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con el
asunto “Retiro”
LA
MUERTE COMO UNA EXPRESIÓN ESTÉTICA DE LO HEROICO
Omar Ardila
La vida
humana es breve, pero yo querría vivir siempre
Nota
dejada por Mishima el día de su
muerte.
En 1985 el director Paul Schrader (Michigan, EE.UU. 1946)
realizó una película biográfica sobre Kimitake
Hiraoka (quien acogiera desde 1941 el pseudónimo de Yukio Mishima), titulada Mishima:
una vida en cuatro capítulos. En ella, Schrader explora con seriedad temática y rigurosidad histórica,
varias de las facetas desarrolladas por el polémico Yukio Mishima. La intención inicial era hacer un filme biográfico
–lo que no supone necesariamente un trabajo documental– en el que se
aprovecharan los elementos de la expresión cinematográfica para recrear algunos
aspectos de las metáforas presentes en la obra del autor japonés. Tras avanzar
en la construcción del proyecto, los creadores se decidieron a involucrarse
directamente con algunas de las obras literarias de Mishima para presentarlas con fineza teatral, como eventos
integrados a la propia vida del escritor. Además, escogieron cuatro preocupaciones
conceptuales que fueron el fundamento de la construcción vital realizada por el
autor nipón: belleza, arte, acción y armonía de la pluma
y la espada. Con este interesante esquema, resultaba más fácil y ordenado
el intento de reconstruir una vida tan compleja en un registro audiovisual.
La película abre con
una panorámica de unas montañas, sobre las que se cuela una intensa luz rojiza.
En el mismo plano fijo aparecen los créditos con un fondo musical de Philip
Glass. Esa luz enceguecedora es el preámbulo idóneo para adentrarse en la
narración por capítulos de la vertiginosa vida de Mishima, que fue un destello de lucidez en medio del caos de la
posguerra.
Belleza
Cuatro planos de
igual duración concentran la atención en las agradables formas exteriores que
engalanan el antejardín de la casa donde el 25 de noviembre de 1970, Mishima se prepara desde las primeras
horas para su “gran” aparición en la guarnición militar hacia el mediodía. Los
siguientes cuadros recorren el interior de la casa, exaltando el delicado
ritual que supone vestirse con las prendas militares. La reiterativa música de Glass va aumentando su intensidad,
como presagio de nuevos y misteriosos aires. El narrador nos hace la ubicación
espacio-temporal, y enseguida, un flashback
nos lleva a la niñez de Mishima,
quien contempla a través de una ventana, situaciones que le llevan a suponer la
imposibilidad de poder hacer algo para cambiar el mundo. Desde su temprana
infancia, transcurrida al lado de la abuela, fue estableciendo una singular
forma de relación con el entorno. En principio, se creía como una “planta
frágil”, pero luego de fortalecer el intelecto y descubrir que la belleza era
una posibilidad realizable, su carácter se fue fortaleciendo, al punto de
llegar a asumir posiciones radicales como ejecutar su propia muerte.
Desde su primeros
escritos, Mishima fue consciente de que las palabras no pueden cambiar el
mundo, y además, de que el mundo no necesita palabras.
Esta primera parte
del filme se relaciona directamente con la obra El pabellón de oro (1956). La referencia a dicho trabajo escrito se
realiza de forma teatral en un escenario creado en estudio. En la
representación vemos a un joven tartamudo que no puede liberar su pulsión
sexual, su ansia de encuentro con la carne, su deseo de posesión de la belleza;
ante dicha frustración, el joven prefiere terminar con el objeto idealizado que
le perturbaba su inmadura emocionalidad. El incendio del Pabellón de oro –
arquetipo de la belleza, tal como lo asume el monje – responde a esa sensación
de vacío generada tras el intento de objetivar un concepto que rebasa los
límites lingüísticos. La belleza presente en las formas arquitectónicas no
conoce el valor de la ausencia que le hace un llamado para conferirle sentido.
“¡La belleza estaba estructurada de nada!” Y esa vida mágico-espiritual
perpetuada en la carne del Pabellón de oro, estaba muy distante de cualquier
reduccionismo emocional.
Toda esta metáfora de
acercamiento a la belleza es vinculada con la experiencia que vivió Mishima en su despertar sexual frente
al San Sebastián de Guido Reni,
cuando la fuerza del trabajo pictórico le supuso una intensa vivencia erótica.
