Jim
Amaral, uno de los más reconocidos maestros de la plástica
latinoamericana, arriba a sus ochenta años el próximo domingo 3 de marzo. Con-Fabulación rinde aquí tributo sus abisales
pinturas y a sus coloridos y perversos dibujos, y por supuesto a su cósmica
obra escultórica que lo ha convertido en uno de nuestros imprescindibles.
¡Salud poeta del bronce!
Por Gonzalo Márquez
Cristo
“La esencia del arte es la poesía, pero la esencia de la
poesía es la instauración de la verdad”, afirma Martin Heidegger, y es a la luz
de esta acerada reflexión que se torna legítimo aproximarse a la obra de Jim
Amaral, pues basta contemplar una de sus Esfinges para sorprender en ellas a la
escultura aconteciendo como poesía, y para develar la experiencia tormentosa
que condujo a su autor a erigir uno de los universos estéticos más
significativos de nuestro tiempo ilusorio.
Si “el arte es poner en la obra la verdad” como lo vislumbró
el gran filósofo alemán, aquí tenemos la constatación de esa idea fulgurante,
pues el milagro que hace posible desocultar
al ente y a la vez descubrir la Nada,
habita estas creaciones magníficas.
Hay algo de videncia en un corpus estético que nos expone a la voracidad de nuestro pathos inexorable. Las figuras abatidas
o expectantes, que se muestran bajo los signos de su aislamiento, producen en
el contemplador la misma sensación que se manifiesta cuando admiramos las
ruinas de Pompeya, porque en forma similar al intempestivo trabajo de la lava,
los arrasamientos interiores y los oprobios que universalizan la condición
humana, marcan en los bronces de Amaral su impronta indeleble.
Quien se aproxima a su universo artístico advierte en primera
instancia a una horda de viajeros cósmicos que ha decidido eternizarse en sus
bronces, pero apartándose del imaginario alienígena, confronta a una legión de
torturados y perseguidos, y a las víctimas de la incomunicación y del silencio.
Sus creaciones podrían emanar del porvenir sideral pero más
exactamente son la prueba de un tiempo fuente —perdido en la bruma de nuestro
pasado—, perseguido a merced de los artilugios de la ensoñación: ejercicio que
nos lega el prodigioso regreso a la infancia de la imagen, y claro, a la
alborada de los ritos.
Jim Amaral: “Cubo envolvente”. Bronce,
2000.
El artista propende sin esperanza por el retorno del diálogo
cósmico, sus imágenes están provistas de un mutismo insondable y aunque a veces
ostentan enigmáticos mensajes tatuados en su piel en una lengua aún no inventada,
siempre —en forma estremecedora—, tienen la certidumbre de que la urgente
respuesta nunca se producirá.
No es lo arcaico lo que el escultor intenta plasmar como lo
ha dicho reiteradamente la crítica, sino el sobresalto inaugural. No es lo
antiguo sino la primera eclosión manifiesta… Pues de existir una profecía del
origen —un augurio del primer latido, un vaticinio hacia atrás—, tendríamos que
acudir a estas visiones escultóricas si pretendiésemos elucidarla.
Creaturas ocultas por extraños yelmos y unos seres que
despojados de sus ojos escrutan el espacio, aguardan aparentemente desde
tiempos remotos la solución a un jeroglífico capaz de interrumpir nuestro
destierro interior, una clave que quizá logre redimirnos...
Es en asociaciones viscerales que irrumpe el arte de Amaral,
en las formas básicas del inconsciente donde navega su imaginación insumisa,
porque allí lo mágico funda su espacio más fértil. Estos tótems vigilantes que
han hecho de sus brazos alas frustradas y de sus pies raíces, componen un territorio
escultórico que se ha venido configurando desde 1989, con piezas de edición
única, pues el autor es radical crítico de nuestro mundo falsificado.
Ascenso y descenso son las rutas de su fundamental expresión,
gramática de la verticalidad como aquella que asiste a lo poético. De allí su
secreto diálogo con lo abisal y lo celeste.
La ilusión del movimiento alienta sus imperturbables
creaciones de bronce: al abrir las puertas de sus pechos una caligrafía secreta
nos sugiere una comunicación astral, al girar las ruedas que asisten sus
piernas aprendemos que el desplazamiento es un espejismo, al presenciar la piel
de un torso se evidencia una germinación vegetal, y casi siempre es fácil
advertir el cruento itinerario que conduce a estas invenciones metálicas a la
forma de una obsesión.
