No. 467, La vida humana es breve... Yukio Mishima

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LA MUERTE COMO UNA EXPRESIÓN ESTÉTICA DE LO HEROICO



Omar Ardila

La vida humana es breve, pero yo querría vivir siempre


Nota dejada por Mishima el día de su muerte.


En 1985 el director Paul Schrader (Michigan, EE.UU. 1946) realizó una película biográfica sobre Kimitake Hiraoka (quien acogiera desde 1941 el pseudónimo de Yukio Mishima), titulada Mishima: una vida en cuatro capítulos. En ella, Schrader explora con seriedad temática y rigurosidad histórica, varias de las facetas desarrolladas por el polémico Yukio Mishima. La intención inicial era hacer un filme biográfico –lo que no supone necesariamente un trabajo documental– en el que se aprovecharan los elementos de la expresión cinematográfica para recrear algunos aspectos de las metáforas presentes en la obra del autor japonés. Tras avanzar en la construcción del proyecto, los creadores se decidieron a involucrarse directamente con algunas de las obras literarias de Mishima para presentarlas con fineza teatral, como eventos integrados a la propia vida del escritor. Además, escogieron cuatro preocupaciones conceptuales que fueron el fundamento de la construcción vital realizada por el autor nipón: belleza, arte, acción y armonía de la pluma y la espada. Con este interesante esquema, resultaba más fácil y ordenado el intento de reconstruir una vida tan compleja en un registro audiovisual.

