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con el
asunto “Retiro”
CONTENIDO
EXPLÍCITO
Con-fabulación se complace en compartir con sus
lectores los primeros cinco capítulos de Shotgun Zen, última publicación
del escritor colombiano Juan Sebastián Gaviria,
libro inusual que reúne tres novelas cortas e independientes que
tienen lugar en rincones hasta ahora ignorados de la inclasificable cultura
estadounidense. A lo largo de estas páginas cargadas de violencia y humor, el
lector será llevado, por el camino más insólito, a explorar el lugar que ocupa
el hombre en el mundo moderno.
Debido a los espacios de nuestro periódico, estos
cinco capítulos se publicarán por entregas semanales, pero a lo largo de estas
páginas y durante mucho tiempo más, encontraremos insólitos personales como: Un
joven campesino que huye de la ley en compañía de su hermano autista luego de
que éste, inesperadamente, asesine a sus padres con un hacha. Un matón del
Hollywood de los años treinta que se ve arrastrado a participar en la absurda y
violenta batalla que la Legión Católica de la Decencia libra contra los
artistas en las calles de Los Ángeles. Un motociclista obsesionado con alcanzar
la gloria en los peligrosos motódromos de principios del siglo veinte.
Shotgun
zen
1.
Las
llantas golpeaban contra los guardabarros, la carrocería desajustada se sacudía
y las copas de las ruedas amenazaban con salir a volar tras cada bache en el
camino despavimentado. En el interior polvoriento de aquel Chrysler azul
celeste sonaban cientos de tornillos oxidados como pajaritos sedientos que
trinaban desesperados por una gota de aceite. El cuero rajado de los asientos
había sido remendado con trozos de gruesa cinta adhesiva metálica, cajetillas
de cigarrillo vacías y envoltorios de comida chatarra yacían bajo los pedales,
y la docena de latas de cerveza estrujadas que se amontonaban bajo el asiento
del copiloto tintineaban, haciendo imperceptibles los chillidos lastimeros del
perro que viajaba ovillado en el asiento trasero. Tiritaba de pavor y tenía el
hocico envuelto en un alambre que había alcanzado a hundirse en su carne, y que
enrojecía su pelaje blanco. El conductor, un hombre que vestía unos viejos
jeans y una ajustada camiseta blanca manchada de café y sudor, observaba cada
tanto al animal por el espejo retrovisor, constatando que no se hubiese
liberado del precario bozal. Luego soltaba alguna maldición entre dientes y
volvía a concentrarse en el camino. Debía conducir valiéndose solamente de su
mano derecha. Llevaba el antebrazo izquierdo recogido sobre los muslos,
envuelto en un vendaje amarillento y ensangrentado, frente al balón templado de
su panza.
—Firmaste tu puta sentencia de
muerte, cabrón —le dijo el hombre al animal—. Tu puta sentencia de muerte.
Apareció
un letrero de madera suspendido por dos postes en el borde del camino. Era la
primera señal de vida que veía en los últimos cuarenta minutos de avance. Junto
al letrero había un sendero arenoso que se hundía contra el horizonte en medio
de arbustos espinosos y altos pastizales resecos. El hombre frenó bruscamente y
permaneció unos minutos con los ojos puestos sobre el letrero. Con no poco
esfuerzo leyó las palabras grabadas en la madera. Rancho Atwood. Venta de
cerdos. Una milla. Bajó del auto y paseó la mirada en rededor. Silencio, altas
briznas de hierba amarilleadas por el sol y pisoteadas por la brisa, algunos
conos de polvo bailando a la distancia. Abrió el baúl y observó el interior con
el ceño fruncido. Una caja de herramientas metálica, un costal, una soga
gruesa, un tubo de acero galvanizado y dos contenedores vacíos de aceite de
motor. Valiéndose sólo de su mano derecha, tomó la soga y la colgó sobre su
hombro. Al cerrar el baúl vio al perro a través de la ventanilla trasera. El
animal, aún embozalado, había estirado el cuello y miraba a través de los
vidrios cubiertos de polvo, moviendo su hocico, contrayendo su naricita
ensangrentada, intentando averiguar dónde estaba.
