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asunto “Retiro”
JUAN SEBASTIAN GAVIRIA
INSULA DEL VIENTO
Ha comenzado a circular este nuevo título del poeta Carlos Fajardo Fajardo, publicado por Rosa Blindada ediciones, Cali, Colombia, Diciembre 2016.
Y libro finalista en el Concurso Internacional de Poesía Paralelo Cero 2016, Quito, Ecuador; y Primera Mención en el XX Premio Latinoamericano de Poesía Ciro Mendía, 2016, Colombia.
Imagen de carátula: detalle de Mar vertical de Fernando Maldonado
UN ÁRBOL AUSCULTANDO SUS RAÍCES
JORGE ELIÉCER ORDÓÑEZ MUÑOZ**
Una isla en la que todo se aclara.
Hay un solo camino, el de la llegada.
El eco, sin que nadie se lo pida, toma la palabra
y con ganas aclara los misterios del mundo.
Wislawa Szymborska
(Utopía)
He visto nacer casi todos los
libros del poeta Carlos Fajardo Fajardo. Aparentemente esto me daría una
ventaja para dirimir estas líneas, pero en estricto sentido es más bien una
limitante porque me puede raptar perspectiva, obnubilarme el misterio, de tan
cerca que he permanecido en la gestación. Sin embargo, me atrevo, inducido por
rehacer el camino de los poemas, ya no como el cómplice de búsquedas y
hallazgos, sino como un desprevenido lector que se lanza a los signos
escurridizos, con la intención de plantear algunas hipótesis de recepción e
interpretación.
En primera instancia quiero
llamar la atención sobre un tópico fundacional en la literatura universal.
Poetas de diversas épocas y latitudes crean su entorno, un espacio a caballo
entre lo geográfico referencial y lo simbólico. Ese universo, por lo general no
es muy vasto. Troya e Ítaca son pequeñas ciudadelas en las que el poeta Homero
canta y cuenta –esencia de la poesía- las glorias y vicisitudes de sus héroes.
Aquiles, Héctor, Patroclo, Agamenón, Paris, Menelao, no solo pelean, beben vino
en generosas cráteras, se enamoran de fantasmas y asumen su hado trágico, sino
que además, se definen como ciudadanos de un lugar emblemático: son troyanos,
atenienses o espartanos, quieren volver a su origen, auscultar sus raíces para
poder hilvanar una nueva épica, llámese Odisea
o Eneida. Así en los intrincados
sucesos del retorno se privilegie al héroe -Ulises y Eneas- son los espacios,
Ítaca y el Lacio, los motivos esenciales para que se aúpe la poesía:
Cuentan que Ulises, harto de
prodigios
lloró de amor al divisar su
Itaca
verde y humilde. El arte es
esa Itaca
de verde eternidad, no de
prodigios
J.L.
Borges (Arte Poética)
Más avanzados en el tiempo, con
la irrupción de la novela moderna, don Quijote y Sancho Panza, tienen como punta de lanza de su utopía
caballeresca, la toma paródica de la Ínsula Barataria, donde tanto conocen de
la precaria condición humana y las mezquinas mieses del poder. García Márquez
en Cien Años de Soledad, esa novela
tan cercana a la épica por secretos vasos comunicantes, crea la epifánica aldea
de Macondo, a donde todos vuelven después de infinitas diásporas. La más
notable, José Arcadio Buendía, el hijo pródigo que se va con los gitanos, le da
sesenta vueltas al mundo y regresa a fundir su sangre, primero con la prima, en
vibrantes malabares eróticos, y al final, con la madre, en un hilillo simbólico
que retorna a su ombligo, en un llamado thanático y edípico. El árbol siempre ausculta sus raíces
De la misma estirpe fundacional, de ese Locus Amoenus que se mira en el espejo
del Locus Terríbilis, estaría Comala,
en Pedro Páramo, Santa María en la
saga citadina de Onetti, Santa Lucía, esa pequeñísima isla antillana en El reino del Caimito, de Derek Walcott;
la Buenos Aires de principios de siglo en los cuentos de compadritos y puñales
de Borges, y ante todo, en su primigenio Fervor
de Buenos Aires. Y así, Yoknapatawpha Country en William Faulkner, Spoon
River, de Edgar Lee Masters, donde la muerte es apenas un subterfugio para
contar y cantar las andanzas humanas por esos vericuetos de la existencia. La
Gran Casa de la ciudad, la ciudadela, la aldea, la isla o la provincia. Casa Grande e Senzala y de allí a la Casa Grande en Cepeda Samudio, o La Casa de las dos palmas en Mejía Vallejo, o La Mansión de Araucaima en Mutis, hasta fluir por la misma
