No. 514, Las rutas de Ifigenia


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FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Marco Antonio Garzón, Jairo Alberto López, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez, Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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LAS RUTAS DE IFIGENIA


Descripción: Ifigenia.

    En Las rutas de Ifigenia Eduardo García Aguilar retoma los principales temas y las obsesiones literarias que lo han motivado a lo largo de su ya larga carrera literaria. García Aguilar es un escritor prolífico, sobre todo porque son varios los géneros que atiende su pluma. Vale mencionar que ha frecuentado la poesía, el cuento, la novela, el ensayo y la crónica tanto literaria como periodística. A estas alturas su obra es no solo diversa sino extensa y por fortuna está siendo publicada en el país en esta estupenda colección Ladrones del Tiempo que dirige Estephane Chaumet. Puesto que la obra de García Aguilar se encuentra dispersa en diversos países del mundo, en razón de que él ha sido a lo largo de más de cuatro décadas un escritor errante, un extranjero de vocación. Actualmente vive en Paris, donde trabaja como periodista en France Press, pero ha pasado gran parte de su vida en México y ha viajado por muchas partes del mundo, en una errancia que tuvo comienzo en su natal y nunca olvidada Manizales.
Uno puede afirmar que el escritor, por lo general, más que escoger sus temas es escogido por estos, es decir que es recurrentemente interrogado por las mismas cuestiones Y por esta razón uno no se sorprende de encontrar una coherencia general en la obra de EGA. Muchas veces es reconocible su estilo en sus diferentes escritos, pero en otras lo delatan sus temas y sus tratamientos. Largo seria enumerar todas las obras que ha escrito este persistente escritor manizalita. No obstante, quienes hemos leído sus novelas encontramos en Las Rutas de Ifigenia desplegadas todas sus obsesiones literarias.
La novela de manera ficticia recoge un manuscrito encontrado al morir, en Los Alpes, un intelectual de Manizales; el manuscrito es entregado por la última amante del fallecido, quien se lo ha hecho llegar a su sobrino, estudiante en una universidad de París. Es pues, de cierta manera, un texto oculto y personal, al cual su autor nunca publicó o ni siquiera escribió para que fuera leído. A cambio su sobrino sí lo hace y lo que se nos presenta es una memoria intensa de una buena parte de una generación, de su educación sentimental, sexual, política y literaria en una región particular de Colombia y en una época específica: los años 60 y 70 del siglo XX.
El eje conductor de estas memorias y confesiones -que no solo permiten recrear el ambiente de esa época sino que dan cuenta de los hilos de sangre que han tejido la historia de este país- es la historia de una muchacha, Ifigenia Botero, narrada por su amigo y enamorado Marco Aurelio Estrada. Una mujer que es, sobre todo, un símbolo de las luchas, dificultades y fracasos de las mujeres por conseguir su liberación en un país que aún las mantiene atadas a través de una ideología patriarcal que permea todas las capas de la sociedad colombiana.
Ifigenia, sin necesidad de arduas explicaciones psicológicas, aparece en esta novela, a pesar de su juventud, hecha ya de una sola pieza, como una fuerza vital que nació para ser libre, para disfrutar de su cuerpo y el de los otros, para moverse a su antojo por el mundo. Sensible, inteligente, independiente, hermosa, peligrosa, transgresora, sexual y seductora, como tenía que ser, ya que así son por norma las mujeres que suelen protagonizar las novelas de EGA, Ifigenia nace en la cuna más desfavorable y opresiva para ella, puesto que es la hija de un gamonal político godo hasta sudar azul, vinculado de manera estrecha a las violencias de los años 40 y 50, que como todos sabemos tiñeron de sangre, vergüenza y crímenes horrendos a todo el país y cuyas nefastas cicatrices no terminan de sanar. Así pues, un hombre gordo y mediocre admirador de los nazis, apodado la Esvástica, seguidor de Laureano Gómez, apodado en la realidad el Monstruo, y jefe de bandas de pájaros chulavitas, es decir de los paramilitares de la época, por esas bromas que a veces comete la genética resulta ser el progenitor de ese espíritu erótico y libre que es Ifigenia, la protagonista.
Este recurso le permite a EGA llevar a una dimensión cotidiana las tensiones propias que ha vivido y vive la sociedad colombiana entre quienes sostienen una visión reaccionaria del mundo, del hombre y de la vida, versus las de quienes buscan una visión distinta, y que por tanto han intentado cambiar este país, a veces por las rutas más equivocadas, y sacarlo del círculo vicioso de su violencia, su corrupción, su injusticia y sus inequidades que tanto se esfuerzan por preservar las poderosas corrientes retardatarias que han sido las dominantes en los gobiernos y en la conformación de su precaria identidad.
