María Cortina con
Chavela Vargas
La mejor amiga de Chavela durante la última década,
la periodista mexicana María Cortina, actual directora de la Feria del Libro
del Zócalo, testimonia el impetuoso fin de una de las grandes voces de la
canción popular hispanoamericana, en una crónica que cuenta los últimos deseos
de la famosa cantante popular, quien siempre supo que “la soledad es el precio
que debe pagar quien pretende ser libre”.
Por María Cortina
A sus 93 años de
edad, Chavela Vargas quería transformar a La Llorona en un personaje teatral.
Me lo comentó el 2 de julio pasado durante el trayecto México-Madrid, ciudad a
la que acudió para despedirse de sus amigos y dedicar un concierto al poeta
Federico García Lorca. No hubo modo de detenerla, ningún argumento sirvió para
hacerle entender que eso de cruzar el
Atlántico a los 93 años podría cobrarle factura. “Es mi último deseo y lo voy a
cumplir”, expresó enfática.
Ir a Madrid, sin
embargo, no fue su último deseo, sino su cuarto último deseo. El primero fue
escribir un libro; el segundo grabar un disco “cómo y con quién le diera la
gana” y el homenaje a García Lorca que presentó en Bellas Artes fue el tercero.
Al cumplir su cuarto último deseo fue
internada en un hospital de Madrid, producto de una severa arritmia y
problemas respiratorios. Entonces expresó su quinto último deseo: “No me dejes
morir aquí: la señora muerte está rondando y sé que pronto me iré, pero quiero
hacerlo en México, esa es mi última voluntad”.
Como todos sus
anteriores últimos deseos, Chavela consiguió cumplir el quinto. Después de
varios días de haber estado hospitalizada en Madrid y otros más agarrando
fuerzas en la Residencia de Estudiantes donde García Lorca pasó varios años de
su juventud, el jueves 26 de julio llegó a Tepoztlán.
Dos días tuvo para disfrutar su jardín, para admirar nuevamente al cerro
Chalchi y para consentir a su perra Lola, una xoloitzcuintle que tenía la manía
de saltar de un lado a otro de la silla de ruedas de Chavela, como yegua
salvaje.
El domingo 29 fue
trasladada a un hospital de Cuernavaca. Unos minutos antes de las 13 horas del
siguiente domingo, murió. Nunca salió de terapia intensiva del hospital, pero
el médico que la atendió se hizo de la vista gorda y pude estar con ella
durante largas horas cada día. Hablamos mucho, ella sonreía cada vez que me
veía entrar, a pesar de la mascarilla de oxígeno, del suero, del catéter. A
pesar de la figura de la señora muerte que día y noche rondó alrededor de su
cama.
Desde que fue
ingresada al hospital, Chavela no volvió a expresar ningún último deseo. Ni
siquiera retomó el tema sobre el personaje de La Llorona que se convirtió en el
único proyecto que no concluyó. Aun así,
yo seguí pensando que no moriría. Su capacidad para crear un proyecto
tras otro le daba tanta vida como muerte le restaba. Cuando en 2009 presentamos
en la Feria del Libro de Guadalajara Las verdades de Chavela, el libro
que escribimos juntas, estaba radiante. Tanto, que Carlos Monsiváis, quien fue
uno de los presentadores, me preguntó qué tipo de brebaje se tomaba Chavela
para mantenerse sana. Nadie, o muy pocos, notaba que estaba sentada en la silla
de ruedas que, según ella, fue un latigazo que le dio la vida, pero que no le
quitó ni por un segundo su libertad.
Hasta el último momento hizo exactamente lo que le dio la gana. Cuando estaba
grabando el disco Por mi culpa tuvo una especie de depresión que la
mantuvo ausente del mundo. En una de las visitas que le hacía a Tepoztlán le
advertí que no volvería. “¿Para qué?
–le grité casi–, si tú no estás”. Esa tarde alcanzó a decirme suavecito
que no me preocupara, que se encontraba bien. Unas semanas después de la
presentación del disco, me llamó por teléfono y me saludó con su voz ronca de
toda la vida. Juro que me tembló el alma. “¿Chavela, pues dónde andabas?”, pregunté. “Adentro, muy adentro de mí”,
respondió. A partir de entonces le saltó con mayor fuerza su vena
lorquiana. Participó en un documental sobre Lorca, comenzó a seleccionar los
poemas que después incluyó en el disco La luna grande, los memorizó y
los musicalizó con música de su repertorio. Finalmente los grabó con Discos
Corason, la disquera que la
ayudó a cumplir dos de sus últimos sueños.