Este revelador momento, revive en el filme como una fuga hacia el futuro para
corroborar que “sólo el conocimiento convierte lo insoportable de la vida en un
arma”; y ese acercamiento y conocimiento de la belleza, fue el norte que lo
condujo para ir a buscarla en carne propia.
Arte
El nuevo capítulo,
tiene como inspiración literaria La casa
de Kyoto (1959). En éste se nos informa cómo luego de terminar la guerra, Mishima se decide por ser escritor, es
decir, “un kamikaze de la belleza”, según sus propias palabras.
El Mishima adolescente, de cuerpo frágil,
no logra el ingreso al ejército. Entonces madura su concepción de la belleza y
entiende que el arte es la mejor posibilidad para juntar vida y obra en una
totalidad trascendente. Ahora, es cuando surge una obsesión por el cultivo del
cuerpo, para que en él pueda desarrollarse y fortalecerse la armonía. El
trabajo anterior con la palabra lo había separado del cuerpo, y era preciso
volver a integrarlos en una nueva experiencia artística. Mishima había aprendido de los griegos
que hacer una obra bella es ser bello, preocuparse por la belleza. Por lo
tanto, dedicó 15 años de su vida a delinear su forma corpórea.
El San Sebastián de Reni, es convertido en el modelo de
belleza y a la vez de sufrimiento, pues el camino de la creación y del cuidado
del cuerpo, supone profundos desgarramientos. De ahí el interés que mantiene Mishima a lo largo de su obra por la
sangre y por la muerte, como una especie de culminación ritual que lleva a la
liberación del individuo. La muerte o el suicidio “sólo tendrán sentido cuando
el cuerpo haya alcanzado el mayor punto de la belleza”, cuando ya no necesite
un espejo para confirmar la existencia, cuando la belleza presente en la carne
sea puro goce vital destinada a morir para lograr la plenitud. La decisión del
hombre por ser bello, es el deseo de morir.
Acción
En este capítulo se
trabaja a partir de la obra Caballos
desbocados (1969). Hay una concentración en el concepto de acción que desarrolló Mishima; esa fue, quizás, su idea
mejor expuesta a nivel filosófico-metafísico.
La acción es pensada
como “la actividad física combativa orientada hacia un objetivo”. Actividad que
tiene su expresión y efecto en un instante: “La acción tiene el misterioso
poder de compendiar una larga vida en la explosión de un fuego de artificio”.
El instante de la acción es el momento más auténtico de la vida humana, aquel
en que el individuo se trasciende a sí mismo para experimentar la plenitud de
la existencia.
Mishima
retorna la mirada hacia el pasado imperial del Japón y la disposición heroica
que mantenían los samuráis. La política del samurai es el combate. Y esa ruta
es la que pretende seguir Mishima
con la creación de la Sociedad del Escudo
(un ejército espiritual de cien hombres, dedicado a rescatar la pureza de la
tradición japonesa para combatir la corrupción impuesta por los saqueadores
capitalistas después de 1945). En el discurso pronunciado antes de su muerte,
se traslucen los intereses de dicha sociedad: “Vemos al Japón emborrachándose
de prosperidad y hundiéndose en un vacío del espíritu (...) Vamos a devolverle
su imagen y a morir haciéndolo”. Todos los miembros de la sociedad estaban
dispuestos a actuar cuando les llegara el día del cambio, el fuego instantáneo
de la acción. Mientras tanto, seguirían a la espera “en posición de firmes”.
Podría decirse que el
concepto de acción recogió la mayoría de las preocupaciones de Mishima (belleza, arte, cuerpo,
recuperación de la tradición) por medio de la Sociedad del Escudo. Fue siguiendo los principios de ésta, que
preparó y realizó su muerte, aunque ella no sirviera sino como un llamado de
atención para una sociedad que ha perdido su rumbo y olvidado sus ancestros.
Armonía
de la pluma y la espada
El amplio
conocimiento de la cultura occidental que tuvo Mishima, le permitió establecer estudios comparativos con su
tradición oriental. Una de las relaciones dialécticas que más le preocupó fue
la generada entre espíritu y cuerpo, los que pretendía integrar por medio de la
acción. Para ello, retomó la tradición de los samuráis, quienes habían seguido
el bumburyodo (el camino de la pluma y de la espada) – algo parecido al
“mente sana en cuerpo sano” del mundo occidental –. Ésta vivencia suponía
recuperar el camino de los héroes; el cultivo del espíritu con la escritura y
del cuerpo con la gimnasia y las artes marciales: la unidad que, según Mishima, nunca debería alejarse de los
proyectos político-sociales que emprendieran sus compatriotas.