corriente vital de la Poesía a la casa proverbial de Aurelio Arturo en su Morada al Sur, tan limítrofe con el
patio de la poesía inaugural de Héctor Rojas Herazo, la misma donde algunos
vivos y varios muertos deambulan a pie o en mula por La Aldea Desvelada de Horacio Benavides, o por los zaguanes
habaneros de Eliseo Diego en su Calzada
de Jesús del Monte:
Las casas encendidas reinventan la
infancia (Ínsula, p. 60)
Vuelvo a esa casa con mis ruinas
no hay nada allí para alabarme
solo voces sumergidas en el
tiempo (Ínsula, p. 46)
Sí, las mismas voces que vienen y
van en los piélagos de la Poesía, desde Homero hasta Cervantes, de Dante a
García Márquez, de Lee Masters hasta la casa con murciélagos e hipoteca de Lêdo
Ivo, de la Isla de Patmos, donde Juan
escribía en modo surrealista el apocalipsis de la especie, hasta el
escondido jardín donde se atrincheró de las turbulencias humanas la
discretísima Emily Dickinson. La pequeña ciudad donde nunca pasa nada, porque
el verdadero viaje es intimista; el barrio que no es otra cosa que mi casa, tu
casa y la casa de un vecino elegido, con su patio, su huerta y sus alambres
para orear la ropa y los vestigios:
En las cuerdas del patio
se balancea el llanto de un
niño atardecido.
Hasta allí sólo llega le
murmullo del barrio
donde un solitario niño juega
con la arena (Ínsula, p.34)
El poeta Carlos Fajardo Fajardo,
heredero de esa tradición fundacional vuelve a su barrio de casas blancas,
insulado en una colina con carboneros y chiminangos, murciélagos y renacuajos,
grillos y culebras, pero de pronto, en ese peregrinaje se le atraviesa la casa,
primero y último eslabón de su verdadero viaje: La Poesía. No es una entelequia
metafísica, es el receptáculo de todo lo vivido y postergado a causa de
indescifrables odiseas. De ella, al frotarla un poco con la palma de unas
palabras, empiezan a salir los seres que la configuran hacia adentro y hacia
afuera. En el gineceo esta la figura poderosa de la Madre, curiosamente
poderosa porque es desde el silencio, desde el bajo perfil de sus oficios
cotidianos y su mesura femenil que instaura su presencia, consubstancial de
ausencia:
Ella tatuaba en barro mis
signos secretos
la fragilidad de mis días
Ella acariciaba sus plantas como pequeños dioses
Partera de mis palabras,
milagro del mundo (Ínsula, p. 38)
Y de nuevo la lámpara frotada con
vehemencia y profunda pasión, y van llenando el recinto, el padre, los
hermanos, las cosas cotidianas en la urdimbre del hogar. Como en un juego
concéntrico, la ciudad contiene al barrio, el barrio a la casa, la casa a sus
seres, sus seres a sus emociones,
evocaciones y atmósferas:
Deja
en mis manos algunos signos de gratitud
que ahora son migajas (Padre, Ínsula, p. 36)
Y él
camina entre las luciérnagas
atrapadas en las manos del
sol (Hermano, Ínsula, p. 35)
Se respira una atmósfera de
misterio, de música secreta y de violencia insinuada por la conflagración
constante que ha vivido Colombia durante tantos años. La casa, donde la radio
exultaba boleros, tangos y baladas, también dejaba la impronta del país otro,
no el bucólico de veranera y torcaza, sino el de la violencia partidista
primero, o la irrupción de la insurgencia en campos y ciudades, después. La
casa era el tambor que amplificaba la hecatombe. A escasas cuadras de la Ínsula del Viento fue rodeado y
acribillado un comandante guerrillero, con exuberantes pertrechos e hiperbólica
logística aérea. Bárbara pero poética la historia de nuestros barrios, sus
calles y sus casas:
Mientras el país ardía entre
pavesas
esas canciones arrullaban el
silencio
hospederas del amor
caricias del mundo (Ínsula,
p. 19)
Como los habitantes de Spoon
River o de Comala, estos muertos siguen vivos, son más que pavesas o recuerdos,
la vida misma porque a su lado se tejió la existencia, puntada a puntada, tinto
a tinto, en amaneceres lentos, en mediodías con siesta onírica, en noches con
duermevela y fantasmas escondidos en los armarios con cristal de roca donde se
copiaba la lluvia que caía rayo a rayo en el frágil escudo de las ventanas.