La película abre con una panorámica de unas montañas, sobre las que se cuela una intensa luz rojiza. En el mismo plano fijo aparecen los créditos con un fondo musical de Philip Glass. Esa luz enceguecedora es el preámbulo idóneo para adentrarse en la narración por capítulos de la vertiginosa vida de Mishima, que fue un destello de lucidez en medio del caos de la posguerra.
Belleza
Cuatro planos de igual duración concentran la atención en las agradables formas exteriores que engalanan el antejardín de la casa donde el 25 de noviembre de 1970, Mishima se prepara desde las primeras horas para su “gran” aparición en la guarnición militar hacia el mediodía. Los siguientes cuadros recorren el interior de la casa, exaltando el delicado ritual que supone vestirse con las prendas militares. La reiterativa música de Glass va aumentando su intensidad, como presagio de nuevos y misteriosos aires. El narrador nos hace la ubicación espacio-temporal, y enseguida, un flashback nos lleva a la niñez de Mishima, quien contempla a través de una ventana, situaciones que le llevan a suponer la imposibilidad de poder hacer algo para cambiar el mundo. Desde su temprana infancia, transcurrida al lado de la abuela, fue estableciendo una singular forma de relación con el entorno. En principio, se creía como una “planta frágil”, pero luego de fortalecer el intelecto y descubrir que la belleza era una posibilidad realizable, su carácter se fue fortaleciendo, al punto de llegar a asumir posiciones radicales como ejecutar su propia muerte.
Desde su primeros escritos, Mishima fue consciente de que las palabras no pueden cambiar el mundo, y además, de que el mundo no necesita palabras.
Esta primera parte del filme se relaciona directamente con la obra El pabellón de oro (1956). La referencia a dicho trabajo escrito se realiza de forma teatral en un escenario creado en estudio. En la representación vemos a un joven tartamudo que no puede liberar su pulsión sexual, su ansia de encuentro con la carne, su deseo de posesión de la belleza; ante dicha frustración, el joven prefiere terminar con el objeto idealizado que le perturbaba su inmadura emocionalidad. El incendio del Pabellón de oro – arquetipo de la belleza, tal como lo asume el monje – responde a esa sensación de vacío generada tras el intento de objetivar un concepto que rebasa los límites lingüísticos. La belleza presente en las formas arquitectónicas no conoce el valor de la ausencia que le hace un llamado para conferirle sentido. “¡La belleza estaba estructurada de nada!” Y esa vida mágico-espiritual perpetuada en la carne del Pabellón de oro, estaba muy distante de cualquier reduccionismo emocional.
Toda esta metáfora de acercamiento a la belleza es vinculada con la experiencia que vivió Mishima en su despertar sexual frente al San Sebastián de Guido Reni, cuando la fuerza del trabajo pictórico le supuso una intensa vivencia erótica. Este revelador momento, revive en el filme como una fuga hacia el futuro para corroborar que “sólo el conocimiento convierte lo insoportable de la vida en un arma”; y ese acercamiento y conocimiento de la belleza, fue el norte que lo condujo para ir a buscarla en carne propia.
Arte
El nuevo capítulo, tiene como inspiración literaria La casa de Kyoto (1959). En éste se nos informa cómo luego de terminar la guerra, Mishima se decide por ser escritor, es decir, “un kamikaze de la belleza”, según sus propias palabras.
El Mishima adolescente, de cuerpo frágil, no logra el ingreso al ejército. Entonces madura su concepción de la belleza y entiende que el arte es la mejor posibilidad para juntar vida y obra en una totalidad trascendente. Ahora, es cuando surge una obsesión por el cultivo del cuerpo, para que en él pueda desarrollarse y fortalecerse la armonía. El trabajo anterior con la palabra lo había separado del cuerpo, y era preciso volver a integrarlos en una nueva experiencia artística. Mishima había aprendido de los griegos que hacer una obra bella es ser bello, preocuparse por la belleza. Por lo tanto, dedicó 15 años de su vida a delinear su forma corpórea.
El San Sebastián de Reni, es convertido en el modelo de belleza y a la vez de sufrimiento, pues el camino de la creación y del cuidado del cuerpo, supone profundos desgarramientos. De ahí el interés que mantiene Mishima a lo largo de su obra por la sangre y por la muerte, como una especie de culminación ritual que lleva a la liberación del individuo. La muerte o el suicidio “sólo tendrán sentido cuando el cuerpo haya alcanzado el mayor punto de la belleza”, cuando ya no necesite un espejo para confirmar la existencia, cuando la belleza presente en la carne sea puro goce vital destinada a morir para lograr la plenitud. La decisión del hombre por ser bello, es el deseo de morir.
Acción
En este capítulo se trabaja a partir de la obra Caballos desbocados (1969). Hay una concentración en el concepto de acción que desarrolló Mishima; esa fue, quizás, su idea mejor expuesta a nivel filosófico-metafísico.
La acción es pensada como “la actividad física combativa orientada hacia un objetivo”. Actividad que tiene su expresión y efecto en un instante: “La acción tiene el misterioso poder de compendiar una larga vida en la explosión de un fuego de artificio”. El instante de la acción es el momento más auténtico de la vida humana, aquel en que el individuo se trasciende a sí mismo para experimentar la plenitud de la existencia.
Mishima retorna la mirada hacia el pasado imperial del Japón y la disposición heroica que mantenían los samuráis. La política del samurai es el combate. Y esa ruta es la que pretende seguir Mishima con la creación de la Sociedad del Escudo (un ejército espiritual de cien hombres, dedicado a rescatar la pureza de la tradición japonesa para combatir la corrupción impuesta por los saqueadores capitalistas después de 1945). En el discurso pronunciado antes de su muerte, se traslucen los intereses de dicha sociedad: “Vemos al Japón emborrachándose de prosperidad y hundiéndose en un vacío del espíritu (...) Vamos a devolverle su imagen y a morir haciéndolo”. Todos los miembros de la sociedad estaban dispuestos a actuar cuando les llegara el día del cambio, el fuego instantáneo de la acción. Mientras tanto, seguirían a la espera “en posición de firmes”.
Podría decirse que el concepto de acción recogió la mayoría de las preocupaciones de Mishima (belleza, arte, cuerpo, recuperación de la tradición) por medio de la Sociedad del Escudo. Fue siguiendo los principios de ésta, que preparó y realizó su muerte, aunque ella no sirviera sino como un llamado de atención para una sociedad que ha perdido su rumbo y olvidado sus ancestros.
Armonía de la pluma y la espada
El amplio conocimiento de la cultura occidental que tuvo Mishima, le permitió establecer estudios comparativos con su tradición oriental. Una de las relaciones dialécticas que más le preocupó fue la generada entre espíritu y cuerpo, los que pretendía integrar por medio de la acción. Para ello, retomó la tradición de los samuráis, quienes habían seguido el bumburyodo (el camino de la pluma y de la espada) – algo parecido al “mente sana en cuerpo sano” del mundo occidental –. Ésta vivencia suponía recuperar el camino de los héroes; el cultivo del espíritu con la escritura y del cuerpo con la gimnasia y las artes marciales: la unidad que, según Mishima, nunca debería alejarse de los proyectos político-sociales que emprendieran sus compatriotas.
Según la tradición Zen, en el tiro con arco lo importante no es dar en el blanco. Lo verdaderamente importante es convertirse en la flecha y desechar la posibilidad de una meta. Convertirse en la flecha es el principio de la acción – lo que intenta Mishima en sus últimos años: el afianzamiento de la espada pero sin olvidar la escritura (la pluma) –. Cuando ya no importa la meta, tampoco importa la vida. Al parecer, Mishima asumió totalmente aquella visión, pues en la búsqueda de algo que reconciliara el arte con la acción, descubrió que eso era posible sólo a través de un principio superior: la muerte. Acogió la muerte como una expresión estética de lo heroico. Sin embargo, había asegurado que quería vivir siempre. ¿Su muerte, entonces, fue producto de un fracaso o la puesta en marcha hasta sus últimas consecuencias del concepto heroico de acción? La muerte ante la impotencia de alcanzar su objetivo, pudo ser la mejor forma de reafirmar que, realmente, “quería vivir”.
Al final, antes de realizar el sepukku, Mishima hace un llamado para la integración de la tradición cultural japonesa, y les plantea a los soldados que lo escuchan, una pregunta que sigue siendo vigente: “¿Qué harán cuando sean un gran arsenal sin alma?”.

