No. 520. Para una fenomenología de la guerra


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Descripción: ConfabulaCabezoteActual

FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Marco Antonio Garzón, Jairo Alberto López, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez, Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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`PARA UNA FENOMENOLOGÍA POÉTICA DE LA GUERRA



Descripción: Barajas-Para una Poetica de la Guerra (5)


Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquileo.
Homero, Ilíada (Rapsodia primera).

I
La aspiración de la paz en Colombia, agenda de los últimos cincuenta años, lleva a ocultar, quizás por las «urgencias inmediatas de la vida» —como las llamó Aristóteles— el obstáculo para filosofar; se deja de lado su aspecto potente, creativo, en fin, poético. De lo que se trata al llamar la atención sobre ella es de volver sobre la guerra como cosa misma. Nada es más sencillo que la naturalización: de la guerra, de la paz; de la agresión, de la caricia; de la escasez, de la abundancia. Pero, justamente, esa naturalización es, a su turno, el olvido. En buena cuenta, de lo que se trata cuando se da el paso a la reflexión, es de romper con la actitud natural. Si sobre algo es necesario dar el tránsito de la actitud natural a la actitud reflexiva, o filosófica, es sobre la guerra. Esta se nos ofrece como algo dado, más que como algo culturalmente donado, conquistado o significado. Claro que las posiciones frente a ella son variantes. Miguel León Portilla nos ofreció un lado fundamental de la guerra para nuestra América, la que, por buenas razones, llamó: Visión de los vencidos. También en orden de su comprensión Occidente nos ha ofrecido la llamada razón anamnética, que, según el proyecto de Walter Benjamin, reivindica esa tal visión de los vencidos. Es la misma que reivindica Walt Whitman en el Canto a mí mismo. Desde luego, Heráclito había mostrado, sentenciosamente, que «La guerra es padre de todos, a unos los convierte en reyes a otros en esclavos».
Entonces, son las afugias inmediatas de la vida lo único que nos puede llevar a la naturalización de la guerra. En cambio, una actitud reflexiva, filosófica, que opere en dirección del cultivo de lo humano tiene que detener su atención y pensar la guerrapensar sobre la guerra; y, en nuestro caso, pensar en medio de la guerra. Sin esta pausa reflexiva no hay manera de dar con su esencia, con su sentido en el campo de la experiencia humana; en fin, no es posible hallar horizontes ante su inminencia.
Aquí, en esa pausa ineludible y fundamental, que urge la reflexión, justo en ese lugar, se ubica la obra de Enrique Barajas Niño, titulada Para una poética de la guerra.  Por supuesto, la investigación sobre la guerra se puede hacer con la mirada puesta en los datos inmediatos, en las demandas del presente; pero resulta que éste tiene génesis, sí, en nuestro haber sido; pero igualmente, más allá de toda consideración histórica, tiene génesis en la estructura de la experiencia humana, de la naturaleza humana. No admitir esta dimensión estructural de la guerra, de la violencia, como un activo —paradójicamente, dado las más de las veces en pasividad— lleva a tener un odio o un amor visceral, irreflexivo respecto a ella. La guerra nos llega —a nosotros nos llegó— irreflexiva, visceralmente.
Al parecer, sólo hay un camino para salir de la guerra: la reflexión. Desde luego, en algún momento sus frutos se deben tornar acción. Si se da paso a la reflexión tal vez se pueda entender que, al cabo, la paz es la capacidad de lidiar con el conflicto por los medios más racionales y razonables; y una educación para la paz tiene que hacerse a ese horizonte bajo la expectativa de que devenga como efecto de formación.
La obra de Enrique Barajas se enfoca hacia esta reflexión sobre la guerra, sobre su esencia; sobre su articulación con la esencia de la experiencia humana del mundo. La vía para acceder a la reflexión sobre la guerra es, para el autor, la fenomenología; ésta se ancla en el mundo de la vida, pero más allá de ella está la poética. Pensar la guerra, operar la reflexión sobre ella, implica elaborar una poética fenomenológica: la de la creación verbal, la de la fantasía y la imaginación; la que fragua al individuo y al colectivo; en fin, la que se acerca a la estructura de la dación de lo-todavía-no o la de lo inédito.
La obra de Enrique Barajas podrá ser leída de muchas maneras. En esta presentación enfatizo por qué es un avance en la fenomenología del mundo de la vida poética, el de la creación verbal; e, igualmente, en qué sentido halla invariantes de la experiencia. Habrá otras maneras de acercarse y valorar la obra: su rigor filológico, su validez histórica, su efectiva correlación con el polo de la paz. Y, en adición a ello, también la obra podrá ser vista y valorada por la fuerza expresiva con que reconstruye episodios estelares de la historia, donde la guerra ha sido un factor decisivo del destino y de la comprensión de lo humano.