Según la tradición
Zen, en el tiro con arco lo importante no es dar en el blanco. Lo
verdaderamente importante es convertirse en la flecha y desechar la posibilidad
de una meta. Convertirse en la flecha es el principio de la acción – lo que
intenta Mishima en sus últimos
años: el afianzamiento de la espada pero sin olvidar la escritura (la pluma) –.
Cuando ya no importa la meta, tampoco importa la vida. Al parecer, Mishima asumió totalmente aquella
visión, pues en la búsqueda de algo que reconciliara el arte con la acción,
descubrió que eso era posible sólo a través de un principio superior: la
muerte. Acogió la muerte como una expresión estética de lo heroico. Sin
embargo, había asegurado que quería vivir siempre. ¿Su muerte, entonces, fue
producto de un fracaso o la puesta en marcha hasta sus últimas consecuencias
del concepto heroico de acción? La muerte ante la impotencia de alcanzar su
objetivo, pudo ser la mejor forma de reafirmar que, realmente, “quería vivir”.
Al final, antes de
realizar el sepukku, Mishima
hace un llamado para la integración de la tradición cultural japonesa, y les
plantea a los soldados que lo escuchan, una pregunta que sigue siendo vigente:
“¿Qué harán cuando sean un gran arsenal sin alma?”.
HOMENAJE AL GRABADO
Varios artistas colombianos, representando a Colombia, serán invitados de honor en tres de las más importantes exposiciones de grabadores internacionales, que tendrán lugar durante septiembre y octubre -2017
LA VIDA EN UN TANGO
Reportaje a Óscar Hernández
(3 de Nov. 1925 - 4 de Sep. 2017)
Por
Marcos Fabián Herrera
El 3 de noviembre del 2017,
cuando Óscar Hernández celebre los 92 años, lo primero que hará tan pronto se
despierte será escuchar un tango. La lírica del arrabal y el fraseo del
lunfardo han irrigado las arterias, a hurtadillas y en puntas de pie, de su
poesía. Bien sea con Susana Rinaldi, Ignacio Corsini, Juan Carlos Godoy,
Enrique Santos Discépolo, Carlos Gardel, Agustín Irusta o Alberto Arenas, la
vida solo le es tolerable al compás de la música de algunos de estos cultores
del género que canta en el fuelle de un bandoneón. “Se
equivocan los que creen que el tango es música de lupanar y despecho. Afirmar
eso es desconocer su quintaesencia. Es la plena decantación de la vida en
verso. Es la poesía valida del sonido; es la aprehensión del fulgor existencial
que casi siempre escapa a los que escribimos versos”.
***
Óscar, Cioran creía que solo en
el tango la filosofía se amistaba con la poesía…
Algo habrá de cierto en eso. Pero
lo bello del tango es la falta de premisas moralizantes y de credos de capilla.
En él solo se aspira a la belleza de la calle.
Es la
misma aspiración de su poesía… la palabra sin abluciones ni fórmulas. El grito
descarnado de la belleza originaria y esencial…
Sí. La poesía es otra cosa. ¿Quién la creyó
asignatura en las academias? ¿Por qué la encorsetaron en los rituales del poder
y las ceremonias de la simulación?
Seducidos
por los manierismos que traían los vientos de corrientes foráneas, los
coetáneos de Óscar Hernández cayeron de bruces en los códigos estéticos bañados
en el hálito de lo nuevo. Discordante en su época, Poemas
del hombre fue el canto de ruptura de un asceta que, en su afán
comunicante, prefirió la desnudez a la vestimenta afectada. “Eva Manzano esa
mitad entera / con su perdido paraíso a cuestas / y con su Adán de barro hasta
que muera”. Cual evangelista, la suya fue una poética fundacional que,
tamizando el oropel, concibió el catecismo de un creador y apartó la hierba
para que el sol llegara al pliegue oculto del árbol y la oquedad de la tierra.
“No creo en las campanas, no creo en el concepto ni en la idea, creo en el agua
turbia de los ríos / y en la arena / y en la sangre del hombre. Creo en las
manos sobre la cosecha, creo en el caminante y sus sandalias, creo en la muerte
triste de las moscas / que ocultan sus cadáveres. No creo en muchas cosas y
creo en tantas, y firmemente creo en las espigas / y en mi balcón de harina”.