HOMENAJE AL GRABADO

Varios artistas colombianos, representando a Colombia, serán invitados de honor en tres de las más importantes exposiciones de grabadores internacionales, que tendrán lugar durante septiembre y octubre -2017


    





LA VIDA EN UN TANGO

Reportaje a Óscar Hernández
(3 de Nov. 1925 - 4 de Sep. 2017)

Por Marcos Fabián Herrera

El 3 de noviembre del 2017, cuando Óscar Hernández celebre los 92 años, lo primero que hará tan pronto se despierte será escuchar un tango. La lírica del arrabal y el fraseo del lunfardo han irrigado las arterias, a hurtadillas y en puntas de pie, de su poesía. Bien sea con Susana Rinaldi, Ignacio Corsini, Juan Carlos Godoy, Enrique Santos Discépolo, Carlos Gardel, Agustín Irusta o Alberto Arenas, la vida solo le es tolerable al compás de la música de algunos de estos cultores del género que canta en el fuelle de un bandoneón. “Se equivocan los que creen que el tango es música de lupanar y despecho. Afirmar eso es desconocer su quintaesencia. Es la plena decantación de la vida en verso. Es la poesía valida del sonido; es la aprehensión del fulgor existencial que casi siempre escapa a los que escribimos versos”.

***

Óscar, Cioran creía que solo en el tango la filosofía se amistaba con la poesía…

Algo habrá de cierto en eso. Pero lo bello del tango es la falta de premisas moralizantes y de credos de capilla. En él solo se aspira a la belleza de la calle.

 Es la misma aspiración de su poesía… la palabra sin abluciones ni fórmulas. El grito descarnado de la belleza originaria y esencial…

Sí. La poesía es otra cosa. ¿Quién la creyó asignatura en las academias? ¿Por qué la encorsetaron en los rituales del poder y las ceremonias de la simulación?

Seducidos por los manierismos que traían los vientos de corrientes foráneas, los coetáneos de Óscar Hernández cayeron de bruces en los códigos estéticos bañados en el hálito de lo nuevo. Discordante en su época, Poemas del hombre fue el canto de ruptura de un asceta que, en su afán comunicante, prefirió la desnudez a la vestimenta afectada. “Eva Manzano esa mitad entera / con su perdido paraíso a cuestas / y con su Adán de barro hasta que muera”. Cual evangelista, la suya fue una poética fundacional que, tamizando el oropel, concibió el catecismo de un creador y apartó la hierba para que el sol llegara al pliegue oculto del árbol y la oquedad de la tierra. “No creo en las campanas, no creo en el concepto ni en la idea, creo en el agua turbia de los ríos / y en la arena / y en la sangre del hombre. Creo en las manos sobre la cosecha, creo en el caminante y sus sandalias, creo en la muerte triste de las moscas / que ocultan sus cadáveres. No creo en muchas cosas y creo en tantas, y firmemente creo en las espigas / y en mi balcón de harina”.
Su imperturbable pulso, la esbeltez de funambulista, el tono de aforista y un proverbial sosiego de monje, no permiten sospechar que este hombre, en el fulgor de su mocedad, fue un boxeador presto y raudo. De ahí el verso certero, la frase culminante y la aridez sentenciosa. Por eso la distancia del tono melifluo y la oscuridad que turba. Como en un jab de derecha, la belleza se asoma de forma súbita en la lona con trucos de curtido prestidigitador. Sus versos son un silabeo de brujo que nos acercan a la gozosa perplejidad. “Protege a los que encienden / los negros trozos del carbón / para alumbrar el alba. Protege Dios, a las mujeres que por toda retórica / llevan entre labios / una inocente maldición”.

