Pushkin y la Goncharova
Publicamos
aquí una poética crónica sobre Rusia, que impugna los estereotipos propagados
por Occidente sobre este país excepcional.
Por Gonzalo Márquez Cristo
A Пилар, mi guía boreal
“Cuando seamos
conquistados por los extraterrestres es en Rusia donde los derrotaremos”, pensé
mientras imaginaba que uno de los aviones verdes y fantasmales de Siberia
Airlines me llevaría a esas legendarias tierras, sin embargo al arribar a la
Terminal 4 del aeropuerto de Madrid advertí con desolación que el vuelo sería
operado por la aerolínea peninsular Iberia, lo que falsearía cinco horas más mi
anhelado vagabundear por aquella cultura colosal adherida a mis sueños, desde
que en la adolescencia leí la sentencia de Iván Karamazov: “Si no nos salvamos
todos yo no quiero salvarme”.
Como talismán había
comprado la tarde anterior el extraño diario de Lou Andreas Salomé Rusia con Rainer, donde aquella excelsa
escritora y artífice de la liberación femenina –que había seducido a
intelectuales de la magnitud de Nietzsche, Rée y Freud entre otros– alude a su
periplo casi místico por ese gran país en compañía del joven Rilke, en un
memorable trasegar que trastornaría de tal modo al incomparable poeta, que un
día poseído por su febrilidad característica proclamó que abandonaría el alemán
para escribir en adelante en ruso, esa lengua que ella le enseñó en su erótica
convivencia mientras le iba presentando las grandes figuras de la letras
engendradas allí como León Tolstoy. De ese terremoto interior Rilke crearía
algunos textos en ruso, colmados de errores gramaticales que no obstante
validan su incandescente poesía, como aquel donde manifiesta que carece de patria en el tiempo, poderosa imagen
que con el resplandor de Las elegías de
Duino, me despojó hace años de toda vanidad que no aflorara de los
territorios del afecto.
En la sala de espera
del aeropuerto Barajas, donde llegué con suficiente antelación, me sorprendió
ver que muchos de los pasajeros aún creían en ese objeto amenazado que
denominamos libro cuando lo usual en estos casos es verlos en sus
intrascendentes tareas cibernéticas. Para mi asombro: en la silla contigua, un
joven de anteojos naranjas, leía inmutable una biografía de Tarkovsky lo que
interpreté como un signo propicio, pues en parte estaba allí convocado por ese
genio del cine, o mejor, gracias a la devoción que le tenía mi amigo Julio
César Goyes al gran cineasta poético, a quien le había dedicado una profusa e
inquietante tesis sobre El espejo, resplandor
que me abrió de nuevo esa nación extraordinaria, excluida perversamente por la
imaginería maniquea de Hollywood y por la sistemática y falaz información
proveniente del imperio que nos tocó vivir.
Instigado por la
avidez de los lectores que me rodeaban acudí entonces al libro de Lou Andreas
que concluiría en el vuelo de más de cuatro mil kilómetros. Ya en el avión
recordé lo que había leído recientemente sobre la historia de Rusia y mis
escarceos con la hermosa lengua cirílica cuyo alfabeto de 33 letras se me fue
adentrando como un sistema de fósiles luminosos, como una escritura dibujada en
el espejo provista de una antigua magia, que había practicado con pasión
escribiendo algunas frases del arsenal romántico y los nombres de los
escritores rusos que me obsesionaban y, desde luego, los de algunas mujeres con
el propósito de deslumbrarlas.
Durante el largo
viaje me deleitaba por momentos escuchando a dos rusas que conversaban detrás
de mí en su dulce idioma que cuando fluía en voces femeninas me parecía el
dorado canto de un manantial.
Antes de sobrevolar
Moscú (Maskva como se pronuncia)
rumbo al aeropuerto Domodedovo, y de ver el cuerpo de esa megalópolis acostada,
la más populosa de la región septentrional del mundo, habitada por trece
millones de personas, y donde la vegetación es protagónica, ya había culminado
el libro y encontrado en aquellas páginas otra idea para explicar el heroísmo
de un pueblo cuya fascinante capital casi milenaria, había sido destruida
numerosas veces: por los mongoles, los tártaros, los polacos, los lituanos, la
peste, e incluso por ellos mismos cuando determinaron incendiarla antes que
ofrendarla con humillación a Napoleón en 1812: “En Rusia la sociedad culta
aborda la acción heroica con espíritu de sacrificio, idealismo e infinita
bondad, porque a la acción social se le une un alma inmensamente delicada… No
se puede hablar de decadencia sino que el alma es joven y aún permanece intacta”,
reflexionaba Lou Andreas.