El hombre respiró hondo y
desenvolvió la venda mugrienta que le cubría el antebrazo izquierdo. Ahí
estaba. Las profundas heridas parecían una rúbrica exótica grabada en carne. Al
menos la hemorragia se había detenido, y la sangre en cada una de las profundas
heridas comenzaba a secarse. Abrió y cerró la mano, constatando que podía mover
sin dificultad los dedos. Para formar un nudo corredizo con la soga se vio
obligado a emplear la mano izquierda. Cada vez que apretaba los dedos, un dolor
fulminante nacía de su antebrazo y trepaba hasta su hombro.
Tiró del extremo de la soga,
arrastrando al perro hasta uno de los postes del letrero. Después de asegurarlo
con un nudo doble, dio dos pasos atrás y miró al animal. De modo que así terminaba.
Todo el trabajo duro había sido delegado a los azares del desierto del sur.
El perro vio que el auto avanzaba
por el camino, hundiéndose en la cortina de polvo que las ruedas levantaban,
hasta que los traqueteos y quejidos de la máquina destartalada fueron
reemplazados por los cantos intermitentes de los grillos y el crepitar
constante de la planicie. A medida que aquel Chrysler celeste se alejaba, el
mundo se iba convirtiendo en un lugar más grande y solitario. Sentado, con las
musculosas patas delanteras enmarcando su amplio pecho, el animal permaneció
expectante, olfateando el aire, oteando a la distancia. Finalmente se echó e
intentó quitarse con las patas delanteras el alambre que le mantenía el hocico
sellado. No lo consiguió. Entre más luchaba, más se encarnaba el alambre en su
piel. El sol se descolgó por el occidente, tiñendo de malva y rosa las escasas
nubes suspendidas sobre la línea del horizonte. La oscuridad se instauró. El
perro se ovilló contra el poste al que estaba atado y cerró los ojos.
Hacia la medianoche lo despertó el
hedor de un zorrillo. Se incorporó y comenzó a gruñirle a la oscuridad. Un
relámpago mudo iluminó la noche, permitiéndole ver la cola peluda y los ojillos
brillantes del animal. Luego vino otro fogonazo de luz blanca. En el intervalo,
el zorrillo se había movido unos cuantos metros hacia la derecha. El perro
intentó ladrar pero el bozal hizo que sus ladridos sonaran como una tos
agónica. Un tercer relámpago relumbró, pero el perro no pudo detectar más que
el círculo de miasma pútrido que el zorrillo había tejido en torno suyo antes
de desaparecer. Cuando el hedor se disipó del todo, el perro se echó de nuevo,
apoyando la cabeza sobre sus patas delanteras. Finalmente se durmió, arrullado
con sus propios gruñidos.
Pasó toda la mañana acostado,
recibiendo de lleno la luz del sol. La noche había sido tan fría, que ahora el
inclemente sol parecía brillar con benevolencia. Eso cambió hacia el mediodía,
cuando el perro tuvo que cobijarse bajo la sombra insuficiente del poste, dando
pequeños pasos y trazando apretados círculos para evitar que el suelo
calcinante le cocinara las patas.
Los coyotes no venían de cacería
sino que avanzaban patrullando su territorio, antecedidos por pájaros que
evacuaban sus nidos y liebres salvajes que sacudían los arbustos bajo los
cuales se escabullían. El perro intentó huir, pero la soga se templó
bruscamente, por poco partiéndole el pescuezo. Se echó otra vez contra el
poste, agazapado, las patas traseras temblándole, y esperó. Eran tres coyotes.
El más grande marcaba el rumbo y los otros dos avanzaban tras él en formación
de triángulo, cubriéndole los flancos. Desde el otro lado del camino
polvoriento, el líder levantó la cabeza sobre los pastizales y clavó sus ojos
inexpresivos en los del perro. Ambos, perro y coyote, miraron en torno suyo y
volvieron a encararse. Gruñidos igual de imponentes brotaron de ambos lados del
camino. El triángulo de coyotes avanzó hacia el perro, que se incorporó y bajó
la cabeza, erizando el lomo y asomando los colmillos delanteros entre los
círculos de alambre que lo amordazaban. Los coyotes se separaron caminando
despacio, rozando el suelo de polvo con el hocico, silenciosos, sabios. De
pronto, uno de ellos se escurrió alrededor del perro y descargó una dentellada
contra una de sus patas traseras. Se escuchó un lamento dolorido. Y luego sonó
un disparo.
