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FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Marco Antonio Garzón, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez, Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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con el asunto “Retiro”
CARLOS REYGADAS:
OSCURIDAD ¡OH MI LUZ!
Omar Ardila
De la “nueva generación” de cineastas latinoamericanas hay uno que ha logrado impactarme de manera especial debido a su complejo y depurado trato con la imagen, el tiempo, el espacio, el movimiento, el sonido, y por la arriesgada facilidad que tiene para adentrarse en disímiles paisajes humanos; se trata del mexicano Carlos Reygadas, quien nació en Ciudad de México en 1971.
Cuando hablo de “nueva generación” de cineastas nacidos en el Territorio del Sur, no estoy tratando de alinearme con criterios comunes, tantas veces reiterados en estos últimos años, pues considero que esa posible categoría de estudio no es muy clara en su definición.
Puesto que en Reygadas encuentro tantos elementos dignos de ser comentados, esta aproximación no pretende ser exhaustiva (solo me referiré a sus primeros tres largometrajes) sino más bien un esbozo que quizás sirva como invitación para adentrarse en las fluidas cartografías fílmicas que nos ha brindado para el deleite estético.
Lo primero sobre lo que quiero llamar la atención es la transparencia y sencillez de sus propuestas, permitiéndose reconocer y homenajear a los grandes maestros que le han acompañado durante su reflexión-creación cinematográfica. En sus tres primeros largometrajes se ve claramente, por un lado, el poderío musical y rítmico, provenientes de aquellos espacios inabarcables a los que nos acostumbró Tarkovski; por otro, la experiencia subjetiva exaltada de tal forma que para su comunicación sea lícito el “aplanamiento” del actor, de la presencia humana, como nos lo dio a conocer Bresson; y por último, la búsqueda incesante de la “luz esencial” (aunque ello suponga el vértigo de conocer previamente la quietud de la oscuridad), camino delineado recurrentemente por Dreyer. Cuando un director reconoce con humildad (como lo ha hecho Reygadas) que es a esos grandes directores a quienes les debe el impulso para configurar su camino, y cuando logra evidenciar el influjo de aquellos en su obra, es cuando más grandeza adquiere su creación artística y cuando más logra emocionarme, pues a éstas alturas, no pretendo encontrar originalidad, sino nuevos brotes de esos flujos revolucionarios que se han sobrepuesto a la horizontalidad predominante en la mayoría de cinematografías.
Personajes y escenarios
Comienzo el recorrido por la obra de Reygadas, adentrándome en la metodología que utiliza con los actores. Retoma parte de los principios Bressonianos, los cuales están basados más en el uso de la presencia humana que en la representación técnica. Según dicha práctica, el actor está ahí solamente aportando su presencia mas no tratando de apropiarse y de expresar una caracterización propia del personaje delineado con anterioridad. Sin embargo, Reygadas va más allá puesto que para él sí es importante que el personaje aporte su “energía” frente a la cámara, eso sí, tratando al máximo de ser directo y auténtico, pues lo que le interesa no es mostrar un personaje sino una sensación. En Japón (2002), tanto Asces como el personaje que busca un lugar para matarse, logran comunicar, antes que su historia de vida, la dificultad que afrontan por la inadaptación con el entorno. Por su parte, los otros personajes que aparecen al margen, hablan desde su cotidianidad, sin camisas de fuerza para seguir un papel determinado, de tal forma que sus intervenciones se aproximan más a testimonios documentales que permiten hacer una reconstrucción etnográfica y paisajística. En Batalla en el cielo (2005) los personajes parecen más controlados, aunque el director aclara que trató de llevarlos a un plano estático, donde solo pudieran aportar su presencia y su lenguaje no verbal; una suerte de actuación arquetípica donde los actores aportan lo que hay dentro de sí mismos (la afección). Lo realmente importante es mostrar el mundo interior del personaje, las intensidades y tensiones que lo atraviesan, y tratar de transparentar ese mundo afectivo. El personaje aporta su presencia y su energía pero éstas no determinan al filme, es el filme el que muestra de una manera diferente la dimensión afectiva del personaje. Reygadas nos dice al respecto: “es el cine el que construye a su personaje, no es el actor. En el teatro los actores construyen a los personajes y la mayoría del cine es literatura teatralizada en mi opinión, entonces es una serie de gente que emplea la técnica del teatro para representar personajes. Pero el cine tiene la facultad, sub-aprovechada, de construir personajes con su propio lenguaje, como en el efecto Kulechov. Para mí esa es la clave de todo. Entonces yo no quiero que los actores construyan los personajes, yo quiero construirlos con el cine” (1). En Luz silenciosa (2007) hay menos “aplanamiento” (en el sentido bressoniano) del personaje, pues se le permite expresar un poco más de emoción, aunque la situación le es revelada solamente en el momento previo a la construcción del plano, tratando de llevarlo a evocar situaciones afines con las que se están viviendo en la película.