Una iconografía hierática impone la ductilidad del tiempo.
Sus figuras adquieren por el hechizo del arte existencia milenaria y la fuerza
que las totemiza revela una
insaciable hambre cósmica, y se podría pensar que en su vuelo vertical ellas
entonan una plegaria a la Vía Láctea o a la Nada, o tal vez a un dios que nunca
vendrá…
Con frecuencia sorprendemos a sus seres antropomorfos en una
mutación a pájaros o a creaturas bebedoras de luz, y en singulares ocasiones
vemos numerosas ramas aflorando de sus cuerpos, pues la obra de Amaral es la
apología de una metamorfosis inconclusa, es la proyección del ser hacia su
límite, a veces provocada por impulsos aciagos y otras por la perseverancia
interior, por el colosal intento de alcanzar una trascendencia galáctica.
Jim Amaral: “Cisne 1”. Bronce, 2000.
Piezas magistrales como “Wingfall” donde las alas
son la esclavitud, como las Esfinges que con apariencia aterradora
esperan nuestra respuesta después de su interrogación calcinante, y como varios
de sus Cisnes de piernas mutiladas que apenas conservan del cielo
algunas plumas azules, bastarían para corroborar el trágico fulgor de su
universo expresivo; no obstante complementando ese espacio mítico: “Hombre
atado” y “Latitud 4 grados norte” que corresponde a la posición geográfica de
Colombia, verdaderas poéticas de la crueldad, hacen de Amaral uno de los
testigos más agudos de nuestro tiempo desolador.
Los grávidos seres con sus brazos en espiral, o
aquel Poeta muerto que expone la marina concavidad de su cráneo —como si
delatara así su metáfora póstuma—, relatan en realidad un viaje a la fuente de
nuestros miedos, un itinerario de angustia en pos de un signo que nos ayude a
sobrevivir.
“¿Contra quién combato? ¿Qué es aquello que me
desvela? ¿Por qué permanezco atemorizado ante una flor, una nube o una
estrella, sin que nadie me ofrezca el equilibrio, ni siquiera el amanecer?”,
exclamó Amaral en una conmovedora entrevista que tuve el honor de tutelar en el
año 2008.
La forma lúcida de la tragedia asiste a estas
esculturas fascinantes. Hombres-pájaro subyugados por la inutilidad de sus alas
atormentadas y personajes de cuerpos mancillados, poseídos por pátinas de color
azul o verde, que a veces recuerdan matices de los bronces etruscos, lanzan su
silencio tremendo al infinito.
Un diálogo de estas obras con los Moáis de la isla
de Pascua, que aguardan el regreso de una divinidad desconocida, se hace
inevitable, pues aquí asistimos a las visiones del origen. El artista trabaja,
lo he sospechado siempre, con los dedos del tiempo, y esto es posible
comprobarlo al advertir sus laboriosas oxidaciones y relieves.
Y mientras penetramos con su tribu de metal al
territorio de lo sagrado, al caos que propone una era de rostros abolidos donde
todos somos iguales, ocurre la necesaria disolución de la niebla para que
nosotros podamos ver el destello de la verdad en el arte, según la mencionada
sentencia heideggeriana.
La creación, propuesta en esta obra como un retorno
a la intemperie existencial, lega a su demiurgo la facultad de viajar al origen
del horror, como lo corrobora en Siete sombras, su más reciente
congregación de bellas creaturas oriundas del país del estremecimiento.
No obstante, es oportuno agregar aquí que el
horizonte creativo de Amaral se extiende a otras zonas expresivas, pues es un
obstinado hacedor de singulares dibujos regidos por radicales asociaciones
eróticas, donde con lucidez bebe en la fuente de la infancia intentando
descifrar la despiadada pregunta de la sexualidad. “El goce supremo es la
metamorfosis, la más alta fantasía del amor no es la posesión sino la
transfiguración sexual”, sentenciaba Jean Baudrillard, pensamiento aquí
verificable.
Un bestiario fantástico se manifiesta en sus dibujos
provocadores, una ingenua perversidad habita los caballos contrahechos e
impúdicos fechados en 1964 que comentara con lucidez Juan Antonio Roda; un
desgarramiento del deseo puebla sus surreales Cartas antiguas, y una
ironía del sueño de la completud sus Paisajes carnales de los
setenta, donde el cuerpo es asumido como un estallido de sus zonas simbólicas,
como una danza de soles erógenos.
