¡100.000 lectores semanales!
FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA:
Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia,
Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo
Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez, Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN
EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros,
Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo
Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos);
Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel
Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato
Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses,
Adalber Salas (Venezuela);
Si desea cancelar esta suscripción gratuita por favor responda este
mensaje a Con–Fabulación
con el
asunto “Retiro”
ADIÓS A DEREK WALCOTT PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1992
Santa Lucía (Antillas Menores) 23 de enero
de 1930 – 17 de marzo de 2017
DESENLACE
Yo vivo solo
al borde del agua sin esposa ni hijos.
He girado en torno a muchas posibilidades
para llegar a lo siguiente:
una pequeña casa a la orilla de un agua gris,
con las ventanas siempre abiertas
hacia el mar añejo. No elegimos estas cosas.
Mas somos lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad
de cargar con algo.
El amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris. Ahora, ya no le pido nada a
la poesía sino buenos sentimientos,
ni misericordia, ni fama, ni Curación. Mujer silenciosa,
podemos sentarnos a mirar las aguas grises,
y en una vida inmaculada
por la mediocridad y la basura
vivir al modo de las rocas.
Voy a olvidar la sensibilidad,
olvidaré mi talento. Eso será más grande
y más difícil que lo que pasa por ser la vida.
NUNCA Y SIEMPRE
ES TIEMPO DE LA POESÍA
Por Mario
Amengual*
A una convicción que me hizo suya
en mi adolescencia y a la lectura de los discursos de algunos escritores al
momento de recibir el Premio Nobel de Literatura, se deben estas líneas que
corren a partir de un título paradójico. Se trata, si acaso es necesario
denominarlo, de un ejercicio en el que tomo prestadas las palabras de indudables
poetas de nuestro tiempo o, visto de otro modo, con legítimo derecho de lector
las hago mías y procuro conjugarlas con palabras menos afortunadas: las que,
para bien o para mal, me han asistido.
Primero, éstas de Derek Walcott:
“La Historia es una olvidada noche de insomnio. La Historia y el temor
primigenio son siempre nuestro origen, porque el destino de la poesía es
enamorarse del mundo, a pesar de la Historia”.*
¿Cómo no sentir ante ellas (las
palabras de Walcott) el drama y la contradicción que todo aquel que emprende la
aventura poética adopta como conclusión inevitable, impregnada de toda la
fuerza de su veracidad? Bastaría con apenas asomarse a la vida de François
Villon, tan sólo leer algunos pasajes de Una
temporada en el infierno o
simplemente recordar el Cántico
espiritual de San Juan de la
Cruz. ¿Y olvidaríamos a Georg Trakl y a Apollinaire, ambos marcados por el
desenfreno bélico de sus días? ¿No fue ese el dolor individual e histórico de
César Vallejo? ¿Acaso no supo Whitman de esos desencuentros de historia y
poesía, aunque quiso aunarlas? ¿No fue ese el abismo por el que se precipitó la
cordura de Hölderlin? Pero de poco servirán las enumeraciones, aunque digan
mucho. Tal vez sea suficiente opinar sobre nuestra época, en la que, por cierto,
el azote de la economía y el culto al progreso infinito tornan más comprometida
la situación de la poesía y de sus aislados amanuenses.
La sucesión de conquistas de la
inteligencia y de ruinas espirituales, debidas a la alianza entre la técnica y
la política, pretenden no dejar espacio para todo aquello que no sea la
fascinación por los artilugios relucientes y de pronta obsolescencia. No pocas
veces la vida misma parece ínfima, mercancía de poco valor, ante el pujo humano
por alcanzar fronteras y rebasarlas, sin descanso, sin límites y con insaciable
afán. ¿Cómo pretender que la poesía sea un bien o una aspiración común si ya el
asombro (o la capacidad de asombrarnos) se reduce al incesante interés por las
maravillas de la técnica y los privilegios que otorga el poder en sus diversas
pero unidimensionales formas? Por eso, no era para extrañarnos cuando apareció
un escribiente de los poderes económicos y militares dominantes declarando el
fin de la Historia; sí, esa misma Historia que Walcott sintió inevitable y pese
a la cual la poesía se enamora del mundo. Hoy, el optimismo de aquel
escribiente ni siquiera resulta risible; cuando mucho, sólo debería provocar un
rictus condescendiente. En su momento, se sumaron en apresurada alharaca, como
siempre, los infaltables epígonos de todo el mundo, permanentes ansiosos para
adherirse a una tendencia de moda.