En una línea similar y complementaria al especial tratamiento que tiene con los personajes, Reygadas también opta por una particular relación con los escenarios, tratando de que éstos sean auténticos para luego poder transfigurarlos por medio de la creación cinematográfica. Busca por todos los medios de mostrar la realidad tal como la encuentra, la belleza tal como está, por eso considera que sus tres películas son igualmente bellas. “Mi acercamiento estético a la materia y a la gente es el mismo en los tres casos. Es realismo, desde un punto de vista antropológico” (2). Estos paisajes, además, guardan una estrecha relación con el director. En Japón, trata de volver a los escarpados lugares que visitó durante su infancia; en Batalla en el cielo, se adentra en la caótica Ciudad de México, donde ha sido impactado tantas veces por las noticias que hablan de la audacia de los criminales; y en Luz silenciosa, escoge un tipo de paisaje nada convencional: el de una comunidad menonita que aún pervive en el norte de México, donde los personajes arios con sus antiguas costumbres, se sienten extraños en el territorio americano, como errantes fijados en el tiempo.
Flujos temporales
También es importante considerar la relación que establece Reygadas con el tiempo. Frecuentemente hay un entrecruzamiento entre las capas del pasado y los ángulos del presente, aunque por momentos parece gravitar por fuera del tiempo. Pero para conseguir la evocación del pasado, no requiere del uso del flashback ni de la ubicación por parte de un narrador, son los gestos y las búsquedas de los personajes los que nos hablan de los conflictos surgidos en el tiempo. Todo parece seguir el ritmo fluido del existir, en el que están inmersos unos personajes que viven intensos dramas, los cuales tampoco pretenden resolverse. Abundan los planos-secuencia de gran duración y los planos detenidos en los personajes, abordados desde diversos ángulos.
Con estas insinuaciones, se nos hace evidente que el interés del director no está centrado en lo narrativo, incluso, son muy pocas las pistas que se dan para tratar de desentrañar la historia, que aparece en el fondo más como un pretexto para mostrarnos mundos interiores y diversas reacciones de los personajes, llevándolos a la transparencia en la expresión física.
En Japón no hay un vínculo narrativo (dentro de la tradición clásica del Modo de Representación Institucional). Se hace un seguimiento al personaje por imponentes espacios geográficos y hacia su mundo interior, poblado de incertidumbres (agotamiento, descreimiento, insatisfacción). De entrada, no se nos dice nada acerca del personaje, todo se va trasluciendo poco a poco (incluso, dejando al final muchas incertidumbres). Lo poco que sabemos de él es que busca un lugar para matarse y que está en conflicto con el entorno; sólo parece reconciliado con su infancia, con esos lugares idílicos poblados de personajes fantasmagóricos. Las imágenes visuales y sonoras establecen un contrapunto revelador pero no exhaustivo; en cambio, sí remiten a afecciones, las cuales hacen parte de espacios abiertos, ilimitados e insondables. Una secuencia de Japón que nos ayuda a precisar más la dimensión temporal desarrollada por Reygadas, es aquella en la que el personaje, en una mañana soleada, escoge un lugar al aire libre para dedicarse a pintar y terminar luego, regalándoles sus pinturas a unos niños que desfilan frente a él con diversos atuendos y expresiones, y saludándolo con cierto fervor. El personaje se mantiene distante, absorto en la música de cámara que escucha en unos audífonos, y que lo aleja sin aislarlo plenamente del paisaje (paisaje que es el espacio infantil del director). La secuencia se complementa con la ampliación del espacio a través de un giro que nos muestra a dos ancianos que van en sentido opuesto al de los niños, quienes también le presentan un saludo al personaje. Como podemos ver, hay un estrecho vínculo con el tiempo. Los niños son todo y uno en el tiempo; son diversos rostros y atuendos pero una sola presencia temporal: la infancia. Asimismo, el guiño que nos hace el director (al mostrarnos desde la parte posterior, la contemplación que hacen los ancianos) nos introduce en otro tiempo: la vejez; a la cual, él ha decidido renunciar, pues ya quiere suicidarse. El tiempo se va condensando pero no en la instantaneidad del presente, sino en la virtualidad de su mismo fluir. Asimismo, en la primera y última secuencias de Luz Silenciosa, hay una cristalización del tiempo, la cual se nos hace aprehensible a través del mundo sensorial. Hay un desplazamiento de sólo treinta metros y un extraño efecto (“condensación de luz pero no de movimiento”, según dice el director). Incluso, hay otro fragmento que también nos revive algunas capas del pasado, pero esta vez para homenajear al gran maestro Carl T. Dreyer, y en cierta forma, continuar juntando líneas nómadas que han subvertido la magnitud temporal, de manera similar a como sucede en Ordet (Dreyer, 1955). Sin embargo, lo importante y novedoso es la manera como el director le da la salida a dicha problemática, recurriendo a una situación que no hace parte de la realidad física. Reygadas establece una importante diferencia entre el milagro generado por una figura cristológica en el filme danés, y el milagro existencial generado por el amor de otro ser humano. Por tanto, quienes han visto esta secuencia como una simple copia del filme de Dreyer, desconocen que el interés del realizador es más el de revivir uno de sus filmes preferidos para seguir dialogando con el mismo.
