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FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Marco Antonio Garzón, Jairo Alberto López, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez, Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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con el asunto “Retiro”
PROFETA – JUAN SEBASTIÁN GAVIRIA
Están fuera de su jurisdicción, a dos días del área de operaciones. Han avanzado durante cuarenta y ocho horas por las espesas faldas de la serranía de La Macarena, huyendo de la muerte o acercándose a ella, siempre sin saberlo. No pudieron solicitar apoyo aéreo porque temieron que sus superiores les ordenaran dar cese a la persecución; para el capitán de la compañía, por un quinteto de guerrilleros no vale la pena arriesgarse a que cinco miembros de la brigada móvil pisen mierda. Tras un combate a orillas del río Güejar donde dos soldados y un suboficial perdieron la vida, comenzaron a seguir a los guerrilleros que se desbandaron cuando vieron que habían mordido más de lo que podían tragar, y ahora siguen un eje de avance retorcido con los radios apagados y los cañones fríos, más de cincuenta horas sin dormir y una parada en medio de la noche para alimentarse de salchichón y agua. Son una escuadra de cinco hombres y van detrás de otros cinco. No se trata de cumplir con el deber sino de devolver un golpe. Esto, como toda guerra, se ha convertido en una larga sucesión de ajustes de cuentas.
Al mediodía de la segunda jornada de persecución salen de la espesura hacia una enorme planicie donde las termitas han trazado incontables caminos en medio del pasto salvaje. Quizás esta pradera pertenezca a una de las muchas haciendas ganaderas abandonadas de la zona, aunque no hay rastro alguno de cercas o postes. Los senderos dejados por las termitas a lo largo de años de obediente peregrinación zigzaguean como relámpagos, derramándose en todas direcciones. Del lado opuesto de la planicie se alza la silueta pálida de otra franja de selva. La escuadra se detiene unos instantes. Rodolfo Donoso se acuclilla y mira hacia el descampado y luego observa detenidamente el suelo arenoso en busca de huellas. Los demás aguardan detrás y una cantimplora es pasada de mano en mano. No bien retoman la marcha, Rodolfo vuelve a detenerse y se agacha y recoge una bala del suelo. La mira con ojos bizcos y la sopla.
—No es de ellos —dice mirando los terrones de lodo seco que siguen adheridos a la vainilla dorada y palidecida por el tiempo y la intemperie—. Se le cayó a alguien hace mucho.
Emiliano recibe la bala y la mira. A su lado camina el teniente Daniel Cuevas, quien lo ve frotar la bala contra la camisa, dejando al descubierto algunas manchas de óxido.
—Seiscientos pesos —masculla.
—¿Cómo? —pregunta Cuevas.
—Nada —Emiliano se gira hacia Cuevas y ve que el sudor le empapa la cara—. Estaba pensando en cuánto vale esta bala. Seiscientos pesos.
—¿Cómo? —pregunta Cuevas.
—Nada —Emiliano se gira hacia Cuevas y ve que el sudor le empapa la cara—. Estaba pensando en cuánto vale esta bala. Seiscientos pesos.
—Ajá. Así que no sume. ¿Sabe por qué la gente dice que las vidas humanas no tienen precio?
—No... No sé.
—Porque suena bien. Porque se sienten bien al decirlo. —Tal vez...
—Después puede que seiscientos pesos sea mucho. Entonces va a haber que usar gas o garrotes y machetes. O hambre, que siempre ha sido la forma más barata de matar...
—Porque suena bien. Porque se sienten bien al decirlo. —Tal vez...
—Después puede que seiscientos pesos sea mucho. Entonces va a haber que usar gas o garrotes y machetes. O hambre, que siempre ha sido la forma más barata de matar...
—Hambre... —Emiliano piensa en lo que Cuevas acaba de decir. Siente que sus piernas le fallan. Siente que está usando sus últimas reservas de energía para cruzar aquel descampado. No cuadra. Se ha sometido a marchas mucho más exigentes en el pasado sin alcanzar semejante grado de fatiga. Se pregunta si está enfermo. La palabra disentería cruza su mente. Hambre. La forma más barata de matar.
—En la guerra las balas valen más que las vidas. Es la gran devaluación.
—La gran devaluación —repite Emiliano, autómata, deslizando la vieja bala en su bolsillo.
—No se le olvide mijo que la economía dicta lo que la moral garabatea...
