Ángel Loochkartt: bajo el estigma del color
Como un homenaje a la “próxima”
exposición en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (segundo semestre de 2016)- que
inauguraría el maestro Ángel Loochkartt, Miembro Honorario de la Asociación de
Artistas Gráficos Latinoamericanos AAGL, y Profesor Emérito de la Universidad
Nacional de Colombia, Gonzalo Márquez Cristo realizo la siguiente entrevista
–aún inédita- y que haría parte central del catálogo. La publicamos en su
totalidad como un estremecedor documento en el que se entretejen las vertientes
poéticas del entrevistado y el entrevistador, y como un desagravio a este
fundamental artista de nuestro tiempo, sobre quien acaba de recaer una insólita
y desobligante burla de parte de las directivas de dicho Museo.
Por Gonzalo Márquez Cristo
Ángel
Loochakartt, Gonzalo Márquez Cristo y Fernando Rendón.
“Era el año 1967 cuando desde la
ventanilla de un avión contemplé con asombro Bocas de Ceniza, turbulentas
nupcias donde el Río Grande de la Magdalena provisto de un color achocolatado
se mezcla con el turquesa del Caribe, en un abrazo sediento, profundo,
magnífico... Mientras eso ocurría percibí que algo se transformaba en mi
interior y supe que cuando esgrimiera de nuevo el pincel ya no estaría
subyugado por las técnicas, por las formas, por los tonos que se mezclan según
normas académicas, pues en adelante el color surgiría de mi sangre y entraría
en mis obras como esa corriente en el mar”.
Recuerda Loochkartt mientras
observamos el pequeño jardín interior que cultiva en su estudio, colorido
remanso donde algunos bonsái que ofrecen sus frutos a los duendes dialogan con
flores de andrajosa belleza.
“La belleza debe ser anómala, debe
padecer un extravío. La rosa no es la apoteosis de la planta, es su
padecimiento…”, susurro bebiendo un Chianti, uno de tantos vinos que hemos
compartido al diseccionar nuestros sueños durante los últimos veinte años, y
luego pienso evocando el resplandor de su obra pictórica, que en ella el color
es una inundación, un torrente que asalta sus cálidos paisajes, que tañe los
cuerpos como cuerdas de un instrumento musical, que hace levitar sus
naturalezas muertas, y que lejos de ser un elemento cautivo en un contorno, se
manifiesta como una conquista interior, sólo posible cuando el artista ha
cambiado su sangre por una paleta en rebelión.
“Lo bello deviene casi siempre de las
tinieblas, es algo que no puede ser comprendido; lo bello amenaza la realidad”,
reflexiona Loochkartt y entonces le digo como hace dos décadas cuando inicié el
acercamiento a ese artista que tiene la extraña condición de ser un hacedor de
formas y no un inventor de mundos paralelos, ni un diestro oficiante de
estéticas conquistadas: “Hoy sólo hablaremos de aquello que no tiene
respuesta”.
El color era el enigma que siempre
había querido asediar en nuestros asiduos diálogos pero que constantemente era
evadido por ser el centro de su búsqueda pictórica. Supe entonces que al fin
ese dominio expresivo –esa liberación, sería más justo decir– que los
venecianos ofrendaron al arte con El Veronés, Tiziano y Tintoretto, era un tema
que al fin podría sitiar con uno de sus grandes cultores latinoamericanos.
Por su poder iniciático recordé la
anécdota de El Greco quien, a su regreso de Venecia donde estudió algunos años,
contemplando en Roma la Capilla Sixtina, forjó una incomparable frase
sacrílega: “Miguel Ángel era un hombre noble, lástima que no supiera pintar”.
Aunque El Greco aludía a los hallazgos de la Escuela Veneciana donde el color
era protagónico –mientras en Roma y en Florencia los artistas todavía estaban
sojuzgados por la precisa tiranía del dibujo–, esa sentencia que describe una
profunda confrontación estética vivida en esa época, ilumina de ironía.
“¿Crees que Miguel Ángel coloreaba los
dibujos?” –le pregunto a Loochkartt bajo la reflexión del gran artista griego,
recordando mi visita a ese templo del arte donde –como los numerosos
asistentes– fui vapuleado años atrás por los estentóreos mandatos de los
guardias, que exigían no detenerse allí para dejar fluir las hordas de
visitantes que esperaban ansiosos la suerte de ver la Capilla restaurada, para
algunos críticos con colores estridentes; aunque en mi caso esas órdenes en
varios idiomas no fueron acatadas pues me senté en el piso abrazando a mi bella
acompañante, y contemplando la bóveda de 470 m2 y la pared del altar
pintadas por el genio del Renacimiento permanecimos allí durante media hora
atemorizados por los indecisos pies de la multitud.
