Crónica
Aznavour
Por Carlos Fajardo Fajardo*
La primera vez que lo
escuché fue hacia 1965 en casa de mis viejas tías. Humberto, el tío melómano,
había comprado el primer álbum de Aznavour que llegaba en español a Colombia.
Cuando sonó “Y por tanto” quedé hechizado, incluso paralizado, seducido en
aquella tarde caleña bajo un verano de los años sesenta. Aquel tono, su acento
francés, con letras de magnífica magia amorosa, fueron calando no sólo en mí
sino en toda una generación en permanente proceso amatorio adolescente.
Aznavour invitaba a caminar, tomados del brazo de la amada, por Paris, o quizás
Cali, cuando cantaba “Yo te daré calor”, viviendo la plenitud de una novia que,
con ademanes de “nueva ola”, seducía a toda la barriada.
Sus canciones nos
enseñaron a despedirnos con tranquila serenidad y transparencia cuando el amor
ya no quemaba como fuego ni perpetua fogata. La canción “Debes saber” es quizás
una de las más sabias sobre el arte amatorio en toda la discografía de
Aznavour, sabiduría de saber decir no y alejarse serenamente con indiferencia,
aunque el dolor nos sobrecoja: “Debes
saber dejar sonreír si la alegría se alejó. Te queda solo la tristeza y días de
infelicidad. Debes saber que en esta angustia, la dignidad hay que salvar.
Aunque el dolor te sobrecoja, debes marchar y no volver…”
Con “Venecia sin ti”
se nos amplió el sueño y la nostalgia. Venecia se presentaba como la isla del
deseo, la idílica relación con ese alguien que, abrazado a nuestro cuerpo, se
volvía y nos volvía encanto, poesía vivida. Sin embargo, la Venecia de Aznavour
es el símbolo del dolor por la despedida y la ausencia, de la nostalgia por la
pérdida del amor y su búsqueda en la memoria. Venecia, isla en todo sentido,
aislamiento y soledad del paraíso: “Qué
profunda emoción recordar el ayer cuando todo en Venecia me hablaba de amor,
ante mi soledad en el atardecer tu lejano recuerdo me viene a buscar…”
Para la gran mayoría
de aquella generación de corazones sentimentales, una canción como “Quién” fue
algo así como un gran golpe en la puerta de nuestros años, un llamado profundo
sobre lo que sucedería con el ser amado. Vaticinio y predestinación, aquella
canción nos daba conciencia sobre aquel “otro” que, “cuando yo me vaya llegará una playa un anochecer y como el olvido ya
te habrá vencido, le dirás querido al igual que a mí”. Relevo del ausente
que trata de borrar el sendero que un amor dejó en la piel. Canción poema que
dialoga con el Farewell de Pablo
Neruda: “quién cuando ya no aliente, silenciosamente,
llegará hasta ti y como el olvido ya te habrá vencido le dirás querido al igual
que a mí. //Quién borrará mi huella y encendiendo estrellas en la oscuridad,
abrirá balcones romperá crespones y pondrá canciones en tu soledad. //Quién
será mi relevo, quién te va a convencer, quién volverá de nuevo a reinar en tu
ser… quién trata de borrarme, quién dime dulce bien”, grita el pobre
abandonado, ya desterrado de la memoria de la que otrora era su todo, su yo.
Esa conciencia del
reemplazo inevitable quizás fue el símbolo del paso del tiempo y de un desamor
constante, materia de la cual está hecho el verdadero amor. Aznavour, poeta del
desengaño, sabio y sereno, nos invitó a “Morir de amor”, y a saber que, en la
tierna edad madura, alguien nos seduce con sus “Dieciséis años”, o bien, a
pronunciar estas dolorosas palabras: “c´est
fine” de una vez por todas, cuando en la relación la piel se transforma en
hielo y ya no se sufre al otro para soñarlo, para desearlo.
En “Buen aniversario”
el poeta Aznavour une ironía, temor y temblor con caballerosidad, cuando el
azar o el destino juegan con su deseo. Toda la ceremonia amorosa que planea
para su aniversario de bodas se va derrumbando de forma paulatina y al final
vence el amor sin más, sin parafernalias ni frívolas elegancias, sin
escenografías; vence el amor con su extraña plenitud: “dónde quieres cenar, muy triste te pedí, tardaste en contestar
diciendo luego así: prefiero caminar contigo por Paris, y luego regresar para
ser muy feliz”.