En abril de 2012 se
presentó en Bellas Artes, acompañada de Eugenia León y Martirio. Más que su
voz, fue la intensidad de su canto lo que hizo llorar al público, en su mayoría
compuesto por jóvenes, como sucedió también en Madrid. Y fue también el hecho
de tener el valor para, a sus 93 años, plantarse en un escenario. Después del
concierto en Bellas Artes quiso ir a comer. Y nos lanzamos al Tenampa, donde junto con un grupo de amigos cantamos y
tomamos tequila durante horas. No fue esa la primera ocasión en la que
Chavela volvió a tomarse un caballito de tequila después de varios años de
abstinencia. Lo hacía de tanto en tanto. La primera vez fue en Tlaquepaque.
Pidió un caballito de tequila y unos mariachis. Se chutó de un solo trago la
copa y mostró la sonrisa más amplia de todas las que le conocí.
En su casa de
Tepoztlán pasó muchos días en compañía de amigos tequileros. Pero la mayoría
del tiempo se encontraba sola. Con sus dos maravillosos ángeles custodios,
Liliana Achuy Fan y Lorena Barrera, pasaba las tardes leyendo, escuchando
música o hablando con el Chalchi sobre la muerte, la vida y la soledad. Siempre sostuvo que la soledad no le
disgustaba y yo le creí. Ella sabía que era el precio que tuvo que pagar por su
libertad. De otra forma no hubiera podido ser Chavela Vargas con v y no
con b, como lo escriben todas las otras Chabelas del mundo. Ella, Chavela
Vargas, lo quiso escribir así para diferenciarse hasta en el nombre. “Dilo así
–me comentó cuando escribíamos el libro–. Lo hice para joder”.
Un día me contó que
el Chalchi tenía ya muchas cosas de ella. “He dejado mis palabras y mi memoria
adentro de sus cuevas”, afirmó. La memoria es el pasado, le dije para
provocarla. Pero ella me dio una de esas respuestas que atraviesan la razón de
punta a punta: “La memoria es también
el futuro, la memoria del futuro; la que inventamos cuando la vida se va
deslizando de nuestro ser”.
Unos meses antes de
cumplir 90 años, se le comenzó a deslizar la vida. Tuvo que ser internada en el
Instituto Nacional de Neurología, donde permaneció durante más de 20 días. Fue
la única vez que le rogué que no muriera. Le grité, la chantajeé. Le recordé que la ciudad estaba tirando la
casa por la ventana para hacerle un homenaje. Todo con tal de que no muriera. “Todos
mueren –me dijo–, no hay forma de evitarlo. Aun los chamanes mueren. No hay
dinero ni poder que lo impida”.
En esa ocasión pensé
que Chavela ya había decidido morir, pero me equivoqué. A las pocas semanas
estaba en el homenaje que por sus 90 años se le hizo en el Teatro de la Ciudad,
que tuvo que cerrar sus puertas cuando ya no cabía ni un alma más. Con
Monsiváis presente, Eugenia León, Jimena Giménez Cacho, Lila Downs, Julieta
Venegas, la Negra Chagra, Fernando del Castillo y Mario Ávila cantaron
para ella. Eugenia, Lila y Tania Libertad cantaron también para ella en los
homenajes de cuerpo presente que se le hicieron en la Plaza Garibaldi y Bellas
Artes.
Chavela Vargas, la
que dijo no tener miedo a morir, la que planificó su muerte, la que le dijo mil
veces a la calaca: “cuando usted quiera le tiendo la mano”, la que no se cansó
de crear, me confió unos días antes de morir que se iría, pero que al mismo
tiempo seguiría por aquí. Después me
pidió el medallón que los chamanes de la comunidad huichola le entregaron
cuando la nombraron Gran Chamana. Lo tuvo puesto hasta el final.
El sábado por la
tarde Chavela intentó arrancarse la mascarilla que le proveía de oxígeno.
Quiere decirme algo, le informé a la enfermera. Ya sin ella puesta me susurró al oído: “María, ay María. Ay la
muerte, la muerte la muerte”. El domingo no habló nada hasta que unos
minutos antes de las 13 horas el médico volvió a quitarle la mascarilla y ella
sacó fuerza de no me explico dónde y exclamó: “Me voy con México en el
corazón”.
Cuando cumplió 92
años, me dijo que mientras viviera no dejaría de crear. La creación no termina
si uno sigue vivo. Y prometió que el tiempo que le quedara de vida seguiría
creando. Por eso pensé que nunca moriría. Porque siguió creando.
Cubierta con su
jorongo se fue el domingo 5 de agosto Chavela Vargas al mundo de los chamanes y
los cantantes, donde seguramente le escribe una obra musical a La Llorona. El
color rojo del jorongo me hizo recordar lo que me dijo a sus 90 años: “Soy Chavela Vargas, tengo 90 años y estoy
viva. Viva de tanto vivir, de tanto amar, de tanto gritar que estoy
viva, como la vida, como el color rojo, como los recuerdos rojos que saben a
pan”.
Y sí, Chavela, sigues
viva.