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FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Marco Antonio Garzón, Jairo Alberto López, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez, Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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POEMAS DE LUZ Y SOMBRA
ARGEMIRO PULIDO
Dilema
Mi madre es una sombra cobriza
mi padre es una sombra blanca
Él disfrutó rompiendo sus entrañas
ella sufrió con el desgarramiento
A él lo ajustició el remordimiento
a ella la vergüenza.
¿En qué ojos mirarme?
¿En qué rostro reconocerme?
Más allá de tus decálogos
Puedes obligarme a trabajar toda la vida
para tus delirios
a consumir los frutos de tu codicia
(sobre todo aquellos que necesito
para sobrevivir)
Puedes fijar las dimensiones del espacio
en donde habite
y los tiempos para el transcurso
de mi acontecer
Puedes establecer mis escenarios de vida
y mis circunstancias de muerte
Pero jamás podrás lograr que te ame
como a mí mismo
Tampoco podrás evitar que codicie tus bienes
(siempre ajenos
especialmente tu mujer)
ni que compadezca a tu padre y a tu madre
por permitir que seas como eres.
Más allá de tus decálogos y tus cercados
me queda la voluntad para amar
la flor que mi corazón elija
Para acercarme a los saberes
que están más allá de tu horizonte
Para darle rienda suelta a los torrentes
de mis mundos.
Por más grande que sea el apetito
de tus redes
jamás podrás sujetar el viento
de mi libertad.
Deletreando mi sombra
Deletreando mi sombra esta mañana
me vi a la luz de padre de mi padre
me vi a luz de hijo de mi hijo
procurando la miel de la palabra
en el mismo panal de la insistencia.
Sendos deseos distantes en presente
contra el reloj mezquino de la niebla
y un solo astro en ángulo completo
a toda floración
a toda savia
regenerando el árbol del encuentro
para ganarle al tiempo la batalla.
Un hombre va de estrella al infinito
con un vaso de vino y una esquela
y otro que va a venir alza los brazos
para alcanzar los pechos de la uva
Uno y el mismo hombre
abuelo y nieto
sobre la misma patria dividida
Una y la misma fuerza desde abajo
abriéndole agujeros al arriba
con el cuchillo justo de la ira.
Deletreando mi sombra esta mañana
vine a sentir la sangre de mi abuelo
golpeando en la paciencia de mis lunes
y la prisa en ayunas de mi nieto
hurgando en la indolencia del ahora.
No puede ser que al cabo de la vuelta
aumenten en arena los desiertos
y se evapore el agua de la vida
No puede ser que el hombre pase y pase
y el reino de la muerte siga y siga.
Crepúsculo
Hay una estrella apagada
en sus ojos
el viento trae una canción de polvo
en su boca de cuarzo.
Por las calles sin dientes
marchan una tras otra
las botas de la muerte
y en los vasos del tiempo
savia aleve y sin rostro
asciende hasta las flores
y envenena los frutos.
Es la hora del crepúsculo.
Desazón en rosa
Con la complicidad de los gendarmes
el recolector cortó la rosa
El sol no pudo asistir a su sonrisa
el viento no le pudo contar
sus cuentos de luz
las abejas no pudieron llevar su mensaje
a la colmena.
De nada sirvieron los gritos desesperados
del sembrador
de nada las invocaciones
de las mariposas
de nada los derechos de petición
de los picaflores
de nada las marchas pacíficas
de los vientos del sur.
Amparado en los títulos de piedra
que le dieron los dioses del despojo
el recolector cortó la rosa
y nos dejó a merced de la zozobra.
Todo está muerto aquí
Aquí no vive nadie
y no lo sabe
el sol de la memoria
ni el olvido.
Todo está muerto aquí
de luz y sombra:
las balas
la codicia
los rencores…
También los asesinos
están muertos
Los mató la nostalgia
del futuro.
Aquí ya no hay venganza
ni hay reproches
Todos los pasos
fueron recogidos
Aquí ya no hay ausencias
ni regresos
No hay manera de estar
entre los vivos
ni manera de andar
entre los muertos.
Todo está muerto al fin
también la muerte
que no supo qué hacer
con tanta muerte.