Aterricé en uno de
los tres aeropuertos internacionales de aquella Ave Fénix urbana con aplausos
frenéticos de los rusos, lo que me hizo pensar en aquel salvajismo que me
atraía –en su “alma joven” manifiesta–, y luego al pasar por la temida
inmigración con mi vilipendiado pasaporte que extrañamente allí es respetado –a
tal punto que ni siquiera le es exigida visa a los colombianos para entrar–,
respondí a una voluminosa guardia quien preguntaba sobre mi profesión: Я поэT (Ya poet) –pues sabía que en ese país
la poesía aún es una referencia vital– y lo reiteré con júbilo porque en ese
idioma donde el verbo ser en presente se omite, sería la única lengua donde no
me avergonzaría al confesarlo. No puedo asegurar que la guardia me sonriera lo
que es infrecuente allí a pesar de la amabilidad de sus habitantes, pero sí que
me miró con complacencia.
“¿Qué esperar…? No
sé… tal vez nuevos milagros”, dice uno de los personajes de Tarkovsky en esa
obra maestra que es Solaris, y
recordándolo me propuse no interferir en la metamorfosis del viaje: aquella
mutación que siempre esperamos los más desprotegidos errantes, los entregados
sin reservas a toda cultura esencial.
Al salir me aguardaba
el fraternal Daniel Pérez, alumno de Matemáticas de la Universidad de la
Amistad de los Pueblos, donde se preparan estudiantes de 150 países del
planeta. El ingreso a Moscú se dificultaba por obras en la vía pero era notorio
que arribaba a otro mundo –tal vez porque el idioma determina toda creación
simbólica y los letreros del Metro y las cartas de los restaurantes incluido
McDonalds están solamente en ruso, y el inglés es un idioma de desarrollo
embrionario mientras el francés pareciera haber quedado cautivo en el siglo
XIX–. Cenamos en MuMu, cadena especializada en gastronomía rusa, primero unos blini (crepes) con smetana (suero) y luego una deleitosa cerveza Baltika, viendo que algunos turistas alemanes se agachaban a
ordeñar la vaca de plástico –símbolo del establecimiento– y observando cómo uno
de ellos mamó de sus ubres mientras las cámaras de sus amigos registraban su
desviación edípica.
Caminé por la calle
Arbat que al atardecer del verano parece un sueño y más tarde preparé mi
licorera de acero con el fin de brindar clandestinamente con la gigante estatua
de bronce de Alexander Pushkin y su fatal amada Natalia Goncharova, que
representa a la pareja tomada de la mano dirigiéndose hacia la casa donde nació
el poeta. En la actualidad este monumento es rodeado por violinistas o
chelistas que sombrerean, y por dos
hermosas rusas que recitan durante horas, infatigablemente, textos del gran escritor
libertario, quien fue perseguido y condenado al destierro, y quien moriría en
un extraño duelo en 1837 pactado con un militar francés, con el propósito de
defender la honra de su esposa –célebre por su belleza de muñeca de porcelana–;
aunque según algunas fuentes se trató de una macabra estratagema política donde
la intención era deshacerse de este agudo crítico del poder.
Pensé en la intensa y
dionisiaca vida de Pushkin y en su trágico final a los 37 años, recordé que al
conocer a la Goncharova le había dicho que sería
capaz de morir por ella lo que resultó profético, e imaginé su arma
manipulada, la trágica ternura de su pistola disparando una bala de goma; y
luego acercándome a él brindé sigilosamente a su memoria con un viscoso trago
de vodka.
Vagué por las calles bulliciosas
–como él decía– de esa urbe vertiginosa, observando las etnias asiáticas que la
enriquecen y recordando algunos de sus versos libertarios: “Desgraciado país: donde
el esclavo y el adulador rodean al trono, / mientras el cantor elegido por el
cielo / debe callar bajando su mirada altiva”.
El sueño que había
avivado comenzó a acoplarse con la realidad y esa noche me fue difícil dormir.