Espacios e imágenes-sonoras
Otro elemento valioso en la obra de Reygadas es el manejo del espacio. En Japón y en Luz silenciosa, se construye la obra básicamente con el alcance que proporciona la cámara, mientras que en Batalla en el cielo, la estructura está más sustentada en el corte de planos, lo que nos da la impresión de estar frente a una obra más controlada. Algo también notorio en las tres películas, es la presencia del fuera de campo (notorio especialmente a través del sonido) que nos permite a veces, seguir el desarrollo de acciones completas sin que las veamos en el cuadro.
Describo algunas secuencias que son capitales, las cuales ya tienen su lugar especial en la memoria cinematográfica de los últimos años. La primera es de Japón, y opera como un punto de inflexión, dado su contundente carácter poético: luego de sortear empinadas montañas, el personaje llega a una meseta con la firme intención de suicidarse. Aunque imponente el lugar, ahí sólo parece habitar la desolación, pues hay un caballo muerto que empieza a descomponerse. El personaje pasa al lado del animal pero se instala al borde del precipicio y saca un arma que dirige hacia su pecho. Sin embargo, desiste de su propósito y regresa para acostarse junto al caballo e iniciar el proceso de liberación de su congoja. La cámara empieza a girar de manera concéntrica en torno al personaje y poco a poco se va elevando para dejarnos ver la magnanimidad de la cadena montañosa y la profundidad de un gran cañón. Es un momento sublime, el cual, además, está acompañado con una música incidental de enorme belleza. Ahí la imagen se cristaliza (asistimos a un tiempo pero no cronológico) y la invitación que se nos hace, es para establecer un vínculo a la manera de un vidente, que puede reconocer la virtualidad del tiempo. Esta hermosa secuencia encuentra su complemento en el cierre del filme (la más arriesgada y novedosa relación espacial); ahora la cámara se desplaza hacia el frente sobre los rieles de un ferrocarril y realiza múltiples giros de 360 grados, de adentro hacia afuera, mientras nos va dando a conocer los pormenores del accidente donde se vio involucrada Asces y todos sus acompañantes. Y aunque vemos cadáveres por todas partes, en el fondo se imponen los maravillosos paisajes. De nuevo el espacio está en el centro de la reflexión (mejor aún, de la mostración, pues esta secuencia como tantas otras, más que descriptivas, son afectivas). Un espacio que es ampliado por el tiempo para introducirnos en la contemplación de lo infinito. El director dice que la música le dio la clave para construir esta secuencia. En efecto, el poderío del ritmo y del tempo que circula durante toda la obra, nos ha venido preparando para este grandioso cierre.
En Batalla en el cielo, también hay un plano-secuencia con giro de 360 grados, que parte desde el interior de un cuarto donde Marcos y Ana acabar de tener un acto sexual, y nos lleva por los tejados del vecindario, enseñándonos las acciones que desempeñan diversas personas en el mismo instante; finalmente, la cámara nos devuelve al cuarto para enfocar los dos cuerpos desnudos que descansan uno al lado del otro.
En Luz silenciosa, el espacio es cuidadosamente definido, de tal manera que no hay efectos de luz, la luz es esencial, pura inmanencia, está y fluye en medio del silencio (de los personajes, del paisaje), traspasando todo con su energía, brotando libre en todas partes. El director deja fluir la naturaleza tal como es, tratando de incidir lo mínimo posible.