II
En resultas, se puede hablar de muchas maneras de la guerra. De hecho, parece ser un sino el tratar de dar con su final. Pero, de fondo, ¿qué es ella?, ¿por qué está presente, aquí y allá tanto en lo más remoto del pasado como en nuestro presente viviente —y quizás en nuestro futuro—, asociada a la experiencia humana de mundo? Y, es cierto, sus efectos son devastadores, pero ¿no es, también, «padre de todos»?
La obra[1] que hoy empieza su transitar por el mundo es una contribución con respecto a esas y otras tantas preguntas. En sí, como lo indica el autor, es una fenomenología poética. ¿Qué entender por ésta? Si, como lo indicó Husserl, la fenomenología es un proyecto de descripción de las estructuras del mundo de la vida, ¿cómo la poesía es una invariante de la experiencia humana? Y, ¿por qué en ella se canta, narra, reflexiona e incluso se abre el horizonte de la guerra?
El thaumazein se ha visto asociado a la labor intelectiva. No cabe duda, los griegos —en particular Aristóteles— insistieron en indicar que «los primeros que empezaron a filosofar lo hicieron por el thaumazein», sea que se lo entienda como asombro o como maravilla (Enrico Berti documenta cómo En el principio era la maravilla, en su obra bajo el mismo título). Pero, ¿qué tal que el thaumazein no sólo sea del orden teorético, sino también del orden práctico? Si este último fuera el caso, la guerra —y eso es lo que asombra— pone a los seres humanos ante la exigencia no sólo de la creación, sino de la ejecución de obras que van más allá de los límites, de formas de vida inéditas que parecían cernirse en meros y puros potenciales.
Pero la cosa misma que ausculta Enrique Barajas Niño —en esta aventura de creación y recreación verbal— es cómo «la guerra, padre de todos» no sólo se vincula con la epopeya, con el canto eterno de Homero, con las narraciones de Heródoto y los episodios de Maratón; por igual ella reclama los más íntimos anhelos y potenciales de los seres humanos: su relación, mistérica, con el fuego; su goce natural en las variantes y variables formas del juego[2], que parece ser una de los invariantes de la experiencia humana; su pasión por correr[3], sólo por correr, como si se tratara de un designo de los dioses; y, desde luego, el acero que se forja y se vuelve espada que se abre y abre mundo; en fin, la guerra tiene un polo hylético o material: el cuerpo, pero no pasa nada en o con él que no tenga una íntima relación con el espíritu, con el alma, en fin, con la forma: los ideales, las aspiraciones, el sentido teleológico de la experiencia humana (de ahí el recurso del autor tanto a Schiller como a Jaeger, cf. p. 52).
Claro que se puede ver la guerra como una hecatombe, una suerte de destino ciego. Pero, fuera de toda duda, ha dejado en su estela en las diferentes épocas y culturas, no sólo prácticas (la gimnástica, la retórica, la dietética), sino también disciplinas (la física, la arquitectura, la estrategia —planeación, economía, administración). Entonces verla sólo como un abismo o una sin-salida es parte de lo que se puede y debe hacer, entre otras cosas por el fin intrínseco de la guerra —al menos según el autor—: la paz, su poética y su fenomenología. Si por algo se caracteriza esta última es porque siempre exige que un polo se esclarezca desde su relación con el que le es correlativo: en este caso, el polo correlativo-guerra trae consigo el polo correlativo-paz. Uno es fuente de sentido para el otro. Es de lo que nos da noticia, a manera de conclusión, el autor, cuando indica: «No es posible una poética de la guerra, sin una poética de la paz. (…) El estado natural de un pueblo, no es otro que el de la paz; la guerra, sólo una coyuntura en el camino hacia ella» (p. 268).
Instalados en la correlación guerra-paz quizá se pueda llegar a decir que lo invariante de esta última es la de lidiar con el conflicto por los medios más racionales y razonables; en cambio lo invariante de aquella es el recurso último, en general no deseable, para la restauración de la racionalidad y la razonabilidad en el trato con los otros. La guerra lo abarca todo, todo. Es lo que Barajas nos muestra una y otra vez. Si en algún lugar se experimenta fácticamente la grandeza —sea que se equipare o no con lo sublime (pp. 92-93; 250 á 265)— es en la guerra.