En 1990, dijo Octavio Paz ante la
Academia Sueca: “La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la
indeterminación en persona”. Pero ya sabemos que el mundo no escucha a los
poetas. De todos modos, ¿de dónde salieron tanto barullo triunfalista y tantas
fanfarrias por el fin de la Historia? Obviamente de quienes quieren llevar el
mundo a su antojo; ya no sólo la economía, sino las ideas, los pensamientos,
los sentimientos y las conciencias. Y aún me consuela presumir que no lo
lograrán. No será fácil mientras en cualquier parte de este planeta enloquecido
arda la llama de la poesía, así como en la ficción de Bradbury (Fahrenheit 451) los libros, todos proscritos,
sobreviven en la memoria de algunos seres humanos. Ese es un legado y más que
eso: es una condición indestructible. Así lo dijo Faulkner y lo repitió García
Márquez, ambos, también, ante la Academia Sueca.
El capitalismo reinante y el socialismo
anunciado por algunos, con mucha insistencia hoy desde América Latina, son
sistemas totalitarios porque, en esencia, no aceptan la libertad o autonomía
del individuo, por más que éste demuestre su voluntad y capacidad para
colaborar y asimilarse a la experiencia de proyectos colectivos. Los dos
sistemas procuran, aunque lo disfracen sus proclamas y sus constituciones, que
ningún hijo de vecino sea quien quiere ser ni haga carne y espíritu lo que
Tales de Mileto, primero, y después Jesús de Nazareth, predicaron: “No hagas a
otro lo que no quieres que a ti te hagan”. Sin esa tensión necesaria y
predestinada entre el individuo y las masas uniformes el mundo de seguro sería
un Paraíso; claro, sería el reino de los bostezos que, por abundantes, no competirían
entre sí. En cambio, la poesía, cuyo tiempo nunca y siempre es, florece y se
desparrama en la diversidad, en las contradicciones y en las oposiciones, y se
asoma en todo horizonte que amenace con desaparecerla de la faz de la Tierra.
Para Saint John Perse “el poeta
existía en el hombre de las cavernas y también existirá en el hombre de las
edades atómicas; pues es parte irreductible de lo humano”. Mientras tanto no
faltarán paredes ni páginas, incluidas las de Internet, en las que el espíritu
pueda expresarse: eso sí, el espíritu, no quienes pretenden sustituirlo con la
hipócrita intención de disensos benevolentes, hoy proliferantes en todas las
sociedades. No podemos negarnos a reconocer la abundancia de los que queriendo
dar certidumbres sólo consiguen agrandar los desconciertos. ¿Cómo pueden los
atesoradores de poder (y adoradores del poder) tropezar, sin molestias ni
dudas, cuando no las esquivan, con frases lacerantes como éstas: “El poeta
puede decir que el hombre comienza hoy; el político puede decir, y de hecho
dice, que el hombre ha estado y siempre estará cautivo en la trampa de su
cimiento moral; una estructura que no es congénita sino implantada por una
infección secular lenta. Esta verdad, escondida tras las actitudes poco
asequibles de la sabiduría política, sugiere como primera conclusión, que el
poeta sólo puede hablar en tiempo de anarquía. La resistencia es una certeza
moral, no una poética. El verdadero poeta nunca usa palabras para castigar a
alguien. Su juicio pertenece a un orden creativo; no está formulado como una
escritura profética” (Quasimodo).