“Probablemente”, responde Loochkartt.
“Miguel Ángel era un artista cuya maestría en la escultura y el dibujo es
incuestionable, sin embargo los venecianos adicionaron a la pintura el
sentimiento del color… No concibo un color racional, el gran colorista
confronta la lógica”. Luego me señaló en la distancia un avión que flotaba como
un ángel de aluminio con su fuselaje incendiado por el crepúsculo.
El artista barranquillero ha indagado
durante cincuenta años el carácter del color, sabe que su obra se estructura
bajo el signo de su libertad. Sus series abstractas: “Bajo la piel de la
tierra”, “El color del tiempo”, “El color de Roma”, realizadas en las últimas
décadas, han profundizado esta búsqueda iniciada en la figuración, o mejor, es
lo figurativo lo que allí se torna abstracción, y así subordina el dibujo a la
tempestad del matiz.
“Un color domeñado, sin salvajismo, no
me interesa. Van Gogh y Gauguin son eximios coloristas porque la locura recorre
sus venas. Gauguin absorbe el color de la Polinesia e integra esa cultura a su
cuerpo. Andrea del Sarto reinventa el azul; Zurbarán hace lo mismo con el
blanco; El Greco a su estilización le adhiere un color distante, inalcanzable;
Piero de la Francesca hace dialogar la piel de sus figuras con la arquitectura
circundante; la combinación del dorado, el blanco y el tierra hacen de Giotto
un pintor irrepetible”.
Hemos visto como en la
contemporaneidad el color fue domesticado y solo se invita a los primarios:
rojo, negro, blanco; que incluso se usan en forma plana. También el volumen fue
impugnado, pues el llamado arte moderno regresó a lo bidimensional. Sin duda
durante el último siglo hemos hecho un arte más de restas que de adiciones. Si
se analiza la pintura realizada en Colombia es notable su pobreza colorística,
la paleta ha sido controlada en exceso, y podríamos decir que carece de furor.
“Obregón con dos pinceladas plasma una
copa. Dibuja al mismo tiempo que pinta. Hace un gesto, un brochazo, profundiza
la forma y se detiene bruscamente. Es un artista desbocado, es nuestro
colorista magistral”.
El alma del color se manifiesta. Los
colores tienen su carácter, cada matiz expresa una sensación, una experiencia.
Hay tonos proscritos, condenados por nuestra miserable cultura imperante. Desde
los centros de poder se ordena que los artistas pinten con los mismos temas e
incluso con los mismos colores, si es que todavía pintan pues han impuesto
globalmente un arte conceptual, especulativo. Me conmueve pensar que hay
colores extintos. La pintura contemporánea usa el verde hasta Braque, después
lo ignora. “Y el planeta era verde en nuestras obras, ahora es terroso”, decía
Armando Villegas.
“El verde fue excluido de la pintura
contemporánea”, asevera Loochkartt. “Yo siempre pinto desde el nivel del mar,
es justo decirlo, aunque esté a 2.600 metros de altitud. Cuando doy la primera
pincelada desciendo hasta sentir el aroma de la brisa marina”.
Los matices están en eclosión en su
paleta, germinando. No conocen el sosiego, tiemblan, se liberan, son
experiencias telúricas; reflexiono. El color también posee un movimiento, una
forma de asaltar el lienzo, que debe salir del fondo, de las raíces, nacer como
una planta buscando la luz, encontrando su saturación. Pienso que en Frans Hals
el color gravita, es lanzado con un proyector. Lam y Matta arrojan la luz sobre
sus telas. Odilon Redon la esparce valiéndose de una nube. En Matisse el color
está congelado. En Cezanne es una lluvia oblicua. Y como de las tinieblas surge
la vida en toda obra de arte verdadera se reproduce en forma mínima la creación
del universo.
“Es cierto. Toda obra reproduce a
escala el Big Bang”; dice loochkartt. “La mancha con la que empiezo es gris.
¿Por qué? Debido a que el gris es la mezcla de todos los colores. Me refiero al
hecho químico que ocurre en la paleta simplemente, no puedo contradecir a
Newton. Como Georges Braque parto de lo oscuro. El primer acto es una mancha.