¿Cómo negar que la educación[4], también, es un dispositivo creado por, en y para la guerra? Quizá se pueda ignorar la evidencia. Barajas alude, claro está, también, a Esparta. Sin duda, no sólo se hizo una cultura alrededor de ella, también se creó lo inédito: la posibilidad del desasimiento en pro de la ciudad, de la pólis. Así como se apunta con la guerra a la configuración de la colectividad hay, más allá de todo sentido de unidad, la singularidad de cada quien implicado en ella: es en lo que —mutatis mutandis— se puede coincidir con el autor al llamarla «La verdad existencial» (p. 41 á 47). Lo que Barajas se propone, y logra en la obra, es mostrar cómo «La fenomenología es la apuesta filosófica a la hazaña de poner en manos del hombre los instrumentos que le permitan descubrir, para sí mismo como sujeto, el primordial y auténtico ser, tanto el humano como el de las cosas, de los actos y de los devenires vitales, tomados todos directamente del suelo de la existencia cotidiana» (p. 41); y allí, en ese intento de ver en qué sentido la guerra es estructura del mundo de la vida, de la experiencia subjetiva de mundo, se abre «una interacción dialógica de intimidades, en que hay una donación mutua de fragancias y aromas, intercambios y otorgamiento de significancias, de plenitudes, en que hombres y cosas entran a habitar una tierra nueva, un nuevo mundo, ‘el mundo de la vida’, en que todo, hechos, sucesos, materia, historia, se tornan fenomenales, transfigurados, engrandecidos por el resplandor del sentido vital» (pp. 41-42).
Con esta perspectiva, según el autor, se abre la que se puede llamar «razón poética»; ésta es tributaria «de esta fenomenología fundamental [del mundo de la vida], de proyección epistemológica, es la fenomenología de nuevo sello, la que es dado llamar fenomenología poética, que atribuyendo a la imagen poética y a su facultad madre, la imaginación poética, una función análoga a la de la vivencia (…) las asume, en su virtualidad natural de potencias iluminadoras de la conciencia, tonificadoras y conductoras de la voluntad» (p. 42).  ¿Cuánto, pues, hay de fantasía, imaginación y creación en los actos que deciden el destino personal y colectivo?, ¿acaso tanto o más que en la intuición y en la razón?
La poética desde siempre ha aludido a la capacidad creativa (poíesis). ¿Cómo es su despliegue? En general, se conozca poco o mucho, su operar: «la partera del hombre, la comadrona, la nodriza y pedagoga, es la poesía, la poesía esencial, aquella cuyo imaginario se nutre de la sustancia vital, de los cuatro elementos, habitados por la consciencia y convertidos por la imaginación en expresión humana originaria» (p. 45). Así, entonces, si la guerra es un invariante —como parece serlo— de la experiencia humana de mundo, entonces debe ser estudiada en su estructura y potencia poética. Así, la poética de la guerra —también se puede decir: lo poético de la guerra, aquello en que es potencial generador— pasa por una «fenomenología (…) [que] tiene ante sí el infinito universo del lenguaje, en especial la poesía y el mito, y encuentra imágenes de dureza cuajada por la ebullición de la cólera» (p. 46).
Por las páginas del libro, claro, hacen presencia los nombres emblemáticos de Darío, Jerjes, Leónidas, Milcíades, Alejandro; Ión, las Termópilas, la llanura de Maratón, Salamina; e, igualmente paisajes y noticias de esta, nuestra América. Si esta obra puede ser calificada de creación y recreación verbal es porque vuelve sobre esas fuentes —Homero, Heródoto, Esquilo, 
; Aristóteles, Kant, Dumézil, Jaeger, Elíade, Husserl, Heidegger— y, de retorno, vuelve el autor, a cada paso, y habla con voz propia, como si estuviera dando cuenta por vez primera de un discurso o de un diálogo de los que fue testigo de excepción. Y, más allá de todo, la voz propia de Barajas se deja oír a cada paso, sí partiendo de unas hipótesis matriciales (elaboradas, en buena cuenta a partir de Dumézil), pero haciéndose a un método fenomenológico de descripción de esencias que ahonda en lo misterioso de la poesía —que siempre ha cantado la guerra—.
Este libro realiza el proyecto de las humanidades, de la cultura y el cultivo de lo humano, puesto que muestra ese hondo enraizamiento en la tierra sustentadora y esa infinita apertura a la amplitud del cielo. De ahí que la Editorial Aula de Humanidades experimente el honor de la presencia del autor entre la colección de sus libros y quiera honrarlo —como lo ha hecho— cuidando con celo cada paso del proceso que hoy lleva a compartir con Ustedes: la dicha de una obra memorable en la panoplia la República de las Letras.