NO ME ENTIERRES EN LA NIEVE Y OTROS RELATOS
BORIS JULIÁN PINTO
AMELIA PATRIA
(a Bela Bartok y Zoltan Kodaly)
Llegó precedida por el olor de las azucenas. Entró como una reina en su litera tapizada con pieles manchadas de tejones, flotando sobre los hombros de seis eunucos sudorosos que miraban el viento sin parpadear. Los habitantes del cementerio blanco fueron los primeros en saludar el séquito real de enanos sonrientes, funámbulos y volatineros, encantadores de flautas, buhoneros de largos sombreros, bebedores de serpientes y domadores de cuervos. Detrás, llegaron los vivos a recibir la visita inesperada de tan lejanas tierras que avanzaba en medio del polvo, los azotes de los cueros de las tamboras, la mirada enajenada de los niños descalzos y la correría de sus madres, lavanderas, molineras, pilanderas, que sabían descamar el pescado y componerlo en salmuera.
La reina y su pueblo recorrieron las calles arenosas de los difuntos, de los espantos, la calle del obispo, de los gaiteros, de las fatigas. La procesión se detuvo con los tambores en el viejo solar de los platanales que ofrecía su penacho de sombras a los cansados caminantes de otras costas, y Amelia, ¿cómo no iba a llevar flores en su frente y azucenas y castañuelas fragantes en su cintura?, tejidas con tallos de bejucos silvestres que colgaban como campanitas de las borlas de su falda de muchos colores, como alas de guacamayas.
Bajó de su litera. La corte de vasallos deformes, graciosos, de lenguas incomprensibles, se ordenaron a lado y lado para permitir la entrada de su majestad en aquel templo de lonas bordadas en las nubes que tuvo que caer del cielo pues nadie, ¡por Dios, nadie!, vio antes albañiles trabajando en el palenque, ni en el esqueleto de maderas, ni en el terraplén; nadie vio templar las estacas de la empalizada con cuerdas trenzadas; nadie, nadie escuchó el fragor de los martillos nocturnos, ni la voracidad de las sierras, ni en el muelle que saluda el río se oyeron llegar armadías para construir este palacio de delirios y de espejos, cuya carpa de lonas nos cayó del cielo mientras dormíamos alguna de nuestras eternas noches sin desvelos.
Amelia, gitana de todas las patrias, entró en su santuario. Millares de pétalos, como alas de rosas y camedrios, llovieron sobre la arena mientras alguno de los eunucos abría las jaulas brillantes. Decenas de palomas ebrias, blancas, grises, se treparon con su sombra a los travesaños de las graderías, a las vigas, al artesonado de maderas de ciprés, y dejaron caer algunas plumas silenciosas. Volvieron las tamboras, las danzas de Amelia que hacía sonar las campanitas, su corona de azucenas. ¿Cómo no iba a llevar flores en su frente? Entre tamboras y acrobacias, el pueblo de los vivos y los muertos del cementerio blanco contempló los números asombrosos de Amelia Patria y su séquito de ilusiones: los enanos multiplicaban malabares jugando con diábolos de fuego; funámbulos que caminaban sobre hilos invisibles en las alturas; maromeros con alas de Ícaro volando muy cerca del sol; jovencitas con trajes de escamas, como salamandras fantásticas; los domadores hacían hablar a los cuervos como loros; los flautistas hacían cantar sus cascabeles y los buhoneros de bohemia recorrían las graderías ofreciendo entelequias y espejismos a cambio de unas pocas monedas en la campana de los sombreros.
Cuando los ojos de la tarde parpadearon, se dispuso la arena para el número final, el colofón de la locura. Amelia, con gesto solemne, como presidiendo un ritual, se dirigió en silencio al centro del teatro, en cuyo ombligo una discreta mesita soportaba sobre sus lomos un extraño artefacto cubierto por un paño adamascado. Tras el redoble de los tamboriles, a una voz con el estrépito brillante de los platillos, Amelia arrancó de un estirón el paño de colores: ante todos apareció, como en un ensueño, una cajita musical de tapas talladas, sobre la cual se inclinaba una enorme flor de latón, la cola momificada de una sirena, una oreja gigante de almejas glaciares.