Y el otro gran acierto de Reygadas es la construcción de la imagen-sonora, aquella que se da cuando lo sonoro alcanza el estatuto de imagen y puede coexistir sin subordinación a la imagen visual. Posteriormente, cuando cada una de esas imágenes alcanza su límite, también definen un límite que les es común. El límite que las separa a la vez las vincula logrando separarlas, es decir, el límite de cada una es lo que la relaciona con la otra (una “relación indirecta libre”). En Batalla en el cielo, el sonido delinea una relación del afuera con el adentro. Marcos, está “comiéndose” por dentro, y el sonido exterior corresponde a la opresión de las superestructuras sociales, que poco aportan para la solución de las problemáticas internas. El sonido exterior exaltado, ahoga la necesidad angustiosa de silencio que busca el personaje. Ese exterior incide sobre él pero no le resuelve nada; sirve más como ampliación de la perturbación y de la tremenda situación que vive al ver cómo se le van cerrando todas las puertas. Asimismo, durante la antesala de la relación sexual entre Asces y el personaje, en Japón, hay contrapuntos rítmicos (una interioridad musical) que nos muestra dos historias de vida, dos seres marginales pero resistentes, que se encuentran para juntar sus soledades. Aquí nuevamente se nos está reafirmando que imagen y sonido construyen una totalidad, pero mantienen su autonomía, precisamente, en la diferencia. Reygadas nos habla de que “el cine es el arte de ver y escuchar”.
Finalmente, sólo me resta decir que Reygadas ha construido un verdadero cine de autor, con personajes, paisajes e historias marginales, aunque él mismo se niega a aceptar que su propuesta esté inscrita dentro de los lineamientos conceptuales que definieron el cine de autor durante la Nueva Ola. Para Reygadas, el cine de autor existe de por sí, antes y después de la Nueva Ola.
Notas:
(1) Entrevista de Mauricio Álvarez para Pulpmovies, International Film Festival Rotterdam 2006.
(2) Entrevista de Fernanda Solórzano para el portal Letras Libres, octubre 2007.
(3) Entrevista de Fabien Lemercier, para Cineuropa, octubre, 2005.
EL REGALO DEL MAR DE LA MEDIANOCHE
John Fitzgerald Torres
A Gonzalo Márquez Cristo,
porque un día feliz
nos recordó este regalo
El niño descubrió el enorme objeto varado entre las piedras de la escollera y después de observarlo mucho se acercó hasta él y lo envolvió cuidadosamente en su camisa de franela amarilla, haciendo un nudo con las faldas a la altura del orificio anterior para arrastrarlo hasta la arena.
Era un ejemplar hermoso, sin duda. Desde la playa, el niño lo había estado contemplando por un largo rato.
Bajo el rayo del sol y salpicado por el agua marina, entre algas verdinegras, deshechos flotantes y redes rotas, la superficie parda se revestía a cada instante de matices deslumbrantes: una ráfaga de luz plateada se desprendía de él cuando el golpe de una ola lo movía de cara al poniente, o un azul nacarado se iluminaba de pronto al empozarse en sus bordes la sal que la espuma dejaba al retirarse; a veces, cuando se suspendía en la superficie semejando la panza invertida de un pequeño bote de náufrago, arrojaba unos destellos rojizos que, desde el mar, a lo lejos, habrían engañado los ojos diestros de cualquier navegante.
Al principio, el niño creyó que se trataba de la coraza enmohecida de una vieja armadura que el mar había robado a las profundidades y que había arrastrado hasta la superficie dejando en el camino huesos deshechos por la corrosión de los siglos; supuso también la suerte de hallar un cofre pirata cuyo interior acumulaba alhajas de oro, piedras preciosas y cientos de monedas de plata en cuyas caras se habría desdibujado ya la imagen de algún rey de ultramar.
Pero después no estuvo seguro.
Entonces se había acercado con cautela por la playa, cuidando de que sus movimientos no fueran advertidos por aquello que estaba anclado en el muro rompeolas, hasta que las chispas de sus ojos contemplaron el caparazón de tortuga más hermoso, enorme e iridiscente que habían visto jamás, bamboleándose con el flujo y reflujo de las aguas entre las aristas de las piedras y los desperdicios flotantes.
Cuando estuvo cerca, con su pie desnudo ahuyentó una jaiba minúscula que intentaba colarse en su interior a través de la abertura alargada de un extremo, y se inclinó un poco hacia el agua para admirar mejor la verdadera dimensión del brillante cofre.
