No. 477, Infancia e iniciación


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Descripción: ConfabulaCabezoteActual

FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez,  Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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SHOTGUN ZEN

Descripción: inti-foto capitulo 3Descripción: INTI-catátula

A continuación ofrecemos a nuestros lectores tercer capítulo de Shotgun Zen, última publicación del escritor colombiano Juan Sebastián Gaviria, 


3.          
Los dos últimos disparos resonaron por la planicie. La codorniz continuó avanzando con vuelo desfallecido, dejando una estela de plumas a su paso. Carter movió la palanquilla y la escopeta se abrió suavemente, escupiendo dos cartuchos vacíos y humeantes sobre su hombro derecho. Tank, cuya lentitud, achaque de la edad, era compensada por su experiencia, su natural inclinación y su conocimiento del terreno, corrió entre los matorrales espinosos con la mirada en el ave herida. La codorniz cayó en picada en medio de los altos pastizales y el perro comenzó a trazar círculos concéntricos con el hocico a ras de suelo. Al ver que no daba con la presa, Carter volvió a cerrar la escopeta y corrió a grandes zancadas hasta que se encontró a pocos metros del perro. Inclinado hacia adelante caminó despacio, separando los pastizales con el cañón de la escopeta, buscando rastros de sangre. Vio plumas y cambió de rumbo. Se percató de que la codorniz, obstinada, se arrastraba por el suelo apoyándose en sus alas quebradas. Avanzaba desesperada, con la velocidad de un roedor, y todo lo que Carter podía ver era el movimiento ondulante de los pastizales bajo los que se escabullía.
            —¡Allá, Tank! —exclamó señalando hacia donde las altas briznas resecas se agitaban—. ¡Tráela!
            El perro reventó a correr. Carter notó que estaba fatigado, pero aun así lo daba todo. Al fin, regresó trotando alegremente, con el cuello estirado y la cabeza asomada sobre el pastizal. Llevaba una hermosa codorniz arlequín en el hocico.
            —Buen perro, buen perro. —Tank arrojó el ave a los pies de Carter—. Todavía tienes mucho que dar, anciano —dijo frotando la cabeza del can, que agitaba la cola con tanta fuerza que toda la mitad trasera de su cuerpo alcanzaba a mecerse.
            Perro y hombre caminaron, lado a lado, hasta la vieja Ford. Carter apoyó suavemente la escopeta en el capó y se quitó el cinturón en el que llevaba la cartuchera de cuero y el cuchillo de caza. Puso el cinturón junto a la escopeta y se quitó la bolsa de cuero de nutria que llevaba terciada al hombro. Adentro había quince codornices que su madre convertiría en un auténtico manjar. Con Tank caminando a su lado batiendo la cola y brincando para descargar cariñosas lamidas en sus antebrazos, Carter circundó la camioneta y abrió la puerta trasera. Puso en el suelo la nevera en la que ocho cervezas flotaban en agua y hielo. Sacó una lata y dejó la tapa abierta. Tomó asiento sobre el capó, en medio de sus utensilios de caza, mientras el perro bebía agua del interior de la nevera.
            —Es una lástima que papá no nos haya acompañado esta vez. ¿No crees, muchacho?
            El perro sacó la cabeza del interior de la nevera, miró a Carter batiendo la cola y volvió a beber. Carter, con los pies apoyados en el guardachoques delantero, bebió cerveza contemplando la inmensurable planicie con mirada taciturna. Dibujó con su mente el recorrido que había hecho ese día, un sendero de cartuchos vacíos y plumas.
            Descansó la lata sobre el capó y tomó la escopeta. La contempló con rostro inexpresivo, como el primer día que la sostuvo en sus manos. Browning Midas. Dos cañones superpuestos y un gatillo con selector. Aves de oro engastadas en el acero meticulosamente grabado, y una madera con vetas oscuras en la que se podían interpretar exóticos paisajes. Zane Atwood había recibido esa escopeta y otra exactamente igual como única herencia de su padre, quien en su momento alcanzó a ser un reputado terrateniente del sur de Texas. A lo largo de la vida de Zane, ese par de escopetas fueron lo único que los golpes bajos del destino no le arrancaron de las manos. Todo cambiaba, los muebles se deterioraban y eran reemplazados, los armarios eran alimentados con mudas nuevas y meses después vomitaban telas raídas y encajes marchitos, la precaria seguridad económica iba y venía, pero aquellas dos Browning Midas permanecían intactas, como congeladas en el tiempo. A Carter se le ocurría que, de alguna manera, aferrarse a esas dos escopetas era la forma de Zane de conservar la esperanza, de dejarle abiertas las puertas del hogar a la bienaventuranza.