III
¿Qué queda con estas noticias en relación con nuestra historia, con nuestra guerra? Si por algo recordamos a Hegel, en sus sentencias sobre América Latina, es porque, según él, no ha entrado en la historia. En esa perspectiva, pertenecer a la historia es apuntar a la configuración del Estado, todavía en gestación, precaria, entre nosotros. Pero, a su manera, es tener una racionalidad que, incluso, pueda justificar o invalidar la guerra. Nadie puede olvidar a Schmidt y su idea, en relación con la guerra, en relación con lo que denominó estado de excepción. Y, sin embargo, al cabo del devenir: ¿qué justifica la guerra interior o la exterior? Se sabe, con ella, viene o deviene: la construcción del enemigo; pero, ¿quién puede ser declarado como tal y bajo qué circunstancias?
La obra de Enrique Barajas, por supuesto, alude a los bárbaros: el enemigo, el otro, el extraño. No hay más que estados discretos: lo uno, los mismos o lo otro, los otros. De lo que se trata en fin de cuentas es de entender que la guerra obedece a un proyecto totalitario de inclusión, que si no se logra por la persuasión, tiene que ser alcanzado por la fuerza. La guerra se puede convertir en el instrumento de naturalización de los valores de la imposición, del despotismo, del hegemón (hēgemṓn): el conductor, el guía y también el comandante del ejército en los tiempo de la guerras del Peloponeso; el que dirigía la alianzas de las facciones contendientes: Atenas y Esparta. Son los efectos de la visión heroica: final y destrucción de la visión de los vencidos; imposición de la verdad (¿postverdad?) de los vencedores; es la eliminación que todos los totalitarismo han hecho de la imagen de los contradictores (la eliminación de Trotksky en la recordada foto del triunfo de la Revolución de Octubre, junto a Lenin, es un ejemplo incontrovertible).
¿Cómo, pues, cantar la visión de los vencidos? Es una tarea que deja como agenda la lectura de la obra de Barajas, una tarea que lega a las nuevas generaciones. E, igualmente, deja la tarea de responder a la pregunta: ¿cómo dar el paso de la visión heroica a la de los sujetos anónimos?
Barajas lo da a entender una y otra vez: la poética de la guerra se encamina a la poética de la paz. Claro que esto implica abandonar la ingenuidad según la cual esta es un estado; entonces, conlleva un acendramiento en la idea de que, más bien, la paz es un proceso, siempre en marcha, sin logros estrictamente predecibles, sin agenda clara; sin garantías definitivas —por más que se firmen Acuerdos o Tratados—. La paz es, más bien, un horizonte. Y, ¿cómo educar para la paz, en medio de la guerra? Siempre los Estados totalitarios han buscado que los “héroes” sean emblemas, paradigmas, norte y guía de las jóvenes generaciones. Pero, si éstos representan, por igual, la destrucción, la tiranía y el autoritarismo, ¿cómo han de servir de ejemplo? Es lo que aprendemos de la teoría de Barajas: la epopeya en sí es efecto de la creación verbal, pero ella trae consigo sus propios límites: el otro, el excluido, en fin, los que quedan en las márgenes de la acción heroica.
La visión de los vencidos es el horizonte complementario, correlativo, de la epopeya. ¿Cómo pues cantar la guerra sin ese polo? Este es el desafío de la tarea que lega a los jóvenes la pericia que, con su veteranía, exhibe el autor. La visión de los vencidos es el proyecto de otra poética de la guerra que hace imaginar mundos posibles; que exige la creación de nuevos horizontes de convivencia y de racionalidad civil.