De ninguna manera se trata de
propiciar o ejercer la rebeldía, más bien en el mundo hay demasiados rebeldes:
algunos armados; otros disfrazados con el atuendo de cantantes estrafalarios; otros
despotricando de sus rivales políticos... La lista es larga y no vale la pena
ni viene al caso seguir nombrándolos. El asunto es sencillo, aunque por ello no
deja de ser inquietante y profundo: los poetas, escriban o no, tienen que
seguir siendo poetas, sean cuales fueren las convulsiones históricas que les
toque vivir. Un buen ejemplo de esa “resistencia” de la poesía, de los poetas,
es la Danza de la
muerte castellana y también
las Coplas de Mingo Revulgo y las Coplas del Provincial, y podrían darse más ejemplos. En todo
caso, el poeta no puede (y me atrevo a decir que tampoco debería pretenderlo)
vivir al margen de la Historia; de hecho, muchas veces su alimento, su único
alimento, es la Historia y de nada valen los esfuerzos desmedidos de algunos por
sólo labrar poesía de puro presente. Sería necesario despojarla de su intenso
humanismo, de su mirada agradecida, de sus palabras y gestos celebrantes para
no afirmar junto con Neruda: “Sólo por ese camino inalienable de ser hombres
comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van
recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros
mismos”.
En nuestros días, la advertencia
de Neruda se ha hecho imposición, entre otras y muchísimas razones, porque la
novela como género más dúctil y conveniente para el mercado deja a la poesía
aun más rezagada, arrumada entre los trastos que el progreso y la globalización
arrojan al basurero. Si la poesía en la palabra escrita logra abrirse paso en
la ficción de las novelas, no hay duda de que lo consigue a duras penas y con
escasas posibilidades de conquistar a la mayoría de los compradores de libros,
aun cuando algunos cálculos y cifras permitan alentar cualquier esperanza al
respecto. Sólo cuando la novela rebasa el límite de su función recreativa y
supera la tentación de tratar sólo temas de moda o que por su naturaleza llaman
fácilmente la atención del gran público, su código apuntará a otras realidades
oportunamente obviadas (por los medios de comunicación, los políticos y los
intelectuales) o simplemente reprimidas por el común de los mortales. Pero la
trampa está armada y no es fácil caer en cuenta de ello, sobre todo si arrecia
entre quienes escriben el regusto por la notoriedad y los aplausos. El éxito
literario también tiene sus fórmulas, con o sin clichés.
La poesía que aquí se procura
destacar, sea cual fuere el género literario en que aparezca, es aquella que,
según Burckhardt, “aporta más que la historia al conocimiento de lo que es la
humanidad”. Y a ella, insiste, la historia tiene que agradecerle “el
conocimiento de lo que es la humanidad en general” y “los ricos elementos que
le da para comprender las épocas y las naciones”.** No me refiero, y salgo al
paso a la confusión, al abuso contemporáneo de la “novela histórica”, subgénero
que en muchos casos ha servido para tergiversar la historia o para ofrecer una
visión parcializada de alguna época y otras veces para infamar o exaltar a
algún personaje o alguna clase social o algún grupo político. La poesía, en
todo caso, ve lo imperecedero en medio de la Historia, por decirlo de alguna
manera. En algunos casos, tal vez más de lo que comúnmente se piensa, adquiere
su compromiso histórico para luchar solitaria y desoída contra los desastres
que suelen acaecer durante y después del apogeo de la literatura
propagandística que anuncia regímenes mesiánicos, los defiende (a cambio de
dinero, cargos y privilegios) cuando se instauran y con ellos muere y queda en
la historia como un sabor amargo en el paladar. Me aventuro a asegurar que la
poesía, cuando lo es de verdad, es inevitablemente disidente: no se enamora del
éxito o triunfo de cualquier índole; no se regodea en el fracaso, aunque lo
padezca; por más que se intente, no está hecha para ser recibida con aplausos
en los palacios de gobierno; menos todavía debe condenarse a su forma épica, ya
superada y sustituida por la novela. Por algo Saint John Perse afirmó para
siempre: “Y ya es bastante, para el poeta, ser la mala conciencia de su
tiempo”.