A lo largo, del centro de un orificio al otro, tendría aproximadamente la medida de dos veces su brazo apuntando al sol de mediodía y, en general, podría decirse que su tamaño casi sobrepasaba al de su propio cuerpo. Las placas nacaradas que nacían en el punto más alto del lomo y descendían hacia los lados hasta rematar en los bordes afilados en un lapislázuli tímido, hicieron que el chico pensara en los ojos vigilantes de los dioses marinos.
Por último, sin decidirse a tocarlo todavía, el niño había extendido su camisa de franela sobre una roca próxima. Cuando intentó levantar el caparazón de un solo impulso, comprobó que por lo menos tenía el peso de una docena mediana de corvinas juntas, y luego, poco a poco, moviendo primero un extremo y después el otro, logró meterlo en la camisa atándolo con las faldas por el lado de la cabeza por si el animal todavía estaba vivo.
Entonces golpeó con los nudillos sobre la superficie dura y escuchó responder desde el interior un eco tibio.
Lentamente, unas veces tirando por las mangas y otras empujando desde atrás, después de una hora de fatigosos esfuerzos el niño había conseguido liberar el gigantesco caparazón de las enredaderas y llevarlo hasta la playa. Allí pudo entregarse a la contemplación admirada de sus reflejos irisados hasta que el sol se miró por última vez en los espejos de su cúpula. Sólo en ese momento se le cruzó al niño la idea de asomarse al interior, pero la escasa luz que provenía de los neones de la carretera no le permitió ver la apariencia de su misterioso habitante.
Entonces aguardó sentado frente al caparazón durante varias horas. Luego probó a golpearlo con conchas de caracoles que estallaban como cristal contra los filos de las escamas; arrojó puñados de arena suave por las aberturas de los costados; saltó sobre su bóveda hiriéndose el arco de los pies y gritó con todas sus fuerzas en su interior, consiguiendo solo una respuesta muda.
Una varita de sanmartín que introdujo por la ranura anterior desapareció en sus entrañas sin que el chico pudiera recobrar el otro extremo.
Finalmente, rendido por el esfuerzo infructuoso, tras rehacer los nudos apoyó su espalda contra un costado de la armadura inerte y se durmió de cara al mar, amparado por los graznidos nocturnos de un ave marina.
Un rumor de voces próximas lo despertó a media mañana.
Cuando despegó los ojos por completo, el niño se dio cuenta de que había estado soñando con legiones de silenciosas tortugas que, en medio de la madrugada, zarpaban de la playa bañadas por la luz titilante de las últimas estrellas hacia los vapores suspendidos sobre las olas, en una procesión lenta y solemne como si acudieran a una cita inaplazable en los confines marinos.
Pero ahora, varios metros más allá del cerco de palmeras y del borde oscuro de algas destrozadas, bajo un cielo encapotado el mar rasgaba ruidosamente sus encajes de espuma contra las aristas de los arrecifes y el flanco de las escolleras.
A sus espaldas, el niño sintió de pronto la sensación de que lo observaban. Se incorporó sin prisa. Un grupo de niños turistas en traje de baño, enrojecidos y sofocados y con las caras inflamadas, contemplaba absorto el envoltorio de su camisa amarilla.
–Es una trampa para anguilas –explicó el niño sin que se lo preguntaran, mientras se frotaba los ojos. Pero el grupo de chicos continuó inmóvil.
–Ha caído una pareja anoche mismo –añadió–, y son venenosas. –Y los chicos dieron un salto atrás.
El niño tomó el envoltorio por las mangas y lo arrastró unos metros para acercarlo a la sombra; tuvo la impresión de que había aumentado de peso. El aire colmado de humedad y con poca luz, había inmovilizado de nuevo a los pequeños turistas y a él mismo le dificultaba el movimiento.
No sabía muy bien qué quería hacer con el caparazón aquel ni hacia dónde quería dirigirse, pero de pronto, como si una llamita se hubiera encendido en el fondo de su corazón, una especie de voluntad misteriosa aleteó vigorosamente en su pecho. Entonces enrumbó hacia la carretera, arrastrando su carga en dirección contraria a la del viento.
En los toldos de bebidas para los veraneantes que se aprestaban a las celebraciones, el niño se detuvo unos minutos para arreglar las abotonaduras. Un cimarrón que engullía ostras subido sobre un cajón, figurándose que era un enorme regalo que el chico habría recibido aquel día, reparó en su carga:
–Para ver, muchacho, qué tanto llevas ahí –le indagó, mientras le extendía en la mano un marañón rojo y maduro.