Sobre las tinieblas se enuncia la forma. Los elementos dispersos se van
acopiando hasta formar sistemas… Cada vez que comienzo a pintar hago una
arqueología del arte, avanzo apasionadamente desde la cultura rupestre”.
Toda obra verdadera reproduce la
historia del arte. “La mancha es el caos que luego se convierte en cosmos”, asegura
Loochkartt. Todo nace de un caos que se va ordenando, hasta consolidar un
mundo, como en la mitología griega. La materia y los colores se van uniendo,
parecieran girar como cuerpos celestes alrededor de un centro gravitacional que
es la idea, la fuerza que contiene la expresión.
“Cuando estoy pintando, de repente
aparece un color invitado, a simple vista desarmonizante... Ese color es el
director de orquesta de la obra… ¿Me comprendes? Un artista es quien ausculta
los matices, quien escucha el oleaje de las formas, y quien puede detectar la
corriente subterránea del color, el caudal que centra la idea, que expone una
realidad nueva a los ojos desconocidos.”
Para Loochkartt el arte no es
preconcebido, los elementos no surgen como un proceso determinado con
anticipación pues siempre hay algo imprevisto que asalta la obra y le ofrece su
misterio. No hace bocetos para no comprometer su libertad creativa y son
numerosos sus cuadros realizados alla
prima. Su pintura es directa, abierta a la emoción, sin esbozos. La
intuición reina allí. Su creación es antilógica.
“Siempre que pinto espero al intruso,
su aparición es bienvenida. Es fundamental incorporar los accidentes a la obra,
conjurar lo imprevisto, celebrar lo que trasciende la conciencia, si se desea
plasmar el enigma”.
La obra propone su lectura, guía los
ojos, los tiraniza; pareciera decirnos. El artista debe conducir al espectador
por su laberinto formal o cromático, debe saber qué observará primero y hacia
dónde se desplazará su interés. Hay un núcleo que atrae la mirada y que luego
la hace girar hacia uno de los brazos de la galaxia concebida. La luz imanta la
mirada, construye los caminos de la percepción.
“La luz mental constituye mi Sanctum
santorum”, afirma con voz queda. “La luz está adentro del artista, no afuera
como enseñan en las academias. La luz natural nada me aporta, es la luz mental
la que tiene importancia y son tantos los pintores que ignoran eso. Van Gogh y
su luz mental, De La Tour y su luz íntima, Delvaux y su luz onírica… Caravaggio
inventa para su luz la expresiva sombra y José de Ribera impone a sus figuras
una ducha de luz. Rembrandt es el maestro del ocultamiento…”
La luz solar revela la existencia de
las formas, sí, la textura y el volumen, pero la luz mental es la que le
concede al artista la fuerza cromática y la magia que habita en sus
perspectivas, en los engaños que consagran su mirada.
“La obra tiene una demanda interior,
el artista se enfrenta a su despiadada interlocución con ella, intentaré
explicarlo... La obra es una denuncia porque allí afloran los sueños, los
deseos... La obra es el pasado del artista pero el futuro del espectador.
Muchas veces es necesario sacrificar una virtud para que arribe el acto
creativo. El artista es el sumo sacerdote que va a hacer un ritual
irrepetible”.
Se reflexiona sobre el resultado
imaginario porque toda verdadera creación debe consumar una poética, fraguar un
espejo. Empastes, veladuras, los pliegues geológicos que componen su pintura,
donde a veces una destreza es rechazada, porque una técnica depurada se
convierte en fórmula, en impostación. El artista es un investigador de formas y
en su interlocución con su imaginería, la obra le confiesa secretos que él
desconoce.
“Yo no pinto cuadros, todos son
segmentos de una única pieza, de la totalidad de mi obra”, murmura mirando a
través de la copa de vino. “El artista muchas veces es un traductor de
lenguajes, pero el poeta no traduce, crea. ¿Cómo explicarlo? El crítico está
subyugado por la obra, mientras el poeta dialoga con ella. La palabra del poeta
es el único lente que acepto para el arte”.
La poesía como el único ojo no
fraudulento del mundo. Ejercer la libertad en la creación aunque el artista con
frecuencia está preso en las formas que lo liberan; podría afirmar. Hacer de la
experiencia la búsqueda, la interiorización.
