No. 457, Mundos conocidos

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FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez,  Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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MUNDOS CONOCIDOS


Ha comenzado a circular bellamente diseñado por Diego Amaral Ceballos, este exquisito libro que compendia la vida y gran parte de la Obra de Jim Amaral uno de los más importantes artistas latinoamericanos contemporáneos. En su significativo prólogo, Edward J. Sullivan nos anuncia: “Gracias a estas experiencias tempranas, Amaral se insertó dentro del amplio mundo del arte de un modo único, desarrollando una voz artística singular que habló un lenguaje estético pluralista y siempre cautivador”.




FUNDACION FAHRENHEIT 451



El 20 de junio comenzará el taller de guion cinematográfico con el director César Augusto Acevedo, ganador de la Cámara de Oro en el Festival de Cannes por su película “La tierra y la sombra”. Están abiertas las inscripciones.

Este taller busca explorar la creación de guiones cinematográficos y abordar herramientas y técnicas fundamentales a partir de la experiencia y el trabajo de este cineasta reconocido internacionalmente. Será una gran oportunidad para todos aquellos interesados en aprender de cine y en hacer cine y distintos productos audiovisuales.

EL CUENTO QUE NO VENDRÁ



Armando Romero*

         A Jotamario, quien junto con Alfredo
                                                                       Sánchez, publicó en “Esquirla” de
                                                                       Cali, mi primer cuento. ¿Sería de
                                                                       verdad un cuento?
                                                                          
