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LUIS EDUARDO GUTIÉRREZ
REFUGIO DE ENFERMOS - AVISO
“Joseph Joseph, reparador de navíos que viajan con su remesa de novias ahogadas, por los océanos del insomnio. J. Joseph, residente en este refugio de enfermos, rodeado de cardos que peregrinan
hacia la noche de los páramos. J. Joseph, rica experiencia en organización de astilleros”.
¿Por qué no ha de anunciarse un remendador de navíos, en estas regiones que colindan con la muerte, asediadas sólo por un horizonte de bruma? ¿Por qué el habitante de una casa de llagados por la soledad, cuelga este aviso
a un lado de las cifras del miedo, en la puerta de entrada de la habitación 307, de esta morada de desahuciados?
¿Por qué sólo la luna de invierno parece preguntar –ahora– por este inquilino entre las tumbas del crepúsculo?
“Joseph Joseph, reparador de navíos, organizador de astilleros”
Señora de las extensiones de niebla,
socórrenos con las visiones que inventa la vigilia en estas regiones del miedo. Concédenos ojos
para creer en lo que no es; manos para partir esos frutos que inventa la niebla; ganas para asistir
a esta cena espuria en esta casa de socorro.
CONFESIONES
En las noches de arrepentimiento, yo, Berenice Salman,
me confieso con un cuervo.
Él sabe tanto de mí como
los espejos, las cómodas de mis habitaciones
y los lechos sobre los que se desangran mis amados.
***
I
ADVERTENCIA
Mejor no pases al atardecer en busca de este hostal.
Desconfía de sus voces. De la tersa amabilidad de
su servidumbre. Ellos, al igual que los nuevos huéspedes,
fueron engañados por el anillo y la mano enguantada
de la Señora que rige la casa de paso. Ellos
descendieron a las bodegas de la casa y fueron coronados
con astromelias por la Señora y ahora no pueden
ver
sino la tiniebla
de estas habitaciones bajas.
VI.
No es vana la recomendación a las siervas
de guardar las noches para su amo. Llegada la hora
es preciso que ellas adoben la bañera del Señor de
esta hospedería, con yerbas olorosas a noches torrenciales
y adornen con su desnudez la penumbra rojiza en la
que el amo toma
el baño nocturno. Un olvido
acarrea a la insumisa la abyección
en los sótanos de la casa y
muchas noches sin el placer deseado
IX.
La imagen de un dios tallado en piedra,
erguida a un lado
del jardín
acaso quiera decir que está a punto de repetirse
un antiguo
suplicio en la vieja torre
de esta ciudad de bruma.
FANTASMAS PARA NOCHES LARGAS
MARTHA CECILIA RIVERA
II
Con desgano, Rebeca atravesó la playa en dirección hacia la carpa que compartía con Manuel Hidalgo, su esposo. Sin prisa. Presintió lujuria en el golpear furibundo de las olas, no solo por las oscilaciones y los movimientos, sino sobre todo por una cierta tensión del tiempo previo al choque con la arena, por la fuerza interna del agua, y por la sensación posterior de calma laxa. Descalza, no notó ninguna impresión caliente en las plantas de sus pies a pesar de que la arena ardía. Su larga falda blanca, delgada, se pegó a sus piernas y realzó sus muslos largos. Su blusa, en exceso breve, cautivó miradas que la hicieron sentirse soberana. Su piel de color claro, templada, turgente, desprendió esas gotas de sudor de hembra que circula a veces por el aire, alcanza los órganos de los sentidos masculinos y los perturba, los activa, los hostiga y los posee. Se gustó a sí misma. Comparó su estampa con la de otras mujeres en la playa y la encontró superior, perfecta. Mundana. Se enorgulleció de su propia imagen, de su belleza, de su ubicación en la vida, su matrimonio perfecto y su existencia plena. Saboreó el poder insobornable de su edad, ya antigua en el placer que trae la vida aunque todavía lo bastante joven para procurarlo a otros. También para apurarlo cada vez como agua fresca. Sus enormes ojos negros parecieron fijos en la arena inmensa aunque en realidad midieron la admiración que despertó a su paso. Su pecho ascendió, rebosado. De repente, un susurro se enredó en su pelo. Tenue. Suave. Tan