No. 533. La morada fugitiva

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FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Marco Antonio Garzón, Jairo Alberto López, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez, Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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LA MORADA FUGITIVA
GONZALO MÁRQUEZ CRISTO

Descripción: Gonzalo-Marquez por Nereo-LopezDescripción: La-morada-fugitiva Gonzalo_Marquez_Cristo
Feb. 1º.1963- Mayo 24 -2016


La conocí en la urgencia de la primavera.

Escribí con mi aliento en su cuerpo de cristal.

La vi despertando a las flores.

Entregué mis fuentes.

Ella ejercía el presentimiento,
Conocía un lugar donde todo comienza
Y la besé en su sueño plateado.

Un día supe que la carencia estaba en la luz
Y que toda respuesta asesina.

Ahora nieva en las palabras.

Amor mío
¿Es un exilio lo visible?

(A Pilar, lluvia de instantes)

palabras para eurídíce

La belleza se derrumba
Para que alguien pueda escapar…

El insomnio y su escritura de fuego…
¿quién conoce la geografía del olvido?

Fui signado a los eclipses
Astroso vigía de mi desesperanza…

Nadie podrá creerme:
Hice de la música una sombra
Miré hacia atrás para salvarme



CANCIÓN DE LOS QUE PERMANECEN

Me opongo al trabajo de la aurora:
Mi herencia fue puesta en el viento.

Era el nombre lo que nos protegía de la muerte…

Muchos emprendimos una arqueología del dolor:
Han pactado extraviar nuestra memoria
Incendiar nuestra mirada.

Desde entonces, amor mío, la vida es nuestra rabia.
El desierto ha llegado hasta mi lecho.
Un mapa invisible lacera mis manos
Un clamor subterráneo impugna mi voz
Un diluvio de agujas persigue mi rostro,
Palestina.

LAS MUERTES INCONCLUSAS

Descripción: Las-Muertes-Inconclusas Gonzalo-marquez-ctisto
Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot, París, Francis 2007