            Se preparó para regresar a casa cuando el sol se dilató como un gong sobre la línea del horizonte. Las brisas de la tarde, tibias y lentas, ya habían secado el sudor de su frente. Desarmó la escopeta con ademanes memorizados a lo largo de años, envolvió el cañón en una bayetilla roja manchada de pólvora y aceite y lo guardó en una caja rectangular recubierta en cuero. Luego la culata. Cerró la caja, ató las correas y la puso en el baúl junto a otra caja idéntica que contenía la segunda escopeta. Acunó ambas armas entre los demás contenidos del baúl y la nevera para ahorrarles cualquier golpeteo en el camino de regreso. Terminó su cerveza, arrojó la lata vacía en medio de los pastizales y puso su cinturón con la cartuchera y la bolsa de piel de nutria repleta de codornices en el asiento del copiloto. Por último, abrió la puerta trasera y le ordenó al perro que brincara adentro.
            Codornices al horno con tiras de tocino y tomillo. Eso le pediría a su madre. Durante el lento camino de regreso, con el sol duplicado en los retrovisores laterales de la camioneta, Carter sonrió al pensar en la cara que Floyd pondría al verlo llegar a casa con aquella quincena de codornices. Dentro de las inclasificables limitaciones con que el autismo amordazaba la existencia del hijo menor de la familia, se destacaban los rituales de vestimenta y el menú incambiable. Con el paso del tiempo, Audrey Atwood advirtió que el menú sí podía variar, siempre y cuando la base del plato fuera la carne de codorniz. Ahora Audrey se arrastraba estoicamente de un deber doméstico al siguiente, cargando con el peso de la enfermedad terminal del siglo sobre los hombros, y siempre conseguía que sobre la mesa hubiera un plato decente. Carter había visto a su madre preparar el plato de codornices al horno con tiras de tocino y tomillo cientos de veces, desde la época en que Zane, enrojecido de calor y cubierto en sudor, regresaba de sus solitarias cacerías y arrojaba sobre el mesón de la cocina veinte codornices arlequín. Ella metía al horno una bandeja metálica con mantequilla y rodajas de cebolla, y entretanto desplumaba y limpiaba las codornices con mano diestra. Secaba las aves desplumadas con toallas de papel, y las adobaba al gusto con pimienta y sal. Dentro de cada codorniz acomodaba un ramo de tomillo y una rodaja de limón, y tras colocar las aves sobre la cama de cebollas horneadas, ponía una gruesa tira de tocino sobre cada una y cubría la bandeja entera con papel aluminio. Tras media hora de cocción removía el papel aluminio y dejaba que todo se horneara durante otros quince minutos, para que la piel de las aves y las tiras de tocino se pusieran crujientes.
            Apagó el motor de la camioneta y abrió la puerta. Empuñó la bolsa repleta de codornices y caminó hacia el porche de la casa, cabizbajo, esperando oír el traqueteo de la puerta de anjeo y la bienvenida de su padre. No escuchó más que el sonido de la mecedora sobre el suelo de tablas. Al levantar la mirada vio que su hermano Floyd estaba sentado en el porche, sumido en su característico silencio, mirando al vacío, un astro apagado, una ausencia con forma humana.
            —Pero qué putas... —Carter dejó caer la bolsa de codornices al suelo.
            Floyd estaba cubierto en sangre. Su rostro parecía el de una de esas leonas que sumergen la cabeza en el interior de una gacela para dar con el preciado hígado. Permanecía sentado en la mecedora, completamente quieto salvo por las contracciones musculares involuntarias de su mano izquierda y aquel meneo de la cabeza que alcanzaban a mover la silla.
            —Contra qué putas te descalabraste esta vez...
            Carter acudió a revisar a su hermano.
            —Esta vez, esta vez, esta vez —repitió Floyd entornando los ojos y meciendo la cabeza como si le faltaran las vértebras cervicales.
            Era la historia de la vida de Floyd. Abrirse la frente contra cualquier cosa. Y la de Carter, curarle las heridas. No le alcanzaban los dedos de las manos para contar las veces que su hermano menor se había roto el cráneo. Cuando no se caía encima de algo, algo se le caía encima a él. Desde que era muy chico, el rostro de Floyd se convirtió en un muestrario de cicatrices. Algunas, simples rasguños y magulladuras, desaparecían con el tiempo. Otras se quedaban. Floyd Atwood, amordazado y maniatado por el autismo, era un planeta quieto en un universo móvil.
            —¡Atrás, perro de mierda! —exclamó Carter lanzándole una mirada penetrante a Tank, que parecía haber desconocido a Floyd y por primera vez en la vida le ladraba como si fuese un absoluto extraño. El perro hundió la cola entre las patas traseras y retrocedió, cambiando sus ladridos por un chillido lastimero que Carter jamás le había escuchado.
            Carter revisó dos veces. Tres. Cuatro. Movió los cabellos crespos de Floyd en busca de la herida, como cuando separaba los altos pastizales para encontrar una codorniz. Como si hubiese bebido mercurio, algo frío se derramó en su estómago cuando se aseguró de que, esta vez, su hermano no se había lastimado a sí mismo.