“El máximo anhelo del hombre es la
libertad, por eso el arte debe ser libre. Italia es el color vital, la alegría
cotidiana. Roma me dio la libertad, estudié allí varios años. La obsesión por
la forma es legítima pero lo importante es la experiencia y saber interrogar lo
elemental. Todo ser humano debe aprender lo básico, los códigos primitivos, es
como hacer pan, es tan arquetípico, tan sagrado. Está salvado aquel que sabe preparar
pan. Luego sí podrá navegar en su tiempo, ahogarse en él”.
Elementos pictóricos, retazos de la
vida. Las suyas no son obras, son experiencias, dice reiteradas veces. La luz descifra
los colores pero también incendia la piel.
“Uno no debe quedarse ni siquiera en
los aciertos. El error es importante, no podemos olvidarlo. Cada ser tiene que
pensarse, lo que significa asumir un riesgo, asumir lo profundo de esa aventura
que nos confronta. No es pérdida estar equivocado. El artista testimonia el
fracaso del mundo...”
¿Dónde está la pintura en el cine, en
la naturaleza, en el teatro, en la historia de este rebaño humano extraviado?,
se pregunta Loochkartt. El mundo definido como una gran tela... Una línea de
fuga diagonal, un plano escorzado para la composición, donde captura el
movimiento y propone los enigmas... Preguntas que siempre responde pintando.
Hay movimiento en su pintura, ejes
diagonales que dinamizan, viento colorístico. Algo que mueve, que hace vibrar.
Las figuras no están detenidas en sus cuadros, acontecen detrás de la brisa, de
la respiración.
“La pintura colombiana está enamorada
de la inmovilidad. Las imágenes no vibran. De niño hacía esculturas de arena en
Puerto Colombia, las olas las destruían, eran obras fugaces. Aprendí allí –y no
es posible olvidarlo– que la naturaleza está siempre en pugna con lo humano:
que crea destruyendo”.
Todo registro visual se convierte para
Loochkartt en pintura. El color del
paraíso, esa obra maestra del cineasta iraní Majid Majidi, donde un niño
ciego lee con las manos el mundo, traduciendo los pétalos de las flores y los
cantos rodados de los manantiales que palpan las yemas de sus dedos al idioma
Braille, es una metáfora que lo deslumbra.
“La obra llega, se posa sobre el
artista como un águila sobre la cima de una montaña escarpada. La emoción es un
estado de percepción que le habita. No exagero si relaciono este proceso con lo
que los latinos llamaban adventum. Y
este advenimiento es conmovedor, es trascendente”.
Pero el tiempo duele. Así como Goya
pinta la vida, como en “Los fusilamientos de tres de mayo” y en las catorce pinturas negras realizadas en la Quinta
del Sordo es manifiesta una cicatriz en el arte ineludible para la posteridad,
Loochkartt elabora una crítica de la complacencia, de la entrega. En un país
donde no hay respeto por el otro la fiesta es una “guerra de flores” y la
guerra una fiesta de sangre.
“En Colombia no hay civilidad, el otro
no existe. Yo pinto la naturaleza humana: hampones, desplazados, fratricidas,
pero también víctimas del poder, excluidos travestis y seres celestiales
humanizados como en la película de Wim Wenders, es decir ángeles ebrios. Deseo
dejar un testimonio de nuestra cruel y muchas veces airosa existencia, dejar
una huella de luz”.
Confrontar el espejo, reconocerse en
lo que hacemos, asumir ese riesgo, es una lección que debe ser acatada.
Perseguir la identidad en la obra, en sus pliegues profundos, no afuera: en las
dádivas de la sociedad.
“No ser reconocido, autorreconocerse,
es lo importante. Perseguir el prestigio pues la fama es un tránsito idiota. La
imaginación no debe ser encadenada. El arte no puede ser servil, por eso todos
los reconocimientos de los artistas verdaderos son tardíos”.
Aproximadamente treinta temas son los
que ha tocado durante su carrera creativa. El derroche figurativo del carnaval,
los hábitos sáficos de sus mujeres etruscas, el singular retratismo de su serie
“Pérdidas en el tiempo”, las parejas levitantes de tanguistas, la Pepita que
nace el día de su muerte y que describe un viaje a la semilla, su colección
cáustica de hampones, los travestis poseídos por la luna, las perversas “malsentadas”,
los bodegones de frutas tropicales espiados por búhos o salamandras, los hermosos
ángeles vigilantes de esta tierra enloquecida… No hay estilización aquí, hay
complejización, barroquismo latinoamericano. Pintura gestual, indagación
filosófica, color subvertido, ironía de un auténtico creador de formas…
“Todo me interesa, no subestimo nada.