El coyote se desplomó, herido de
muerte, y los otros dos huyeron despavoridos, sabiendo muy bien que la
detonación representaba la presencia de cazadores. El perro se giró y enfrentó
con igual fiereza la nueva amenaza, gruñéndoles a las dos siluetas humanas que
se acercaban.
—Qué cabrón —dijo Zane Atwood—. Sólo
míralo, hijo. Le acabamos de salvar el pellejo y el muy hijo de puta quiere
devorarnos.
—¿Podemos ayudarlo? —preguntó Carter
levantando la mirada hacia su padre.
—No sé —Zane evaluó al perro,
preguntándose cómo había acabado atado a aquel poste, y cuál sería su reacción
si intentaban liberarlo.
—Es un perro hermoso.
Y tal vez lo era. Estaba en unas
circunstancias del demonio, pero podía ser un buen animal. Parecía una mezcla.
Era blanco, de ojos negros. De la raza pointer tenía el cuerpo grácil y
liviano, además de los motes oscuros que le salpicaban la parte posterior del
lomo y las patas traseras. Por el otro lado, la amplitud de mandíbulas y la
anchura de pecho hacían pensar en un pitbull terrier. Zane Atwood y su hijo
Carter permanecieron varios minutos ante el perro, que pronto se hizo a la idea
de su presencia y dejó de gruñir.
—Esto es lo que vamos a hacer, hijo
—propuso Zane descansando la escopeta abierta sobre su hombro—. Lo liberamos y
cuidamos sus heridas. Cuando esté bien lo llevamos de cacería. Si muestra
madera de cazador, nos lo quedamos. De lo contrario...
—Llamémoslo Tank... Tank es un buen
nombre para este perro.
Zane se aproximó al animal. Con cada
paso que daba, los tiros calibre doce resonaban en el interior de la cartuchera
de cuero que colgaba de su cinto. El animal acabó por bajar la mirada ante la
presencia del hombre, que rezumaba confianza en sí mismo. Zane vestía como
tantos cazadores del sur de Texas, con una gorra sobre la cabeza, camisa beige
empapada de sudor, jeans y las ineludibles botas tejanas. Detrás suyo, el
pequeño Carter aguardaba. Por el borde del bolso de piel de nutria que llevaba
terciado al hombro asomaban las plumas coloridas de algunas codornices
arlequín, las más comunes en aquella región del condado de Tom Green.
—¿Oíste lo que acabo de decir? —Zane
estaba acuclillado ante el perro y empuñaba en su mano derecha un cuchillo
mientras con la izquierda templaba la soga que mantenía al animal atado al
poste—. Tenemos que estar de acuerdo en eso si quieres que lo libere... Si es
un buen perro de muestra, nos lo quedamos. Si no, salimos de él. ¿Entendido?
—Pero... ¿Cómo salimos de él?
—Así —dijo Zane señalando al coyote
que yacía en el borde del camino con un hoyo en el cuello y seis perdigones
doble-cero en su interior.
—De acuerdo —afirmó el pequeño
tragando saliva.
POESÍA DE LA INDIA- CASA
DE POESÍA SILVA
SOBRE
MIEDOS Y DESHUMANIZACIONES
CARLOS FAJARDO FAJARDO*
El destierro del concepto de dignidad en el
capitalismo depredador actual, junto a la desaparición casi abrupta de una
concepción humanista, han legitimado la corrupción política y la atroz
anti-ética empresarial mercantil; un cinismo galopante y creciente, la perversa
ideología de la mentira como dispositivo de manipulación social y la
desinformación masiva en los medios de comunicación. Como resultado tenemos la
liquidación del sentido humanístico y la imposición de valores ecónomos, datos
bursátiles y estadísticos. En medio de todas estas estrategias, el
neoliberalismo globalitario genera nuevos miedos que coaptan las libertades
individuales, paralizan las autonomías personales, en tanto que, como una
trampa más, impiden arriesgarse a ser libres de terrores infundados. Miedo a
perder el empleo, a la pobreza, al terrorismo, a las invasiones de
inmigrantes, al multiculturalismo global
que genera pérdidas de identidad… En fin, son miedos que desaparecen el sentido
de solidaridad, de respeto, alteridad, dignidad y de congregación con el
semejante. A cambio, los miedos imponen individualismos, egoísmos,
competitividad, mentalidades de salvación personal y una agorafobia creciente y antisocial.