 El café se ha servido. En su trastienda, por ensalmo y a petición de quienes lo asediamos en el atardecer del sábado, la bebida negra fue preparada para atemperar el palique preñado de añoranzas y sarcasmos. Las dos mujeres que me acompañan, como en un retozo de niños, disfrutan del flirteo de Óscar. La milonga, que llega asordinada, baña de melancolía el día que se despide con una luz macilenta. En Belén, un barrio de arboledas, fondas populares y niños intrépidos, la vecindad es obligada por la estrechez de las calles. Como los colonos que descuajaron la montaña, los residentes de este barrio, un peldaño en el faldón de un breñal que le ha robado una franja a la montaña, han llegado en estornudos citadinos a un paraje aún embebido de ruralidad. La tarde arroja las estridencias de una ciudad que se acerca a la noche. Lo veo apoltronado en su mueble y observo las fotografías en las que Óscar Hernández conversa con el patriarca de la plástica y el arte colombiano: don Fernando Botero, tan adiposo y plácido como las criaturas de sus cuadros y esculturas, vigila mi interpelación. Enseguida inquiero por su amistad con el filósofo que llenaba auditorios y dilucidaba a autores clásicos en jornadas pedagógicas memorables que magnetizaban a los escuchas.

Viví a diez metros de Estanislao Zuleta. Tomábamos cerveza en las tardes y comentábamos la realidad. La nuestra fue una amistad abierta y a prueba de sismos, por ser desintelectulizada. Mientras nos dedicamos a vivir y a hacer periodismo, Estanislao, que jamás pensó un libro, pensó filosofía. Lo que es más concreto que un libro. A los autores, él los amaba. Su memoria, felicísima y grata, le permitía recordar fragmentos exactos de los libros. Así, me decía: “Óscar, que final tan simpático el de El castillo de Kafka… concluye diciendo: ‘Mala madera, señor director’”. Le gustaba el inicio de una novela de André Gide: “Cuando el alma de un gran pueblo sufre, toda la vida está comprobada, y aquellos que tienen un noble corazón iluminado, van a hacer sacrificio”. Me la hizo aprender a mí. Es un gran libro que recomiendo a mis amigos. En él hay un reflejo tan diáfano y a la vez oscuro de lo que ocurre en Colombia. Zacha, un guerrillero, murió tiroteado por los custodios. Cuando la madre de Zacha se entera de su muerte, solo atina a decir: “Zacha, dulce hijo mío”.

A nuestro regreso de Europa nos separamos por razones de oficio. Me dediqué al periodismo con ardor y consagración ejemplar. Estanislao se dedicó a leer. La risa y la lectura fueron sus únicas tareas. Su risa era continuada. Conservo una anécdota que explica el sentido del humor a flor de piel de Estanislao. Estando en la estación del tren de París, prestos a viajar a Madrid, caminé hasta un restaurante a comer algo. Al regresar a la estación comprobé que había perdido la cartera en la que guardaba el pasaporte y el dinero. Desesperado, volví al restaurante y no encontré nada. De nuevo en la estación, compruebo que el tren ha partido con Estanislao adentro. Estaba en una estación de tren de París a las nueve de la noche y sin un peso. La desolación me abrumó. En ese momento me acompañaba Uriel Ospina, un amigo que fue redactor de El Tiempo por muchos años. Mientras conversábamos, un policía que advirtió nuestra situación nos pidió que esperáramos un tren que partía en media hora. Así fue. Salí junto a Uriel rumbo a Madrid. Al ver los gestos, los mohines tan singulares y el mutismo de nuestros acompañantes, comprobamos que viajábamos en un vagón con enfermos y discapacitados. Enseguida acordamos con Uriel simular una enfermedad cuando nos pidieran el tiquete. Con un improvisado histrionismo, nos mimetizamos entre la decrepitud humana y aparentamos ser unos valetudinarios más. Al llegar a Madrid corrí a buscar a Estanislao y lo encontré en el último vagón de su tren con una botella de vino y riendo a carcajadas. Estanislao era un ser entrañable.