imperceptible que en menos de un instante se desvaneció en el aire. Pensó que lo había imaginado y siguió caminando, despacio. De nuevo sintió que algo se enredó en su cabello, semejante a una especie de aleteo amorfo, negro, fuerte, espeso, que no desapareció en esta ocasión como antes. Se detuvo en seco y meneó la cabeza pero el aleteo continuó, insistente. Inquieta, elevó sus brazos y los agitó con movimiento de aspas en busca de un ave. Los bajó con parsimonia. Los levantó de nuevo. No encontró nada: ni pájaros, ni alas, ni siquiera insectos de tamaño grande. Introdujo ahora sus dedos entre su cabello y por un instante casi creyó haber rozado algo. Casi. Tironeó un poco, sin resultados. Nada voló en frente suyo, ni a su lado, ni encima ni entre los mechones de su pelo. Si el aleteo se produjo en realidad, se extinguió de prisa. Continuó su andar y llamó a Manuel a gritos pero el sonido que surgió desde sus labios no sonó como el suyo propio sino como el de alguien más, alguien ajeno. Repitió cada vocablo para escuchar su voz, con lentitud y en un tono bajo, y de nuevo percibió un acento diferente, agudo, extraño. Se estremeció. Incomprensible, el semblante amarillo y seco de una mujer vieja ocupó su mente durante un segundo y se desvaneció enseguida. Alcanzó a entrever, no obstante, una especie de sombrero negro. Parpadeó con fuerza y aceleró su paso. Una sensación de urgencia repentina empujó sus pensamientos hasta ese lugar inaccesible en donde el impulso atrapa a la mente y la domina. Nerviosa, se sintió impelida a mirar hacia los lados y hacia atrás, mientras sus pisadas se volvieron saltos raudos para acortar cuanto antes la distancia. Al llegar hasta su carpa, sin embargo, recibió un impacto que pareció congelar el tiempo y desviar el espacio. Su respiración se cortó casi por completo y olvidó el aleteo en su cabello. Tampoco pensó ya más en que su voz sonó distinta ni en el rostro amarillo abajo del sombrero negro. Su sudor dejó de correr en gotas ralas y se convirtió en cascada. Sus labios temblaron. Manuel se encontraba en cuclillas en la arena. Un pañuelo de color verde papagayo cubría su cabeza de la forma como acostumbran a usar sus pañoletas las ancianas rezanderas en las iglesias. Su espalda encorvada sobre el resto de su cuerpo formó un ángulo estrecho con sus piernas y ocultó su traje de baño. Pareció estar desnudo por completo. Sus rodillas, flexionadas, mostraron el tono blanco de las coyunturas que han perdido irrigación de sangre después de permanecer dobladas por un largo rato. Los dedos de sus pies, tiesos y encorvados, parecieron garfios. Su cabeza inclinada, con su quijada clavada en el centro de su cuello y su frente paralela a la arena blanca, semejó el pico de un ave gigantesca. Lo peor fueron sus brazos. Extendidos hacia lado y lado en forma de alas desplegadas, permanecieron suspendidos en el aire, rígidos, contrarios a las leyes de la atracción del suelo, horizontales. El dedo meñique de cada una de las manos se ocultó debajo del pulgar, y los tres dedos restantes, extendidos y separados entre sí, recordaron la forma de unas garras. Rebeca se aproximó con ruido pero Manuel no pareció escucharla. No se incorporó ni movió sus manos. No levantó su cabeza, siquiera, ni abrió sus ojos, ni extendió los dedos de sus pies, ni habló ni respiró más fuerte. Asustada, balbuceó su nombre otra vez, en un tono bajo, sin obtener respuesta. Tampoco la obtuvo cuando lo llamó de nuevo con un grito. Se acercó aún otro poco y descubrió con pasmo que a pesar de su postura absurda Manuel estaba profundamente dormido. Su sueño, sereno aunque imperfecto. Su pecho inmóvil careció del movimiento leve que indica una respiración profunda. Su epidermis demasiado lisa, pegada a los huesos, semejó una tela vieja. Su cuerpo agarrotado, rígido, pareció encontrarse en estado de catatonia. O muerto. Lo tocó en el hombro de una forma leve que no logró despertarlo y en cambio, una baba blanca resbaló desde los labios tiesos.