La puesta en marcha de ciertos sentimientos
emotivos, sensacionalistas, resucitan las viejas tácticas y técnicas de los
fascismos del siglo XX. El destierro de la dignidad humanizante y solidaria es
evidente cuando se ubica en los escenarios mundiales al miedo como entidad
óntica, suprema, cuyos propósitos son beneficiar a unos pocos, desterrando del
bienestar a la mayoría, víctima de paranoias infundadas.
En Europa y Estados Unidos, por ejemplo, se
han expandido los miedos a la amenaza de “invasiones bárbaras” provenientes de
países del tercer y cuarto mundo, lo que genera cada día más exclusión al
extranjero, más rechazo al diferente y una potencialización peligrosa de los
nacionalismos neofascistas. El destierro humanista se hace patético. Los
inmigrantes son los nuevos enemigos y una oportunidad para que las
ultraderechas se fortalezcan y legitimen su ascenso al poder. La xenofobia
asume puesto de honor en estas cartografías geo-políticas. El racismo se
establece como un arma para rechazar la amenaza de invasión de lo extranjero y
diferente. Europa y Estados Unidos explotan estos miedos, los exageran y
amplían a todas las clases medias, que como tal se sienten amenazadas y ven su
protección en los discursos populistas discriminatorios.
Ante el miedo a los inmigrantes extranjeros y
desplazados internos–diríamos desterrados-; frente a la barahúnda de gente
“rara” copando los espacios cotidianos -antes aparentemente “tranquilos” y
“apacibles”-, se eleva una voz de protesta y de indiferencia antisocial que
ignora las circunstancias políticas y las tragedias humanitarias que han
llevado a tal situación. La opinión mediática se ha encargado de dicha des-educación sobre los verdaderos
causantes de estos destierros masivos; ocultan que el neoliberalismo y el
neocolonialismo, con su atroz maquinaria devastadora, fabricante de guerras y
de pobreza, son los culpables de tanta degradación humana. Los nacionalismos
antirracistas, entonces, son caldo de cultivo para unas derechas chovinistas,
que han construido como enemigos a los recién llegados, a los despojados, a los
sin Estado, sin patria, sin lugar ni techo. Son la plaga que trae la “peste”
contemporánea, los “malditos”, portadores de malos tiempos; por tanto, no serán
nunca bienvenidos.
Se trata de estigmatizar al otro por
diferente, volverlo extraño, anormal, víctima; hundir su palabra y su discurso
en el silencio, callarlo a través del ninguneo y la invisibilidad, no
aceptarlo, no escucharlo, no admitirlo, odiarlo; señalarlo como culpable
social, como indeseado; llevarlo al exilio, a su desaparición y partida
definitiva.
Vivimos con estos miedos tanto en el llamado
primer mundo como en el ahora denominado “sur-global”. Miedo existencial como
hecho cultural. Es la consecuencia de la creación, por parte de los acaudalados
del mundo, de supuestos causantes de todas nuestras desgracias -llámese
terrorismo real y ficticio, Irán, Siria, chavismo venezolano y gobiernos
progresistas-, montajes que los neofascismos y las derechas latinoamericanas y
mundiales construyen para justificar la mayor agresión política, económica y
mediática que se haya visto en las últimas décadas. Es una vuelta a crear
demonios y monstruos, como lo fueron en la guerra fría la URSS, China, Cuba y
los países socialistas; un retorno a instaurar el miedo, metódica y
sistemáticamente, so pretexto de fortalecer la seguridad nacional y defender la
democracia. Entonces, paralizando a los ciudadanos con infundados terrores,
enjuiciando y desechando a los problemáticos, el neoliberalismo prepara y
ajusta sus armas, tiene su camino de rentabilidades financieras y de
privatizaciones asegurado.
El miedo marcha por oficinas y corredores,
inunda las salas de reuniones burocráticas, viaja y calla la boca de los
lúcidos, paraliza las voces de los que sólo viven para satisfacer a sus
“jefes”. Cuánta tranquilidad trae para los déspotas; cómo garantiza la
continuidad en su puesto al neo-esclavo. Es un miedo grávido, pesado, que teme
a la levedad, a la risa, a la ironía, al desenmascaramiento. Es el miedo a la
profanación del templo. El estatismo es su sino, pero para aquel que lo
desafía, el destierro será su condición.