La ciudad latía afuera con su gigantismo natural, con avenidas de 16 carriles,
con edificios enormes coronados por inmensas grúas y con sus mujeres
ensimismadas que avanzaban sobre sus altos tacones como elegantes pájaros
migratorios.
Al día siguiente,
rumbo a la anhelada Plaza Roja, visitaría al Café Pushkin, famoso por la
canción “Nathalie” compuesta por Gilbert Bécaud; y aún conservo una moneda de
chocolate marcada con el nombre de esa mansión barroca.
El paisaje urbano
coincide con la imagen arquetípica de las postales, las casas denotan una
antigüedad majestuosa y la limpieza allí es fanatismo: se ven equipos aseando
las calles sistemáticamente, y en las hermosas estaciones del metro donde
impera el mármol –verdaderos palacios subterráneos– decoradas con vitrales como
la Novoslabodskaya, con frescos como Park Pobedy, con perros de bronce a los
que se le acaricia el hocico según costumbres agoreras como la emblemática
Revolución, y con enormes arañas de cristal como la Komsomólskaya,
frecuentemente se ven trabajadores limpiando las barandas de las interminables
escaleras eléctricas –algunas de cien o más metros– representando una compleja
coreografía.
Moscú.
Estación Metro Novoslabodskaya
Moscú es una ciudad
frenética y, aunque su corta edad capitalista es de apenas dos décadas, es la
segunda urbe que posee más millonarios en el mundo, y los Ferrari, los Maserati
y todos los autos deportivos son más frecuentes que en New York. Es una
metrópolis colmada de parques, con uno de los desempleos más bajos del mundo,
donde la contaminación visual es casi inexistente –porque por ahora han tenido
la sabiduría de regular la publicidad, esa aberrante disciplina donde los
mismos productores quieren persuadirnos de la calidad de sus engendros.
Cuando un individuo
que ha vivido el romanticismo de la Revolución entra a la Plaza Roja es una
experiencia conmovedora. Exclama, se arrodilla en ese rectángulo de 330 metros
por 70, que deriva su nombre de Krásnaya (que en ruso significa roja pero en antiguo eslavo su uso era
para designar algo bonito).
Si la tierna catedral
de San Basilio con sus cúpulas en forma de cebolla es admirable a tal límite
que existe la leyenda de que Iván el Terrible ordenó enceguecer a su arquitecto
Yákovlev para que no osara repetir esa obra magnífica, por el acceso central de
la Plaza existe una pequeña iglesia, la de Nuestra Señora de Kazán, ornamentada
con tanta humildad, con iconos tan precarios y hermosos, que viéndolos a la luz
de las velas surge por instantes el deseo de creer en un dios como el adorado
allí, tan elemental y modesto, distante de las deidades prepotentes del
catolicismo romano. “Rusia entre más cotidiana más sublime y entre más sublime
más cotidiana”, había dicho Lou Andreas...
Contemplar el
majestuoso diseño militar de Moscú, sus tres anillos que la hacían inexpugnable
y que ahora son gigantes avenidas, las estaciones de metro construidas a una
profundidad pasmosa que servían de refugios antiaéreos, y más aún, entrar al
Kremlin, deslumbrante corazón arquitectónico de la capital, rodeado por una
gran muralla de 2 km y por 19 hermosas torres rojas coronadas de estrellas de
rubíes, admirar en su interior sus cuatro palacios y tres catedrales
(Anunciación, Dormición, Arcángel Miguel) y sus dos iglesias (Doce Apóstoles y
Deposición del Manto), y pararse en la plaza Ivanovskaia rodeada de cúpulas
doradas es una experiencia inefable.
Acercarse al Cañón
del Zar y contemplar sus obuses gigantescos como huevos negros de pterodáctilo,
abrazar la Campana zarina de seis metros de altura –objetos inservibles por su
pretensión desmedida–, y caminar por los Jardines de Alexander que lindan con
el Gran Palacio presidencial, expresan lo más visible de esta ciudad que posee
la forma de un sueño.