Rodolfo se detiene y se acuclilla de golpe. Los demás hacen lo mismo y encaran sus armas y comienzan a escrutar el perímetro. No ven nada salvo los nidos de termitas, conos de barro seco y duro que se alzan un metro sobre la tierra. Mauricio le pregunta a Rodolfo si vio algo y éste niega con la cabeza y se incorpora poco a poco. Siguen avanzando. Ya nadie conversa. El sol arde en sus espaldas. La franja de selva frente a ellos se dilata y deja escapar algunas brisas frescas. Comienzan a escucharse los grillos. Rodolfo desenfunda su machete para empezar a abrirse camino selva adentro.
Al atardecer encuentran a uno de los guerrilleros en un claro de bosque. Está de rodillas a unos cuarenta metros de ellos y tiene las manos en alto. Jadea y traga saliva con dificultad, como si el cansancio extremo lo hubiera obligado a detenerse.
—Contacto —dice Rodolfo acuclillándose lentamente y apuntándole—. Quietico ahí, hijueputa.
Los demás miembros de la escuadra se despliegan de inmediato por el claro de bosque escrutando el interior de la selva y dándole la espalda al guerrillero que Rodolfo encañona. De todas direcciones vienen los sonidos ensordecedores de chicharras y grillos y los crujidos perennes de la selva.
—¿Dónde están los demás? —pregunta Rodolfo.
—Siguieron sin mí —dice el guerrillero con voz quebrada—. Yo no me quiero hacer matar...
Cuevas escruta el suelo alrededor del guerrillero y ve algo bajo las hojas. No sabe si es el extremo de la culata de un viejo fusil o un palo de madera o la gruesa raíz de un árbol.
—La madre —dice—. Esto es una puta emboscada...
Emiliano gira la cabeza, aún con la culata del Galil encajada en el hombro, y mira al teniente Cuevas, que camina a pasos lentos con las piernas levemente dobladas y atisba hacia el interior de la jungla sosteniendo el lanzagranadas contra su pecho.
—¿Le meto un tiro? —pregunta Rodolfo.
Antes de que el teniente alcance a responder Emiliano oye un zumbido y siente que una línea de calor se dibuja frente a su rostro. Cuando la corteza de uno de los árboles a su izquierda salta en pedazos y la detonación del disparo se escucha en la oscuridad vegetal, comprende que ese trazo incandescente fue dejado por una bala calibre 7.62 dirigida a su cabeza.
Se tira de cara al suelo y apoya los codos en la tierra húmeda y empotra la culata en su hombro con fuerza a la vez que jala el gatillo. Comienza a liberar ráfagas cortas mientras desencara el arma y busca el lugar de donde pro- vino el disparo.
—¡¿Dónde están, Andrade?! —pregunta Mauricio tirándose junto a Emiliano, empuñando la pesada M60.
—¡A las dos, a las dos! —grita Héctor corriendo detrás de Mauricio, cargando dos cananas de munición—. ¡Están tirados en el suelo, marica! ¡A las dos y a las once! ¡Hágale, hágale..., cásquelos...!
La ametralladora suelta una larga ráfaga que sólo se detiene cuando la correa se acaba. Héctor se arrastra junto a Mauricio y comienza a recargar y le dice que tenga cuidado de no recalentar el cañón de la eme. Sobre sus cabezas zumban los tiros y llueve aserrín y algunas de las vainillas vacías y calientes que la ametralladora escupe rebotan contra el casco de Emiliano, quien se arrastra hacia su derecha para alejarse de la M60 y cubrirse detrás del tronco de un árbol de acacia. Mientras cambia de proveedor echa una mirada detrás suyo y ve a Rodolfo, quien suelta un madrazo con cada tiro. Emiliano busca al guerrillero que Rodolfo estuvo encañonando y lo ve en medio del claro de bosque, la espalda pegada al suelo tapizado de hojas podridas, la mitad inferior de las piernas aplasta- da bajo los muslos, los dorsos de sus manos apoyados sobre la hojarasca y las palmas blancas y cubiertas de lodo apuntando hacia arriba. Tiene un agujero de bala en el centro de la frente. Detrás de Rodolfo se halla el teniente Cuevas con una rodilla apoyada en el suelo, empuñando el lanzagranadas que sacude su cuerpo entero con cada granada que escupe. La tierra tiembla; boca abajo en el suelo, midiéndole el pulso al mundo, Emiliano puede sentir el eco de las explosiones con todo su cuerpo. Vuelve a encarar el fusil pero se abstiene de disparar. Necesita verlos. La tercera granada del teniente Cuevas estalla a unos ochenta metros, las ramas de las imponentes ceibas se sacuden y descuelgan telones de hojas; la cuarta granada cae mucho más cerca y levanta una cortina de tierra y piedras y a Emiliano le parece ver que un brazo vuela en me- dio del súbito tornado de desperdicios. Luego viene un silencio repentino que es interrumpido por la lenta caída de un pesado árbol, y cuando sus gruesas ramas azotan el suelo, uno de los guerrilleros rompe a correr; no huye, pretende trazar un semicírculo alrededor de ellos, es una sombra que agita arbustos y quiebra ramas; Rodolfo lo detecta y pasa sobre Emiliano con dos grandes zancadas y se recuesta en el árbol y sigue al hombre con el cañón y jala el gatillo una sola vez. Se escucha el cuerpo desplomándose y luego un grito de dolor. Héctor le dice a Mauricio que pare de dispararle a ese bulto que ya está muerto, que regrese a las once, y Emiliano se corre el casco hacia atrás, se pasa el dorso de la mano sobre los ojos para quitarse las gotas de sudor picante, y aguza la mirada. Entonces ve a uno de los guerrilleros detrás de las gruesas raíces de un árbol. Está de pecho al suelo, como él, y también parece haber suspendido sus ráfagas para buscar al enemigo. Emiliano ignora si lo ha detectado pero la situación tiene un inconfundible aire de duelo. Pone la mira en la coronilla de la cabeza del guerrillero y cambia el Galil de ráfaga a tiros individuales con el pulgar y contiene el aliento por un instante y luego exhala suavemente y aprieta el gatillo. El guerrillero descuelga la cabeza y su cara se hunde en el suelo.