Cuando las palabras se afantasman surge el poeta para recordarles su luminosa vida pretérita o la posibilidad de un encarnado retorno. Este ser atormentado que las ha vigilado sin sosiego como a diminutas estrellas, sabe que es definitivo concitar su resurrección, incluso –como lo demostraron algunos románticos y expresionistas– a costa de su vida.
Se podría pensar sin exactitud que esta creatura trastornada es un resucitador del lenguaje, o el taumaturgo que ejercita la redención de un vocablo agónico, pero más exactamente podría definirse como un ser que se enfrenta todas las noches a un mundo deshabitado, anterior al lenguaje, y es de allí, de ese silencio estrepitoso, de donde provienen sus visiones meteóricas, que coinciden con su acezante sueño, con el fuego compartido y con su vida inacabada.
A veces el poeta es sigiloso y no se aventura a observar de frente a la amenazante palabra, e inventa una elisión al portar el escudo bruñido de Perseo, con el fin de que ella se refleje allí como la Medusa, se observe a sí misma por última vez con su mirada centellante, o nazca en su océano rítmico, en la noche blanca del papel.
El combate del poeta con la palabra es asimétrico y siempre lo conduce a la derrota, a un exilio espectral, pues ella se hace visible un solo instante para reflejar su herida originaria, y él debe regresar quedamente después de una lucha despiadada.
Las huestes que persiguen a este ser dividido avanzan en la oscuridad. La palabra es la perpetua evanescente, la inasible, y la cacería liderada bajo el imperio de la oscuridad debe oficiarse sin ambages. Por eso a veces creemos que este artífice es quien lleva el lenguaje a un sitio irretornable, pero es tan sólo quien denuncia la intemperie de la lengua, la soledad que inventan los vocablos, la condena de un lenguaje fragmentario, el calabozo de su representación. Es quien vigila un rostro amado en un espejo roto.
El poeta nunca consagra su propósito: reproduce la paradoja de Zenón de Elea donde la liebre jamás alcanza a la tortuga, pues nunca rebasará a la palabra, al serle tan sólo aprehensible su reflejo. ¿Por qué ella está siempre precediéndolo? ¿Por qué tan pronto encuentra un sentido inusitado se emancipa? La persecución no tiene límites. El poeta es quien padece de sombras y al saber eso, al asir la melodía de aquello que funda toda representación, incendia su voz y luego escudriña entre las sílabas… Emprende un periplo temerario.
Aquel que dijo: «Cuanto más poético más verdadero» (Novalis), hablaba con absoluta gravedad y no temió a su obsesión devastadora. Rilke, fiel a sus abismos, denunció nuestro mundo interpretado y anteponía el caudal de sus poemas para aproximarse a esa zona en que el significado arde. Toda ornamentación banal y toda lúdica inocua debió ser condenada cuando una existencia más fuerte irrumpía. El poeta debió asumir el artificio del cordero investido de lobo, la feral impugnación de una realidad tormentosa, la consagración de su muerte inconclusa.
El artista es un remero a contracorriente, su porvenir ya ocurrió y él debe regresar a su sitio inaugural, a ese tiempo donde no tenía rostro ni nombre. Es el viajero del origen, de ahí su inconmensurable soledad. Quien avanza hacia atrás busca a su demiurgo, espera la invención de una plegaria o se sumerge en la nada. Quien transita hacia el pasado sabe que nunca arribará.
Se podría pensar que el poeta crea un orden sublime o que su arte debe contener una lógica mágica, una coherencia secreta que a veces se tilda de imposible; pero en verdad este eterno forastero, construye con sus ensoñaciones y su desesperación una indómita oración al caos, al desorden primordial, que es cuna de sus sueños. ¿Y acaso lo sagrado no es la más fascinante trascendencia sin centro? ¿Acaso en ese tempestuoso mar no dormitan los dioses?
«Cuando las mitologías se desvanecen, lo sagrado encuentra en la poesía su refugio, y quizá su relevo», nos advirtió Perse. Sin embargo es urgente agregar: el poeta es la víctima de un sacrificio oficiado para que pueda existir el poema. ¿Pero quién funge como sacerdote en esa cruel contienda con lo sagrado? Sin duda el lenguaje –el suntuoso dador de la muerte–, y su inexorable gramática del apocalipsis.
Y para completar el ritual, por virtud de la poesía, la palabra se ensimisma como Narciso ante el azogue inquieto y se entrega a su extinción. Se inmola en su reflejo, en el clímax de su apariencia. Ella es la sombra que se retrae, pues se hace imperativo que devenga en sonido incandescente, en día subterráneo, en estrella negra, para ser nuestra perentoria posibilidad. La palabra muere para dar a luz el poema. Se divide, se multiplica, y en esa repentina meiosis que ocurre en las tinieblas de la creación poética, es posible sorprender el destello de su resurgir.