En esta novela vemos que el drama de un país se puede escenificar en el interior de la familia. El choque irremediable de la hija contra el padre. Son dos sistemas completos de valores los que se enfrentan sin lograr jamás un punto de conciliación. Según esa brillantísima filósofa que fue María Zambrano, este es justo el clima espiritual que produce y condiciona las tragedias.
El narrador y segundo protagonista de esta novela, Marco Aurelio Estrada, es quien nos va contando, amorosamente y sin pudores, el destino de Ifigenia, entreverando esa historia con la de su familia y la del país. Estas historias entrelazadas son, como no hay de otra manera, duras, dolorosas y dramáticas. Es decir: muy colombianas. Vienen enmarcadas en un acertado y vivo retrato de lo que se vivía en los años 60 y 70, desde la perspectiva de un joven intelectual en formación, y por tanto nos acerca al clima de efervescencia que fue típico de esas décadas en las que desde las provincias los muchachos se conectaban ya con el planeta entero, a través de los libros, los periódicos, la radio y el cine, principalmente, de forma tal que enterándose de todos los movimientos intelectuales y políticos que se daban en el mundo muchos de estos jóvenes rompieron esquemas y se formaron en abierto choque con los valores dominantes de la sociedad colombiana que justo eran y, por desgracia, aún son los que la han conducido a esta interminable espiral de violencia.
Como uno puede intuir a través de los nombres de los protagonistas de esta novela, Ifigenia, tocaya de la hija del rey Agamenón (doncella que éste sacrifica a los dioses para que le concedan el viento que le permita a su flota zarpar hacia la guerra de Troya) y Marco Aurelio, homónimo del lúcido emperador romano que es uno de los puntales del estoicismo, el destino final de la protagonista es trágico y terrible, mientras el de Marco Aurelio, discretamente, apenas si nos es dado a conocer, pues salvo el haber decidido huir para siempre de Colombia, solo sabemos que cultivó hasta el final sus dos pasiones: la escritura y el amor por las mujeres.
He querido contar esto a grandes rasgos, sin dar detalles, para no estropear la lectura de la novela. Sin embargo, quiero compartirles que a medida que transcurría mi lectura me pregunté muchas veces cuál era el límite que había allí entre la realidad y la ficción. No es la primera vez que EGA narra hechos pasados que se entroncan vivamente con la realidad. Y también con lo autobiográfico. Muchos de los personajes secundarios de la novela corresponden a personas reales. Muchos de los hechos son históricos, son hitos que marcan nuestra historia y la del mundo. En realidad ocurrieron. Sin embargo, el libro es una novela, pura ficción.
Lo conozco hace muchos años y a pesar de que decidió, quizás para siempre, ostentar la calidad del extranjero -posición difícil- Eduardo nunca ha logrado en su novelística (y quizás jamás lo ha pretendido) alejarse completamente de Colombia, de su Manizales. Una vez tras otra, su escritura se enlaza a su memoria de una manera extraordinariamente sentida, cosa que se puede constatar en sus descripciones de lugares que hoy en día son inexistentes y que él los presenta como si los estuviera recorriendo ahora.
Finalmente, ¿qué es lo que somos sino eso que fuimos? ¿Qué es eso que fuimos sino eso que somos capaces de contarnos y contarle a los demás? ¿Y qué somos capaces de contar si no es eso que podemos recordar sin, a la vez, nunca jamás dejarlo de inventar? Siempre que recordamos estamos inventando, pues la memoria se abastece de la imaginación.
Por esto, a mi juicio, la mayor riqueza, entre las muchas que tiene esta novela es el ejercicio de memoria que realiza, la adecuada selección de los hechos históricos, el esfuerzo de rescatar lo vivido de entre la hambrienta boca del olvido, que es una tentación siempre presente en este país en el que nadie resiste mirarse en un espejo. Todo lo narra para no dejarlo pasar y así recupera trozos de la historia íntima de una generación que hoy en día ha comenzado a envejecer. Una generación, por cierto, partida entre quienes sí llegaron al poder solo para impedir cualquier cambio profundo en las estructuras de la sociedad, y quienes voluntariamente se quedaron en los márgenes puesto que aunque creyeron que sí se podía y se debía cambiar esa sociedad oscurantista, injusta y violenta en la que crecieron, no recorrieron los caminos de la violencia.
Esta novela es también una historia de amor en un momento en la que la memoria es cernida por los mejores instrumentos de la literatura. Un bocado para los lectores.


