Simone
Thiroux y Jeanne Hebutérne
Aquí un fragmento
del capítulo 25 de Días que también
fueron la vida, de la autoría del pintor y escritor Octavio Mendoza, quien relata
en forma vibrante escenas de la tórrida vida de Amadeo Modigliani.
Amadeo Modigliani
Por Octavio
Mendoza
El destino
siguió haciendo sus dictados silenciosos a Modigliani el mismo año mil
novecientos diecisiete, cuando pintaba
en París, por primera vez, a Lunia
Czechowska. Volvió a la Academia Colarossi en Montparnasse, y allí tuvo la
impresión de que esta vez algo nuevo
sucedería. Quizá sí, pero… ¿por qué ahora, y no en una de sus estancias
anteriores? Caminando por sus corredores, veía a conocidos y desconocidos, y
recordaba sus meses pasados estudiando allí, años atrás, tratando de llenar con
creces la esponja absorbente de su sensibilidad. Pronto, encontrando sin buscar,
halló la respuesta a sus nuevas premoniciones. En medio de todos los rostros,
como si una antigua esperanza retornara a él, Modigliani quedó impresionado por
el de Jean Hebutérne, a quien conoció a través de la escultora Chana Orloff, y,
mirándola, se dejó invadir por un sueño perdido que lo incitó a los leves
juegos con que los rituales del amor suelen iniciarse. No lo disimuló. Ella era
estudiante de la academia, tenía dieciocho años, discreta presencia, pero
sorprendían sus ojos azules de exagerada belleza, y su radiante cabello castaño
claro con hilos rojizos que se encendían ante la luz, rasgos que bastaban para
no dejarla pasar desapercibida. Él, con treinta y tres años, se obsesionó con
ella, ignorando que sería la mujer con la cual llegaría a su destino final. Por
tímida, callada y demasiado joven, a lo cual agregaba el hecho de que nunca la veían sonreír, Jean Hebutérne no
parecía ser la mujer destinada a entrar en la vida de un hombre de carácter
fuerte como Modigliani. Quizá le habría atrapado a él su figura como una buena
semilla para su trabajo. Pudo ser. La
experiencia artística, asistida por este tipo de revelaciones, se impuso a todo lo demás. Era posible la vinculación
irracional de sus rasgos con aquellas sugerencias de la estatuaria arcaica, o
con algún lejano recuerdo de Botichelli o Parmigianino, tan apasionantes
también para él, pero los padres de Jeanne, Achille Casimir Hebutérne y su
esposa Eudoxie, austeros católicos recalcitrantes, presagiaron algo insondable
en la mirada y la personalidad de ese artista desconocido para ellos, y se
opusieron a la relación. Para nada lo disimularon. Pero tampoco les importó a
Jeanne y Amedeo. Se enamoraron.
Agravando aún más las perplejidades del
amor, este hecho pareció ser estropeado por la presencia simultánea de la joven
franco-canadiense Simone Thiroux en la vida de Modigliani. Gracias a una
herencia, y habiéndose ya titulado en una universidad de Montreal, ella se
había propuesto viajar desde su país, Canadá, para compartir la ilusión
de París, ignorando que sería un pozo para sus huesos. Es obvio que
todos resbalamos hacia el futuro, pero en el caso de Simone, ella se puso alas.
Al llegar a París, hizo caso omiso de todo lo que se opusiera al encuentro de
sus imprudencias con la ciudad del sueño. Vivía con una tía, y había estudiado
algunos semestres de medicina. Esto no impidió que le hiciera jugueteos a la
bohemia, ebria de deslumbramientos y ofuscada
ante la posibilidad de encontrar inesperados momentos de amor y ternura
en el ambiente, briznas de amor para una chica inexperta y ciega en asuntos
de pasiones, sin saber que podría
hacerse daño. Se volvió asidua de reuniones, salas de baile, estudios de arte,
galerías, terrazas de bares, aquellos lugares donde la belleza podría hacerle
señales, coloreada con los tintes de inusuales personalidades, donde pudo
regodearse con esa suerte de juegos en la frontera de la emoción, aventura tras
aventura. El problema fue que tropezó con Amedeo Modigliani. Rubia, alta y
elegante, no le fue indiferente a él. Ella se
sintió capaz de seguir el ritmo de sus borracheras, y no se creyó nublada cuando aparecieron sus atisbos de
crueldad. Había posado para él, pero
cayó fatalmente bajo su hechizo, y se enamoró del hombre. Quedó embarazada,
noticia que le comunicó en un momento mal escogido: en una de las groseras
resacas de Amedeo, tras alguna de las fiestas terminadas en orgías de vicio y
declamación a gritos de los poemas de Dante, situaciones que, en ocasiones,
habían provocado altercados con los gendarmes. El estado febril de Modigliani
lo llevó a marcarle la cara a Simone con
un vaso roto, de nuevo como cruel
Maldoror de reacciones malsanas y delirantes, y más de un testimonio fijó
para los siglos esta lacra de su existencia. Eran los días en que él conquistaba a Jeanne, y su momento sentimental
también lo condujo a endilgarle a Simone
encuentros con otros hombres, desconociendo la paternidad de su futuro hijo y
expulsándola de su estudio y de su vida. Eso ya era demasiado para ella,
demasiado, pero el hormigueo de su enamoramiento, y su embarazo, le impidieron
proceder con lógica ante la punzada del rechazo, e intentó salvarse del
naufragio sentimental. Sintiéndose perdida sin remedio, olvidó mirar al
interior de su conciencia la verdad del italiano, y lo buscó de nuevo para
reiterarle su ahora clandestino amor, sin darse cuenta de que la respuesta del
hombre podría ser más vinagre en sus heridas. Él le hundió su desprecio, pero
Simone estaba inmersa en uno de esos amores que se debían matar y no morían,
aunque Jeanne Hebutérne ya ocupaba todo el
horizonte pasional de Modigliani.
La relación de Modigliani y Jeanne
continuó como si, salvado el obstáculo de Simone, hubieran desplegado sus
velas. Un hecho más iluminó sus días, al ser invitado él, en mil novecientos
diecisiete, a su primera exposición individual de desnudos en la galería Berthe
Weill, en la 50 rue Taitbout, París, por gestión de su marchand. (Por cierto que, habiendo sido inaugurada en 1901, esa
galería ya había pasado a la historia por sus exposiciones revolucionarias,
como aquélla que reveló el trabajo, loco para la época, de
Matisse y demás fauves, en mil
novecientos cinco).
Sería para Amedeo su única exposición
individual, pero no estuvo exenta de obstáculos en los preparativos. Un suceso,
en particular, lo dejaría después en la vigilia durante algunas noches,
convertido en riesgo inesperado, y sería inolvidable para él. -“Coloquemos dos
desnudos rutilantes en la vitrina. Eso, con seguridad, atraerá la gente”-
propuso la delgada y enérgica Weill, acomodando sus gafas. Zborowski, el dealer polaco de Modigliani, y éste mismo, ilusionados, contestaron con
un “encantados”.