El poeta es el que traduce el mundo a la muerte, a los idiomas del Hades. La pregunta del poema hace retroceder todos los límites, porque es la tentativa de encarnar el silencio.
Si Dionisos tuvo un doble nacimiento, el poeta –como Orfeo– es el ser de las dos muertes, de la doble sombra: el individuo que anticipa su aniquilación al utilizar un misterioso artilugio que le permite hablar desde el silencio.
Y es allí, cuando poeta y palabra mueren para fecundar el poema, es durante aquel tiempo ígneo, que asistimos a la consumación del sacrificio. Ese destello lo protege con el enigma de su renacer. «Todos sentimos lo que es la poesía; nos funda, pero no sabemos hablar de ella... Nos conduce hacia la eternidad, hacia la muerte y, por medio de la muerte, a lo continuo, pues la poesía es la eternidad»; reflexionó Georges Bataille.
Todo sublime arte adora la metamorfosis: la única opción de permanencia. La palabra poética podría ser una mariposa que involuciona a crisálida, para poder significar en su esencia múltiple, reconociendo que el fácil esplendor es fraudulento. Por ella el sujeto deviene en objeto, lo masculino se feminiza, el tú es emboscado en sus espejos. La poesía se nutre de la catástrofe de la identidad, como el amor, como la religión. Y aunque sintamos que «yo es otro» según lo descubrió Rimbaud con estremecedora lucidez, lo recíproco del yo no es el tú, sino la muerte: la metamorfosis en objeto, la pluralidad inderrotable.
El artista hace de su pobreza una fuente, interroga el dolor, pretende el nombre de la herida. Es extranjero en todas partes, exceptuando en la noche; pues es ella el poder que impele su realidad estremecedora. El poeta es un obrero de las tinieblas, es el mensajero del inframundo, el Hermes de la oscuridad... En la poesía el lenguaje no cae en la trampa de aquello que llaman comunicación, desconfía de lo representado: es. Durante la noche somos menos apariencia; el ebrio, el místico y el artista saben que bajo la extensa sombra los disfraces se disipan... La poesía se forja más allá del lenguaje, en su morir irresoluto.
«Los filósofos y los poetas vigilan la casa del ser», sentenció Heidegger; son los protectores del lenguaje y de la representación. Sin embargo es concluyente recordar que esta escisión no existía para los presocráticos, quienes jamás dividieron esas dos vías del conocimiento, aquellos dos oficios del asombro. Su bosque mental no estaba demediado, pero un día nos fueron impartidos los ojos inencontrables. Y fue entonces cuando el espejismo se hizo tan cruento, cuando lo traslúcido empezó a ocultar, a extraviarnos. Por lo cual una interrogación se torna ahora ineludible: ¿no podemos decir contrariamente que el poeta es el destructor del lenguaje, el encargado de regir la evasión de la casa del ser, el instaurador de la rebelión del silencio?
Tal vez, porque la poesía es un lenguaje alterno, que está a la misma distancia de todos los idiomas, y su desesperado artífice tan sólo intenta traducir el mundo a ese secreto dialecto común. Todo verdadero poeta escribe afuera de la lengua –en su más allá–. Y así como el filósofo es avasallado por el lenguaje, el poeta es quien conoce el lugar de la palabra liberada, liberadora; el país del silencio. Por tal razón es el único ser que puede escapar –no de su idioma– sino del lenguaje, para escribir fuera de él, y allí radica su devastación, su miserable victoria. El filósofo lanza su pregunta solar después de una pugna significativa, mientras el poeta pregunta desde la muerte.
La insalvable amenaza radica en que su discontinua existencia lo arroja fuera del corpus verbal y luego lo hace regresar atemorizado a su precaria realidad, hecha de signos agónicos. Su adherencia es el sueño insumiso, la liberación de las prisiones imaginarias. Su contienda nunca es individual porque ha aprendido que quien escribe no existe, que nunca se curará del lenguaje y que el mundo no debe pertenecer a los mercaderes de la angustia. Los excluidos le ofrendan el canto de su sangre, los abatidos aumentan la fuerza de su sed, los refugiados sus ojos sin eclipse.
Y por eso la pregunta del artista no es otra que la de todos los hombres, la que acecha en el acallado silabario de la muerte. El poeta se interna furtivamente en un territorio infestado de gritos, danza sobre los ríos de la memoria, sobre los paisajes de la separación, y escucha un enjambre de estrellas.
Este eterno desterrado del lenguaje conoce un cuerpo del que brota el tiempo, sabe de una palabra que crece entre sus manos y aunque oficia el verdor jamás puede escapar de la pregunta de la tierra, ni del viento que borra su rostro… Y sólo si tiene suerte podrá vislumbrar un silencio que tan pronto sea conquistado lo iluminará para siempre.