         Hace unos buenos años, en la Caracas todavía bullanguera de petróleo feliz y salsa fácil, viajé con un grupo de amigos hasta las estribaciones de Galipán, que es como se denomina la ladera norte del hermoso Monte Ávila. Galipán, con su geografía azotada directamente por la sal y los reflejos del mar, es  uno de esos sitios que todavía se salvan del deterioro de la zona central de Venezuela. Flores y plantas, pájaros y serpientes, hay para escoger en esta montaña que frente al mar es un espejo de contrastes.
            Luego de caminar, explorar, mis amigos  y yo nos sentamos a comer, beber y hablar de algo en el patio frontal de una casa de campo que pertenecía a uno del grupo. A cielo descubierto veíamos irse la tarde. Uno de mis amigos, gran conversador, había empezado, en esta luz descendiente, una historia que recordaba de su niñez en Inglaterra. Por en medio de sus palabras vimos desaparecer el sol cuello cortado en el mar a nuestros pies, y en seguida implantarse esa noche que sólo es noche en el trópico.
            Desafortunadamente he olvidado las intrincaciones de la historia de mi amigo, pero si recuerdo que era un relato que iba entre las infancias de los cuentos de William Saroyan y las lejanías de los de Ruyard Kipling. Sucedió, entonces, como les cuento, que en medio de su historia apareció lo que de oscuro ustedes bien conocen como noche oscura, sin luna. Nadie se movió de su sitio, tal vez estáticos todos por ese viaje de lo claro a lo oscuro como por las entrañas de un artista barroco. Mi amigo, imperturbable, siguió hablando, contando, y de pronto, sin que mediara nada, sólo la completa oscuridad que nadie osaba destruir con un fósforo o una lámpara, sus palabras empezaron a desligarse, poco a poco, del tema que las acompañaba, del cuerpo que las emitía, los cuales estaban adheridos a ellas antes en la luz pero ya no en la sombra, desprendidas.
            Sus palabras, ya ahora sólo palabras, comenzaron a volar por encima de nuestras cabezas como aves en un sueño de Goya, desprovistas de significado, solo sonido y cuerpo, llenas de una vida otra que las dejaba libres sobre la página negra de la noche. Y allí estaba el cuento, contándose a sí mismo desde el principio al fin, configurándose en las miles de posibilidades combinatorias como algo que nos pertenecía desde siempre, que nunca nos había sido contado pero cuyo desarrollo y final no nos era desconocido: el cuento, que sabemos, viene de la noche, de lo oscuro.
            Mi experiencia como narrador a rienda suelta me ha llevado al sitio desde donde se hace posible encontrar esas palabras flotantes, hacerlas táctiles con la prolongación de mis sentidos, y dejarlas que poco a poco se ordenen en la historia que desde su propio azar quiere ser contada. Sé que el surrealismo a mis espaldas me presiona para que no construya con ellas un cuadro coherente, que las deje así, flotando como un sueño que es fragmento de los fragmentos de la sucesión de lo real. Pero no. Esa búsqueda surreal no atiende enteramente a lo que quiere encontrar el escritor que en oficio y tarea hay dentro de mí.
            Es cierto que allí está esa materia que se agita y se ondula en el espacio de la imaginación, su presencia es real, pero hay que combinarla, tejerla, dibujarla para que represente, ordenarla en la dimensión de lo narrable con tema, desarrollo y conclusión; en fin, contar el cuento que viene arrastrando nuestra memoria, pero que sin lugar a dudas se cuenta a partir de la libertad de las palabras.
            Literatura de “atmósfera” en tensión, literatura de “realidad” en intensidad, como quería Cortázar, es aquí una definición de límites que en el acto de escribir pierde sentido, porque las fuerzas centrípetas o centrífugas que llevan temporalmente al cuento intercambian direcciones y controlan el movimiento a su antojo. Pero los límites no desaparecen sino que permiten establecer fronteras en diferentes sitios al asignado por una preceptiva de orden.
            Este método, si así puede llamárselo, no pretende cartel de originalidad ya que responde no a una visión global, total, sino a una necesidad particular, individual. Mal llamado estaría el ver las cosas que organiza nuestro propio intelecto como regidoras del intelecto de los otros. Todos los cuentos son posibilidades que se conjugan dentro del cuento, sin que por ello nos veamos forzados a definir el género. Abierto, atiende a las alas como a los pies, a los ojos como al corazón: cuerpo de palabras que nos transportan como un tatuaje mágico a un suceder que incluso puede estar más allá del sucediendo, porque, qué es el cuerpo sino un sueño, una abstracción en nuestra memoria, y qué es el sueño sino la presencia física de un cuerpo en nuestra imaginación. Dando vueltas como en la ronda de los niños, los opuestos se abren para distanciarse debidamente o tocarse imprevisiblemente.
