliberalismo; hombres y mujeres con un profundo sentimiento de culpabilidad por su fracaso y, al decir de Bauman, con una “insuficiencia vergonzante que los despoja de cualquier vestigio de autoestima, a lo que contribuyen su infortunio y su humillación”3. Con tales presiones y miedos a la no seguridad personal, a la desprotección por parte del Estado; cargando todo el peso como si fuéramos culpables de nuestra “mala suerte” y con el temor a que se nos considere insuficientes, ineptos, ineficaces y nada emprendedores, vivimos controlados como nuevos súbditos en la sociedad de los “rendidores”.

* Poeta, ensayista. Docente Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá.
1 De Sousa Santos, Boaventura (2017). Trece cartas a las izquierdas. Bogotá: Ediciones desde abajo. p.51.
2 En palabras de Boaventura de Sousa, “Democratizar la propia democracia, ya que la actual se dejó secuestrar por poderes antidemocráticos (…). Desmercantilizar significa mostrar que usamos, producimos e intercambiamos mercancías, pero que no somos mercancías ni aceptamos relacionarnos con los otros y con la naturaleza como si fuesen una mercancía más. Somos ciudadanos antes de ser emprendedores o consumidores (…). Descolonizar significa erradicar de las relaciones sociales la autorización para dominar a los otros bajo el pretexto de que son inferiores: porque son mujeres, porque tienen un color de piel diferente o porque pertenecen a una religión extraña” (ibíd.  Págs. 51,52).
3 Bauman, Zigmunt. Extraños llamando a la puerta (2016). Bogotá: Paidós. Pág. 56.

INSTITUTO CULTURAL LEÓN TOLSTOI




METAPHYSICA


Nos sentamos juntos la montaña y yo
 hasta que sólo queda la montaña.

Li Po

CARTAS DE LOS LECTORES

QUERIDOS CONFABULADOS: Lúcidas palabras de Gabriel Arturo Castro, gracias y felicitaciones. 
Gabriel Restrepo

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QUERIDOS CONFABULADOS: Es de agradecer, con el más profundo de los agradecimientos, la labor de la poeta antioqueña Myriam Montoya y su loable esfuerzo en publicar una antología bilingüe de nuestros poetas colombianos. Gracias a ustedes también por registrar este importante acontecimiento.  Marion Monsalve
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AMIGOS DE CONFABULACION: Excluyente y desde todo punto de vista irreprochable, la postura del Ministerio de Cultura de marginar a las escritoras colombianas de un evento tan importante como el año Colombia-Francia. Pienso sin embargo que quienes armaron el primer escándalo, lo hicieron -no por la mujer-, sino porque no fueron ellas las incluidas ya que están acostumbradas a estar en todas partes. Valga la pena que el Ministerio, Idartes y todas las entidades que manejan los hilos culturales en el país, tengan en cuenta otras y muy valiosas voces femeninas de nuestro acontecer cultural. Adela Villa
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CONFABULADOS Por intermedio de ustedes, mi saludo especial al poeta Federico Díaz Granados y mi alegría por su nuevo libro. Francisco Medina López

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