INFANCIA E INICIACIÓN
Texto leído por el poeta Eduardo Gómez en Miraflores  (Boyacá), su pueblo natal, con motivo de un homenaje ofrecido por el alcalde, el Concejo, la Academia de Historia de Boyacá, el Colegio Sergio Camargo y algunos poetas, y que incluyó la colocación de una placa a la entrada de la Casa de la Cultura, casa donde nació y pasó su infancia
Descripción: eduardo-gomez1 Descripción: placa eduardo  
Cuando ya empieza a vislumbrarse un progresivo retiro de las luchas más enconadas, y se recogen las cosechas maduras del balance final en la paz duramente conquistada, es muy grato y oportuno volver a los orígenes.
En toda familia se encuentran en germen todas las cualidades y todas las alienaciones de un sistema, y sus relaciones constituyen la primera mediación obligada entre el mundo y el niño, entre una época y un individuo. Ellas determinan las características básicas de una personalidad y le imprimen cualidades y carencias indelebles a sus tendencias fundamentales. Con el padre y la madre primero, y con sus hermanos, parientes y amigos, después, configura el niño las relaciones primordiales que serán decisivas, en alguna forma, para el resto de sus días, en el sentido de que toda modificación posterior tiene que efectuarse sobre esas bases y sus determinaciones estructurales. Pero ¿qué puede significar ahora, en medio de la tercera edad, volver a los orígenes o sea al ámbito de la infancia? Si es cierto que recreamos el pasado a través del presente, significa darle, retrospectivamente, su pleno sentido como punto de partida existencial, asimilarlo como comienzo de tendencias que sólo ahora, desde la altura panorámica que nos confieren los muchos años y experiencias transcurridos, podemos descubrir y dilucidar en la inocencia de entonces y en las consecuencias que después han tenido para nuestra existencia.  
La infancia presenta tantas variantes como países, clases sociales, regiones e individuos, existen. De mí sé decir que un cúmulo de circunstancias en extremo contradictorias y singulares, despertaron en el niño de entonces una sensibilidad intensa y desgarrada, y un gusto por el entrevisto mundo liberador de la imaginación y el pensamiento, mediante la palabra escrita y hablada. Entre esas contradicciones hay que mencionar en primer término, la que se daba entre el goce de una naturaleza lozana y exuberante, y una vivencia precoz y angustiosa de la muerte. Esas experiencias comenzaban con la visión del amplio Valle del Lengupá, flanqueado por enormes montañas y bosques, y en donde alternan paisajes virginales y siempre verdes en las cumbres con el panorama de las vegas, doradas, cálidas y enervantes del río Lengupá. Frente a esa vitalidad desbordante, el culto de la muerte se hacía presente a diario en el paso de los entierros frente a la casa familiar, en el doblar de las campanas – esas campanas dignas de una catedral, que hay en la iglesia de Miraflores – en las continuas alusiones al Más Allá, las moralejas y lúgubres consejos de muchos de los adultos, y sobre todo, en ciertos terroríficos sermones y apocalípticos ejercicios espirituales, herencia intacta de un medioevo español, tétrico e inquisitorial, así como en el luto prolongado, dramático y ceremonial por el deceso de mi padre y otras personas de la familia. En un plano específico de clase, las contradicciones se hacían patentes en el contraste entre las ingenuas pretensiones seudoaristocráticas (no exentas de elegancia y delicadeza) del círculo social predominante (heredero parcial de la tradición hispánica del pequeño hidalgo) y los modestos medios económicos y las limitaciones provincianas en que aquellas estaban estancadas. Se vivían, de una manera más bien inocente, contradicciones entre estructuras que se habían heredado del siglo XIX colombiano y los ecos apagados de la tardía entrada en el siglo XX de algunos sectores citadinos, que llegaban de Bogotá por medio de la prensa, la radio, algunos libros y tal cual joven profesional.