Bien lo dice Arturo: los muertos viven en
nuestras canciones (Rapsodia de
Saulo).
En la Ínsula del Viento sopla una
tensión permanente. Preciso decir que viento en griego también significa
espíritu, de allí la bella síntesis de Juan en su evangelio: El viento sopla de donde quiere (Juan 3:8). Esa
tensión cuyas orillas dialécticas son el Eros y el Thánatos, alberga en su
puente de bambú, casi de aire, una naturaleza pródiga, de trópico con mar
presentido e idealizado, con árboles y pájaros, con música de fondo –siempre la
música-, con noticias aciagas, con presentimientos letales, con vacíos y
agujeros negros donde reina el misterio, cifra imantada de la Poesía:
De pronto entre sombras
sale la más bella
venciendo los anuncios de la
muerte
Se agita el verano
los amantes lo celebran
como demonios en celo (Ínsula, p. 27 )
Hay profusión de imágenes,
visuales, olfativas, connaturales a la atmósfera de ciudad tropical, barrio
limítrofe entre la urbe que se estira en lontananza y el bosque montañoso que
la separa del mar pero le trae, a cambio, efluvios cotidianos de brisa y de
pájaros, historias de viajeros y tambores, heridas de guerra, peripecias de
muchachos, olor a casa natal, a barrio primitivo con olor a geranios, a mango,
a perfume de muchachas, tan etéreo como el cisne salvaje de Luis Rogelio
Nogueras:
Desde los matorrales espiábamos a
las más bellas
mientras el río les bañaba los
pechos
erectos como una bandera (
Ínsula, p.5)
Los temas recurrentes: el barrio
con sus trashumantes y peleadores callejeros, sus muchachas que nos evocan los
desnudos de Delvaux, por su esfumato e idealización frente al mundo prosaico,
la infancia, más padecida que encantada, por una suerte de predisposición
apocalíptica en cada palabra, en cada
gesto, depositados por los adultos; el amor como entelequia, como bengala
tímida en la batahola de un mar embravecido, la muerte, todo el tiempo, como
ese viento que sopla de donde quiere y cuando quiere, tocando cada cosa, cada
rincón: el arpa en la colina, los renacuajos agonizando en su elemento, el
estertor de la ciudad circundante, con su sirena y su metralla, en plena siesta
de los ángeles, y siempre, siempre, la raigambre de un poeta argonauta que
salió hace muchos años de su ínsula, y como Ulises o Eneas, se empecina en
regresar a constatar el crecimiento de sus monstruos.
POEMAS DE ÍNSULA DEL VIENTO
LA TIERRA TRAÍA
AROMAS DE HELECHOS
Al mediodía oíamos las
maderas de los árboles,
su sonido entrando a
nuestra casa.
Los hermanos se unían
a ese coro que cantaba
junto a nerviosos
insectos.