A la interpretación interesada o
errónea de palabras como ésas se debe la confusión entre responsabilidad, o
compromiso, y militancia. Así sea muy elaborada y llamativa, no puede ser la
poesía vocera de partidos ni de gobierno alguno: semejante creencia sólo es
posible en sociedades adoctrinadas y fanáticas. Es de por sí la poesía voz
discorde, incluso respuesta artificiosa o rayana al panfleto cuando toda forma
de opresión y de fuerzas uniformadoras pretenden anular las contradicciones
ínsitas del ser humano. Es inmedible el espacio y permanente el tiempo de la
poesía; es incesante su combate contra las tendencias avasallantes que procuran
neutralizarla, abierta o subrepticiamente. Se baña en las aguas de la Historia,
toca el fondo de sus cauces y cuando sale a tomar aire sus bocas disconformes
dejan el legado, su único propósito y su razón de ser. Si alguien desinteresado
escucha sus palabras y se detiene y se estremece, luego las lleva consigo y las
repite y las acaricia en su memoria, y corren por sus venas como su propia
sangre; puede decirse, entonces, que la poesía ha “hecho su trabajo”, ha
cumplido en las honduras renegadas del ser humano. Ese alguien, ese individuo,
sabrá que “la Historia es una olvidada noche de insomnio” y difícilmente se
comprometerá con redentores urgentes, y de asistir al mercado de los credos y
las salvaciones, podrá sonreír con la benevolencia de un moribundo satisfecho.
Nunca serán suficientes la
arrogancia del olvido, ni los brazos armados de los dogmas, ni las incesantes
seducciones de la técnica, ni las profusas parrafadas de la demagogia para
sacar a la poesía del corazón del ser humano y condenarla a los arrabales de la
Historia, porque aun en las peores pesadillas de ésta, encontrará voces doctas
o ignorantes para advertir de su presencia en todos los tiempos y presentarse
con el ropaje que encuentre en la soledad y el silencio de quienes lleguen a
dar con ella, al margen de las fraseologías dominantes y el ciego progreso.
Notas * Esta y las siguientes citas de escritores y poetas
que han recibido el Premio Nobel de Literatura las he tomado de: Discursos Premio Nobel, Colección Los Conjurados, Volumen 1,
Común Presencia Editores, Bogotá, 2003.
*Poeta
y narrador venezolano, cuyas crónicas, ensayos y reportajes son publicados
permanentemente en diversos medios de su país y el exterior.
BESTIARIO
Los
artistas Eduardo Emilio Esparza Mejía y Alberto Blandón Shiller, acaban de
publicar bajo el sello Ediciones Carángano este nuevo título que contiene
grabados y textos lúdicos para el deleite de todos los públicos.
HABLEMOS DE CINE
Por Omar Ardila*
LA DISTOPÍA EN LA
REFLEXIÓN DE OSCAR CAMPO
En el trabajo
experimental de Oscar Campo El proyecto
del diablo (1999), se transita por la desnudez envolvente del monólogo que
no le teme a pasar de lo onírico a la vigilia en un mismo acto. El personaje
que nos cuenta su historia es presa de un sueño que le genera pánico y lágrimas
al ver cómo unos tipos lo matan y lo lanzan al río Cauca. Dicho personaje, que
puede ser apenas un recorte de periódico deambulando por algún charco de la
calle o un cuerpo roto que nos enseña sus heridas y sus múltiples tonalidades,
nos plantea de entrada una distópica pregunta: ¿Es la cloaca nuestra casa? ¿Es
nuestro destino, la vida en un basurero, en medio de cucarachas y de virus
mutantes? Más arriesgado y provocador no podría ser el punto de partida de este
arriesgado film.
El director,
en efecto, sabe de la potencia de la imagen en “la sociedad del espectáculo”,
aquella que promueve un tipo de imagen que es, justamente, aquello que no
vemos; que se corresponde con la lógica del capitalismo, verificando,
garantizando y reafirmando lo ya determinado, lo ya producido. Por su parte, la
apuesta de Oscar Campo es por hacer énfasis en eso que no queremos ver, luego
de corroborar que “las cosas podrían ser peor” y que “el maldito acecha”.
Recordemos que para filósofos
como Gilles Deleuze o Stanley Cavell, el cine primero que ser “arte” es
“pensamiento”, y por eso, antes que concentrarse en la estética se preocuparon
por el pensamiento que el cine generaba. Más aún, por el vínculo que la
estética configuraba con la política, con las preocupaciones del siglo XX, en
principio. En un sentido similar, Campo nos lleva a pensar con su ensayo
experimental un referente de identidad que se configuró desde lo regional en un
año específico: Cali, 1956. El personaje se define como “un cáncer del 56” que
“viene de mala sangre” y que “tiene la sangre caliente”.