Nunca conocí la comarca
que camina por las calles en pijama que afirmó ver García Márquez en 1959, ni
ya es posible contemplar la momia de Stalin con
sus manos de mujer enterrada en 1961, ni tampoco es ahora necesario hacer
una fila de kilómetros para entrar al mausoleo como lo describe el adalid del
Realismo Mágico, sin embargo caminé el minuto prescrito por la tradición
alrededor de Lenin en su urna de cristal. Increíblemente conservado después de
casi cien años, al observar su rostro de pergamino pensé que si alguien pudiese
tocarlo se desvanecería como un puñado de arena. Bajo el protocolo que impone
la arquitectura, la escasa iluminación y los adustos guardias, se sale con la
sensación de haber presenciado un culto de incorruptible sordidez, como si por
un artilugio siniestro se hubiese intentado capturar el evasivo rostro de la
muerte, dejándonos no la ironía de la calavera, sino su caricatura solemne.
Más tarde al ver las
fotografías de la fachada del monumento funerario vi que parecían superpuestas,
que se reflejaban en sus paredes imágenes fantasmagóricas; al principio creí
que era un error de la cámara, pero al hallar otras en Internet donde es
visible el mismo fenómeno, comprendí que la estructura fue diseñada como una
ilusión de mármol y granito, como un rojo espejo de sombras.
La poesía determina
esta metrópoli: en los numerosos y floridos parques nos aguarda un artista de
bronce. Al ver la monumental escultura de Dostoievski presidiendo la biblioteca
de Moscú, pensé que si se levantara tendría cuatro metros de altura. La fotografíe
cuando una paloma picoteaba su fantasiosa cabeza. “Los monumentos poseen esas
dimensiones porque aquí saben que están representando verdaderos gigantes”, me
diría después un alucinado sueco.
Mientras caminaba con el ensayista y traductor Rubén
Darío Flórez, Ministro Consejero de la Embajada de Colombia, por unas calles
plácidas en busca del monumento del Premio Nobel Joseph Brodsky, me encontré de
pronto equiparando New York con Moscú: “Las dos son notables capitales
imperiales pero una es vertical y la otra horizontal (prefiero por principio
este último adjetivo); una tiene el Central Park y la otra el Gorki (nombre de
escritor); una tiene el museo Metropolitan y la otra el Pushkin (y es obvia mi
predilección por los poetas); una privilegia lo nuevo y la otra las raíces;
allá dicen cheers para brindar lo que
no es posible comparar con el emotivo na zdarovia. Y para complementar mi analogía quería hacerte una pregunta,
Rubén: ¿aquí no hay mujeres feas?” A lo que él me respondió sin pensarlo: “Sí
las hay, pero son inglesas o francesas, y para que nutras tu asombro te
aconsejo que conozcas, por simple cultura general, las mujeres de Vladivostok”.
Monumento a Brodsky. Rubén Darío Flórez y Gonzalo Márquez Cristo
Sin duda lo habría
intentado debido a mi vehemente pasión por la antropología, pero quedaba
demasiado lejos: a 10.000 kilómetros, a siete meridianos... Es famosa la gesta
de un personaje soviético que partiendo de ese famoso puerto enclavado en el
extremo este de Rusia a las 12 de la noche de un 31 de diciembre en un avión
supersónico, en contra de la rotación de la Tierra, alcanzó a detenerse siete
veces para celebrar el Año Nuevo antes de aterrizar en Moscú. Rusia tiene ahora
–después de la separación soviética– 17 millones de km2, en este
territorio cabe dos veces Estados Unidos y Colombia 16, razón por lo que
deberán perdonar en adelante mi ignorancia etnográfica referente a aquellas
inquietantes féminas.
“Me impresiona de
este país esa irrestricta fuerza que siempre lo renueva”, reflexionó Rubén
Darío. “Cada año es azotado por una catástrofe natural pero vuelve a florecer.
Es una nación ejemplar que cada doce meses tiene la responsabilidad de inventar
la vida”.
Ese pensamiento
podría definir a este pueblo heroico que ha construido magníficas ciudades con
un solo mes de verano, que ha padecido las confrontaciones más devastadoras sin
siquiera plantear rendirse, y que durante la Segunda Guerra, según refiere
Pablo Neruda, sus habitantes comían helado a veinte grados bajo cero y
caminaban con tal tranquilidad que era obvio pensar que derrotarían a Hitler.
