Por Gonzalo Márquez Cristo
-¿Viene por mí? –sorprendido pregunta el caballero a la muerte.
-Hace mucho que camino a tu lado –le responde la pálida figura de la guadaña.
Ingmar Bergman (Séptimo sello)
Que el progreso es tan solo una ilusión queda demostrado siempre que la naturaleza libera sus indómitas armas, pero que el infatuado ser del siglo XXI se atemorice como el hombre medieval ante la opción de una incontrolable epidemia, es inconcebible y, por decir lo menos, pintoresco. Cada año desde la más pérfida jerarquía mundial asistimos a la invención de un nuevo apocalipsis y obnubilados seguimos ese oscuro juego sin detenernos a pensar quiénes se lucran con la imposición de aquellos sombríos artificios. Y en forma particular: ¿quiénes ganan con la propagación de esa epidemia de miedo irradiada en el mundo?
La influenza común cobra decenas de veces más personas que la llamada influenza aviar o porcina –o que la desnutrición- y ahora nadie parece recordarlo. Sin embargo la idea de un exterminio global es inherente a nuestras psiques enfermas y adicionalmente incrementa las ganancias de los poderosos laboratorios farmacéuticos, desplaza gigantescas inversiones a otros sectores de la economía y como siempre impone una neblina sobre algunos agudos problemas que los políticos quieren ocultar.
La idea de un apocalipsis es tan necesaria para los productores de la realidad que sucesivamente todas las posibles pandemias encuentran su fértil escenario. La “vaca loca” y las influenzas, los desprendimientos de asteroides y la sempiterna posibilidad de una guerra nuclear, exacerban el terrorismo en el orden de lo imaginario, destinado a intimidar a una población ingenua, que olvida la fragilidad esencial de la vida.
Impasibles hemos visto durante la última semana como la Cuidad de México, la segunda urbe más populosa del planeta, fue condenada al oscurantismo ante el terror de una incipiente epidemia, y que sus ciudadanos fueron estigmatizados hasta el punto que naciones como Argentina, Ecuador y el Perú suspendieron unilateralmente los vuelos a ese país, verdadera bellaquería con una nación hermana, como si tras de ello se ocultara el perverso interés de desviar los gigantescos ingresos que México capta por su ejemplar industria turística, o como si sus políticos quisieran ocultar al interior otros graves problemas sociales y económicos.
Cuando contemplamos por televisión las calles desiertas de la megalópolis no podemos dejar de pensar en el Diario del año de la peste de Daniel Defoe (crónica de esta devastadora enfermedad en la Inglaterra de 1665), en La peste de Albert Camus (ficción sobre una epidemia en Orán) y por supuesto en esa obra maestra de Bergman, El séptimo sello, en la cual asistimos a la inolvidable escena donde la muerte es retada a una partida de ajedrez por un caballero proveniente de las cruzadas, y donde esta figura aciaga (el número trece del Tarot, la febril calaca, la victoriosa pelona), aceptará la contienda para derrotarlo con las piezas negras, investidas como es sabido, con su color predilecto.
Si en la antigüedad la extinción era un atributo de las divinidades tiránicas, hoy quedamos en manos de una virología, que como hemos visto, es excesivamente innovadora. La señora de la guadaña que al parecer es proclive a jugar ajedrez, ha sido superada por las más furtivas y simples criaturas invisibles. ¿Quién iba a imaginar que dios, el eterno, el infinito y omnipresente, iba terminar reducido a un cruento microbio?
En 1918 la llamada “gripe española” cobró 20 millones de muertos, el mayor holocausto médico de la historia. En 1957 la “gripe asiática” y en 1968 la “gripe de Hong Kong” cobraron numerosas víctimas, pero mucho menos de lo que suponían los sensacionalistas medios de comunicación. Con estos antecedentes hace pocos días se ha querido bautizar a la nueva epidemia “gripe mexicana”, lo cual reforzaría la tentativa de excluir a ese país, que con los omnívoros cerdos y los pobres ciudadanos a quienes se les sorprenda estornudando, pasarán a ser los estigmatizados, los marginados por el funesto régimen social que hemos construido.
Vivimos un Nuevo Oscurantismo, el instaurado por una sociedad traslúcida, degradada y abierta, que todo lo hace visible. Los vendedores de la guerra si no son más ingeniosos serán remplazados por los zares de los medicamentos. ¿Quién puede sostener que no estamos ad portas de la creación de una estirpe viral de laboratorio tal como hacen en la Internet los vendedores de los antivirus para sostener su gigantesco negocio? La adicción por lo escatológico está muy arraigada desde que la iglesia en siglos anteriores se encargó de propagar ese terror en pos de un infame enriquecimiento. Los profetas más prestigiosos del pasado como San Juan y Nostradamus tienen semanalmente una tribuna ecuménica para sus especulaciones catastróficas. Las pestes, los terremotos, los tsunamis, y desde hace seis décadas nuestras inventivas nucleares, atizan la pesadilla de la extinción de la especie humana en la Tierra. No pasa un lustro sin que el hombre, arrogante incluso ante la idea de su fin, no difunda la zozobra de su muerte colectiva.
La industria de la extinción deja cuantiosas ganancias y una enseñanza categórica: la ciencia no ha podido hacer nada para reducir el miedo en el mundo, la tecnología nunca ha trabajado para aumentar la felicidad sino la servidumbre, y como se ve en las imágenes de tantas ciudades del siglo XXI intimidadas en estos días por la “influenza porcina”, somos eficaces en multiplicar el terror.
Por lo cual, inermes y trastornados, debemos prepararnos para danzar entre las ratas como los habitantes de esa villa tomada por la plaga que describe Werner Herzog en su hermoso Nosferatu, porque en verdad cada día que vivimos es el último, con o sin la peste, que siempre está urdiendo un imprevisible y devastador asalto. Las montañas de cadáveres que quemaban en la Edad Media y la madre muerta que amamantaba a su hijo según describe Defoe en su reconocido Diario, serán imágenes recurrentes en nuestras pesadillas. Países estigmatizados, hombres con tapabocas y máscaras, y seres condenados a eliminar el contacto de las manos e incluso los besos del saludo, constituyen el miserable paisaje humano que estamos inventando.
¿Qué nuevo terror se gesta? ¿Otra guerra? ¿Otra enfermedad incontrolable? ¿Un virus más letal que el hambre? ¿Un descomunal acto terrorista? ¿Una peste informática para la que no existe cura por haber hecho metástasis en nuestras mentes? Sin duda todo lo anterior.
History Channel, en un programa sobre El libro perdido de Nostradamus, recientemente especuló evocando las predicciones cósmicas de los mayas que el mundo terminará el 21 de diciembre de 2012. Por lo cual sólo nos queda esperar que un Noé cósmico construya un arca espacial para salvar las especies animales y a su privilegiada familia, que supondremos será multimillonaria. Pero mientras tanto, atemorizados y en nuestra reconocida orfandad utópica, las palabras del sabio Epicuro de Samos irrumpen intactas dos mil años después como una poderosa y necesaria trinchera:
“Así pues, el más espantoso de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros, porque mientras vivimos ella no existe, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos”.
Y si esa reflexión no es concluyente para atenuar nuestro terror tal vez debamos afiliarnos a la secta que piensa que es imposible la extinción del mundo, simplemente porque ya ocurrió.
*Poeta colombiano, coeditor de Con-fabulación