Felipe Agudelo Tenorio.
Bogotá, mayo 1 de 2019.
LA MINIFICCIÓN*
CAPÍTULO 68 DE RAYUELA – JULIO CORTÁZAR


Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que el procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

*Tomado de ·”Antología inédita” de Guillermo Bustamante Zamudio
  
DE LA NUEVA REBELIÓN A LA NUEVA OSCURIDAD:
BEATNIKS Y NADAÍSTAS

Descripción: armando romero
Por: Armando Romero
No podemos negar que los norteamericanos de los Estados Unidos son factor fundamental en el movimiento cultural, político y social del mundo entero desde que se lanzaron a la democracia como triunfo de la burguesía. Y hoy en día con más fuerza, dado el poder que viene del dinero y su aliada la ciencia. Sin embargo, a veces pienso que ellos descubren el mundo cada dos o tres décadas. Lo descubren para ellos, se entusiasman con su nuevo hallazgo, lo incorporan como parte de su cultura, y luego lo olvidan en aras de la nueva búsqueda y subsecuente encuentro. Lo interesante de esto es que entonces el mundo se descubre descubierto, bautiza lo que ya existía con un nuevo sustantivo anglosajón y lo deglute como parte de la cultura del momento, o lo mastica como chicle, divertido. Pienso en estas dos líneas confluyentes cuando me encuentro con la poesía de Allen Ginsberg y por extensión, la generación beat. Pero antes de seguir con esta especulación intelectual, permítanme ir a la memoria.
Bien recuerdo los días de comienzos de la década del 60 cuando encontré en mis manos, gracias a mis compañeros nadaístas, un ejemplar de la revista Eco Contemporáneo que dirigía el argentino Miguel Grinberg, y allí pude leer América, uno de los más  famosos poemas de Ginsberg, y donde el poeta hacía clara, visible, su homosexualidad. Poco después caería como una bomba, nada extraño en la Colombia de entonces y de hoy, su poema Aullido (Howl). Poemas que inmediatamente publicaría Alfredo Sánchez en su ya legendaria Esquirla, el suplemento literario del diario El Crisol.
Ya desde el primer versículo este poema daba en el centro de nuestra necesidad vital, poética: “He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles…”. Voz de la nueva rebelión que venía del norte, se aunaba a la nueva oscuridad que predicábamos nosotros, los nadaístas. Allí estaban, en línea, los adjetivos que tocaban nuestra rabia, nuestra angustia, nuestra desolación, pero también nuestra alegría y humor juvenil. Y desde ese momento en adelante Allen Ginsberg fue uno de los nuestros, alguien que nos acompañaba en espíritu y poesía por el camino, en los bares humosos de droga y alcohol, y en el descubrir que Cali no era un pueblo miserable sino una ciudad creciente, y que no éramos un subproducto cultural provinciano, sino los llamados a cambiar el clima cultural de todo el país, “desacreditar el orden”, como era la proclama de Gonzalo Arango.
Es interesante notar que Ginsberg no estaba muy lejos físicamente de nosotros en aquel entonces, porque fue en esos años cuando de visita en Chile, invitado por Gonzalo Rojas de la Universidad de Concepción, dictó su famosa charla a punta de ronquidos, ya que borracho se quedó dormido en la mesa del auditorio antes de hablar; también entre Bolivia y Perú se empaquetó unos viajes de “ayahuasca”, la droga sagrada de incas y aymaras, y si no llegó a Colombia era porque lo esperaban Paul Bowles y William Burroughs en Tánger, o Peter Orlovsky en el famoso Hotel Beat de París.
Fue en 1965 cuando Ginsberg invitado a Cuba dice la leyenda le tocó el trasero a Haydee Santamaría y trató de enamorar a cuanto efebo caminaba por las calles de La Habana. Su visita era en ocasión a una de esas fiestas de la izquierda que se llamaban Premio Casa de las Américas. Como invitado especial estaba también de jurado nuestro compañero nadaísta Elmo Valencia, mejor conocido como “el monje loco”. Llamados a concilio, los jurados en pleno, excepción de Camilo José Cela, votaron por la expulsión a Praga de Ginsberg. La postura de Elmo Valencia, que no vale la pena juzgar, dice sí de las vacilaciones de algunos de los integrantes del movimiento nadaísta con respecto a la revolución cubana.