Sin embargo, el atraso también tenía enormes ventajas y me parece hoy que fue una suerte haberme iniciado en la lectura, sin las tentaciones de la mala televisión y el cine comercial, y de haber conocido el teatro en las ingenuas representaciones sacras de la Semana Mayor, las misas solemnes y las procesiones, con sus reminiscencias bíblicas (no exentas, a veces, de cierta grandeza mítico-poética) antes que en las comedias costumbristas y los dramones retóricos predominantes en los centros culturales de entonces. Sin duda estimulaba más la sensibilidad y la imaginación creadora un paseo a caballo hasta el río o una excursión a los lejanos parajes (de una belleza natural intacta) de “Sirasí” y “Buenos Aires”, que las diversiones mecánicas y los áridos juegos a que se ve constreñida la niñez, recluida y vigilada, en la ciudad actual. En ese entonces y en esta región hechicera, fue posible ser un niño con acceso a los adultos de todas las clases sociales que podía pasear solo desde muy tierna edad (a caballo y a pie) indagar, conversar y jugar por todo el pueblo y sus alrededores.
Desde muy temprana edad se me planteó una permanente prueba de versatilidad y de capacidad para guardar algún equilibrio, al tener que saltar, en muy pocos años, del libro de rezo a las novelas románticas y revolucionarias de Víctor Hugo, pasando por los cuentos de hadas, las aventuras de Arsenio Lupin (“Ladrón de levita”), la misteriosa ubicuidad de “La Sombra”, el valor temerario del pirata Sandokan y las acciones justicieras de Doc Savage, así como al realizar el tránsito rápido de la serie Mi personaje inolvidable (en la revista Selecciones) a los deslumbramientos del Tesoro de la juventud, en el colegio de María Morales; la conmovedora historia de Sin familia y los amores inocentes de Alegre, y al alternar la música de Bach, Beethoven, Tchaikoski y Schubert (que escuchaba a diario en los discos que mi tío Edilberto ponía en su victrola mientras se afeitaba y desayunaba) con los boleros y porros de las primeras reuniones donde María González o los pasillos y marchas de la banda que se contrataba para las ferias y fiestas de enero.
De manera análoga, fue preciso pasar de la era de los viajes a caballo (que conocí hasta los cinco años   de edad porque no estaba terminada la carretera Del Progreso) a los viajes en bus, luego en tren y después en avión, en el curso de solo quince años. Puedo decir que, como todos mis paisanos de esa época, viví el siglo XIX con su severidad señorial, vestida de negro, y su honradez machista y taimada, mientras ascendía, paralelamente, uno tras otro, con intervalos muy breves, los peldaños del progreso que inician en Colombia (con un retraso de más de tres décadas) la entrada del turbulento siglo XX, cuando los movimientos reformistas radicales de López Pumarejo y Gaitán sacuden al país patriarcal y se frustran en la violencia reactiva y represora.
Sin embargo, la toma de conciencia de ese fuego cruzado de influencias venidas de épocas separadas por siglos, que tuvimos que asimilar de manera vertiginosa en esos años de transición que van de la década de los treinta hasta finales de los cuarenta, vendrá más tarde al final del bachillerato y poco antes de la entrada a la universidad. De esos años iniciales quedan, a manera de balance esencial, las experiencias poderosas (determinantes de toda vivencia poética posterior) de la naturaleza espléndida de esta región, y la influencia decisiva de algunas figuras tutelares: el coraje silencioso y la tenacidad digna y eficaz en el trabajo, de mi abuela y mi madre, que no excluía la sociabilidad refinada y discreta; la inteligencia pedagógica, afectiva, exigente y señorial de María Morales; el talento artístico sorprendente, casi oculto por una timidez y un pudor excesivos, de Edilberto Patarroyo (en cuya pequeña y selecta biblioteca leí los primeros clásicos como Goethe, Marcel Proust y Anatole France), la cortés discreción y sutileza de Gustavo Ramírez (bajo cuya dirección se escenificaron dos comedias de