Su disparo es el último que se escucha. El guerrillero clava el pico y un silencio punzante se cierne sobre ese pedazo de selva. Hasta los insectos han enmudecido. Luego sólo se escuchan los jadeos de los soldados y a Rodolfo, que aún rezonga contra el enemigo. El teniente Cuevas se incorpora y afloja los brazos; sabe que todo ha terminado. El lanzagranadas MGL, que parece un revólver de proporciones monstruosas, se balancea en su mano derecha.
—Revísense —ordena Cuevas.
Emiliano se pone de pie y recoge el proveedor vacío del suelo y se palpa el torso en busca de algún agujero, aunque sólo siente las granadas en su arnés. Sabe que ningún proyectil lo alcanzó. Los demás hacen lo mismo y todos se adentran en la espesura, dispersándose mientras recargan.
—Buena —le dice Héctor a Mauricio cuando se ven ante el cadáver de un guerrillero.
Emiliano camina hacia ellos y observa el cuerpo del hombre. Está tendido boca arriba, aún empuñando su fusil AK47, y tiene el cráneo abierto. La bala de M60 le separó el hueso parietal de los huesos frontales. El parietal, aún adherido a su cuero cabelludo, está abierto como una tapa. Su cerebro yace en el suelo a unos quince centímetros. Revisan los cadáveres. Rodolfo camina hasta el sitio donde se desplomó el tipo que corría. Se oye un grito y un disparo y después Rodolfo va y recorre el área que las granadas de Cuevas deforestaron. Al regresar dice que sólo encontró una pierna. Cuando Emiliano llega junto al árbol y voltea con el pie el cuerpo del guerrillero que se parapetaba detrás de la raíz, advierte que su disparo le entró junto a la aleta izquierda de la nariz, levantándole la piel de la mejilla y quebrándole el hueso maxilar. Toman las armas de los guerrilleros y las amontonan a unos veinte metros de la zona de combate. Entonces, ante un gesto afirmativo de Cuevas, Mauricio abre una pequeña pala plegable y comienza a cavar un hoyo.
—¿No vamos a reportar estas bajas? —pregunta Emiliano.
—No. Entierren esos fierros y nos abrimos de aquí. —¿Y los cuerpos?
—Déjenlos. Que se los coma la puta selva.
—Déjenlos. Que se los coma la puta selva.
Llenan la pequeña fosa con las armas de los guerrilleros, dentro de las que se cuentan cuatro fusiles AK47, seis granadas de mano, dos machetes y tres pistolas nueve milímetros oxidadas y desajustadas. Tapan el hueco con tierra y arrastran un tronco para que no se note que algo fue enterrado ahí. Luego encienden cigarrillos y toman agua de las cantimploras, sumidos en el silencio y en sus cavilaciones, siempre tan distintas a las palabras chabacanas y los gritos de guerra que exhiben ante sus compañeros. Cada cual digiere a su manera lo que acaba de suceder, cada cual elige en qué lugar de su corazón guardar las imágenes de los cuerpos prensados a plomo de sus enemigos, cada cual busca una manera de contarse a sí mismo la historia en la que lucha por seguir siendo protagonista y no otro extra enterrado en una tumba sin nombre en el me- dio de la selva. Este es su ritual, un pequeño descanso de introspección tras el fragor del combate.
—Rojas, ¿dónde está Héctor? —pregunta el teniente.