En sus Flores invisibles (1977), dibujadas
como un secreto homenaje a los grabados botánicos del siglo XVIII, en sus
bodegones espectrales titulados Frutos de duelo (1982) y De profundis
(1984) —alusivos a la muerte de su padre—, verdadero naufragio de
grises, presenciamos las frutas elevadas a su destino de fósiles.
Siguiendo este vuelo sobre sus fases creativas,
surgen sus Íncubos y súcubos y los Signos del zodíaco, ejecutados
a lápiz y acrílico durante la década de los ochenta, que emparentan su
iconografía con El Bosco y especialmente con William Blake, tal como lo
vaticinara el famoso escritor francés André Pieyre de Mandriargues, en un
comentario a una de sus exposiciones realizadas en la Galería Loeb de París en
1971.
En sus series de imperioso colorido: Per-se, Aguas turbias, Caleidoscopio y El hogar en la casa, urdidas
durante el nuevo milenio, y provistas de un gran poder onírico, es notable la
levitación de esas mujeres que caen como lámparas, la composición circense de
aquellas figuras que parecen retozar en una playa ingrávida... También, como
artífice de collages y de un universo de objetos delirantes, de sillas
inútiles, de espejos muertos y de cucharas aladas, Amaral alcanza una dimensión
perturbadora.
¿Es
entonces su obra la condena de un mensaje que nunca será recibido? ¿Es además
una respuesta lúdica al tormento de lo erótico como lo manifiesta en sus
dibujos donde la metamorfosis despliega su dominio? ¿O es la profecía artística
de nuestro origen aterrador?
Puede ser
todo lo anterior, como lo hemos dialogado tantas veces, o la denuncia del reino
de la soledad y de la incomunicación que se impone cuando derrocamos los
espejismos de la existencia según lo testimonia su archipiélago escultórico.
Porque “cuando lo real se mueve quedamos
desprotegidos, solos, atemorizados, y tendríamos que hacer del arte una
religión, si queremos que el mundo regrese a su sitio”; evoco a manera de
respuesta una de sus afirmaciones consignadas en el reportaje “¡Cuídense de la esperanza!”, perpetrado para el número 19 de la
revista Común Presencia.
Y ahora
que todas mis palabras están puestas, lo observo a contraluz en la gran mesa de
su estudio, mientras me llega la metáfora que usara Marta Traba para definir
sus pinturas poco antes de su accidente fatal en 1983: “Esta es un obra de cámara que no puede sino hablar su espacio
solitario”. Luego me adviene también el párrafo que le dedicara el novelista
chileno José Donoso que introduce el catálogo de su gran retrospectiva
realizada en el Museo de Arte Moderno de Bogotá en ese mismo año: “Amaral lleva
en sí la semilla de lo perecedero, la voluptuosidad y la muerte”.
Cierro
los ojos y lo veo acompañado de un Vigilante
lunar, un Árbol camino y un Perro guardián de rostros condenados; luego lo
vislumbro tañendo la campana en un templo hindú para avisarle a los dioses su
presencia —tal como rememoró en nuestro más reciente ritual de café—, y por
último lo imagino ingresando al laberinto de su creación completamente solo,
dispuesto a ser la víctima de la Esfinge o del Minotauro, del amor o de la
muerte, del deseo o del abatimiento; decidido como siempre a morar en el
magnífico universo de lo trágico.
---
Jim Amaral, escultor
y dibujante nacido el 3 de marzo de 1933 en Pleasanton (California) y creador
de un universo perturbador. La maestría de su obra escultórica y sus
provocadores dibujos eróticos le otorgan un sitial irremplazable en la plástica
contemporánea. Se graduó en 1954 en Stanford University, Bachelor of Arts.
Realizó estudios en Cranbrook Academy of Art entre 1954 y 1955. Reside en
Colombia desde 1957, con temporadas en California y París. Ha realizado
exposiciones en Estados Unidos, Alemania, Francia, Suiza, Italia, Bélgica,
Venezuela y Suecia, entre las cuales destacamos las efectuadas en los Museos de
Arte Moderno de Nueva York, Bogotá, París, y el Centro Georges Pompidou.