Confrontando esa
metrópolis extraordinaria con la esclerótica Bogotá llegamos en autobús al
hermoso monumento a Brodsky a las nueve de la tarde. La sensación térmica era
de ocho grados: sin embargo para nuestra suerte estábamos protegidos por unos
inolvidables vodkas Standard, el único licor, que yo sepa, inventado por un
genio de la química: el barbudo Dimitri Mendeleiev, creador de la Tabla
Periódica. Allí nos fotografiamos al lado del gigantesco y verde Brodsky de
tres metros y medio que otea el horizonte. (Ahora me pregunto si la valija
diplomática de la Embajada de Colombia, tratándose de una bebida científica, no
hará una excepción al respecto para poetas sedientos).
Monumento a los
Cosmonautas
Posteriormente frente
al monumento a los Cosmonautas –una estructura erguida de 108 metros que
culmina en una nave, revestida en titanio para que se reflejen de día las nubes
y de noche las estrellas–, vi los primeros cohetes fabricados durante la década
del sesenta que tornaban categórica la idea de que los rusos iniciaron la Era
Espacial de una forma tan primitiva –lo que produce más asombro–, como si
hubiesen viajado a la luna en bicicleta o en la nave de Méliès.
El homenaje a la
Victoria, el monumento más alto del mundo, de 142 metros de altura, es una
estela coronada con la Diosa griega Niké y en su subsuelo contiene un museo
inaugurado en 1995, para celebrar los cincuenta años del triunfo en la Gran
Guerra Patria contra la Alemania Nazi. Son impresionantes las capillas que
recrean las batallas decisivas, realizadas con soldados de cera y fragmentos de
tanques verdaderos, ambientadas con sonidos, verdadero teatro de la ignominia
que pretende que jamás olvidemos los 25 millones de muertos puestos por el
pueblo ruso en la contienda mundial. Una escalera de huesos de cerámica y un
homenaje a los judíos hacen de este espacio un notable viaje a la ceniza.
Vi en la Galería
Tretiakov, sublime museo especializado en arte ruso, obras maestras del
levitante Chagal, del musical Kandinsky, observé como un sacrílego el
escandaloso “cuadro negro” de Malevich,
y amé el realismo cristalino de Repin, el oscuro impresionismo de Vrubel, el
lirismo de Vasnetsov –quien
además diseñó la fachada de este bello lugar–, y por último vi la
“Trinidad”, esa obra maestra del pintor de iconos Andrei Rubliov, que
representa una divinidad fragmentada en tres ángeles mediante el don de la
ubicuidad, cima del arte místico, que para los rusos, como todo su universo
pictórico del medioevo no es una representación de lo divino sino un fragmento
de ello, una prueba material de dios; porque allí el arte no es un simple
problema estético sino espiritual.
En el parque Gorky
tomé un barco por esa gran lengua verde que es el río Moscova y cada vez que
pasaba bajo un puente me uní a los niños que gritaban convocando ecos; en uno
de los recodos, y desde el segundo piso de una antigua casona, tres pescadores
lanzaban el anzuelo cantando.
Antes de abandonar
Moscú el matemático Daniel me prometió encontrar el monumento a Tarkovsky cuya
ubicación era confusa en nuestras pesquisas virtuales. Después de dos horas de
extravío, siguiendo un GPS traidor, bajo un clima canicular, llegamos a la
escultura que celebraba a los tres grandes cineastas, bello homenaje por su
composición múltiple y armónica. Al encontrarlo al fin, como si hubiésemos
coronado el Everest, nos hicimos una ráfaga de fotos.
Monumento a
Shpalykov, Tarkovsky y Shukshin
La mañana siguiente
tomaría el Tren Halcón Peregrino (Sapsán) hacia San Petersburgo, “la
incomparable”, una de las más bellas ciudades del mundo, pero antes ofrendé dos
tulipanes morados a la estatua de Pushkin. En la estación Leningradsky todo
parecía confuso. Los extranjeros llegábamos hasta unas puertas insalvables y
permanecíamos allí atónitos. Ingresando por un corredor alterno logré observar
las vías del tren sin encontrar solución al acertijo. Próximo a la hora de
salida se me acercó un argentino, quien preocupado también por el misterio
logístico mirando su reloj me dijo que debíamos tener paciencia pues faltando
media hora para la salida del tren algo sin duda ocurriría en esa puerta.
Agradecí su optimismo.