Su
imperturbable pulso, la esbeltez de funambulista, el tono de aforista y un
proverbial sosiego de monje, no permiten sospechar que este hombre, en el
fulgor de su mocedad, fue un boxeador presto y raudo. De ahí el verso certero,
la frase culminante y la aridez sentenciosa. Por eso la distancia del tono
melifluo y la oscuridad que turba. Como en un jab de derecha, la belleza se
asoma de forma súbita en la lona con trucos de curtido prestidigitador. Sus
versos son un silabeo de brujo que nos acercan a la gozosa perplejidad.
“Protege a los que encienden / los negros trozos del carbón / para alumbrar el
alba. Protege Dios, a las mujeres que por toda retórica / llevan entre labios /
una inocente maldición”.
El
café se ha servido. En su trastienda, por ensalmo y a petición de quienes lo
asediamos en el atardecer del sábado, la bebida negra fue preparada para
atemperar el palique preñado de añoranzas y sarcasmos. Las dos mujeres que me
acompañan, como en un retozo de niños, disfrutan del flirteo de Óscar. La
milonga, que llega asordinada, baña de melancolía el día que se despide con una
luz macilenta. En Belén, un barrio de arboledas, fondas populares y niños
intrépidos, la vecindad es obligada por la estrechez de las calles. Como los
colonos que descuajaron la montaña, los residentes de este barrio, un peldaño
en el faldón de un breñal que le ha robado una franja a la montaña, han llegado
en estornudos citadinos a un paraje aún embebido de ruralidad. La tarde arroja
las estridencias de una ciudad que se acerca a la noche. Lo veo apoltronado en
su mueble y observo las fotografías en las que Óscar Hernández conversa con el
patriarca de la plástica y el arte colombiano: don Fernando Botero, tan adiposo
y plácido como las criaturas de sus cuadros y esculturas, vigila mi
interpelación. Enseguida inquiero por su amistad con el filósofo que llenaba
auditorios y dilucidaba a autores clásicos en jornadas pedagógicas memorables
que magnetizaban a los escuchas.
Viví a diez metros de Estanislao Zuleta.
Tomábamos cerveza en las tardes y comentábamos la realidad. La nuestra fue una
amistad abierta y a prueba de sismos, por ser desintelectulizada. Mientras nos
dedicamos a vivir y a hacer periodismo, Estanislao, que jamás pensó un libro,
pensó filosofía. Lo que es más concreto que un libro. A los autores, él los
amaba. Su memoria, felicísima y grata, le permitía recordar fragmentos exactos
de los libros. Así, me decía: “Óscar, que final tan simpático el de El castillo
de Kafka… concluye diciendo: ‘Mala madera, señor director’”. Le gustaba el
inicio de una novela de André Gide: “Cuando el alma de un gran pueblo sufre,
toda la vida está comprobada, y aquellos que tienen un noble corazón iluminado,
van a hacer sacrificio”. Me la hizo aprender a mí. Es un gran libro que
recomiendo a mis amigos. En él hay un reflejo tan diáfano y a la vez oscuro de
lo que ocurre en Colombia. Zacha, un guerrillero, murió tiroteado por los
custodios. Cuando la madre de Zacha se entera de su muerte, solo atina a decir:
“Zacha, dulce hijo mío”.
A nuestro regreso de Europa nos separamos por
razones de oficio. Me dediqué al periodismo con ardor y consagración ejemplar.
Estanislao se dedicó a leer. La risa y la lectura fueron sus únicas tareas. Su
risa era continuada. Conservo una anécdota que explica el sentido del humor a
flor de piel de Estanislao. Estando en la estación del tren de París, prestos a
viajar a Madrid, caminé hasta un restaurante a comer algo. Al regresar a la
estación comprobé que había perdido la cartera en la que guardaba el pasaporte
y el dinero. Desesperado, volví al restaurante y no encontré nada. De nuevo en
la estación, compruebo que el tren ha partido con Estanislao adentro. Estaba en
una estación de tren de París a las nueve de la noche y sin un peso. La
desolación me abrumó. En ese momento me acompañaba Uriel Ospina, un amigo que
fue redactor de El Tiempo por muchos años. Mientras conversábamos, un policía
que advirtió nuestra situación nos pidió que esperáramos un tren que partía en
media hora. Así fue. Salí junto a Uriel rumbo a Madrid. Al ver los gestos, los
mohines tan singulares y el mutismo de nuestros acompañantes, comprobamos que
viajábamos en un vagón con enfermos y discapacitados. Enseguida acordamos con
Uriel simular una enfermedad cuando nos pidieran el tiquete. Con un improvisado
histrionismo, nos mimetizamos entre la decrepitud humana y aparentamos ser unos
valetudinarios más. Al llegar a Madrid corrí a buscar a Estanislao y lo
encontré en el último vagón de su tren con una botella de vino y riendo a
carcajadas. Estanislao era un ser entrañable.