Germán Vargas Guillén
Aula de Humanidades
Bogotá, 25 de julio de 2019

EUFORIA – POEMAS INÉDITOS DE CASIMIRO DE BRITO

Descripción: cas2


Solo en el templo de la belleza
y en el templo del silencio
me arrodillo.

14 

Mientras canto, esta cosa pequeñita
a la que llaman vida, duele. Es un dolor en los huesos
como si la tierra que soy temblase
leve –como si la madre,
que siempre me ha acogido,
de nuevo me expulsase. No sé
qué voy a hacer ahora, el sol
aún no ha nacido. Me acuesto
al lado de mi amada, en la sombra
de una casa donde fui descuidado. Mientras canto
mis ojos, que han visto mundos, se oscurecen—
mi padre, que siempre estaba ausente,
me dijo que no hay nada que pueda 
salvarme. Y ya no sé si las palabras 
pueden hacer algo que me alejen 
del bosque seco; que me devuelvan
los sabores del mundo. Vago
por el cristal partido 
donde me perdí – fragmentos, astillas
de una vida que nunca me ha pertenecido. Ni falta
que hacía. Yo iba en un río
y con dejarme llevar por las aguas
bastaba. Ahora, arrojado de un lado a otro,
soy una piedra muda y húmeda que no cesa
de cantar. Esta cosa pequeñita,
donde fui descuidado, y que tanto duele.

17

¿Dónde está mi rostro, y cómo era,
si rostro fui en otro tiempo
antes de mi nacimiento? Antiguo soy,
antiguo y ánfora abarrotada
de muertos inmortales. ¿Quién me 
concibió? ¿Nubes? ¿Restos de
gusanos? ¿El polvo de las estrellas?
Solo un padre y una madre
no lo creo. Pobres de ellos
que nada sabían 
de las raíces iniciales. Ni sé de ellos
si fueron voluptuosos
cuando juntaron el fruto de sus semillas
tan fortuitas. Voluptuosa
fue la materia, la fuente efímera que me eterniza
de otra manera. ¿Dónde está
mi primer rostro? ¿De qué sombra 
soy soplo? ¿Dónde está
la llama del primer beso?