Durante 700 km
recorrí el país hacia el norte en un tren donde los rusos eran reconocibles
pues lucían ropa ligera mientras los extranjeros portábamos abrigos.
Interminables bosques de abedules, hayas, pinos, pero jamás se veía una
montaña; presenciábamos una vegetación verde profunda que me acompañaría
durante las cuatro horas de recorrido, mientras asiduamente aparecían las famosas
dachas construidas por este pueblo
que habiendo domeñado el frío, amaba vivir en el campo entre la densa
vegetación, en casas de madera y techo de paja.
La lluvia jamás
amainó por lo que recordé el mágico final de Solaris cuando el cosmonauta regresa a la dacha paterna y por una
ventana nota que llueve dentro de ella, pero no en su exterior.
Llegué a San
Petersburgo una tarde oscura de agosto bajo un aguacero inclemente; el primer
taxista que abordé intentó cobrarme cinco veces el valor, sin embargo una
repentina hada boreal me protegió guiándome hasta un vehículo estacionado en la
distancia. Arrastrando mi equipaje por el asfalto anegado pregunté en mi
precario ruso por la tarifa al hotel pero desde luego no fui entendido. Después
al mostrarle al conductor un papel mojado con la dirección escrita me dijo la
tarifa. Yo entendí el precio pues sabía contar hasta mil pero dudaba por
parecerme un valor tan reducido. Para estar seguro le tendí un bolígrafo y vi
la favorable cifra antes de que la tinta se diluyera por el agua.
Afortunadamente la sobrevivencia depende de un puñado de palabras y los
lenguajes son con frecuencia un refinamiento cultural innecesario, pensé.
Estaba feliz. Quince minutos después ingresaba al hotel desde cuya terraza se
podía apreciar la cúpula del Hermitage.
Al escampar, hacia
media noche, decidí aventurarme por las calles aledañas en busca de comida.
Cené sopa solyanka (delicadeza gastonómica que contiene carne, pepino y el
infaltable eneldo de Rusia) y luego fui a mi habitación. Al no llevar nada de
valor decidí guardar en la caja fuerte unas pequeñas muñecas vestidas con
trajes típicos y unas matrioshkas que
había comprado en una tienda de artesanías que parecía levitar por su desatado
colorido.
Era muy bueno el
hotel para que pudiese dormir –siempre dormía plácidamente en los hostales
miserables pero en éste sabía que algo ocurriría–, y así fue como horas más
tarde al no poder controlar el aire acondicionado que gélido soplaba desde
arriba y ante mi incapacidad para explicar el problema a esa despiadada hora al
empleado de recepción, intenté infructuosamente dormir sentado con mi sombrero
de paja tapándome las orejas.
Muy temprano me
entregué a la increíble ciudad. Visité la estatua ecuestre de Pedro el Grande y
en la catedral de San Isaac vi un curioso personaje que vestía una camiseta de
Supermán y que irrespetando la fila entró intempestivamente. Luego cuando me
aproximaba al obelisco de Alejandro advertí que venía tras de mí rezagado. Me
dispuse a entrar al Hermitage, para muchos el más importante templo del arte
del mundo –que cuenta con casi 3 millones de obras, cuatro veces más que el
Louvre, las más notables de ellas exhibidas en 300 salas del bello y
desenfrenadamente barroco Palacio de Invierno.
Vi que abriría al
público a las diez de la mañana y estaba próximo ese acontecimiento vital. Me
filtré entre unas monjas que bloqueaban la puerta, compré raudo el boleto en
una máquina y aventurándome por los jardines logré entrar antes que todos –para
la envidia de mis amigos pintores– a ese museo insuperable cuya colección
básica fue adquirida por Catalina La grande. Mientras veía Tizianos y
Caravaggios y Veroneses, fui nuevamente rebasado por Supermán, pero mientras
contemplaba la perturbadora “Caridad romana” de Rubens, donde una exuberante
mujer amamanta a un hombre encadenado, noté que su afición era estropear las
fotografías, lo que comenzó a divertirme. Estuve seis horas allí, viendo
cuadros de Da Vinci, Gauguin, Van Gogh, Rembrandt, Rubens, Hals, Greuze,
Snyders, Ribera, Van Dick, Claesz...