EL MAGO


Descripción: El Tempestario y otros relatos - Gonzalo Márquez Cristo


Yo, sin duda su mayor admirador, hace dos años renuncié al pequeño circo donde triunfaba para seguirlo. Al aceptarme, con desmedida serenidad, me impuso la típica condición de jamás indagar sobre sus prestidigitaciones, y he cumplido.
Ha pasado el tiempo, he develado pocos de sus trucos —los más elementales— al observar con rigor los instrumentos de que se sirve para ejecutarlos, debido a mi largo aprendizaje en éste difícil arte; sin embargo jamás le he escuchado una explicación, un festejo o una revelación sobre sus actos maravillosos. Hay algunos que me sobrecogen sin poder explicar su artilugio y otros que me hacen creer —como lo piensan todos— en la participación de fuerzas divinas o demoníacas inexplicables. Mi relación con él fue motivada al comienzo por el asombro, ahora por la devoción. Sé que muchos compartirán durante esta inolvidable noche mi actitud religiosa.
Mientras escucho el apabullante ruido de la multitud congregada en esta plaza reclamando su presencia, imagino que este escenario improvisado y abierto me dejará escrutar detalles que en los teatros me eran vedados. Hoy debo convencerme de su divinidad o comprender la verdadera estructura de su taumaturgia, de sus increíbles hazañas.
Las luces se apagan y cien mil personas quedamos en una oscuridad menguada por una luna llena que surge detrás del cerro de Guadalupe. Se oye en crescendo la rechifla por el prolongado incumplimiento, criticada por la voz enérgica del mago que silencia a la multitud. Él, declarándose enojado por lo que denomina una injusticia de los espectadores, una insoportable agresión, les exige que observen sus relojes; se escucha entonces una gigantesca exclamación al verificar en ellos la hora exacta de citación al acto. Asombrados aplauden con euforia al ilusionista.
Incluso yo, que desde la adolescencia hago aparecer palomas en mis manos y transformo mujeres enjauladas en leonas en un tiempo menor a un segundo, festejo ese inicio deslumbrante, mientras vigilo mi reloj.
En la mitad del escenario está el magistral mago cubierto por un arco iris. La multitud aplaude cuando empieza a despojarse de los colores que lo envuelven, uno a uno, arrojándolos con violencia hacia el cielo despejado donde quedan suspendidos. Al desprenderse del último, el mago desaparece. En ese instante cruza una manada de golondrinas y empieza a llover, cae una lluvia fina que toma todos los siete matices de la luz descompuesta. Numerosas personas corroborando que no hay nubes, extienden con incredulidad las manos para verificar que son gotas de agua.
Cesa la lluvia. Poco después olvidando los prodigios recién realizados, la multitud de nuevo grita exasperada clamando por la presencia del mago. Irritado por la nueva acción del público aparece en la mitad del escenario entre una contorsionista rubia y otra negra que bailan como serpientes entre ligeros vestidos dorados. Todos lo contemplan con fascinación. Su capa gigantesca libera reflejos. Ellas inclinan dos enormes cestos y el público verifica que están vacíos. El mago se quita el sombrero y en su cabeza aparece un pan y un pez rojo sacudiéndose, provocando la risa de los niños. El acto se sigue en enormes pantallas gigantes de televisión. Se oyen cada vez más fuertes sus extrañas palabras mágicas. Lanza la capa sobre los cestos y al retirarla surgen centenares de peces rojos vivos y de panes pardos que son lanzados a la gente enardecida. Los practicantes religiosos no aplauden al creer profanado su milagro bíblico.
El mago señala insistentemente a la luna atravesada por una pequeña nube que le da una apariencia de movimiento. Al fin todos obedeciendo se vuelven a mirarla y esperan el próximo asombro. Él grita palabras incomprensibles y estirando los brazos hace unos pases extraños, lentos, precisos, y todos vemos —incluso yo, que tras bambalinas sé que no utiliza hologramas ni sofisticados instrumentos ópticos—, vemos, repito, moverse a la luna, subir del horizonte al cenit, quedar exactamente sobre nosotros, y absortos ni siquiera nos atrevemos a respirar temiendo que esto ocasione su desprendimiento sobre nuestras cabezas.
La visión dura un minuto y aparece de nuevo el plateado satélite en su posición original coronando a Guadalupe. El mago se acerca a los cestos que se llenan sucesivamente y tres veces más vuelve a vaciar esos panes y peces rojos aleteantes sobre la multitud.
Con voz grave ordena a las bellas contorsionistas que se acuesten sobre dos camillas con ruedas y realiza la tradicional escena de la descuartización del cuerpo en cuatro partes, pero esta vez con una terrible modificación. Cierra las cajas y usando una gran sierra las fragmenta, separa los pedazos mientras la gente grita. Por último decide unir sus partes, y acudiendo a una desconocida crueldad intercambia sus cabezas. Luego al abrir las cajas pide a las dos mujeres que se levanten. Ellas surgen con el rostro trocado y reconociendo su transformación empiezan a gritar y a llorar, el público espera sin entender si esto corresponde a un montaje o a un truco perverso. Entonces compruebo, al nunca haber visto esta variación realizada muy cerca de mis ojos lo ocurrido, y comparto la sensación de sus dos asistentes enloquecidas por el terror.
El pánico se generaliza. Muchas personas quieren desertar pero la vasta congregación hace imposible la huida. Los aplausos y los gritos de horror se van alternando.
El mago pide niños voluntarios y de inmediato se presentan casi cien. Con rapidez elije dos de siete años y camina llevándolos de las manos. Una jaula cubierta con un lienzo negro se desliza sobre el escenario, entonces sus madres asustadas imaginando el peligro que se avecina intentan detener el acto. Es demasiado tarde. El sublime taumaturgo descubriéndola muestra un agitado tigre de bengala en su interior y pide silencio, ordena a los niños que entren al cubil del felino; obedecen como sonámbulos mientras la fiera sucumbe a un poder inexplicable, los rodea febrilmente y juguetea con ellos lamiéndoles la cara. El mago los saca entonces de la jaula y con un signo les pide que corran hacia donde aguardan sus angustiadas progenitoras. Recibe los aplausos y omite cerrar la puerta. La gente se inquieta imaginando la fuga del tigre. Se suceden tres fuertes relámpagos en el horizonte que no coinciden con el cielo completamente estrellado. La multitud atemorizada empieza a correr por las calles contiguas a la plaza, tropezándose, cayendo...
De lo que sigue es posible pensar que se trata de un cuento fantástico, pero es fácil verificar mis palabras viendo las imágenes de los camarógrafos que tienen el coraje de permanecer. Veo, es decir, miles de personas vemos el extraordinario final. El mago provisto de una capa gigantesca y una máscara de cóndor, sin parecer advertir lo que ocurre a su alrededor, camina lentamente hasta el borde del escenario y abre los brazos, permanece inmóvil unos instantes imitando voces de aves, y unos segundos después haciendo unos gritos inexplicables empieza a volar. Revolotea sobre la plaza seguido por los proyectores y alaridos de la multitud. Después de tres vueltas se dirige hacia el oriente y observamos que su silueta disminuye sobre la luna llena. El tigre lo contempla desde su jaula abierta, alelado.
Entonces, soportando el estrépito de la multitud en fuga y el de las bellas contorsionistas de cabeza cambiada, tengo la fuerza para entrar al sitio que siempre me fue negado. Abro el cubículo donde él se esconde a oficiar sus más increíbles prodigios y veo lo inimaginable. Aterrorizado empiezo a gritar, a clamar auxilio... Ahí encuentro a mi maestro, el más extraordinario de todos los magos, inmóvil, tendido sobre el piso metálico. Un hilo de sangre fluye de cada uno de sus ojos.
Confundido, espero que se reduzca mi angustia antes de arrodillarme a verificar su pulso, su respiración... Deshecho compruebo su muerte. Aún con esperanza supongo que es uno de sus impecables trucos con el propósito de castigarme por haber incumplido su prohibición de espiar sus enigmas; o que es el precio pagado porque nadie puede sobrevivir a aquellos desmesurados sortilegios.
Sin embargo quiero creer que al salir lo encontraré sobre la tarima ejecutando otro de sus actos increíbles en los cuales seré su más humilde ayudante. Pero sospecho también —y deben entender mi desolación— que lo asesiné al abrir esa puerta que me había enfáticamente prohibido mientras su imagen volaba hacia la luna, y siento venir mi llanto.