Óscar Wilde, y quien me enseñó a interpretar sendos poemas de Rubén Darío y León Tolstoi); la brillantez sarcástica, amarga y cortante de Jorge Patarroyo (con quien sostuve discusiones atrevidas, desde los nueve años, sobre algunos temas metafísicos); las siluetas venerables bañadas por una indecisa luz lunar, del clan de los Barreto, aislado del mundo en su vieja casona, llena de plantas y de pájaros. Y en fin, toda una galería de menudas personitas de mi edad, que me enseñaron las primeras mieles de la amistad y las primeras perfidias, así como un grupo nutrido de artesanos y campesinos, con los que gustaba hablar y de quienes aprendí cosas honestas y sabrosas de la vida sencilla y laboriosa.
En términos generales, la sociabilidad me fue fácil y placentera pero, a medida que crecía, la experimenté cada vez más como muy formalista y contradictoria. Al mismo tiempo, me hundía cada vez más en una soledad que, muy pronto, fue vivida como una muerte simbólica. A esa sensación angustiosa se sumaban las vivencias esporádicas del machismo brutal y la violencia política tradicional que presentía a mi alrededor. De hecho, en ese momento, ya estaban dados, en este valle escondido y absorto, casi al margen del siglo, los aprendizajes fundamentales para enfrentar los más desconocidos y sorprendentes ámbitos planetarios. Las lecturas cada vez mejor elegidas, la acentuación secreta de impulsos sexuales (vivida al principio como traición satánica y muy pronto como placentera familiaridad con lo vprohibido y reivindicación excitada de un mundo subterráneo) el carácter inconciliable de las contradicciones y los cambios potenciales que sugerían, profundizados por la lectura y los éxtasis de las audiciones musicales, comenzaron a poner en evidencia el tedio, las repeticiones y las limitaciones de la vida provinciana a largo plazo. Empecé a soñar con la vida en la ciudad y a desear, de manera oscura, con un despliegue de mis potencias en lejanías apenas presentidas.
En los muchos años transcurridos desde entonces, tal vez muchos de esos vagos deseos se han cumplido en lo fundamental: ahora estoy de regreso de múltiples viajes pero sé con certeza que los ardientes soles de estos cielos incontaminados de la infancia, y los maternales y nobles efluvios de estos valles serenos, ensancharon para siempre mi pecho y lo acorazaron contra todo infortunio. Desde tiempos remotos, sabios mitos nos enseñan que hay que permanecer fieles a la tierra para conservar el vigor y la juventud en la lucha. Cuando Heracles (el más célebre de los héroes míticos griegos) viajó de Egipto a Libia, fue interceptado por el gigante Anteo, famoso por sus ataques mortales a los viajeros que se aventuraban por sus dominios. Sin embargo, Heracles derribó muy pronto a Anteo pero cuando el cuerpo del gigante tocó la tierra, esta solícita madre le infundió nuevo vigor y la lucha se reinició. Después de haberse repetido ese hecho varias veces, Heracles comprendió lo que sucedía y estranguló a Anteo manteniéndolo en el aire, separado de la telúrica energía.
El hombre no deber perder contacto con la tierra y lo terrenal para no debilitarse y volverse un fantasma. Pero la tierra por antonomasia para cada cual, es aquella región planetaria donde aprendió a nombrar el mundo, donde vivió de acuerdo con sus recónditos impulsos y no se sentía culpable, donde era capaz de jugar y soñar, sin avergonzarse. Si mantenemos viva en nosotros esa prístina nobleza, sabremos vivir como adultos libres y saludar cada día como un don inapreciable. Con el Fausto de Goethe (cuando en la segunda parte despierta en el prado en medio de la primavera y es bañado por el sol naciente) podremos decir entonces:
El pulso de la vida late con frescor vivo,
al saludar, suave, la aurora por el éter.
Tú también, tierra has sido constante en esta noche,
y alientas nueva y refrescante a mis pies,
y empiezas a rodearme de nuevo de alegría;
mueves y excitas la decisión poderosa
de esforzarme constante a la vida más alta.         