47

Después de salir de dentro de ti
acerco mi rostro al tuyo; los pájaros vuelan
pero un poco después suspiro.
Tú también. Pausadamente.
Siento el peso de mi cuerpo, un peso tan leve
que ya empezaste a volar, a volar…
Voy contigo. Después regresamos a tierra, al suelo de la casa;
Queremos otra vez lo que fue nuestro –
El abrazo interior en el que fuimos 
lo mismo. El regreso a la leche y al mar.
La soledad de una roca flexible
que desearías para siempre
dentro de ti. Al azul regresamos.
La naranja azul de la tierra que nos conforta
y sacia. Salgo del agua y grito; tú también.
La fuente lamenta la pérdida, el falo
La soledad. Después cantamos.

115

Amarte es una obra de arte
siempre en curso. Acordarme
de cada momento que vivo contigo
es una joven miniatura viva
radiante

contagiosa. Una
estrella de mar. Lágrimas
de placer me brotan
cuando me bebes
y comes
y toda en mí te transformas y yo 
en ti: una gota de agua, un grano
de luz.


134

Amar ¿qué es?
¿Descubrir en el otro el brillo de las estrellas?
¿La profundidad del mar?
¿La levedad de una mariposa?
¿La palabra única?
¿La memoria de este momento inolvidable?
No. Amar es aceptar al Otro tal como es él:
frágil y angustiado.
Amar es aceptar al Otro como si solo fuera 
un pobre bicho de la tierra.