“El capitalismo es amoral y no entiende el
concepto de dignidad humana”, ha escrito Boaventura de Sousa Santos; es una
máquina trituradora de seres, que impone “una cultura del miedo, del
sufrimiento y de la muerte para las grandes mayorías”. Sin embargo, “es posible
luchar contra la supuesta fatalidad del
miedo”.1 Esa lucha debe ser
conducida, según de Sousa Santos, por tres palabras guías: democratizar, desmercantilizar, descolonizar. Tres palabras claves
como propuestas sociales para hacerle resistencia y re-existir a las lógicas
del capital financiero, a su desarrollismo lucrativo mordaz, el cual destierra
las ideas de justicia, democracia participativa y equidad social2.
Sumergidos en la sociedad de la acumulación y
concentración de capitales; padeciendo las involuciones respecto a las
conquistas laborales logradas en el siglo XX por las luchas sociales y
sindicales; atrapados en los miedos que la “sociedad del rendimiento” (Zygmunt
Bauman) genera debido a sus exigencias de sobrehumana eficacia, nos hemos vuelto seres depresivos y fracasados,
autoexplotados, autoextenuados por tratar de dar la talla que exige el
neoliberalismo; hombres y mujeres con un profundo sentimiento de culpabilidad
por su fracaso y, al decir de Bauman, con una “insuficiencia vergonzante que
los despoja de cualquier vestigio de autoestima, a lo que contribuyen su
infortunio y su humillación”3. Con
tales presiones y miedos a la no seguridad personal, a la desprotección por
parte del Estado; cargando todo el peso como si fuéramos culpables de nuestra
“mala suerte” y con el temor a que se nos considere insuficientes, ineptos,
ineficaces y nada emprendedores, vivimos controlados como nuevos súbditos en la
sociedad de los “rendidores”.
* Poeta, ensayista.
Docente Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá.
1 De Sousa Santos,
Boaventura (2017). Trece cartas a las
izquierdas. Bogotá: Ediciones desde abajo. p.51.
2 En palabras de
Boaventura de Sousa, “Democratizar la propia democracia, ya que la actual se
dejó secuestrar por poderes antidemocráticos (…). Desmercantilizar significa
mostrar que usamos, producimos e intercambiamos mercancías, pero que no somos
mercancías ni aceptamos relacionarnos con los otros y con la naturaleza como si
fuesen una mercancía más. Somos ciudadanos antes de ser emprendedores o
consumidores (…). Descolonizar significa erradicar de las relaciones sociales
la autorización para dominar a los otros bajo el pretexto de que son
inferiores: porque son mujeres, porque tienen un color de piel diferente o
porque pertenecen a una religión extraña” (ibíd. Págs. 51,52).
3 Bauman, Zigmunt. Extraños llamando a la puerta (2016).
Bogotá: Paidós. Pág. 56.
INSTITUTO CULTURAL LEÓN TOLSTOI
METAPHYSICA
Nos
sentamos juntos la montaña y yo
hasta que sólo queda la montaña.
Li Po
CARTAS DE
LOS LECTORES
QUERIDOS CONFABULADOS: Lúcidas palabras de Gabriel Arturo Castro, gracias y
felicitaciones.
Gabriel
Restrepo
***
QUERIDOS CONFABULADOS:
Es de agradecer, con el más profundo de los
agradecimientos, la labor de la poeta antioqueña Myriam Montoya y su loable
esfuerzo en publicar una antología bilingüe de nuestros poetas colombianos.
Gracias a ustedes también por registrar este importante acontecimiento. Marion Monsalve
***
AMIGOS DE CONFABULACION: Excluyente
y desde todo punto de vista irreprochable, la postura del Ministerio de Cultura
de marginar a las escritoras colombianas de un evento tan importante como el
año Colombia-Francia. Pienso sin embargo que quienes armaron el primer
escándalo, lo hicieron -no por la mujer-, sino porque no fueron ellas las
incluidas ya que están acostumbradas a estar en todas partes. Valga la pena que
el Ministerio, Idartes y todas las entidades que manejan los hilos culturales
en el país, tengan en cuenta otras y muy valiosas voces femeninas de nuestro
acontecer cultural. Adela Villa
***
CONFABULADOS Por intermedio
de ustedes, mi saludo especial al poeta Federico Díaz Granados y mi alegría por
su nuevo libro. Francisco Medina López
***