TRUEQUES Y ALTANERÍAS
Andrés Elías Flórez Brum
¿Qué clase de estofado se puede preparar sólo con carne?
O. HENRY
–Si tuviera papas, haría un caldo –dijo Claudia, la señora del segundo piso del inquilinato. Lo dijo como hablándole a la hija –un buen caldo con los huevos que tengo allí en la canasta, pero ni papas ni verduras. Se fue a la ventana y se asomó hacia la calle–. “¡Qué escasez!, –exclamó frotándose las manos, ya es medio día y estamos con las manos cruzadas”–. Lo dijo a viva voz para que la chica de doce años la oyera. Toya, acostada en la colchoneta de la cama de hierro del cuarto, mirando al techo. Entre la almohada y la cobija, un radio de pilas.
La casa, de tres pisos, estaba ubicada en el barrio Soratama. Un poco arriba de la carrera séptima con calle 165 de Bogotá. Se entraba a la casa por el costado norte –puerta de hierro de una sola hoja con doble seguro– por un callejón en forma de ele acostada. Primero, a tres o cuatro metros de la entrada, la puerta que conducía a la sala de la dueña, doña Eugenia. Luego, siguiendo al fondo y doblando a la derecha, se llegaba a la escalera que conducía al segundo piso, al tercero y a la terraza. De doble baranda por toda la escalera. Aunque el último tramo, al tercero y a la terraza, no tenía baldosa en los pasos, en obra negra.
–Si tuviera dos huevos y unas papas, con esta cebolla, las cebollas largas, el ajo y el cilantro haría un buen caldo. Pero me faltan los huevos y las papas. La señora de las cebollas, los ajos y las ramas de cilantro, también estaba en la planta del segundo piso de la casa. Percibía en los sentidos la imagen del hijo con los zapatos empolvados y los pies ampollados del pasado día cuando entró de patear balón. Venía del callejón más próximo a la casa por donde se subía a las otras casas del barrio. El chico, de trece años, había entrado sudado y un tanto cansado y había puesto al lado de sus pies, el balón y los empolvados zapatos y se había estirado en una de las dos sillas que tenían en la habitación.
Ahora estaba descalzo con la ropa puesta acostado en su cama, pensando en los amigos sin poder salir.
“Me faltan dos huevos y unas papas para un buen caldo”. La mamá se tomó las manos pensando en qué poner a hervir para el almuerzo. Se había asomado a la cocina que quedaba en el tercer piso y, como no había nadie, había prendido el puesto de la estufa a gas que le correspondía a ella, y había puesto sobre la lumbre las palmas de sus manos.
El hijo sin atender lo que había expresado, le preguntó:
–Amelia, ¿qué vamos a almorzar?–, no la llamaba mamá, le decía siempre Amelia, pero la quería o se querían mutuamente. Amelia no dejaba de pensar en la pelea. “Por ti doy hasta la vida”. La expresión la repitió tres veces para que todos la oyeran el día que se agarró con María Luisa, la del apartamento del tercero.
En esta fecha se cumplían trece días de la cuarentena. Por orden y decreto de la alcaldesa las mujeres salían los días impares y los hombres los pares. Como los vehículos particulares de pico y placa antes de que se desatara la peste del COVID-19.
–Si tuviera unos huevos haría un buen caldo –dijo la señora María Luisa.Tenía un niño de siete años que se encontraba en la mesita junto a la ventana haciendo unos dibujos– tengo unas papas en esa bolsa, pero no tengo huevos ni ingrediente, para hacer un sabroso caldo.
Le hablaba casi al oído al hijo pero se inclinaba por la ventana como si esperara a alguien. María Luisa, era bastante impulsiva, y casi siempre, en cualquier discusión, argumentaba tener la razón.
Por ello, el día del percance del hijo con el chico de Amelia, por poco, la dueña de casa, llama a la policía.
Un balonazo en la cara y la casa se iba incendiando. Poco faltó para que estas mujeres se agredieran y se fueran al suelo prendidas de las mechas.
La dueña de la casa, doña Eugenia, vive en el primer piso con su marido. De sala y comedor y dos habitaciones contiguas. La habitación grande con baño privado. Cocina propia e independiente pegada al comedor. En el segundo piso están las dos habitaciones amplias con sendos baños pequeños. En el tercero hay otra habitación grande, con una pequeña y un baño al lado.