Hablaba al comienzo de esas dos líneas que se encuentran cuando nos hallamos frente a la cultura norteamericana. Ginsberg y sus compañeros de la beat generation no son la excepción. Aunque mucha de la fuerza que viene en su poesía está ligada a William Blake y a Walt Whitman, la experimentación de escritura automática, libre, casual, circunstancial, que predica para ese entonces Jack Kerouac, la cual hace eco en el joven Ginsberg, viene de la vanguardia surrealista europea, de los gritos sin sentido de Dada, de la poesía elástica de Apollinaire y Cendrars, de los viajes al fin de la noche de Celine, o de los aullidos de los expresionistas alemanes, para decir de unos cuantos. Sin embargo, e incluso hasta hoy en día, los académicos y poetas norteamericanos, al referirse a esta época, la ven como producto original de la poesía anglosajona, y si dan algún crédito va hacia Eliot o Pound. Digo esto porque, paradójicamente, hay una crítica al movimiento nadaista que lo convierte en un subproducto subdesarrollado de la vanguardia beatnik. Ignoran estos críticos que los aires de la literatura europea ya estaban en Colombia años antes, que los mismos poetas e intelectuales que se agrupan alrededor de la revista Mito habían movido bien los cimientos de la cultura nacional oficial, e incluso que las librerías de Cali, entre ellas la nunca olvidada Librería Bonar de Alfonso Bonilla Aragón, traían libros de México, Argentina, Chile, donde se traducía a los poetas surrealistas, se conocían los esfuerzos de un joven llamado Julio Cortázar, o se oía la voz de Álvaro Mutis en la edición en Buenos Aires de su “Los elementos del desastre”, uno de los libros capitales para la formación poética de algunos de los poetas jóvenes. Era más fácil en ese entonces encontrar en una librería de Cali Ulises de Joyce que hoy, envenenados como estamos de basura literaria. Entonces, la voz poética de Ginsberg era importante, nos llenaba de infinito gozo rabioso, pero no fue fundamental en la formación de nuestra poética juvenil. Ya Amilkar U y Gonzalo Arango nos habían encantado con sus poemas beligerantes, ya Jotamario se deslizaba por los bailaderos del Barrio Obrero con sus palabras que hacían malabarismos de la prosa a la poesía, ya X-504 viajaba con su ballena al hombro por las calles de Cali encaramado en sus versos largos y oscuros. Sin embargo, insisto, no podemos negar la presencia de Ginsberg, así como la de Kerouac y la de Henry  Miller.
Pasan los años y los zapatos de caucho y a veces de cuero me llevan por los caminos de América de arriba abajo, haciendo de la poesía el diario vivir, y en uno de esos viajes el ir mismo me atrapa en los Estados Unidos, engarzado ya no en el golpeteo de los blues y las noches de Chicago, sino entre los hornos de acero que se apagaban al comienzo de los 80 en Pittsburgh. Y es allí, cantando con sus campanillas orientales, sin barba, de corbata y saco, que veo frente a mí al mismo poeta, ahora Allen Ginsberg, profesor de poesía en el Instituto Budista Naropa de Boulder, Colorado. Ya sus poemas no tienen esa fuerza que recordaba en mi infancia, ya su presencia, con la que tanto había soñado, no era tan importante. Luego de sus cantos y quejidos búdicos, varios poetas amigos me invitaron  a una recepción que le daban esa noche,  y allá fui, a dialogar con el gran gurú, el líder de la poesía de los 60 y los 70.
Muy formal y discreto Ginsberg me habló rápidamente de sus días en América Latina. Pero cuando le pregunté qué poetas le interesaban de nuestra América, abrió la boca y me dijo que lastimosamente no conocía nada de la poesía de esta parte del continente, que si yo le ayudaba con algunos poemas largos, algo que tuviera el aliento de Whitman, de la Prosa del transiberiano de Cendrars, entonces le mandara una traducción literal a Naropa. Tomó un pedazo de papel y me escribió su dirección y firmó, con la grafía que yo había visto  en los libros desde siempre. Al salir de la casa revisé el papel de nuevo. Era el mismo Ginsberg, indudablemente. De eso se trata la vida, y por qué no, la poesía.