Sólo entonces Emiliano se percata de que Héctor no está ahí fumando y bebiendo agua con los demás.
—No sé.
—Pues búsquelo —dice Cuevas.
—Pues búsquelo —dice Cuevas.
Emiliano se gira y camina hacia el lugar donde lo vio por última vez. A medida que se acerca al claro de bosque oye unos golpes húmedos, como de madera mojada siendo cortada a hachazos. Resuellos, chasquidos, un crujido opaco como el del hueso que restalla dentro del hocico de la hiena. Luego comienza a escuchar su voz, que farfulla, ininteligible, y es como si la indiferente selva estuviera hablando a través de los labios del soldado profesional Héctor Andrade.
EL MURO BLANCO- GUSTAVO ADOLFO GARCÉS
ALDEANO
El poeta
de estos
pagos
cría vacas
muchos
tienen voz
en sus
historias
mientras
despluma
una gallina
cuenta cómo
su pueblo
se fue
a pique
sonríe
al saber
que es
el personaje
de estos
versos
WALLACE STEVENS
Le gusta
husmear
dice
su biógrafo
glosa
matices
los ojos
siempre
en las
palabras
las que
zumban
y las que
retumban
camina
por
el sendero
de las moras
hasta
la charca
de los ciervos
acude
a lo que
murmura
en pantuflas
VISITA
Un pajarillo
en mi ventana
rojo
como brasa
va a la hierba
y regresa
le presto toda
la atención
no contesto
el teléfono
EL LOCO
Simula
ser un
príncipe
nos hace
venias
dice algo
de la guerra
no conozco
persona
más sombría
PUEBLO
El perro
y el buey
no tienen
dueño
el mirlo
escarba
en la basura
aquí fue
la matanza
INFANCIA
Era el velorio
de tu padre
muchacha
y yo sólo
veía tus trenzas
VISIÓN
El asno
carga
un arpa
apunto
en la libreta
qué
suerte
tengo
BELCHITE
El herrero
tiene buen
corazón
a ratos
maldice
son
muchos años
en la forja
disfruta
el bullicio
de la vida
una mujer
le sonríe
y entonces
los ojos
le brillan
de regocijo
pura
embriaguez
REJA DE FORJA
Qué alto
el saber
de su
artesano
pasó
de una
libreta
a un
tiempo
para
el que
no hay
medida
otra vez
la miro
CÓNDOR
El patio
del burdel
linda
con el
cementerio
el huerto
comunal
y un muro
de piedra
hasta aquí
baja
a ratos
el cóndor
Gustavo Adolfo Garcés (Medellín, Colombia, 1957), abogado de la Universidad de Antioquia y Magister en Estudios Políticos de la Universidad Javeriana. Ha publicado: Libro de poemas (1987), Breves días (Premio Nacional de Poesía Colcultura, 1992), Pequeño reino (1998), Espacios en blanco (2000), Libreta de apuntes (2006), Hasta el fin de los números (2012), Una palabra cada día (2015) y El muro blanco (2018).
METAPHYSICA
Sombra es una hermosa palabra
que persigue al poeta
con sus formas borrosas
Sombra es un pensamiento tembloroso
Jorge Cadavid
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CARTAS DE LOS LECTORES
AMIGOS CONFABULADOS: Mi más sentido pésame a los deudos del maestro Ángel Loochkartt y mi gratitud al pintor que ilustró mi Poesía reunida, en la Colección Los Conjurados. Abrazo fraterno. Osvaldo Sauma
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QUERIDOS CONFABULADOS: Qué hermoso homenaje el que le han rendido al maestro Loochkartt. Confabulación ha sido uno de los más generosos e importantes medios que siempre con respeto y amor ha difundido entre otros muchos temas, la obra de los más importantes pintores y artistas colombianos. Abrazos fraterno. Omar Sánchez Otero
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CONFABULADOS: Acabo de recibir la noticia del fallecimiento del Maestro Loochkartt.. qué triste día para todos. Ángel siempre estará en nuestras memorias y para muchos de nosotros nos seguirá alegrando nuestras vidas con sus expresivas pinturas. Mis condolencias a todos uds y a sus familiares. Un abrazo fraternal. Guillermo Díaz
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CONFABULADOS: Tatik Carrión es el segundo milagro poético en dos números (Bustos el primero) ¿Cómo los consigo? Alvaro Hernández V.
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CONFABULADOS: Gracias por esos textos. Impresionantes. Un abrazo. Yolanda Ortíz
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CONFABULADOS: Eterno, empinado, gozoso el camino de la poesía. Gracias por esta publicación dedicada a ella. Abrazos. Beatríz Basile
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