Por Marco Antonio Campos *
a Luis Tovar, con quien hablo siempre de cine
Cuando la revista virtual Con-fabulación, me solicitó cuáles eran para mí las diez mejores películas de la historia del cine, decidí contestar a lo que por años me había negado sistemáticamente porque toda selección de esta suerte es arbitraria e injusta. Luego de darle vueltas algunos días, pensé que no era tan importante el Canon, sino aquellas películas que habían ahondado más en la casa del corazón o abierto ventanas en la casa de la imaginación, que al menos las hubiera visto dos veces y que, de los autores escogidos, hubiera podido seleccionar tres o cuatro más que entraran sin dificultades en cualquier estricta antología. Me incliné por las diez siguientes: El ángel azul (Josef von Sternberg), Roma, ciudad abierta (Roberto Rosellini) Los olvidados (Luis Buñuel), La calle (Federico Fellini), Esplendor en la hierba (Elia Kazan), Persona (Ingmar Bergman), Pierrot, el loco (Jean-Luc Godard), El evangelio según Mateo (Pier Paolo Pasolini), La estrategia de la araña ((Bernardo Bertollucci) y El pasajero (Michelangelo Antonioni). No es difícil observar mi apego entrañable al gran cine italiano, quizá el mejor en conjunto del siglo XX.
En los hechos importantes de la vida y el arte, influye la profunda impresión de la primera vez; así ocurrió con la selección que hice, salvo El ángel azul, que, a mi parecer sólo se aprecia debidamente en la edad madura, cuando el paso de los años se ha vuelto ya un cruel peso, o en este caso particular, el opresivo infortunio del viejo profesor que tarde toma conciencia de que es motivo de irrisión continua.
De una manera realista o literaria en tres de los filmes seleccionados están implícitos, por un lado, el tema del doble y los desdoblamientos, y por otro, la negación del propio ser: Persona, La estrategia de la araña y El pasajero. El primero versa sobre una actriz (Elisabeth Vogler), que se inventa en la vida real un nuevo personaje apegadamente negativo, que a su vez acaba confundiéndose o siendo en algún momento el de la joven enfermera (Alma) que la cuida, o sea, una mujer que actúa en un doble personaje y en una doble persona; en el segundo filme, de alguna manera la persona del padre (Atos Magnani) se pasa a la del hijo (Atos Magnani) y borgeanamente puede ser el héroe emblemático de la Resistencia contra el fascismo y en la realidad un traidor despreciable; en El pasajero, el protagonista, al apropiarse de los documentos de otro para cambiar de identidad ignora, al hacerlo, que le depara algo peor. Pocos cineastas han cuidado tanto el estudio de los caracteres como Antonioni. ¿No declaró en una entrevista alguna vez que seguía “a los personajes para descubrir sus pensamientos más ocultos”? Nunca en su corta carrera Maria Schneider fue dirigida mejor, o si de quiere, nunca un papel se adecuó tanto para que lo actuara ella como el de la joven amante del falso contrabandista de armas (Jack Nicholson). La magistral escena final deja que el drama se distancie al verse teatralmente más desde la calle que en el cuarto del asesinado.