Ni los seres humanos por precaria que sea su vida, ni los objetos, por
elementales que sean. Ni los animales nocturnos ni las frutas. Me agrada el
gato, la lechuza... Aprendo de todas las escuelas y de todos los pintores.
Armando Villegas enseña que alguien puede ser tan arcaico como contemporáneo.
Ramírez Villamizar despoja a la obra de toda ornamentación para llegar al
arquetipo geométrico, Omar Rayo reinventa el volumen. Alcántara Herrán y su
africanismo trasterrado, Leonel Góngora y su estilística femenina
inconfundible... De la generación de artistas que emerge con vigor, de la que
los maestros no suelen hablar por falta de generosidad, me interesa Eduardo
Esparza quien ha creado una familia pictórica notable con ciclos fundamentales,
protegida por refinado dibujo y un color despierto; Germán Londoño quien ha
concebido una raza paralela a la nuestra y que todos reconocemos, y Fernando
Maldonado quien ha alcanzado un inquietante surrealismo erótico…”
La naturaleza muerta enseña que todos
los objetos son dignos, pareciera afirmar. Los objetos no son inertes y han
sido subvalorados, pues poseen como el hombre una existencia sublime. Todos
encarnan una historia y además tienen el poder de testimoniar la vida del
hombre, desde el primer cuenco realizado para beber agua hasta un telescopio
que escruta bajo las estremecedoras vestiduras de la Vía Láctea.
“Las naturalezas muertas habían
literalmente muerto y entonces llegó Morandi y las hizo renacer en su
simplicidad, con una paleta mágica. Los objetos deben ser respetados, lo que es
difícil en esta época que entroniza lo desechable, aunque no debemos apegarnos
a ellos; nuestra relación con las cosas debe ser de agradecimiento, les debemos
una acción de gracias. Los objetos hablan, nos transmiten su voz y debemos
escucharlos porque son herramientas que generosamente han servido al hombre en
la búsqueda de su destino. Los objetos testimonian nuestro pasado y vislumbran
–definen– nuestro porvenir”.
Loochkartt ha refundado la figura humana
desatando sus formas inconfundibles, su pincelada única. El valor geológico de
la pintura. Su relieve matérico. De la pasta alta a la baja se siente su
respiración. “Tu neoexpresionismo es lírico…”, le dijo alguna vez en mi
presencia Leonel Góngora.
Al rendir culto a la metamorfosis ha
poblado su iconografía de seres inconclusos, de personajes que buscan el arribo
a una sexualidad, a una lúdica. El placer de la metamorfosis fecunda sus
cuadros…
“No debemos ser insulares porque todos
los seres deben interesarnos, todos enriquecen nuestra existencia. Hay un
teatro nocturno, histriónico; teatro de lo femenino, que he indagado reiteradas
veces. Tuve la pesadilla de que la mujer estaba perdiendo su feminidad y que
sólo los travestis y los ángeles salvaguardaban lo femenino; espero que nunca
se cumpla... Por otra parte también creo que los travestis son una resistencia
social, que en ellos habita una belleza desequilibrante. Mis travestis están
amenazados, allí radica su seducción”.
Se termina un ciclo y viene un oleaje
que lava nuestro cuerpo, pienso, entonces el artista debe volver a iniciar el
mudo, titubeando en su propia oscuridad, atizando una obsesión, así como suenan
los acordes del Concierto de Varsovia
de Richard Addinsell, que para Loochkartt es imprescindible.
“La tirada del anzuelo siempre es
incierta. Cuando tomas la caña no debes soltarla, el sedal se tensa pero el
anzuelo está en la nada, pescando formas. El artista espera con su anzuelo en
un mar desconocido.”
La tradición, no es posible soslayarla,
reitera. El Museo interior de Malraux, ese imaginario de la estética tan
interiorizado… También podría decir: el maestro es Kandinsky, mago que enseña
una sinestesia... O la pintura rupestre: Lascaux, Altamira, de allí venimos
todos… de esas consagraciones hechas a la luz del fuego. Porque en esas
cavernas el hombre se inventa, se convierte en autor, plasma su primera firma.