A Amparo Osorio

Gonzalo Márquez Cristo. Poeta, narrador, ensayista y editor. Nació en Bogotá, Colombia, en 1963  falleció en la misma ciudad en 2016 .Autor de los poemarios: Apocalipsis de la rosa (1988), La palabra liberada (2001), Oscuro Nacimiento (Mención concurso nacional José Manuel Arango, 2005) y La morada fugitiva (2014); la novela Ritual de títeres (ganadora de Beca Colcultura, 1992); El Tempestario y otros relatos (1998); Co-autor de Grandes entrevistas de Común Presencia (Premio Literaturas del Bicentenario, 2010, del Ministerio de Cultura) y el libro de ensayos Las muertes inconclusas (2015).
En 1989 participó en la fundación de la revista Común Presencia (reconocida con Beca Colcultura a mejor publicación cultural del país, 1992), de la cual fuesu director. Fue cofundador y coordinador de la colección de literatura Los Conjurados y del semanario virtual Con-Fabulación, que semanalmente llega a 100.000.
Varios de sus poemas y relatos han sido traducidos al inglés, alemán, francés, árabe, italiano, portugués, gallego, japonés y braille; y figuran en 36 antologías. Obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot (2007) con su trabajo «La Pregunta del Origen».

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CARTAS DE LOS LECTORES

AMIGOS CONFABULADOS: Común Presencia, Los Conjurados, y este Con-fabulación, tienen un significado invaluable para el país. Gracias por sus más de treinta años irradiando la cultura. Abrazo fraterno. Andrés Mejía Botero
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A LOS CONFABULADORES: Que haya más colaboraciones de Samuel Vásquez. Es una de las inteligencias más lúcidas de Colombia. Marco Antonio Campos –Poeta mexicano

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AMIGOS CONFABULADOS: Me encantaron los poemas de Argemiro Pulido. Felicitaciones. Diego Martínez López
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QUERIDOS CONFABULADOS: Sencillamente extraordinario el cuento de Boris Julián Pinto. Como dicen en Francia: ¡chapó! Carolina Dávila Vega

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CONFABULADOS: Las Editoriales Independientes colombianas constituyen uno de los más grandes acervos de la cultura en nuestro país. Mi aplauso por convocar a su apoyo. Hernando Velásquez Vásquez.
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CONFABULADOS QUERIDOS: Los felicito por su siempre férrea defensa y difusión de nuestros autores colombianos. Jaime López Valencia
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CONFABULADOS Felicitaciones, qué maravilla de periódico cultural. El primer texto del No. 531 sobre política y economía naranja es absolutamente lúcido y la relectura de La Peste de Camus es aplicada radiografía a la presente. Cecilia Caicedo

CONFABULADOS: Mi abrazo y admiración a la enigmática y discreta Amparo Osorio. Su labor es titánica. POR FAVOR NO BOTE MI NOTA AL CESTO!!! Juan Felipe Rivera

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