El niño miró hacia el mar. Las olas traían hasta la playa un aroma de tormenta y dejaban en las orillas pedazos de urdimbres de pesca y amasijos de algas y aguasmalas. Un albatros de plumaje negro huía apresurado hacia el norte, buscando otro punto de la costa.
–El huevo de un pájaro soñador –respondió entonces el chico, sin saber por qué lo decía.
–Y qué clase de pájaro es ese –volvió a preguntar con incredulidad el hombre.
–Uno que no se conoce –dijo entonces, a punto de reiniciar su camino.
Pero el hombre insistió:
–A ver, si yo conozco a todos los pájaros.
–Pero a éste no –repuso el niño–, porque este todavía no existe.
Y se alejó de los toldos de bebidas cuando empezaban a caer del cielo unas primeras gotas de lluvia, gruesas como almendras.
El paso de la carretera le fue tan difícil, que desde el otro lado dos hombres con gorras de beisbolistas se ofrecieron para ayudarle. “Una pepa de mango que no terminaba de crecer, hasta que el árbol se cansó de tenerla en sus ramas”, fue lo que respondió a los beisbolistas.
Un poco después del mediodía, cuando el aire de tormenta humedeció a retazos la arena y revolvió por completo los tendederos de baratijas y manchó las esteras de los durmientes con el tizne de las calderas de los buques que cruzaban el horizonte, el niño llegó hasta el mercado empujando desde atrás el peso acrecentado del caparazón.
“Una inmensa ostra atragantada con un tiburón”, dijo con entereza a unos, “La almendra de un coco gigante para sembrar de una vez toda la costa entera”, respondió sin vacilar a otros; “El diente molar de una ballena azul”, contestó con seguridad a los más descreídos.
Cuando hubo llegado exactamente al otro lado de la costa, el chico se detuvo a descansar. Sacó de su bolsillo el marañón maduro y sorbió con calma su jugo fresco.
El aire estaba a punto de incendiarse y a lo lejos se alcanzaban a escuchar las melodías felices de los preparativos de la fiesta, y aunque el sol emitía tan solo discretos rayos de luz por entre las nubes de lluvia que empezaban a marchar hacia el continente, desde la cerca de un cobertizo próximo la voz de un pescador anciano lo invitó a hacerse a la sombra.
–Es muchas cosas a la vez –respondió el chico a la curiosidad paciente del viejo, que apoyado en un bastón se acercó para observar mejor.
–Con mucha razón lo dices –sentenció el viejo cuando el niño descubrió el lomo del caparazón entre los botones de su camisa amarilla–, si era una tortuga carey.
–No –repuso velozmente el niño, mirándose en sus ojos de mar en la noche–, no era, todavía es; y es más que eso, es un regalo –y acarició suavemente la dureza del lomo nacarado.
–Ajá, y qué es lo que piensas hacer con ese regalo tuyo –preguntó otra vez el anciano.
El niño pensó un momento.
–No sé –dijo, y recordó su sueño con tortugas–, tal vez lo devuelva al mar.
–Pero si se ve que ya no tiene vida –replicó el viejo.
–Pero la tendrá –repuso el chico, muy convencido de pronto de lo que decía y recordando la cercanía de la medianoche–. La tendrá, si consigo llevarla a tiempo.
Entonces el viejo lo vio hacer de nuevo el lío con su camisa de franela y lo siguió con los ojos empequeñecidos hasta que el niño desapareció tras la cerca de palma sin ocuparse de trancar la puerta.
Desde los toldos fustigados por la brisa, los vendedores de pescado y chipi chipi vieron cruzar al niño con su equipaje misterioso. Un grupo de turistas blancos que celebraba con anticipación la nochebuena bailando cumbiamba en el filo del agua alrededor de una hoguera, se detuvo para ver pasar al niño que araba una profunda estela en las arenas grises de la playa, y ante el esfuerzo increíble casi lo aplaudió.
Imperturbable, avanzando entre las sombras, el niño arrastró su carga aún por varias horas más, hasta la soledad limpia y serena de una playa alejada.
Una vez allí, valiéndose de las últimas fuerzas que le quedaban, desató su envoltorio cuyo peso le pareció el doble. Luego empujó el caparazón hasta el límite de la arena, donde un instante después el reflujo de las aguas agitadas acabó por internarlo entre la espuma, como si el mar lo hubiera tomado dulcemente entre sus manos de espejismo.