Recurriendo a documentos de
archivo (periódicos que exhiben las tragedias) y al entrelazamiento del fuego
con los cuerpos orgiásticos y los sonidos electrónicos, se establece un ritmo
vertiginoso, a veces cortado por encerramientos de algunos planos que expresan
el ensimismamiento del contradictorio y sentencioso personaje. Su relato nos lleva
por distintos momentos que dejaron huella en la historia personal. En el 68 fue
la apertura: de la ciencia en el colegio a la química en la universidad para
preparar explosivos y encabezar las marchas. En ese momento todo era diversión
y fácilmente se acogían los sueños colectivistas, que luego trajeron su propio
desencanto con “fórmulas del miedo a la vida… del odio a la vida”. La explosiva
lectura de Bukowski y Deleuze, combinada con el bazuco y los barbitúricos
hicieron que “todo se fuera a la mierda” y que se le despertara la pasión por
los antros y por enmendar la realidad: “destruirlo todo para cambiarlo todo”.
Es así como en los setenta, deja atrás las ideas arcaicas de Dios y de la moral
para llegar a ser parte de una “hermandad libertaria” que fabrica drogas en el
Chocó. En ese lugar todos están infectados con el virus B 3 que causa frenesí
sexual y la muerte en medio de convulsiones eróticas. Paradójicamente, con este
virus se llega a la inmortalidad. Se vive hasta los 30 años y se muere asfixiado
frente a una pareja que esté copulando para que el espíritu del engendrado
reciba el ánima del moribundo. En los años ochenta se entrega al sueño
americano, llega a los suburbios de Nueva York y en el 84 conoce las cárceles
por traficar drogas. Allí pasó 12 años y luego regresa otra vez a Cali, donde
todo lo encuentra muy cambiado debido a la efervescencia por el dinero del
narcotráfico (¿la nueva identidad nacional?). Entonces, se vincula con una
oficina de sicarios, y allí de nuevo recibe el llamado del maldito, aunque éste
ya estaba agotado, perturbado y no creía mucho en su proyecto. Estando en esa
nueva situación es cuando se vuelve realidad el sueño del comienzo: dos tiros y
al río Cauca para luego despertar en un basurero y cerrar la elipsis narrativa.
Sin duda,
Oscar Campo nos propone una poesía que se ubica más allá del abismo, en el
infierno. En ella se honra al señor de las abominaciones y se lucha contra los
señores que gobiernan desde Roma hasta la Casa Blanca, pero también contra
Lucifer, que ama al hombre de la tierra y busca crear paraísos industriales o
sea basureros de desechos.
La identidad
nacional es “una colección de tragedias”, cuyos principales causantes son los
cerebros de una generación que dizque “buscaban un mejor futuro para la
sociedad” y nos dejaron sin horizonte distinto al del maldito que nos espía
desde cualquier lugar. Una de las sentencias finales del filme es sumamente
reveladora: “nada mejor que la podredumbre para una joven forma de vida que
quiere abrirse campo a como dé lugar… lo pujante y lo reluciente es lo que
mejor se congratula con la mierda”.
* Omar Ardila Murcia.
Poeta, ensayista y analista cinematográfico. Ha publicado: Alas del viaje en un instante (2005), Palabras de cine (2006), Corazón
de Otoño (2010), Espejos de niebla
(2012), Antología de poesía anarquista
–Tomos I y II (2013), Cartografías
cinematográficas (2013), Esquizoanálisis
y pensamiento libertario (2015), Devenires
menores (2015) Luces sobre las
piedras (2016), y Las cinco letras
del Deseo –Antología latinoamericana
de poesía homoafectiva del siglo XX (2016). Es creador de los blogs: Cine Sentido y Pensar, crear, resistir.