Al día siguiente
visité el grandioso palacio de Petheroff, y mientras recorría esos jardines
sublimes, la Cascada de Oro, la fuente de los Leones y un delicado sol de agua,
presencié una pareja vestida con traje de boda, lo que era muy frecuente en
Rusia –en los lugares emblemáticos–, y pensé que casarse pareciera ser un
deporte nacional, y mientras contemplaba alelado a la provocadora novia el
padrino me solicitó retratar al grupo celebratorio. Armado de su cámara disparé
una ráfaga de fotos hasta que un cuervo de lomo blanco se posó sobre la
baranda, signo que fue leído como una superstición aciaga por una bella mujer
que a mi lado besaba con intensa ternura una diminuta flor amarilla, entonces
emprendí el veloz camino de regreso por el lomo del río Neva en Meteor.
Luego –en San
Petersburgo– me adentré en la fortaleza de Pedro y Pablo, y en la catedral que
posee esa inmensa cúpula en forma de dorada aguja que penetra el corazón del
cielo, símbolo de esa ciudad magnífica, pude observar la fase final de una ceremonia
religiosa, donde siete sacerdotes ortodoxos con sus vistosas vestiduras
litúrgicas se inclinaban persignándose simultáneamente de espaldas a los
asistentes, por diez veces seguidas, mientras se escuchaban unos coros
sublimes. Vi que todas las mujeres tenían el cabello oculto con una pañoleta
aunque no tenía importancia si vestían minifalda, prenda tan común allí cuando
la temperatura superaba los cinco grados: el cabello sin duda tenía una
connotación más perversa.
A la salida del
templo me tropecé de nuevo con Supermán quien deseaba espiar algo de la
ceremonia; esta vez nos saludamos rápidamente. En uno de los bares próximos,
mientras escampaba descansando de la maratónica jornada, el pintoresco héroe
entró y se dispuso a beber vodka. Me sorprendía tanta coincidencia. Al cabo de
tres tragos ya éramos amigos. Se trataba del poeta vikingo Thomas A. Ordelt,
anarquista consumado, quien creía que su camiseta era una provocación en Rusia.
Me aclaró que durante su visita a Estados Unidos portó una con la imagen de Bin
Laden y que la próxima vez que fuera lo haría con la de Putin. Bebimos
compulsivamente. Caviar rojo sobre tostadas de mantequilla le daban matiz a
nuestro encuentro. Antes de anochecer decidimos visitar el Acorazado Aurora,
emblemático barco que disparó en la Revolución de Octubre –en 1917– el cañonazo
que sería el santo y seña para la toma del Palacio de Invierno. Nos dirigimos
en su búsqueda. Al caminar dos cuadras llegamos al navío lo que nos sorprendió
en principio pues en el mapa parecía más distante. El vikingo entró al barco y
alegremente me instó a seguir pues advirtió que se trataba de un bar, anclado
sobre el río Neva. Elogió la sabiduría rusa que había convertido un monumento
nacional en una taberna. Allí, con esa hermosa vista exigimos 300 mililitros de
vodka (así se pide allí lo que para mí parecía una medicina), y brindamos
reiteradamente por los bolcheviques.
Al salir nos hicimos
numerosas fotos frente al barco hasta que el barman inquieto nos preguntó el
motivo: mencionamos la importancia para nosotros del Acorazado Aurora. El ruso
al escucharnos casi se cae por la borda de la risa pues estábamos en un frágil
barco de piratas, que aunque tenía la bandera de Rusia izada era simplemente un
bar de borrachos o de poetas alucinados, y el famoso buque, sagrado museo de la
Revolución, estaba algo lejos para la hora, para la lluvia y para la feliz
embriaguez que nos asistía. Sin desfallecer regresamos al centro caminando
mientras pensábamos que esa visita quedaría suspendida hasta el próximo viaje a
Petersburgo.
Cené en el
restaurante el Idiota, homenaje gastronómico a Dostoievski, a esa novela donde
describe a un imbécil lúcido cuyo problema es ser ingenuo en una época que
privilegia la astucia; allí cortejé a una mujer que le teme a los pájaros y
ordené la totémica sopa borsh donde
sangra la remolacha: me parecía estar comiendo una pintura...
Era tarde. Al salir
del restaurante vi con asombro a una pareja que iba a caballo por los andenes y
pensé que la fuerza primitiva de ese país no claudica a pesar de sus hazañas
tecnológicas; cuando se detuvieron frente a mí sentí que volvíamos al pasado, y
observé que ella era una rubia de ojos grises provista de una belleza irreal
–tan frecuente allí– como si hubiese llegado de la muerte.