Entonces el chico se sintió a un tiempo satisfecho y triste. Fijó sus ojos en los resplandores lunares del caparazón que ahora se alejaba mecido por las olas, hasta que no lo divisó ya en el horizonte perlado del mar. Y luego se dejó arrastrar por el oleaje profundo de su corazón.
Sintió cómo era impulsado lejos de la costa por el reflujo de algas fermentadas y cómo, entre millares de juguetones alevinos, las frágiles medusas iban agolpándose lentamente bajo el firme vientre de su coraza. Frente a sí, levantando con mucha dificultad la cabeza, pudo contemplar la barrera de arrecifes que a pocos metros se extendía amenazante bordando con espuma tibia el azul tapiz marino y, más allá, donde sus ojos no alcanzaban a llegar, el cielo y el mar fundiéndose en un solo telón inmenso y majestuoso.
Volviéndose, el niño divisó la playa. Sobre las coronas iluminadas de las palmeras, contra el cielo oscuro, empezaban a estallar las primeras luces artificiales de las celebraciones. Y de pronto allí, sobre el vértice de aquella playa solitaria, se vio a sí mismo levantando en su mano un adiós, como agitando desde la proa de un buque un pañuelo de nuncamásvolver. Entonces, con un alegre impulso, echando hacia atrás sus aletas, el niño se zambulló en silencio bajo las profundas aguas del mar de la medianoche.
DOS RESEÑAS DE EUGENIA SÁNCHEZ NIETO
SOBRE LA POÉTICA DE
CARLOS FAJARDO FAJARDO
Bajo extraños soles
Colección Carpe Diem, Asturias, España; 2017
De estación a estación crece tu silencio
El libro de Carlos Fajardo, Bajo extraños soles (Colección Carpe Diem, Asturias, España; 2017, 53 páginas); inicia con dos epígrafes “Mejor morir sin que nadie/ lamente glorias matinales, lejos/ del verano querido donde conocí dioses.” De Gaitán Durán y “ El hombre es este instante,/ exilio sin voz para su noche,/ noche en la noche de su viaje…/de Carlos Obregón; dos poetas viajeros, residentes y muertos en otros países; los dos epígrafes revelan los caminos de este libro que tiene que ver con el hecho del exilio, del viaje, la distancia frente a la tierra natal, el ser extranjero, extraño en otras tierras; la sensación que se tiene y se revive con algún olor del tiempo ido, de la infancia “ en la punta de sus alas viaja un olor a flores que son la infancia”; su palabra nos alerta de cierta sensación de orfandad, “Alguien teje el dolor en la rueca del mundo, este ir y venir por los trastos del día”; la nostalgia por los años idos y por la distancia tanto física como espiritual, el alejamiento lo hace melancólico “ ¿Dónde quedó tu luz de infancia, las conocidas ciudades?/ A la distancia/ la desvanecida tierra donde reposan tus padres.”
Esta poesía no tiene imágenes rebuscadas, encuentra la palabra justa, su escritura tiene gran capacidad de síntesis y con ella da profundidad a su expresión lírica que tiene que ver con la orfandad del exilio, esa es su principal línea testimonial, al lado está la soledad, el desasosiego, la perdida, el vacío, las carencias el hundimiento “Te hundes en las ciudades”; Carlos Fajardo desde su particular forma de ver el exilio no lo encuentra alegre, “te confundes entre gentes que no amas, seco y duro como fruto de invierno” Esta lírica está en tensión entre el vacío del exilio y la añoranza de lo perdido: su infancia, el amor, su tierra. Podría pensarse que el extravío de la infancia, de su primer amor es otra forma de exilio.
Algunas de las imágenes que iluminan esta poética son: “palabra llena de deseo en plena oscuridad” “luz sin luz que no te pertenece” “Despojado de tu voz, caminas bajo un cielo fundido”, “rueca con que tejes ceniza tras ceniza”. Esta poética no pretende confundir, hay unidad entre la imagen y el pensamiento.