            Hace algún tiempo un buen amigo me decía frente a la realidad firmada de una de mis frecuentes acumulaciones de palabras en tinta, que sería interesante si en algún momento yo abandonara este regodeo sensual con las palabras y les diera la posibilidad de contar un cuento como Dios manda. Sin entrar a poner en duda la voluntad divina, hice lo posible por explicarle que en cada uno de mis cuentos, e insistía en llamarlos así sin caer en la maraña de la palabra “texto”, yo había incluido como proposición consciente una anécdota, un hecho, y que a mi parecer ese tema, inmerso en el transcurrir de las palabras era tan importante como las palabras mismas que lo contenían, sólo que esas palabras, en lugar de estar determinadas por un orden de narración establecido, como querían Edgar Allan Poe y su discípulo Horacio Quiroga, ahora venían a conjugarse para contar el cuento. Es decir, que el narrador de mis historias no era un ficticio personaje sino ese ser vivo, para mí, que eran las palabras.
            Mi amigo, muy inteligente y astuto como es, repuso que lo que yo ahora le daba como explicación era un cuento más cuento que el que se leía en mis líneas impresas. Difícil contestarle porque yo también estaba sorprendido de mi respuesta, la cual se había ordenado sólo a partir de la pregunta de él y no previamente a la factura de mis cuentos; y así se lo dije añadiendo que la mejor explicación de un cuento es siempre otro cuento. Pero él, arremangándose la camisa y olvidándose de las cervezas que consumíamos, me dijo que su problema era que él podía ver el segundo cuento, el que explicaba el primer cuento, pero que para nada sacaba realidad de lo concreto que yo representaba como cuento; es más, él pensaba que yo debía irme a casa y escribir lo que en definitiva hiciera cuento de todo ese esfuerzo verbal. Traté de argüir que desde mi ángulo él podría construir un cuento que a partir de mi cuento se hiciera cuento, pero sólo conseguí su risa amable, como cuando al jugar ajedrez el contendor nos da ese jaque preludio de la estocada final, y si le miramos el rostro vemos la felicidad en fila india alineándose en sus ojos.
            Imposibilitado, pues, de echarle el cuento a mi amigo, me fui a casa y lo discutí con mi esposa, quien me escuchó paciente. Pero al final de mis argucias y argumentos me dijo, claramente, “tú debes estar soñando si crees que alguien se va a comer ese cuento”, y en verdad tuve la sensación de que estaba soñando todo el embrollo y que me despertaba sólo para vivir en otro cuento, como el de la rosa de Coleridge o el tigre de Arreola, o que metía la mano en un platón de agua en Tunja y sacaba de él una parte de una prenda de vestir que en ese momento estaba en Santo Domingo, como nos narra Rodríguez Freyle.
            Mi esposa, tal vez compadecida al ver la desolación en la que había caído al no conseguir que nadie se antojara de mi cuento, me dijo que por qué yo no explicaba al menos algunos de mis cuentos, “a ver si por fin alguien los entiende”.
            “Explicar mis cuentos, ¡nunca!”, casi le grité con rabia, y añadí, “un cuento no se explica, imposible”. Entonces ella, imperturbable dijo, yéndose a la sala, “yo creo que los cuentos que tú escribes necesitan que alguien se los cuente a la gente, ya nadie se preocupa por leer cosas difíciles”.
            Abatido, y luego de una buena taza de café, sin tener ya muchos pasadizos para seguirme escapando dentro del laberinto, le dije, “Okey. Siéntate aquí, vas a oír cómo explico uno de mis cuentos”. Y entonces le hablé de la siguiente manera, como ustedes van ahora a oír:
            --Déjame decirte, primero, como escribí el cuento que se titula, “Versión completa y verídica de la historia de la cacería del Gigante por Croar, Croir, Crour”.
            --Ah, pero ese cuento es más bien fácil, se puede entender. Hasta ya salió en varias antologías. Me refiero a los otros, los que revuelven toda la sintaxis y se meten en tantos vericuetos.
            --No importa. Ya hablaremos de esos –dije contento de que por lo menos, con cierta habilidad, había ganado un punto de entrada al hablarle de ese cuento, bastante legible, por lo demás.
            --Tú sabes que yo escribí ese cuento –continué--, un día que estaba sentado en mi escritorio frente a la ventana de un segundo piso en la calle Parkview de Pittsburgh.
            --Esa es la calle donde yo nací, tú bien lo sabes –dijo ella. 
            --Ahora lo sé, cierto, pero en ese entonces no lo sabía. Yo estaba allí, tal vez, para poder conocerte luego de los años. Así es como lo requiere el azar fortuito de Breton. Bien, estoy sentado en esa ventana cuando veo un grupo de tres, muchachos y muchachas, muy jóvenes, que pasan en bicicleta. Llenos de vida, de optimismo, de esperanza de la buena, si quieres.
            --Yo andaba siempre en bicicleta por mi calle –me interrumpió ella.
            --Es obvio que podrías ser uno de ellos –dije-, pero no importa. Estos muchachos hablaban, se reían, y daban vueltas por la calle de arriba abajo. Yo los veía pero no podía oírlos porque mis ventanas estaban herméticamente selladas. Entonces se me vino a la cabeza la palabra “croar”. Pero no pensaba en ranas o sapos sino que lo que me asaltaba era sólo el sonido, eso que tal vez me faltaba de la realidad afuera. Y entonces la palabra “croar” que es muy traviesa, nomás déjala un rato en la boca y ya verás lo que te pasa, trajo enseguida como compañeras, a las palabras “croir”, “crour”, y de pronto la habitación estuvo llena de ruidos; es decir que los muchachos de la calle en bicicleta se metieron por las paredes y empezaron a tratar de capturar al gigante solitario que, como dice el cuento, “viene apagando los fuegos de todo el planeta y chupando con sus dientes golosos las plumas de aves y almohadas, que corta las plantas y seca los cactus”.