Eso es Aznavour, esa
es su grandeza.
Pero también está el
otro lado, la conciencia de la muerte, y no de cualquier muerte, sino la del
ser quizás mayor, la despedida de la “Mama”. Creo que no existe canción más
conmovedora, comunitaria, humana, demasiada humana, sobre la despedida de la
madre. La melodía de sus ancestros armenios sale a relucir y llena el ambiente
con una guitarra melancólica que nos recuerda el trasegar del tiempo, nuestra
infancia y pasado junto a aquella que moldeó nuestra arcilla, milagro del
mundo, partera de nuestras palabras:
Ya están aquí, llegaron ya, a la llamada del amor, está
muriendo la mama. Todos al fin llegaron ya de todas partes del país, desde el
mayor hasta el menor, todos en torno a la mamá. Y hasta los niños al jugar en
un extremo del salón se esfuerzan para no gritar, es una última atención a la
mamá. // Tanto recuerdo y tanto amor, alrededor de la mama. Tanto suspiro,
tanto dolor alrededor de la mamá, que jamás, jamás, jamás, jamás nos dejará…
Su poesía, permanente
en aquellas letras luminosas e iluminadas, tocaba nuestra educación sentimental
de época.
En la canción
titulada “Con”, se lleva a carnaval y festividad el placer libertario, poético:
“Con tu corazón que es tan vulnerable,
con todo el furor que a veces te asalta, yo no sé, si eres ángel o diablo, más
mi vivir, ha cambiado en ti. Con tu caminar de nueva ola, con la forma extraña
de usar tu idioma, con la juventud que tiene tu vida, yo te querré, proteger mi
amor…”
Canción del amor
liberado-libertario sin morales y sin las normas caseras de los viejos.
Y está el tiempo de
la creación total, del arte y de su “Bohemia”, tema que nos invita a caminar
por los senderos del día o de la noche, ebrios de vino, de virtud, de poesía,
tal como lo hacía su cómplice Baudelaire. Cuántas jornadas no habremos vivido y
asumido las frases de esta canción, memorial, grata, emblema de nuestra
generación bohemia y desgarrada. “La bohemia”, pieza maestra de la canción
francesa, nos acompañó y acompaña en tantas jornadas etílicas, amorosas,
amistosas, como un tótem creador, un cómplice de las aventuras nocturnas y
matinales.
Un poema ceremonioso
y festivo con nombre de mujer, “Isabelle”, poema río, luz entre las sombras,
con esas palabras que un enamorado pronuncia ante el rostro de su hechicera: “Tenía yo sin ti mi corazón dormido, pensaba
que jamás podía despertar, y al escuchar tu voz sonriendo desperté y ha vuelto
a mí el amor más fuerte aún te amé”.
Isabelle, elevación
al pedestal amatorio del ser como hoguera, fuerza transformadora vital: “Las horas junto a ti son rápidos segundos y
un día sin tu amor es una eternidad, pues cuando tú no estás no queda nada en
mí, y el alma se me va detrás, detrás de ti…”.
Tiempo sin tiempo,
espacio detenido, metafísica terrestre, orgasmo total, poesía.
Aznavour, hijo de
padres armenios, nació en el Barrio Latino de París el 22 de mayo de 1924.
Compositor para Edith Piaf y para Juliette Greco; actor en las películas
“Disparen sobre el pianista” (1960) de Francois Trufault; “La prueba de valor”
(1970) de Michael Winner y “El tambor de hojalata” (1979) de Volker Schlöndorf.
Un día Edith Piaf le
dijo: “serás mi acompañante, mi chofer, mi compañero de borracheras”. Más tarde
él confesó: “yo la admiraba desde muy joven, estuve enamorado de ella ocho
días. Que no fuera amante suyo me permitió en cambio ser muy amigo suyo”.
Su voz, su figura de
elegante showman y de seductor,
invita al enamoramiento, a saborear cada instante en plenitud poética, en la
oscuridad y a media luz; a degustar los placeres del cuerpo sin otro fin que el
goce y el placer total, antes que la garra de thánatos haga de las suyas y
destroce la felicidad de un eros candente y en florescencia.
En sus palabras, “la
canción francesa tiene una especialidad, se basa en el texto. La música que la
acompaña es un soporte. Mis canciones hablan al corazón, a la mente (…) y a las
piernas. Es la combinación más sutil”.
*Poeta
y ensayista colombiano.