Es lo que doña Eugenia llama el apartamento del tercero piso. A pocos pasos, hacia arriba, la terraza. En la plancha, un espacio cubierto con un techo de hojas de zinc, cerrado por tres lados de ladrillos. Y una entrada abierta sin puerta. Tiene dos lavaderos y una hornilla con cuatro fogones a gas donde cocinan las inquilinas.
Cuando discuten, las palabrotas rebotan como loza rota por toda la casa. Y cuando la dueña, doña Eugenia, sube a cobrar el arriendo atrasado todas las personas saben a quién le están cobrando.“No me hagan subir, los cinco primeros días del mes, o me escucharán los nudillos
en la hoja de la puerta, las cosas son como son”. El marido de doña Eugenia parece harina de otro costal. No tiene velas en este entierro. Absorto, en sus asuntos. Cuando en puntillas se bajaba al Cordero Dorado a tomarse tres cervezas con un amigo y a comerse a hurtadillas su doble porción de cordero asado, todas las personas de la casa le hacían ojillos. Pero una semana antes de empezar la cuarentena, El Cordero Dorado fue cerrado por demolición de la casona y la construcción de un edificio sobre la séptima con la calle 170.
Para considerar, tres días antes de la cuarentena, Felipe, el de Amelia, sale con el balón por detrás, hacia la callecita que conduce al barrio, a jugar con los siete amigos de la recocha.
Y después de tres partidos en serie, al retornar a casa, cuando viene piboteando la bola, se le da por chutar contra la pared que tiene un graffiti de una señora con un paraguas bajo la lluvia en un florido jardín.Felipe, después de perder dos partidos y ganar el tercero, apunta con todo su ímpetu. No a la cara de la señora del graffiti, sino al paraguas que la socorre
de la lluvia en el jardín florido. Pero, por mera casualidad, Cristian, el hijo de María Luisa, que atraviesa con una
cartuchera en las manos, recibe el impacto del balón en la cara. Entre la nariz y el pómulo izquierdo. Y el chorro de sangre y el grito no se hacen esperar. Y, en redondo, cae sentado en el suelo llorando y gritando: “¡Mamaá ayy mamá!”.
El escandalo suena armado por la barra brava de la cuadra arriba, hacia la boca de la cantera. No se sabe cómo apareció tan rápido María Luisa en el lugar de los hechos. . Si se deslizó por una cuerda de cáñamo desde el tercero, o si en dos saltos –segundo y primero– por las escaleras, estuvo en la calle peatonal donde se ahogaba en llanto su hijo, Cristian. Ya Felipe se hallaba amparado detrás de la puerta que se abrió por el balonazo y el grito. Amelia que adivinaba los pasos y las andanzas de Felipe venía en camino detrás de María Luisa.
Por fortuna, cuando doña Eugenia columbró a Claudia pisando el penúltimo peldaño de la escalera, le dijo o lo pensó: “No es contigo, pero sé lo que puedes apagar con tu espíritu de bombera”. En efecto, fue la decisión y el arrojo de Claudia lo que evitó una tragedia entre las dos mujeres. Se dijeron hasta de qué iban a morir. Pues, las intenciones de María Luisa, era irse lanza en ristres y agredir a puñetazos a Felipe.
En el acto, Amelia le salió al paso y la paró en seco. Por su hijo, como gladiadora, puso el pecho, para que las palabrotas rebotaran o se repelieran con las que ella respondía. Los insultos de las dos mujeres parecían resquebrajar las paredes de las aceras. Claudia levantó los brazos entre las dos y se vinieron a casa como para continuar dándose en la escalera o en la terraza frente a la cocina. “Ya viene la policía en camino –dijo a todo pulmón doña Eugenia –mi casa se respeta”. El marido se veía al fondo como detrás de una mampara cruzado de brazos. Como un recurso de los cielos, empezó un descomunal aguacero. Las mujeres se entraron a sus piezas y lo que se decían se ahogaba en las gotas que taladraban
el techo y los vidrios de las ventanas y las paredes. Al siguiente día del suceso, ninguna de las dos se pisaba las sombras. Cuál de las dos escupiera más lejos. Bravas de muerte. Evitaban, a la hora de utilizar la cocina, coincidir en el área.