CAJA
DE PANDORA, UN PERIPLO DE TINTA POR BOGOTÁ
Caja de Pandora, del autor bogotano Mauricio Palomo
Riaño (1982) es una colección de cuentos publicada
por Senderos Editores, ejemplar
inspirado en la ciudad de Bogotá desde una visión podría llamarse
poético-intelectual, obteniéndose diversos conceptos de la ciudad en cada
letra. El libro delimita una urbe que sus personajes caminan atravesados de
lirismo y excesiva auto ficción, debatiéndose entre la intención de decir la
verdad y entre romanzas promesas redentoras que carecen de futuro. No obstante,
su lectura sugiere un exquisito viaje literario, que goza en sus trece relatos del
juego bien manejado para con las categorías adecuadas a las voces de los
sujetos que hilvanan las historias, sucesos concebidos en el lenguaje popular
de la ciudad, de virtuosos diálogos, o bien, sucesos manejados por un narrador
en primera persona que ambienta de manera fiel los escenarios característicos
que con cuidada pericia el autor nos propone. Una serie de personajes que se
asumen la vida y su peregrinaje diario como una noble tragedia. El hombre
albino, víctima de una tradicional barbarie africana somete a su posible
defensor al escondite del miedo. La historia real de un asesino en serie, un
sin techo, revela los muertos por los que la ciudad de Bogotá estira sus calles
y peina sus viejos andenes de pasos tantos, que al coincidir no se procuran
reconocer. El poeta filantrópico, hijo de la calle, regresa a la tumba de su
amada, para soltarle declaraciones que, aleado en la desolación que causa en
las almas, componen la esencia de su galanteo, dueño de la firmeza que cree
conseguida tras la victoria de cada última musa que seguirá extirpándole a las
otras. Tres amigos mangan ejemplares plenos de causa, a mano armada en una
librería de la ciudad, acontecimiento utópico que propone de manera cálida
inventar, o invitar al lector a que sucumba por la literatura. Luego una
batalla campal entre hinchas de diferentes colores evoca el recuerdo trabajado
por imágenes que agarran al lector por el cuello de la camisa, para postrarlo
finalmente en un altar desde donde pueda mirarse el interior. Desde allí, el viaje
se presenta al tiempo que no es tiempo y que crea la mitología griega, la
fuerza que arrastra al poeta una vez más a alucinados encuentros con la Luna,
ritos repetidos de oraciones báquicas. Seguido, el libro nos dibuja los pasos
de hombres influenciados por el opio, que entregan vida a los cuerpos que
entre las calles nocturnas de la ciudad ofrecen sus favores sexuales; hombres
que descubren los rayos del sol inclemente que trae la siempre nueva
trasformación que sufre la ciudad, con sus cambios de luces inflexibles, luces
que nos arrojan a la cotidianidad de personajes como el reparador de
electrodomésticos, que entabla amistad con uno de sus clientes: el anciano
jubilado preocupado por el
otro, como ese alivio apto para los habitantes de la Bogotá trágica de Caja de Pandora. Los compañeros
estudiantes de música se deleitan bajo los efectos del opio y de sus bandas de
rock preferidas, ocio que los abstrae de la mugre hermosa de la ciudad y que
les brinda alegrías de vez en cuando momentáneas. Luego, un policía de elevado
rango en la jerarquía militar de la institución supera con éxito su misión,
pero es derrocado de su pedestal por un marginado aspirante a escritor que,
como es natural, le atraviesa el cerebro con el poder de sus palabras. Todo
termina en el hombre enfrentado al miedo de sobrevivir con su cuerpo como única
cuña que le sostiene la vida. De modo que Bogotá en Caja de Pandora escupe la puerta abierta a sus
personajes que atraviesan un sino de lumbre tras cada desplome de oscuridad.
Cada uno de estos habitantes de la ciudad conforman el concepto de ella, y se
plantean un éxodo diario por la supervivencia de manera esquiva. La
etiopatogenia que el autor revela como una posible causa de la ceguera
impostada del que vive en la ciudad. Una constante lucha intelectual de la que
el escritor latinoamericano se ve ungido, hastiado de laberínticas historias
que deben ser contadas por un rostro que respira y siente en carne propia la
tragedia, pues no se asoman cordilleras, cimas o pirámides que vislumbren
nociones que puedan ilustrar el paso del tiempo como testigo de la humanidad de
geografías como Bogotá, cuando la muerte y el librarse de su halo, se presenta
ante los ojos de los habitantes como la línea del horizonte que divide la
tierra del cielo. Un libro que recomiendo, no apto para melancólicos, idóneo,
de “¡Gente verdadera!”.
Anell Marte.
Berga. Barcelona.
METAPHYSICA
La abstracción de lo bello
escapa a todas las polémicas
de los filósofos.
.
Gaston Bachelard
(De: El aire y los
sueños)
***