Desde allí es posible sorprender al arte como señuelo que atrae al cómplice, al
espejo, que inventa una consagratoria comunión.
“Ahora alguien te está buscando...”
murmura Loochkartt. “Por eso es necesario el arte. En una idea resido yo y si
tengo suerte ese refugio podría ser imprescindible para un ser desolado. ¿Me
comprendes? Las ideas sueltas forman un lenguaje y el lenguaje (plástico o
verbal) viaja, para que uno encuentre su asidero, o aquella creación que lo
afirma. Yo pinto simultáneamente una decena de cuadros, ¿para qué? Para no
tener miedo… Y los problemas pictóricos que nacen en esa embestida múltiple los
voy solucionando con un acorde de guitarra, instrumento que eternamente me
acompaña. Mi paleta está siempre en movimiento, y en ella los colores nunca
duermen, pues no se trata de pintar sino de orquestar un cuadro. ¿Cómo decirlo?
La rosa debe nacer en ti, no hay que raptarla de jardines ajenos, ni hacerla
florecer en la obra como lo proponía el poeta Huidobro… Tú debes convertirte en
la rosa, es la gran aventura... Así las únicas preguntas aún posibles para un
creador en este tercer milenio que despunta son: ¿Hasta cuándo el arte
protegerá a los desamparados? ¿Es útil, mientras navegamos en un tiempo ciego
carente de luciérnagas, que fijemos nuestros sueños en óleos, en notas o en
palabras? Y una última interrogación atemorizante: ¿Será para alguien necesaria
nuestra próxima pincelada?”
Bogotá,
diciembre de 2015
Crónica de un
atropello – La no ética en el MAMBO
Por Oscar Cerón
Septiembre 9 de 2013: Gloria
Zea, directora para entonces del Museo de Arte Moderno de Bogotá MAMBO,
escribió: “Ángel querido: Me dirijo a ti con el fin de invitarte a realizar una
exposición retrospectiva de tus pinturas en el Museo de Arte Moderno de Bogotá,
muestra que se llevará a cabo el primer semestre de 2015. Esta exhibición
constituirá un honor para nosotros y para nuestro público y una gran
oportunidad de conocer una parte significativa de tu gran trayectoria”. Comunicación
esta, que de primera mano genera un efecto de conmoción sobre el artista, en la
medida en que luego de una prolija intervención en el campo artístico y
académico, superior a los cincuenta años, encuentra en ella, el reconocimiento
por parte de una institución que en ese momento ya venía de “capa caída”, en
cuanto a la ambigüedad manifiesta en su orientación y parámetros que le
guiaban. Tanto que se había visto obligada a apelar para sus proyectos a los
nombres y obra de artistas deliberadamente ignorados con anterioridad. Ángel
Loochkartt acoge la deferencia con entusiasmo, se da a la tarea paciente de
catalogar, documentar, hacer registros fotográficos, así como contactar a los
coleccionistas poseedores de su obra, con el fin de articular una muestra capaz
de evidenciar los diversos momentos de su larga carrera como pintor.
Julio 8 de 2014 (diez meses después
de la primera carta): Gloria Zea, aún directora del MAMBO, escribe: “Estimado
Maestro: recibí tu carta en la que me comentas los adelantos con tu exposición.
Sin embargo, te quiero contar que este año ha sido muy complejo para nosotros
(…) Por tal motivo, nos vemos en la necesidad de aplazar tu exposición hasta el
2016 (…) A finales de este año podemos coordinar la fecha para el 2016”. El
artista actúa comprensivamente ante esta misiva y abre un compás de espera que
le permite seguir trabajando y ordenando lo que será su muestra antológica.
Todo hace suponer que las cosas van por buen camino. Tan sólo se ha abierto una
brecha administrativa que altera las fechas, piensa, y de sí las palabras de la
directora se muestran muy seguras. Simultáneamente, el estudio del artista se
empieza a ver atiborrado de obra, pinturas en formatos diversos cuidadosamente
organizadas por periodos, en uno y otro lugar. El corredor de acceso, el
depósito y aún el mismo salón de trabajo se tornan disminuidos en su propia
área, pues no hay espacio para albergar toda y tanta obra.