Las telarañas se
acumulaban en las alcobas
y fuertes palabras se
decían sin ninguna moderación.
En diciembre las
hormigas se volvían más temibles,
los reinos del agua
hablaban con las piedras del río
y la tierra traía
aromas de helechos.
Cantábamos casi sin
edad.
Bastaban pocas
palabras,
espejismos de hembras
en las orillas rumorosas.
No era todo lo que en
realidad deseábamos,
pero en los cuerpos de
las jóvenes veíamos la luz,
algo de alegría.
Desde los matorrales
espiábamos a las más bellas
mientras el río les
bañaba sus pechos,
erectos como una
bandera
DE LA NOCHE COLGABAN LAS ESTRELLAS
De la
noche colgaban las estrellas,
se reflejaban en la laguna donde íbamos a pescar renacuajos.
Cada captura era un trofeo.
Comparábamos el tamaño de los renacuajos
que aterrorizados chocaban en la bolsa de plástico.
Luego los lanzábamos al estanque.
Uno a uno a lo profundo iban cayendo,
rayo a rayo morían de hastío.
El viento hoy sigue azotando puertas
pero ninguna estrella se refleja en el agua.
Ahora somos nosotros
los que con temor
rayo a rayo
vamos
cayendo
BARRIO DE INVIERNOS
Desde las colinas
nuestras casas avanzan hacia una
estación de bruma.
La lluvia golpea las estancias
secretas
y el viento se extiende como mantel de plomo.
Alguien cuida amapolas en el
azotado jardín,
frágiles maderos quemados en la
aurora.
En la profundidad de los recodos
escuchamos a los muertos,
oímos sus voces a la hora de la siesta.
Mientras las casas permanecen bajo los golpes del agua
la noche se roba el silbo de los
pájaros,
la eternidad del día.
Luego, tendidos de espaldas bajo
un cielo apacible,
pensamos en nuestros vivos con su luna imantada,
efímeros, como la hierba que crece
TIERRA QUEMADA
De repente despertamos con temor
al escuchar los truenos.
-no es lo que pensamos-
En las montañas suena el trino del pájaro
junto al sonido de fusiles.
Lo comentamos como guardando un secreto.
El vuelo del chamón
agita la tranquilidad del hogar.
Es la tierra quemada por el sol impasible,
los aullidos de los perros,
el ruido de cañones
y una madre nerviosa
oyendo boleros en el crepúsculo.
Miramos la montaña
donde disparos inventan la patria
EN LAS CUERDAS DEL PATIO
En las cuerdas del patio
se balancea el llanto de un niño
atardecido,
árboles sangrientos,
soles desterrados.
En las cuerdas del patio
yace un largo tejido de lágrimas.
Hasta allí sólo llega el murmullo
del barrio
donde un solitario niño juega con
la arena
y siembra rosas blancas en su
jardín adolorido.
En las cuerdas del patio
hay un canto y un misterio
robado por el pico de algún
pájaro
EL CUERPO DE MI PADRE
Es noche en el recuerdo.
El cuerpo de mi padre está sentado en el sofá
ayuda hacerme mayor
a volverme hombre.
Tengo cinco años.
Él carga las palabras justas
para salvarme de los miedos.
Deja en mis manos algunos signos de gratitud
que ahora son migajas.
Acompaña con su luz la eterna oscuridad
que me florece.
Las manos de mi padre
caminan por mi cara infantil.
La corteza de su árbol
no está marchita.
Aún susurra mi nombre
bajo un limonero triste.
Riega los geranios
que cultiva su esposa.
Toca mi cabeza
donde habitan
los terrores
ESE ASUNTO QUE ME DEJA SIN AMIGOS
Voy de
terror en terror.
La
mano que aferro no me favorece
ni
establece un presente lleno de gloria.
Cada
rincón de casa tiene el eco escondido de
amores
que se van
en mí.
Mis poemas son lunas que yo devoré soñando
y dieron un
puntapié a la vida perfecta.