METAPHYSICA

Habría que decir
que dicho todo
aún está todo por ser dicho

Armando Rojas Guardia

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CARTAS DE LOS LECTORES


QUERIDA AMPARO: Hermosa, vibrante, entrañable la crónica de Gonzalo Márquez sobre su viaje al país de la poesía y la resistencia. Una prueba fehaciente de que la poesía es la gran guía en la trashumancia nuestra por el mundo. Recibe un abrazo de gratitud, Pablo Montoya

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QUERIDA AMPARO: Recibe un cálido saludo y mis felicitaciones por haber escogido esa magistral crónica, “Viaje a un país sin fin” para conmemorar otro aniversario de la muerte del poeta Gonzalo Márquez. Es una crónica en donde la erudición variada, precisa y ágilmente expresada se combina con una agudeza y claridad notables, matizadas con fino humor. Esta crónica constituye un valioso testimonio sobre ese gran pueblo y ese gran país, que es Rusia, que en Occidente se suele calumniar y cuya contribución a la historia universal y a su humanización es asombrosa.  Eduardo Gómez

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GRACIAS AMPARITO Por la publicación de esta excelente crónica de Gonzalo sobre Rusia. En su momento, le comenté a él la emoción que sentó al leerla, por la delicia, la sencillez y la elegancia co0n que supo narrar cada instante y él se sintió halagado. Honores a Gonzalo Márquez Cristo, gran hombre, gran poeta, gran amigo. Abrazos, José Luis Díaz –Granados

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MI MUY QUERIDA AMPARITO: Más en la distancia, entre tanta montaña y suelo y tanto recuerdo, el Chalito nos abraza. Recuerdo el bellísimo viaje al Centro de la tierra entre tus palabras y las barbas de Hernandito Socarrás. Mi hermano Chalo está vivo en mi corazón. Salud. Arturo Bolaños

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CORDIAL SALUDO Directivos y colaboradores de Con -fabulación y deseos para que con sus familiares se encuentren bien todos. Me adhiero al Tributo de Gratitud a Gonzalo Márquez Cristo, por su importante y trascendente labor en bien de la cultura y de la población ávida de la misma. Para él su eterno descanso en paz y la bendición y protección de sus familiares. Tengan la gentileza de hacerle extensivo mensaje a su hermano Jaime Márquez Cristo, distinguido profesional, especialista, docente e investigador javeriano, a quien recuerdo con aprecio. Gracias por su amable atención. Benjamín Erazo Acuña, Profesor Titular y Emérito (r)  Pontificia Universidad Javeriana; Profesor Titular Emérito  y Maestro Universitario (r) Universidad Nacional de Colombia

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QUERIDOS CONFABULADOS: Definitivamente se nos fue muy pronto. Como un desgaje de agua abrupto en noche misteriosa y sin lucero. ¡Qué vamos hacer! Nos dejó su alma enredada en el resplandor de las cenizas y la poesía. “Desvidania” (adiós), el cielo es su frontera y los sueños sus andanzas. Donde te encuentres, Gonzalo Márquez Cristo. Oscar David Flórez Támara

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QUERIDOS CONFABULADOS: Gracias por el hermoso homenaje a Gonzalo Márquez Cristo. Su memoria prevalecerá entre los amantes de la literatura Martha Lucía Arango

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AMIGOS DE CONFABULACION: Gonzalo! Qué gran hombre y qué gran pérdida para las letras. Juan Antonio Casallas
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CONFABULADOS: A pesar de la lamentable ausencia de Gonzalo, gracias Amparo por continuar con la desinteresada y generosa labor del periódico. Raúl Sotomayor

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AMPARO: Siempre recordándolos. Abrazos desde París. Nohra Parra

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