-¡Con ustedes…! -(y el estrépito brillante)…-: ¡la gramola de Hungría!
Un disco redondo y oscuro, como una noche sin sueños, empezó a girar, planeta errante en el universo del viejo gramófono. Una docena de bailarines, vestidos con casacas de húsares de la vieja caballería ligera de Hungría, irrumpieron dando saltos en la arena coronada de pétalos y plumas y alas de camedrios. Iniciaron su danza de brinquitos y acrobacias sobre una música lejana de violines y clarinetes, de derviches y gitanos, de campesinas y labriegos que hablan la lengua secreta de las runas. La música se hizo suave como capullos de crisálidas. Entonces nuestra Amelia, renaciendo como una mariposa, se sentó en su taburete forrado de pellejas, mirando a la tribuna con ojos elocuentes, rodeada de palomas que aleteaban las ráfagas de luz. Se cubrió los cabellos con un pañuelo ceniciento y entonó aquella canción de versos dolientes, con esa peculiar prosodia de los húngaros, de estribillos ligeros, de rimas profundas.
Su voz nos arrancó el alma. El corazón hecho remiendos se deshizo en aguas desperdigadas del pozo de las lágrimas que la piedra del olvido y la desidia había cegado por siglos. Llorábamos y llorábamos sin saber por qué, sin entender una sola sílaba de esa lengua de consonantes impronunciables. Secamos los ojos desconsolados; nos unimos entre pañuelos y gimoteos a esta raza lejana de magiares que danzaban y danzaban con firmeza y elegancia, recordando entre compases y versos de pies quebrados, las llanuras del Danubio, la valiente resistencia contra las huestes de los turcos, los rubios viñedos de Balatón, las tardes doradas sobre el bastión de los Pescadores…
Se marcharon con la madrugada. Los niños, las mujeres, los campesinos y la memoria de nuestros muertos nos quedamos plantados junto a los portones de nuestras casas y los postigos abiertos de las ventanas sin cristales, mirando con pesar la nube de polvo que la caravana levantaba al despedirse. Amelia partía por el camino de la orilla siguiendo el curso que enseña el río, con su romería de quimeras y su gramola con cola de sirena, dejándonos su nostalgia de azucenas, un fogonazo en la mirada, una sonrisa silenciosa y una música lejana que, aun después, muchos siguieron buscando en los oídos de las caracolas de la playa. Ahora, más allá del bramido del mar, nos llevaban a través de un laberinto de reinos sumergidos e islas apócrifas, de puertos distantes y mares sin nombre, de pueblos ocultos, de pieles de cobre y de oro, de conchas de nácar, cuyas mujeres también tejían su suerte en ruecas centenarias de hilos trenzados, mientras los hombres guiaban las recuas de bueyes en el campo y a la noche, cantaban con la luna los cánticos de las vendimias y las labranzas, de las faenas y las luchas, de las fatigas, de la esperanza. El galope de las tamboras se fue alejando hasta convertirse en el suspiro de todo un pueblo. Nos quedamos en la orilla, esperando un año entero que regresara nuestra Amelia de todas las patrias. Y mientras algunos soñaban con su guirnalda de flores y su falda de guacamayas, otros nos desvelamos, noche tras noche, esperando sorprender alguna cuadrilla de enanos con el fragor de sus martillos nocturnos y las sierras hambrientas de aserrín, templando la lona y construyendo de la nada, nuestro enorme palenque, de ilusiones y de espejos
MEETING AT NIGHT – ARMANDO ROMERO*
“¿Oyen los muertos lo que los vivos
dicen luego de ellos?”
No es fácil encontrar en el cementerio
de la Isola di San Michele
a estos dos habitantes de la noche y el día.
A pesar de que casi se tocan con los pies o las manos,
sus tumbas guardan precavido silencio.
Poco tienen para decirse
estos combatientes derrotados
en la guerra fría.
Victorioso en el desborde de sus palabras,
el uno.
Victorioso en el verbo contenido,
el otro.
Felices de verse a cuerpo entero en el poema,
aunque derrotados al fin.
En la Isola di San Michele
una de las tumbas se regocija entre las flores,
manos dulces y amigas
vienen a menudo a acariciarla.