Un milagro que está de paso.
Traducciones de: Montse Gibert.
ANTONIA SANTOS, GUERRILLERA1
Descripción: pablo montoya
Pablo Montoya
 Nació en la segunda mitad del siglo XVIII, en la hacienda El Hatillo, cerca a la localidad de Pinchote, un día de abril en el que el ternero de la Mariposa fue devorado por un tigre. Su madre, que tenía un lobanillo en la punta de la nariz, le enseñó a planchar y a doblar con delicadeza las prendas, a persignarse en las noches, a recitar de memoria los preceptos de Gaspar Astete. Su padre la condujo por las sendas de la aritmética, la lectura y la gramática. Desde niña se entrometió en las faenas bucólicas. Ordeñaba las vacas en las madrugadas, recogía las arracachas en la huerta, sus mejillas tenían el color de los huevos que atrapaba entre las patas de las gallinas. Guillermina, Isabel y Juana fueron sus amigas de correrías y de las ensoñaciones primeras. Solían ir al Socorro en los días de mercado y oteaban, colgadas de los tenderetes pringosos, las ristras de longaniza y morcilla, las cabezas y pezuñas de los cerdos inmolados. En la plaza veían los escritorios de comino en donde las plumas y el tintero hacían las escrituras de las propiedades y los decretos de los impuestos de la Corona y de la Iglesia. Se las ingeniaban para mirar a los pimpollos que tenían las ruanas más espléndidas, mientras el cura en el templo enunciaba latines que se escurrían, inasibles pero deliciosos, por sus entendederas. Luego, entre las cabalgatas de sus familiares, regresaban a las casas del campo. Cantaban, en medio de sonrisas socarronas y palmoteos de mano, el romance en el que un hidalgo se llevaba al río a una fulana que ya tenía marido. En las noches, de boca de los suyos, Antonia escuchaba el relato del alzamiento de los comuneros, sucedido años antes. Las gentes arrancando los edictos reales de los muros, marchando furibundas hacia Santafé, agitando las lanzas, los machetes y los palos. Las huestes paramilitares del traidor Salvador Plata persiguiendo a José Antonio Galán y asesinándolo y descuartizándolo para que a nadie más se le ocurriera liderar malsanas sublevaciones populares. Toda esta formidable protesta contra la explotación española y la represión realizada por los criollos ricos le avivaba la sangre a la muchacha. Más tarde, Guillermina se hizo costurera, Juana se dedicó con su esposo a las labores de la chichería, e Isabel se hizo diestra en el arte de fabricar sombreros, ponchos y alpargatas. Antonia, en cambio, permaneció soltera. Los velones de su habitación le ayudaban a leer algunos libelos y pasquines que llegaban clandestinamente a sus manos. Se emocionó hasta la embriaguez cuando leyó, en una copia adulterina, la traducción de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano” de Antonio Nariño. Todo en ella fue indignación cuando supo que éste padecía el cepo de las prisiones desde hacía muchos años. Antonia se había dejado crecer una cabellera crespa de color azabache que gustaba envolver en trenzas. Sus ojos eran dos precipicios oscuros y, al hablar de las injusticias de España, un ligero temblor de ira se le instalaba en la boca. A su hermano Fernando le encantaba mirarla de perfil porque las pestañas eran tan largas que parecía como si dos criaturas fabulosas se le hubieran enredado entre los párpados. Antes de que estallara el asunto de Llorente, y la revuelta se extendiera por el reino, tuvo un amigo tinterillo. A veces montaban a caballo y se extraviaban por las alamedas tibias de Charalá. Al hombre le gustaba divisar pájaros en el cielo, sabía el nombre de los árboles y las flores que encontraba iban a dar a las trenzas de Antonia. Después, los padres murieron. La hija debió ocuparse de los asuntos de la hacienda. Mientras el mundo iba asumiendo el camino de las metamorfosis agitadas, y en Cartagena, Quito y Santafé empezaban a reunirse juntas de gobierno cuyos miembros aristócratas hoy decían una cosa y mañana otra, sin saber qué determinaciones tomar, Antonia se encargaba de las labores jornaleras. Ella misma se unía a quienes madrugaban para ocuparse de las ubres, las lechugas y los pollos. Pero para Antonia era claro que lo único que se debía hacer era liberarse del yugo de los conquistadores y de sus torcidos descendientes. Por esos días le comenzó a dar vueltas la idea de vincularse a la sedición. Una tarde el amigo le mandó una carta. Le decía que había sido trasladado a Popayán. Ella levantó los hombros con herida indiferencia. En las calles del Socorro, las hablillas contaban que al escriba no le gustaban los acaloramientos públicos y en Popayán las cosas parecían más amodorradas. Antonia jamás lo volvió a ver. Con el corazón un poco trastornado decidió entonces entregarse de lleno a la lucha por la Independencia. Conformó una célula guerrillera en El Hatillo. Durante los tres años que duró la Reconquista por las tierras del Socorro, el suyo fue el más temerario de los núcleos subversivos. Había otros que aún se recuerdan. Uno era La niebla y actuaba por los lados de Vélez y Zapatoca. Otros se llamaban Guapotá, la Aguada y Onzaga. Alguien opina, acaso con exageración parnasiana, que desde esos días en Colombia surgen guerrillas como asfódelos en los Campos Elíseos. Los rincones de la provincia del Socorro se estremecieron con campesinos que no vacilaron en tomar las armas y lanzarse contra el invasor. Pero Antonia tenía un coraje mayor que el de los otros. Su inteligencia era sagaz en sus planes de la defensa y el ataque. Dirigía desde su hacienda las campañas de su guerrilla que empezaron a llamar Coromoro. Comenzó con cuarenta hombres y cuando las tropas de Morillo extendieron la desolación, se fueron uniendo otros más de diferentes sitios. Venían de Mogotes y de Tipacoque, de Oiba y de Chima, de los ranchos que se levantaban en las montañas de Chicamocha y de Soatá. Todos obedecían las órdenes de Antonia cuyo ímpetu tenía el don de hacer más brillante el matiz de sus ojos y más intenso el temblor de sus labios. En las batallas del Pantano de Vargas y en la de Boyacá, sus hombres fueron cruciales para el triunfo de Bolívar. Antonia sentía que el corazón le vibraba de orgullo cuando los realistas le decían guerrillera. “¡Guerrillera!”, escuchaba. Y ella amaba más que nadie esa condición suya, despreciable y marginal, en tierras de injusticia. Uno de ellos, un tal Pedro Agustín Vargas, que tenía tatuado en el pecho una densa chapola carmesí, pudo llegar con sus tropas al Hatillo. Detuvo a Antonia y a su hermano que estaban leyendo una comedia intitulada La ambición española y la generosidad americana. Con algunos criados la condujeron al Socorro. Fue rápidamente juzgada y condenada a muerte. Ese día la mañana era tan fresca que la mujer sintió pena de no seguir viviendo. Se había soltado la cabellera que flotaba en el aire como una suerte de águila penumbrosa. Las campanas del templo sonaron. Ella se acordó de sus tres amigas, de aquellos bellos muchachos enruanados. Antes de subir al cadalso, le regaló a Santiago sus alhajas bañadas en oro. El hermano irrumpió a llorar y le besó las hiedras de los ojos. El oficial que mandaba la escolta no vaciló en recibir el anillo que Antonia le ofreció. Para una buena francachela habría de servir más tarde. El sargento designado la ató al patíbulo. Antes de vendarla le dijo, casi en susurro, que era la mujer más hermosa del reino y que lástima que ambos estuvieran en bandos contrariados. Ella lo miró con una sonrisa despectiva. Y esa sonrisa se le clavó para siempre en la memoria al militar grosero. El redoblante taladró los oídos de la sentenciada. En algún lado de la plaza, Vargas, con la casaca abierta para que la alimaña de su tórax sobresaliera, apuraba un vaso de guarapo. Decía, entre eructos, a sus soldados: “Mirad lo que les espera a las bandidas”.