            --Entonces, el gigante solitario podrías ser tú –dijo ella sabiendo que me estaba poniendo una zancadilla “lacanosa”, llena de espejos y miradas.
            --¡No! Por supuesto que no –le dije aterrorizado--, yo no estoy en ese juego, sólo lo miro en el sucederse.
            --Pero si tú eres el que narra, al menos… --insistió ella.
            --No. El gigante es otro personaje dentro del gran juego –le contesté.
            --No me digas. Así cualquiera puede escribir un cuento, no es sino ponerse a bailar con las palabras en una habitación cerrada y olvidarse de todos los preceptos de Poe, que ahora están tan de moda. Vivitos y coleando, como dice tu gente por allá.
            A pesar de que yo sentía una gran frustración por la insistencia de ella y mi poca capacidad de hacerla cómplice de mis elucubraciones exponiendo mi incipiente teoría del cuento, empecé a pensar, con terror, que de pronto tenía razón y que todo se reducía a contar una historia interesante con la fórmula de unidad de efecto, brevedad, intensidad, efecto único o epifanía y verdad irrefutable como objetivo, lo cual viene claro en los preceptos de Poe. Y al diablo con todo el zafarrancho poético; la belleza para la poesía y la verdad para la prosa, decía el maestro de El principio poético. Sin embargo, decidí arriesgarme un poco más y le dije:
            --Bueno, vamos a hablar de otro de mis cuentos, ¿qué tal el que se llama “Testis unus, testis”?
            --Oh, no –dijo ella, asustada--. Ese ni porque lo expliques y lo recuentes.
            --Es simplemente la historia de un personaje que está pintado en un cuadro, el cual está colgado en la Casa del Florero, en la Plaza Nariño, en Bogotá, entonces este personaje, desde el cuadro, mira cómo pasa la revuelta independentista en 1810, pero para hacerlo se sale del cuadro pero lo único que nos puede relatar es su relación con la arquitectura que lo rodea.
            --Dios nos libre y nos favorezca –dijo ella--. ¿Por qué no se te ocurre algo más sencillo, más directo, algo como lo que escriben Raymond Carver o Robert Stone, y te dejas de complicaciones y de paso vendes un montón?
            Ahora se me estaba mejorando el día. La había puesto a la defensiva, “no demora en citar a Truman Capote”, pensé. Por eso le respondí, con picardía:
            --Leer a Carver es como tener un gallinero con gallinas sin plumas para verlas correr peladitas por el patio.
            Ella se rió. La imagen de seguro que le trajo recuerdos porque dijo:
            --Tú tienes un cuento en que unos hombres pelan gallinazos con agua caliente. No es un cuento sino más bien un poema en prosa, ¿verdad?
            --Yo creo que la prosa le debe mucho a la poesía, que la idea de belleza sólo para la poesía de Poe no es válida, así como la de verdad sólo para la prosa. Flaubert es efectivo en Madame Bovary porque su prosa es bella, y Baudelaire es el gran poeta porque su poesía es una verdad irrefutable.
            --Tú siempre quieres poner las cosas patas arriba, y ahora la tienes con el pobre Poe, lo tuyo pareciera ser una filosofía de la descomposición.
            --Cierto –le dije--. Mi problema con Poe es que abre muy pocas puertas, cierra el género. Yo prefiero jugar con la historia escondida y no con el dato escondido, la sorpresa es el lenguaje.
            --Pero ese es el cuento que viene para los escritores del siglo XXI, el que precipitó Edgar Allan Poe el siglo pasado –dijo ella.
            --Si –le respondí-. Ahora todo el mundo sabe a dónde va cuando empieza un cuento, todos son exactos, no hay palabras inútiles y el escritor se lleva a los personajes de la mano hasta el final, sin emociones, sin pensar en nadie. Así es como lo quería el charrúa Quiroga. Empezaremos el próximo siglo contando historias como empezamos el siglo pasado. No hay que correr riesgos, lo que vale es la historia, transparente, limpiecita, ya sea llena del habla popular o del habla de los intelectuales. Cree en tus maestros realistas como en Dios mismo, decía Quiroga, ¿recuerdas?
            --Pero no te deprimas –dijo ella--, todo es cuestión de mercado. Uno de estos días le da a la gente por el gusto de volverse a complicar la vida con los saltapatrás de Proust o los saltapalante de Joyce;  pero lo que es por ahora lo que ellos quieren es que alguien les cuente su propia vida, o al menos la del vecino. Ese es el cuento que viene para ellos. No importa que sea con el habla popular del obrero o el campesino o con las entendederas del intelectual.
            --El mundo ahora está llena de esperanzas –le dije, “cortazariando” un poco.
            Pero ella no se dio por aludida y dijo, como recomendación:
            --Sería bueno que no le sigas hablando mucho a la gente de esos cuentos difíciles. Tú estás escribiendo algunas cosas que se entienden, últimamente, también.
            --Si, te lo prometo. No voy a decirle a nadie ni una sola palabra del cuento que sabemos, el que no vendrá.

*Poeta, narrador, ensayista, y traductor colombiano residenciado en Estados Unidos donde actualmente ejerce como profesor universitario en Cincinnati


METAPHYSICA


Por lo tanto nunca más pasearemos hasta las altas horas de la noche
 aunque el corazón siga enamorado, y aunque siga brillando la luna.


(Versión de Ray Bradbury, sobre el poema
“No volveremos a vagar” de Lord Bayron)



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