Enero 17 de 2016: El periódico El
Tiempo, bajo el titular Cambios en la
dirección de museos colombianos anuncia la salida de Gloria Zea como
directora del MAMBO, luego de permanecer en el cargo por casi media centuria y
revela el arribo de la nueva directora, la señora Claudia Hakim. Suceso
plausible que anticipa una caída más estrepitosa como suele suceder a quienes
se aferran al poder de manera ciega. Nuestro artista, sin embargo, haciendo
gala de su elegancia y discreción no se precipita, espera a que se decante la
transición en el museo y activamente continúa cocinando su proyecto expositivo.
Se encuentra tácitamente listo.
Abril 14 de 2016: Ángel Loochkartt
dirige una carta a la nueva directora, que en sus apartes reza: “He preparado
con rigor todo lo pertinente a la muestra. El Museo de Arte Moderno es la casa
que anhelo para hacer un recorrido con mi obra y entregarle una vez más al país
mi contribución a la plástica colombiana; 50 años de trabajo aportando a las
bases del arte moderno en Colombia”.
Abril 21 de 2016: Pasados ya dos años
y siete meses, atrás quedan las palabras indulgentes de la invitación inicial,
ya no hay papel membretado para la comunicación. Una persona segunda a bordo
dentro del museo, la curadora, señora María Elvira Ardila por medio de un
correo electrónico se dirige al artista y escuetamente manifiesta: “Lamento
informarle que su exposición queda cancelada de la programación. Le pido
excusas en nombre del museo y en el mío propio por el esfuerzo que usted ha
hecho para preparar las obras y la documentación”.
Largo epílogo: Emergen
inmediatamente una cantidad de interrogantes: ¿Existe realmente una política
institucional dentro del MAMBO? o ¿la agenda preestablecida responde al capricho
del director de turno? o algo que salta a la vista: acaso ¿los embelecos,
gustos personales e idea de arte contemporáneo descalifican automáticamente lo
que se encuentra fuera de ellos? Lo cierto en todo esto es que se agitaron las
aguas cuando ellas llevaban un curso ordinario, se ofreció un alto en el camino
en pos de un reconocimiento y de una oportunidad para un pseudoestudio de “uno
de los trayectos significativos en el arte contemporáneo”.
Falso todo el asunto. Más bien esconde la
inoperancia, el manipuleo dañino y ante todo el comportamiento anti-ético por
parte de una institución que claramente se mueve con intereses que responden a
un norte distinto al de una franja amplia dentro del hacer plástico en el país.
Viable esto último, si se piensa en una pluralidad que democráticamente permita
la convivencia dentro de la comunidad artística, pero abiertamente condenable este
acto de juego al que fue sometido un artista. Quien tal vez por su entereza
prefiera callar pero que sin duda a los ojos de otros, el hecho tiene tintes suficientes
de atropello, descalificando de antemano cualquier justificación. Cada uno en
su lugar. La obra de Ángel Loochkartt sobrevivirá mientras que por el museo
deambulará efímeramente uno que otro director. Cabría preguntarse ahora como
punto final ¿para qué el MAMBO?, ya que muchos artistas danzan con plena
propiedad al son de otros ritmos, y al hacerlo dan testimonio de su integridad
e independencia, al tiempo que son consecuentes a un ideario simple: la vida
misma.
José Manuel Arango: Poesía, segundo volumen
José Manuel Arango: Poesía, segundo
volumen del Instituto Caro y Cuervo sobre este autor, busca contribuir a
despejar preguntas frecuentes de los investigadores: ¿Qué tan confiables son
las ediciones de la obra de este poeta cuidadoso y delicado en el trato con la
palabra? ¿Cómo fue el proceso de difusión de esta obra, calificada como una “de
las más hermosas colecciones de poemas de la literatura colombiana”? ¿Qué
dificultades muestran los editores en la presentación de los poemas del
carmelitano? ¿Qué conceptos se han prodigado sobre éstos? ¿Qué actitud manifiesta
este autor hacia su trabajo, desplegado en los campos del ensayo, la poesía y
la traducción, en estos “tiempos de penuria” para la poesía? Y, finalmente,
¿qué problemas de investigación deja planteados esta obra?
Luis Hernando Vargas Torres*
(Cajamarca, Tolima, 1953). Filósofo Universidad Nacional de Colombia. Doctor en filosofía: filosofía, ciencia, estética, Universidad de
Salamanca (España, 2010) (título convalidado mediante Resolución 03216 de 2016,
del Ministerio de Educación de la República de Colombia). Tesis de doctorado: Problemas de una lectura filosófica de la
poesía colombiana del siglo XX. Una
aproximación a través de José Manuel Arango (1937―2002)