Mi viaje a España era
a las tres de la mañana. Pegado a la ventanilla del avión me despedí del país
usando esa palabra rusa que es insuperable en otras lenguas por su carga de
melancolía: Dasvidania (adiós), y
evoqué el adagio de que no existe nostalgia como la de los rusos, que
reverencian su tierra como una poderosa madre, y que allí la maternidad ha sido
celebrada como en ninguna parte con la maravillosa invención de las matrioshkas, símbolo de la insondable
pluralidad femenina y de su fertilidad.
“Uno sólo ama lo que
puede perder”, afirma un diálogo de Solaris
que recordé cuando las luces de la ciudad desaparecían entre la bruma.
Imaginé por minutos que estaba en una nave espacial donde se encarnan los
deseos como en el grandioso film, que todos mis seres queridos ya muertos
comenzaban a ocupar las sillas del avión.
Aterricé en Madrid
una candente tarde y como había concertado días atrás una cita con una amiga
fotógrafa en la Calle de los Cuchilleros, luego de un cochinillo al horno, y
con mi equipaje a cuestas, tomé el tren de alta velocidad –que por brillantez
es llamado AVE– con destino a Sevilla. Y la mañana siguiente obedeciendo una
sucesión de incidentes mágicos, arribé al hermoso pueblo de Ronda, al hotel
Reina Victoria.
En este
indescriptible lugar había vivido Rainer Maria Rilke y por todas partes había
signos de su presencia ya centenaria. Por azar
objetivo, como llamaban los surrealistas a toda coincidencia esencial, el
administrador comentó sin motivo alguno que mi habitación era la contigua a un
museo que existió allí en honor al poeta alemán, donde él viviera tres meses.
Le pregunté si era posible cambiarla. El hombre se resistió por unos minutos
pero al mostrarle uno de mis poemarios y amenazándolo con leer logré
persuadirlo.
Me hospedé entonces
en la pequeña y sagrada habitación 202. Recordé que Rilke amó Rusia y visitó
España en busca de su misticismo, tras las huellas de El Greco, cuyo
emblemático “Pedro y Pablo” había visto dos días antes en el Hermitage.
Busqué en Internet
una fotografía que me describiera la distribución de la alcoba en los tiempos
que albergó al genio alemán, atormentado por un eclipse poético que ante el
poder de ese paisaje andaluz se disiparía. Sabía para mi estupor que entre el 6
y el 14 de enero de 1912 él estuvo encerrado en esa misma habitación
escribiendo la “Sexta elegía de Duino” y la desolada “Trilogía española”, que
culmina con un verso radiante: “La muerte entonces hallaría su sitio más puro”.
Ronda, vista desde la
habitación de Rilke
Salí al balcón desde
donde se divisan diez cadenas montañosas (las conté varias veces ante mi
incredulidad): contemplaba lo eterno. Y en esa terraza de la mítica habitación,
sentado en una silla que movía como el Principito para perseguir el ocaso,
observando aquel profundo horizonte, aquella biblioteca geológica –porque desde
allí el mundo se contempla desde una altura celeste–, evoqué al poeta alemán:
“Durante toda mi vida he buscado el pueblo perfecto y lo encontré en Ronda”.
Admiré ese día un
atardecer de dos horas –tengo testigos– y vi un avión que tardó 25 minutos en
desaparecer, y que se asemejaba en mi interior a uno de esos ángeles de Rilke,
a uno de esos “pájaros del alma”.
Después del
impresionante drama cósmico, leí en voz alta la “Trilogía”, perpetrada allí
mismo, y abriendo mi libreta verde de escolar comencé a invocar estas palabras,
que no son otra cosa que una acción de gracias a la poesía, a la poesía que
sólo los seres excepcionales logran conjuntar con su existencia.
“De esa nube que
oculta ferozmente la estrella que justo ahí estaba (y de mí)… De tantos niños
ebrios de sueño en un extraño pecho (y de mí)… Del río en el abismo del tajo
que apresa el cielo desgarrado (y de mí), de mí...”
Sentí durante tres
noches el eco de Rilke y luego regresé a la ciudad del miedo.