Al otro lado de la línea telefónica nos responde Delimiro Moreno. Es un amigo al que Óscar no ve hace 20 años. Compartieron oficios, utopías, lecturas, creencias y una gélida celda en la que fueron encarcelados por protestar contra el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla. Fue el imprescindible Alberto Aguirre, magistrado del Tribunal Superior de Medellín en ese momento, quien abogara para sacar de la mazmorra a este par de díscolos reporteros. El poeta católico que ha logrado que en su ideario el socialismo se abrace con las comunas de San Pedro, saluda al historiador y periodista que vive en Neiva, Huila, hace más de cuarenta años. “¡Hola, ex convicto!”. Los papeles abundan en el escritorio de Óscar. Poemas en hojas ajadas, manuscritos de cuentos y viejas cartas cruzadas con amigos extraviados en la bruma del tiempo. Mientras conversa con Delimiro, busca el listado de libros que publicó su sello editorial llamado Papel Sobrante.

 –¿Vos te acordás de Adolfo León Gómez, el jefe de redacción de El Correo de Medellín? Pregunta Delimiro con la dicción antioqueña que ha perdurado a pesar de la distancia con su tierra originaria.

–El maduro juvenil.

–Era más malgeniado que el putas. Actuaba como un dictador.

Delimiro y Óscar fueron los primeros traductores de la France Press en Medellín. Descifraban el alfabeto morse y vertían al español, ayudados por diccionarios, los cables internacionales de noticias. Muchos hechos que marcaron virajes en el mundo, que abrieron los umbrales para el tránsito de nuevos aires en nuestra época, fueron reseñados por ellos y difundidos para los diarios nacionales. Despedido Delimiro, y pactado el envío de un libro, Óscar recuerda un pasaje bíblico que leyó la noche anterior. Es una alusión directa, asegura él, de San Pablo a la política. En ese fragmento, el apóstol de las naciones y figura cimera del cristianismo primitivo habla de izquierda y derecha, de altruistas y avaros.

Si es así, Pablo de Tarso se anticipó a los gobelinos y cortesanos de la Revolución francesa…

Se anticipó a todos. Te recuerdo que San Pablo era un genio. Leerlo ilumina. Cuánto le serviría a nuestros políticos beber de su palabra.

 ¿Se han derrumbado las utopías?

No. El Socialismo no ha fracasado. Miente quien asevere eso. Me da grima escucharlo. Han fracasado los hombres que han liderado los proyectos. Ellos han fracturado los principios éticos. En Rusia se renunció a la construcción de la quimera que hace dignos a los hombres. No ocurrió una debacle que confirmara la imposibilidad del sueño socialista. Es tan alta la exigencia moral del socialismo que se necesita seres humanos a prueba de fuego.

Óscar, el hijo de Don Luis María Hernández, un filólogo autodidacta nacido en el campo que compuso uno de los manuales de gramática con el que muchos escolares aprendieron los intríngulis de la lengua, es un socialista utópico. No ha divorciado, como la mayoría de sus compañeros de generación, la Biblia de los católicos de El Capital de los marxistas. Esos dos libros canónigos han sido su brújula para construir su ideario y trasegar la vida. Porque para él mantenerse en pie en sus premisas creadoras y haber hecho de la poesía un apostolado alejado de los aplausos, no ha sido un deliberado sacrificio. Solo ha leído las señales inequívocas en la vida de los hombres. Las mismas que le han enseñado a conjugar las virtudes de los diversos oficios que ha ejercido para componer con retazos de existencia un tango. Con el olfato del reportero, la paciencia del editor, la presteza del boxeador, la versatilidad del actor de cine y la minuciosidad del novelista, Óscar Hernández se ha hecho poeta. Al salir de la casa, observo a una muchacha de cabellos largos que pasa en una bicicleta por la estrecha calle, y con peripecias cuida con una mano las viandas guardadas en un canasto. En el cielo de Medellín unas nubes con ribetes púrpuras le sirven de preámbulo a la noche.


METAPHYSICA


Historia de mi caída de mi historia
como una hoja que cae del árbol



Orhan  Pamuk


(Del libro: Me llamo Rojo)


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