En los ojos
de esta mujer,
que toda la
noche ha velado mi partida,
veo un desfile
de edades colmadas de costumbres,
los cambios
en mi cara,
estas manos
cada vez sin asombro,
la
prolongada distancia entre mi niñez y yo.
Y veo mi
infancia.
Pasan
pueblos distantes,
atardeceres
indiferentes a mis tempranos llantos,
una madre
acariciando sus plantas,
un solar,
y calles
con asustados viajeros.
Y más al
fondo, en perspectiva,
veo a la
muerte como un asunto que me deja sin amigos,
mis labios
dirigiéndose al silencio
SILVANA Y LAS DEMÁS
Por: Andrés Elías Flórez Brum*
Silvana retornó al barrio en una
buena época.
Acaso, cuando ya
se había firmado la paz y había cesado el fuego.
Entonces, los
niños y los jóvenes pudieron volver al
parque.
La vieron llegar
con su falda a cuadros rojos de colegiala elegante y con blusa
blanca de botones
negros y repetidos como las huellas en un limpio camino.
–Es Silvana
–dijo el más avispado de ellos y abrió los ojos como si hablara de un tesoro o
de una esmeralda en el agua— y vino para quedarse.
Al caminar,
Silvana sonreía como si se tocara el corazón con los labios.
Hacía apena una
semana y media que los chicos y las niñas habían empezado a reunirse en el
parque. De tal manera que en tan poco tiempo de encuentro habían tenido que
inventarse los juegos.
Tres días atrás,
la comunidad había instalado una pila con una antorcha en el centro y habían
arreglado también el alumbrado público. Pero Silvana se hizo presente por la
tarde cuando todas las ventanas estaban abiertas. Por eso los chicos corrieron
tras ella con un cono de vainilla en la mano para darle la bienvenida.
–¡Silvana!,
acércate con toda confianza, tenemos permiso para jugar, –le gritó una chica–
mira que hay gente en las ventanas y puertas de nuestras casas.
–Pero… ¿a qué
jugamos? –preguntó Silvana sin timidez.
–Podríamos jugar
a la ronda de Mi caballito, el de la
canción. O al chivito sal de mi huerta.
–O a matricular
una muñeca en la escuela –dijo Silvana de manera alegre.
A la larga…, sin
más preámbulos, empezaron a jugar a “La lleva” porque todos querían correr y
reírse como si estuvieran en la playa.
--No basta con
bautizar una muñeca para llevarla a la escuela sin saber si puede regresar por
sus propios pies –dijo otra de las chicas –basta con que Silvana y todas
nosotras y los muchachos estemos jugando
ahora en el parque de la plaza.
* Andrés Elías
Flórez Brum
Autor nacido en Sahagún, Córdoba, ciudad
ubicada en la Costa Caribe de Colombia.
Reside en Bogotá, dedicado a la literatura. Ha publicado los libros de
cuentos: Los Perseguidos, El Trompo de
Arcelio, La obsesión de vivir, Viñetas de amor y de vida, Historias Trenzadas, ¡Alfa, Casa y Aldea!. Las
novelas: Este cielo en retratos. El
Visitante, La vendedora de claveles, Tres muñecas de cristal… Ha ganado premios
nacionales e internacionales y ha sido incluido en varias antologías hispanoamericanas, como
premio de microrrelatos, Por favor,
sea breve, Ediciones Páginas de Espuma, Madrid (España)…
LO DESNUDO DEL VOLCÁN
Cada
tortura es gritada y alimentada por las cenizas
*
Los
deseos de la terredad resisten toda cuerda donde cuelgan los ocasos.
*
Rodeados
de escaleras. No damos paso a los peldaños.
*
Te
levantas de la fuga con la cicatriz embriagada
*
Poseemos
la tinta inédita que abre las rupturas
-William Jiménez. Valledupar, Colombia 1988. Ha publicado en la
antología Yuluka –Poetas de Valledupar- (Colección Los Conjurados, Común
Presencia Editores, Bogotá, 2010), y el libro Épica de la sangre (Frailejón
Editores, Medellín 2013).