Al otro
lado de la línea telefónica nos responde Delimiro Moreno. Es un amigo al que
Óscar no ve hace 20 años. Compartieron oficios, utopías, lecturas, creencias y
una gélida celda en la que fueron encarcelados por protestar contra el gobierno
del general Gustavo Rojas Pinilla. Fue el imprescindible Alberto Aguirre,
magistrado del Tribunal Superior de Medellín en ese momento, quien abogara para
sacar de la mazmorra a este par de díscolos reporteros. El poeta católico que
ha logrado que en su ideario el socialismo se abrace con las comunas de San
Pedro, saluda al historiador y periodista que vive en Neiva, Huila, hace más de
cuarenta años. “¡Hola, ex convicto!”. Los papeles abundan en el escritorio de
Óscar. Poemas en hojas ajadas, manuscritos de cuentos y viejas cartas cruzadas
con amigos extraviados en la bruma del tiempo. Mientras conversa con Delimiro,
busca el listado de libros que publicó su sello editorial llamado Papel Sobrante.
–¿Vos te acordás de Adolfo León Gómez,
el jefe de redacción de El Correo de
Medellín? Pregunta Delimiro con la dicción antioqueña que ha perdurado a
pesar de la distancia con su tierra originaria.
–El maduro juvenil.
–Era más malgeniado que el putas. Actuaba
como un dictador.
Delimiro
y Óscar fueron los primeros traductores de la France Press en Medellín.
Descifraban el alfabeto morse y vertían al español, ayudados por diccionarios,
los cables internacionales de noticias. Muchos hechos que marcaron virajes en
el mundo, que abrieron los umbrales para el tránsito de nuevos aires en nuestra
época, fueron reseñados por ellos y difundidos para los diarios nacionales.
Despedido Delimiro, y pactado el envío de un libro, Óscar recuerda un pasaje
bíblico que leyó la noche anterior. Es una alusión directa, asegura él, de San
Pablo a la política. En ese fragmento, el apóstol de las naciones y figura
cimera del cristianismo primitivo habla de izquierda y derecha, de altruistas y
avaros.
Si es así, Pablo de Tarso se anticipó a los
gobelinos y cortesanos de la Revolución francesa…
Se anticipó a todos. Te recuerdo que San
Pablo era un genio. Leerlo ilumina. Cuánto le serviría a nuestros políticos
beber de su palabra.
¿Se
han derrumbado las utopías?
No. El Socialismo no ha fracasado. Miente
quien asevere eso. Me da grima escucharlo. Han fracasado los hombres que han
liderado los proyectos. Ellos han fracturado los principios éticos. En Rusia se
renunció a la construcción de la quimera que hace dignos a los hombres. No
ocurrió una debacle que confirmara la imposibilidad del sueño socialista. Es
tan alta la exigencia moral del socialismo que se necesita seres humanos a
prueba de fuego.
Óscar, el hijo de Don Luis María
Hernández, un filólogo autodidacta nacido en el campo que compuso uno de los
manuales de gramática con el que muchos escolares aprendieron los intríngulis
de la lengua, es un socialista utópico. No ha divorciado, como la mayoría de
sus compañeros de generación, la Biblia de los católicos de El Capital de los
marxistas. Esos dos libros canónigos han sido su brújula para construir su
ideario y trasegar la vida. Porque para él mantenerse en pie en sus premisas
creadoras y haber hecho de la poesía un apostolado alejado de los aplausos, no
ha sido un deliberado sacrificio. Solo ha leído las señales inequívocas en la
vida de los hombres. Las mismas que le han enseñado a conjugar las virtudes de
los diversos oficios que ha ejercido para componer con retazos de existencia un
tango. Con el olfato del reportero, la paciencia del editor, la presteza del
boxeador, la versatilidad del actor de cine y la minuciosidad del novelista,
Óscar Hernández se ha hecho poeta. Al salir de la casa, observo a una muchacha
de cabellos largos que pasa en una bicicleta por la estrecha calle, y con
peripecias cuida con una mano las viandas guardadas en un canasto. En el cielo
de Medellín unas nubes con ribetes púrpuras le sirven de preámbulo a la noche.
METAPHYSICA
Historia
de mi caída de mi historia
como una
hoja que cae del árbol
Orhan Pamuk
(Del libro: Me
llamo Rojo)
***