Esta poesía recrea la nostalgia que produce el exilio, el ser extranjero, la soledad, la dificultad de olvidar, entre más lejos se está los recuerdos vuelven y son difíciles de erradicar, “Es tan duro olvidar, ah desterrado”. Frente a la inseguridad y lo desconocido se evoca más vívidamente cierto pasado de la infancia, de los amores perdidos, ésta memoria se vuelve el pequeño paraíso; esta lírica no recrea el viaje como placer sino como vacío, “en los cuartos de hotel es el miedo tu cómplice” / “Solo queda el silencio, /horas que se esfuman en una procesión insomne”. Se añora la casa, la tierra, sin embargo, esta soledad de la distancia y extrañeza permite el encuentro con la palabra, consigo mismo, “Ella es tu fortuna / el secreto que guardas, / tu fatal certidumbre”. Esta lírica plantea la dificultad de “hallar tu voz entre las voces” Paradójicamente en este viaje a tierras lejanas, extrañas, va el poeta al rescate del pasado, de su infancia, su tierra, sus olores, el amor, la amistad, es un viaje hacía sí mismo buscando encontrar las claves que lo sintonicen consigo mismo y con el reencuentro con su lírica que le dé sentido a ese presente extraño que aparentemente es frío y distante.
LAS ESPADAS DE DIOS
Ediciones El Escondite, Manizales, Colombia, 2018
Asustada Soledad
El libro Las espadas de Dios (Ediciones El Escondite, Manizales, Colombia, 2018, 60 pg.); El libro está dividido en dos partes, la primera parte titulada “El duro Oficio de vivir”; a lo largo de este primer bloque, hay un dialogo con poetas del mundo con una sensibilidad especial y con una actitud frente a la vida de insurrectos, de no satisfechos, de aquellos que con su escritura manifiestan su inconformidad y rechazo a un “orden” establecido, estos son poetas que han vivido situaciones límite y varios de ellos han sido perseguidos y detenidos, llevados presos por sus posiciones políticas, como Nazim Hikmet, Yannis Ritsos, Paul Celan, Ana Ajmátova, Otros como Alejandra Pizarnik, Ledo Ivo, Cesare Pavese, Paul Éluard, Serguei Esenin, Guisseppe Ungaretti y Czeslaw Milosz han escrito una poesía comprometida sin hacerle el quite a los conflictos sociales contemporáneos; el único poeta vivo que se sale del esquema de poesía social y comprometida, es el poeta colombiano Giovanni Quessep, con quien Fajardo establece un diálogo poético, en uno de sus poemas. Carlos Fajardo hace un constructo poético dónde de alguna manera se adentra y se inspira en lo escrito por estos poetas y en su propia vida (la de los poetas); el resultado es un interesante poemario, que hace un recorrido por el ideario de estos escritores con gran capacidad de síntesis logra breves poemas plasmando lo “esencial” de cada poeta; la elección de los poetas tiene que ver con los propios intereses de Fajardo y sus preocupaciones frente a una sociedad que cada vez le cierra la puerta a la imaginación y la ensoñación a través del arte y la escritura. Este delicado poemario permite acercarnos a grandes escritores del mundo y a su poesía como una forma de resistencia y puente al mejor pensamiento que contribuye a la humanización del mundo. La segunda parte del libro se titula “Las espadas de Dios” es una reflexión sobre el mundo y el país que nos ha tocado vivir, la muerte, la guerra, la frustración y el desaliento frente a un mundo que marcha al abismo y pareciera que no es posible cambiarlo o “faltan muchas horas para hallar la salida…¿Qué desierto es éste donde vine a posar mis pies?...Sólo escucho gritos / invadiendo mis poemas…No hay cielo/apenas duras lágrimas”. Estos poemas bien logrados sin altisonancias, con un lenguaje cuidadoso logra un cuadro dramático al mejor estilo de Goya cierra con un verso digno de ser destacado, “No pido salvación./ Pues esto no es un castigo de Dios,/ sino su escupitajo”.
EUGENIA SÁNCHEZ NIETO
METAPHYSICA
Entonces las puertas de la percepción se entreabren
y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo:
el presente, la presencia.
Octavio Paz
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CARTAS DE LOS LECTORES
CONFABULADOS: En su entrega No. 499 Confabulación, el persistente y entrañable periódico virtual de poesía fundado por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Inés Osorio, además de poemas de Gabriel Arturo Castro y una invocación preciosa a la pintura de Wladyslaw Strzeminski, trae estos tres versos preciosos de Armando Romero que bien vale recordar en las mañanas:
Palabra por palabra
El hombre se levanta
A deshabitar el alma
Carlos CirO
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AMPARO- CONFABULADOS: Sin lugar a dudas, suculento el contenido del envío 498 de su querido y leído trabajo virtual. Agradezco siempre el esfuerzo por llenar un espacio de nuestro tiempo con textos que, por lo general, agradan y conmueven. Yesid Morales Ramírez
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QUERIDOS CONFABULADOS: Muchas gracias por el envío de la revista. Es una delicia, sacar tiempo y deleitarme. Yolanda Ortíz