POEMAS DE CASIMIRO DE BRITO

Descripción: casimiro+de+brito
MÚSICA NUA
Música Desnuda 

Em memória de Gonzalo Márquez Cristo
poeta e amigo precioso.
5

Animal cintilante
o amor nasce o amor
salta. E 
por vezes 
morre. Se 
ao menos 
eu pudesse 
atravessar a salvo
o rio da poesia.
5
Animal fulgurante
el amor nace el amor
salta. Y
a veces
muere. Si 
al menos 
yo pudiese
cruzar a salvo
el río de la poesía.
7

Partiste.
Julgas que partiste.
A tua música
ficou 
comigo.
7
Te fuiste.
Crees que te fuiste.
Tu música 
se quedó
conmigo.
14

Descrever não posso
nem a paz nem as quedas
dos nossos corpos
um no outro: descrever
é interpretar
e toda a interpretação
um delírio. Seduzo,
bifurco, elevo-me e
em cada gesto 
mudamos de nome. Nem sei
que nomes são, apenas
uma troca uma
aproximação
do chão e do sonho e do trono.
Descrever não posso
os caminhos do amor. As veredas
da morte. Arrasto-me
às portas de quem amo
como se procurasse
uma cabana, um certo
repouso. E depois
silencias, e depois
cantamos.
14
Describir no puedo
ni la paz ni las caídas
de nuestros cuerpos 
uno en el otro: describir 
es interpretar
y toda la interpretación 
un delirio. Seduzco,
separo, me elevo y
 en cada gesto
cambiamos de nombre. No sé
los nombres, solo
un cambio una
aproximación
al suelo y al sueño y al trono.
Describir no puedo 
los caminos del amor. Las sendas
de la muerte. Me arrastro 
a las puertas de quien amo
como buscando 
una cabaña, un cierto 
reposo. Y después
callas, y después
cantamos.
35

Como se andasse à procura
do primeiro sopro, canto — canto 
e só vejo e só 
encontro
sinais da minha morte
mais limpa. Como se fosse
um cisne cansado
diante do espelho
canto.
35
Como si fuera en busca
del primer soplo, canto --- canto
y solo veo y solo
encuentro
señales de mi muerte
más limpia. Como si fuera
un cisne cansado
delante del espejo
canto.
84

Eu estava só no meu sangue
antes da era da água.
84
Yo estaba solo en mi sangre
antes de la era del agua.

86 

No espelho das manhãs, um rumor
vegetal. Um caminho. Depois outro.

86
En el espejo de las mañanas, un rumor
vegetal. Un camino. Después otro.
87

A rocha que tu vês não é uma pedra,
ela é uma veia sólida acariciada
por deuses antigos — a pedra
que tu vês
tanta música
e tão nua
é a memória de uma dor
tocada pela amnésia.
87
La roca que tú ves no es una piedra,
es una vena sólida acariciada
por dioses antiguos – la piedra que tú ves
tanta música 
y tan desnuda
es la memoria de un dolor
tocada por la amnesia.
89 

A palavra 
escreve-me. No poema
sou apenas 
uma mão.
89
La palabra 
me escribe. En el poema
soy solo 
una mano.
98 

Sentei-me
diante do mar
à espera da morte.

Terei pena 
de mim?

Sei que vou esperar
por essa que nunca virá
a vida inteira.
98
Me he sentado
frente al mar
a esperar la muerte.
Sé que voy a esperar
a esa que nunca vendrá
toda la vida.
TRADUÇÕES DE MONTSERRAT GIBERT

METAPHYSICA


Si supiera que el mundo se acaba mañana,
yo, hoy todavía, plantaría un árbol

Martin Luther King