Al día 13 de la cuarentena, las cosas se hallaban más reposadas o ya reposadas. –De la alcaldía dijeron que a los estratos uno y dos les van a enviar un mercado completo para la cuarentena.
–¿Usted cree en eso mamá?
--- Lo han repetido tres veces por los noticieros.
–¡Ay, mamá! No se haga ilusiones.
Claudia, aún con las palabras en la lengua, se fue a la ventana a mirar si veía a las otras dos amigas asomadas. María Luisa suspiraba junto a la persiana. Al moderar la arrogancia y el preso rencor que le golpeaban a diario en el cerebro, dejó de pensar: “Se entrometió Claudia. De lo contrario, a la tal Amelia y al altanerito los desinflo a golpes”. Amelia también se encontraba detrás de la ventana entornada, como poniendo el oído hacia la calle.
–Si no hubiera sido por el día del balonazo a Cristian, ahora no estuviéramos tan aisladas. Pero le pegaste ese balonazo al chico y si no es por la intervención de Claudia, nos cogemos a trompadas.
–Síii mamá, pero fue sin culpa. Yo le apunté al paraguas de la señora del graffiti y no vi de dónde apareció Cristian.
–Cierto, en realidad, ahora estamos bravas de muerte. Apenas me ve, voltea la cola para otro lado. Pero, ¡ay! que te hubiera tocado un pelo. Yo por ti doy la vida.
El paisaje pintaba bien, hacía buen tiempo y los cerros se hallaban despejados de
nubes.
–¡Bueno, ¿pero qué es lo que pasa?! ¿Cuál es la vaina? –se oyó que gritó Claudia en la ventana, como hablando para todo el mundo –tengo una canasta con doce huevos. ¿Quién da más para un buen caldo? ¡De dónde acá, tanta bravura! El mundo se está cayendo a pedazos y nosotras con el hocico largo…
Habló sacando el busto hacia la séptima como para que la oyeran por toda la vía hasta la Plaza de Bolívar. Dos mensajeros de reparto que iban con sus cavas impermeables de color naranja en la parrilla frenaron las bicicletas buscando la voz de Claudia.
–Voy por la olla más grande de doña Eugenia –continuó en voz alta– y a ver quién es la primera que llega a la cocina.
Cuando las tres mujeres festejaban en la cocina –habían llevado asientos y dos mesas– los tres hijos jugaban en la terraza. Entonces, vieron subir a doña Eugenia apoyada en un bastón.
–Aquí vengo yo. Ese caldo es que huele, mi marido que coma crucigramas, pero yo no me lo pierdo. Venía con tapabocas y un bastón de guayacán.
–¿Y ese bastón, doña Eugenia?
–Para ponérselo en la cabeza a la primera que entable la pelea. Les mandé la olla para que la estrenaran, es Imusa. Y las dos mesas Rimax. Con Claudia a la cabeza no se puede negar un favor.
–¡Oiga, doña Eugenia –dijo Claudia con animación –le vamos a plantear un negocio!
–Dime, mujer bonita, ¿qué negocio?
Y Claudia, ni corta ni perezosa, respondió:
–Que se le haga una puerta hacia la séptima a la tercera habitación del primer piso, para abrir entre nosotras tres, un desayunadero. Claudia se levantó de la silla y empezó a bailar sola el tema, Tamarindo Seco, de Joe Arrojo, que la hija, Toya, había sintonizado en el radio de pilas y había dejado sobre una de las mesas, mientras jugaba, con Felipe y Cristian.
“Tamarindo seco se le caen las hojas/ agua derramada / no hay quien la recoja”, cantó Claudia con las manos en los senos dando la vuelta con mucha gracia.
METAPHYSICA
¡Ah! ¡Que llegue el tiempo
en que los corazones se enamoren!
Yves Bonnefoy
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CARTAS DE LOS LECTORES
AMIGOS CONFABULADOS: Me encantaron los poemas de Jairo Alberto López, para el poeta y para ustedes mis felicitaciones por esta selección. Silvia Rojas
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CONFABULADOS: La novela de Heider Rojas es muy atrayente y me encantó también la carátula. Lina Losada .