En la otra sólo se nota una mano solitaria
que a intervalos limpia el polvo
y controla la enredadera.
Nunca se conocieron,
ni hubieran querido hacerlo, de seguro,
estos dos habitantes de rostro maldito por la poesía.
El más viejo,
Ezra Pound
en la ironía de su nombre,
rugía de ira frente a los gusanos
de la usura en su patria, que era el mundo.
El más joven,
Joseph Brodsky
en la ironía de su nombre,
aplastaba con los dedos de sus palabras,
la insana y maligna burocracia de su patria,
que era para él sólo una parte del mundo.
Ninguno odiaba lo que el otro odiaba,
o amaba lo que el otro amaba,
excepto esta tierra que ahora visten
como sepultura.
Esta tierra de marinos y comerciantes
y viajeros atropellados por la muerte
en lápidas envejecidas
por el sol y el descuido.
No es para contemplar fantasmas
que uno se acerca a estas tumbas,
ni para oír sus diálogos secretos
sobre la inmortalidad del alma,
es quizás para ver
que el sol se hace noche
en los versos rimados y los metros precisos
del más joven y moderno,
mientras que en el más viejo y antiguo
sus versos saltan libres
de las rejas de las páginas,
y en diversos idiomas
imponen la prosodia de su osada aventura.
Sin embargo, si un oído allá esta noche
nos permitiera oírlos leyendo sus poemas,
encontraríamos la misma cadencia,
el dejo que permite el arrastre de las sílabas.
Bien sabemos que ambos habitaron
su imagen con orgullo y soberbia,
que apostaron a perder el cielo
para ganar la tierra,
que respondieron con fuego y dolor
a las tres preguntas de Dios,
porque ante el estar, el ir y el venir
imponían el incendio de adentro.
Por gritar desaforado,
por no roer su ira en sus intestinos
como lo hacen los hipócritas,
el de barba blanca y ojos enloquecidos
va al encierro del hospital Saint Elizabeth,
for the criminally insane;
por vagabundo,
poeta sin oficio conocido,
lacra de la sociedad,
parásito,
el de ojos tristes y rostro desafiante,
va a las estepas del Gulag.
Hijos de la historia,
y por ella condenados y consagrados,
sólo les resta el exilio
de lo que a duras penas podrían llamar patria.
Debe haber sido la diosa Fortuna,
que se pasea por la Plaza de San Marcos,
quien vino a anclar juntos en este cementerio
a estos dos seres que atormentados
atormentaron con sus versos los imperios.
No se conocieron,
ni se amarán nunca,
escrito va en la eternidad.
Pero juntos son una verdad
que ya es muy difícil ver
en este mundo de mentiras
que jugamos como niños perdidos.
Ya no nos quedan lenguas y plumas
para aquél que hablaba todas las lenguas,
o para éste que volaba con todas las plumas.
Pienso que si hay una luz
que los hermana y los une,
está allí por los meandros de Venecia,
en la parte roñosa de una iglesia,
en un oloroso portón,
en la calzada de los incurables,
o tal vez en una gárgola, una columna,
el polvo.
Extraño es pensar
que ahora no viene a mí
la palabra
agua.
*Cali 1944, es un poeta del nadaísmo, narrador, ensayista, traductor y profesor universitario de la Universidad de Cincinnati. Autor entre otros de El color del Egeo, Una gravedad alegre, Amanece aquella oscuridad, Cajambre, El gremio docto, Antología del Nadaísmo, Se hace camino al andar, Raíz de las bestias y La rueda de Chicago
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Sé en qué piensa el árbol
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Jorge Cadavid
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CARTAS DE LOS LECTORES
AMIGOS CONFABULADOS: Felicitaciones a Samuel Vásquez por su excelente artículo. Zulma Valencia Gómez
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CONFABULADOS: Como siempre muy interesante la recopilación del poeta Fajardo Fajardo. Andrés Herrera Villa
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CONFABULADOS: Hay mucha poesía que no entiendo… pero bueno. Ustedes son los conocedores
Martín Arrázola
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AMIGOS CONFABULADOS: Excelente la nota del profesor César Ayala. Me sentaré frente a la Tele para matar el hastío. María Carolina Méndez
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