Para los grandes cineastas italianos la época del fascismo mussoliniano ha sido una obsesión. Interrogar e interrogarse para buscar respuestas de ese lastre moral y esa lenta tragedia que quedaron grabados en el imaginario colectivo y que siguió y sigue marcando a Italia mucho más para mal que para bien: desde Benito Mussolini hasta su la caricatura delictiva llamada Silvio Berlusconi. Pero creo que a ningún realizador italiano obsesionó más el tema que a Roberto Rossellini, gran maestro de maestros. De Roma, ciudad abierta, que trata sobre la Resistencia contra los alemanes, escribió Georges Sadoul, que con este “grito del corazón” se “impuso mundialmente el neorrealismo”. Manteniendo al espectador en tensión continua, es una película sobriamente perfecta: no parece faltar ni sobrar nada. En ella están hermosamente elevados el heroísmo y el sacrificio, la ternura y la tristeza, pero también el desprecio y el odio, el miedo y la traición. Son inolvidables en el filme las actuaciones de Anna Magnani (Pina), y de quienes son líderes o miembros de la Resistencia: Marcello Pagliero (Giorgio Manfredi), Aldo Fabrizi (el sacerdote Don Pietro), y F. Grandjacquet (Francesco). Nadie, que la haya visto, olvidará el asesinato en la calle de la prometida de Francesco (Pina) a manos de los soldados alemanes, cuando instintivamente corre hacia el carro donde lo llevan preso creyendo que debe ayudarlo y salvarlo. Es una de las grandes escenas de la historia del cine. Roma en el filme deja de ser un decorado; es parte viva de la malaventura. Y una pregunta parece resonar en el corazón de quienes sufren la ocupación nazi: “Y Cristo ¿no nos ve?”
Difícil olvidar en Los olvidados la violencia extrema de los niños sin infancia de los barrios míseros y ultramarginales de Ciudad de México de fines de la década de los cuarenta, pero que, por el genio de Buñuel, se vuelven los de cualquier gran ciudad del mundo. Aun en este 2009 y por mucho tiempo el filme es y seguirá siendo de una actualidad quemante. En ese medio mísero el personaje del Jaibo representa el Mal absoluto y el niño Pedro, sin proponérselo, la gran víctima. En un lúcido ensayo, Octavio Paz escribió en abril de 1951: “Los olvidados no es un filme documental. Tampoco es una película de tesis, de propaganda o de moral (…) Lejos del realismo (social, psicológico y edificante) y del esteticismo, la película de Buñuel se inscribe en la tradición de un arte pasional y feroz, contenido y delirante, que reclama como antecedentes a Goya y a Posada”.
La Strada felliniana es de una tristeza que rompe el corazón frágil. Es el mundo ínfimo del circo ambulante donde tres personajes –un primitivo Zampanó, un tiernísimo Loco y la tonta enamorada de Gelsomina- construyen una vida al margen de la vida que se oye como una canción que toca un pobre violinista callejero en una esquina donde apenas pasa gente.
Elia Kazan no parece cosechar muchos aplausos dentro de la crítica especializada. Desoladora, desgarradamente triste, Esplendor en la hierba, cuya trama sucede a fines de los veinte y principios de los treinta del siglo XX en un pueblo del suroeste de Kansas, es una de las películas que me devastaron en los años de mi primera juventud. ¿Cómo olvidar el alma rota –la juventud rota- de Natalie Word (Deanie en el filme), cuando se hallaba en todo el esplendor de su belleza, y allí queda?
No sé si Godard fue el mejor de los cineastas de la Nouvelle Vague francesa –yo creo que sí- pero ninguno de ellos, a lo largo de su obra, fue más provocativo y propositivo. Pierrot, le fou, protagonizado inolvidablemente por Jean Paul Belmondo, nos recuerda, como en varios personajes de sus filmes –ya lo dijeron La Rochefoucauld y Marguerite Yourcenar- que en la vida es necesario un toque de locura.
Como en casi todo Ingmar Bergman, en sus primeros filmes Pier Paolo Pasolini solía hacer con unos cuantos pesos unos filmes de una intensa sobriedad, o si se quiere, un admirable cine que parecía también escenificado un admirable teatro pobre. Nadie como él, nos ha dado un Cristo más humano, un Cristo más próximo a Cristo, en El Evangelio según Mateo. En el filme, con una sencillez iluminada, se describe a las personas simples y en él se relatan los hechos de un mundo primitivo y puro con altísima poesía.
A grandes rasgos son los filmes que recuerdo con más emoción. Tómese este texto de un entusiasta del cine que no pasó de simple espectador.
*Poeta, narrador, ensayista y traductor mexicano