[1] Del libro de Pablo Montoya, Adiós a los próceres, Random House, Bogotá, 2016, 168 p.

METAPHYSICA


Dos son las puertas de los sueños:
si el sueño ha sido verdadero…

(Eneida, IV)

Publio Virgilio Maron
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CARTAS DE LOS LECTORES

CONFABULADOS: Gracias por ese precioso cuento de Bradbury, quizás uno de los mejores autores universales de la ficción. Arturo Posada Vera

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AMIGOS CONFABULADOS: Me alegró volver a leer poemas de Rodolfo Häsler, a quien conocí hace años a su paso por Bogotá. Gracias por la difusión. Hernando Pedraza Robles

***

QUERIDOS CONFABULADOS: Qué hermoso texto de Ray Bradbury, uno de los más significativos autores norteamericanos. Daniel Vera
***

AMIGOS CONFABULADOS: Su espacio de Minificción, sigue constituyéndose en una grata lectura. Sonia Chacón
***



[1] Enrique Barajas Niño. Para una poética de la guerra. Bogotá, Aula de Humanidades, 2019, 282 páginas.
[2] “(…) la fiesta, el juego, la actividad a través de la cual el hombre, dando paso significante en la forja plena de su esencia, abre los horizontes (…) de su espíritu” (p. 56).
[3] “no sólo corría por el placer de ganar, sino por el placer que encierra, en sí, el acto de correr y por la belleza que hay en él” (p. 63).
[4] “Terminada su crianza, austera y sobria, a los siete años era tomado el niño del seno familiar y recluido junto a sus compañeros en una especie de barraca para iniciar el duro y áspero, a ratos doloroso, camino de la educación, la âgogé. Estaba en manos del pedagogo, que en Lacedemonia llevaba el nombre de paidónomo —paidós: niño, nómos: ley—, magistrado de suma importancia ciudadana, hombre independiente y libre en su tarea de formar a los niños de la ciudad, bajo el espíritu riguroso de las leyes; tenía, como auxiliar, a un joven que cumplía el oficio de mastigóforo —flagelador—” (p. 180).