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con el asunto “Retiro”
POESÍA-POESÍA
NUEVO LUTO EN LAS LETRAS COLOMBIANAS
Confabulación lamenta el fallecimiento en la tarde de hoy 16 de octubre, del escritor cartagenero Roberto Burgos Cantor, y hace llegar a sus familiares y amigos nuestros sentimientos de solidaridad.
Burgos Cantor, nacido en Cartagena de Indias en 1948, fue galardonado con los premios Jorge Gaitán y de Narrativa José María Arguedas, además de ser finalista del Rómulo Gallegos por la novela "La ceiba de la memoria".
Recientemente había recibido el Premio de Novela del Ministerio de Cultura (2018), con su obra"Ver lo que veo", ambientada en la costa atlántica colombiana del siglo XX.
ECO DE LAS SOMBRAS
Pesada, heroica, honda y escandalosa
como un animal octogenario,
la carretilla irrumpe en el recuerdo
con su carga de arena, relatos y cemento.
Quien escuchó su rueda trepidante
supo de su temple y diligencia.
Transitaba sin pausa,
lenta de ida, oronda en el regreso.
La pala siempre fue su azote
pero su aguante es legendario.
No se arredra con nada,
solo el tiempo la ha puesto a temblar.
La pátina carcomió su esqueleto
y lleva medio siglo estacionada.
¿A dónde irá cuando reinicie su trajín, socavada,
raspando la tierra con su herrumbre,
expatriada, vacía y sin retorno?
¿A dónde va, arcaica, sucia de abandono,
sin brazos ni alegatos que la salven?
Solamente puede llegar aquí.
Viene a cargarse de adjetivos
para luego volcarlos contra el tiempo.
Es su modo de perdurar.
Al esculcar los cajones hallamos prendedores,
cortauñas, frascos con retazos y encajes,
oraciones con ángeles famélicos junto a las pomadas,
linternas, el remedio para la tos,
mantas, bisutería, la loción para las picaduras,
boletas de rifas sin fecha, monedas, botones,
tiquetes de viajes, caracolas robadas a una playa,
piedras de quién sabe qué caminos,
velas de cumpleaños con pabilos quemados,
recortes de periódico, anécdotas,
montañas de fotografías, el pequeño ataúd,
destornilladores, puntillas, estampas de santos,
su olor impregnado en todos los vestidos,
costureros, botiquines, guirnaldas,
libretas escolares, diplomas desteñidos,
rezagos de perfumes,
antiguos telegramas, sufragios y tarjetas,
alguien lamenta o celebra: doña Balbina, el compadre,
bella caligrafía.
Calendarios con apostillas,
billetes en desuso, baterías sin carga,
el ángel de la guarda, ocioso, metido en las agendas
donde se oyen canciones, recetas, chistes, proverbios,
trazos, instrucciones para vivir.
Esas letras azules izadas en el tiempo.
El inventario no cabe en el poema, se desborda,
se atora, corroe, anuncia el incendio.
Estas cosas que somos, retumban
y su eco permanece.
Estas cosas que somos.
Y allí, en medio de tanto cachivache,
estaba el rizo del hijo mayor,
sus bucles dorados todavía,
atesorando una antigua luz, hechos un ovillo,
como un nido que se empolla a sí mismo.
Y su primer vestido, diminuto,
lejano azul con flores amarillas
en el que apenas caben las manos.
El tiempo derramado, detenido en el cajón.
¿Qué hacer con estos vestigios?
Huérfanos de memoria, son apenas despojos.
¡Gente loca! dirán los recolectores de basura.
Y caerán al fondo del chiquero,
confundidos con la inmundicia del día,
como el bagazo del amor.
No veremos su último brillo.
Página en blanco
Es real la página en blanco y ese resplandor,
no la página en blanco y tu insistencia
por transformarla en algo que no es
Alberto Rodríguez Tosca
Si fuera pintora
plantaría en el lienzo la montaña roja
que a esta hora de la tarde
despliega su abanico de verdes como una afrenta
a la insensatez.
Por las líneas quebradas se deslizan autos de juguete
conducidos por fantasmas que nunca veremos.
Maderos sumergidos en el mar de los árboles
con ese oleaje que antes de nombrarse ya ha mutado sus colores,
sus criaturas rastreras y las de claro plumaje
que se peinan al abrigo del cielo.
Brillos y sombras no caben en la palabra cerro
y acude la montaña con sus letras curvas
a dibujar el prodigio.
Si fuera pintora
extendería amarillos sobre azules,
haría germinar los caobas, los violetas,
trazaría el vuelo inesperado del blanco,
haría una mancha de luz que narre el paso de la tarde,
una negrura que doble las hojas con el peso del sueño,
algún malva sobre el firmamento
como una pregunta para un dios ciego.
Porque si fuera pintora
bastaría con hacer silencio
y esta página volvería a ser bosque.
LA ÚLTIMA NOCHE DEL MUNDO
Ray Bradbury:
¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?
–¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?
–Sí, en serio.
–No sé. No lo he pensado.
El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café tostado.
–Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.
–¡No lo dirás en serio!
El hombre asintió.
–¿Una guerra?
El hombre negó con la cabeza.
–¿Ni la bomba atómica o la de hidrógeno?
–No.
–¿Una guerra bacteriológica?
–Nada de eso –dijo el hombre, revolviendo suavemente el café–. Solo, digamos, un libro que se cierra.
–Creo que no entiendo.
–No. Ni yo, para serte sincero. Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, solo una cierta paz –miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara–. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro noches.
–¿Qué?
–Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.
–¿Era el mismo sueño?
–Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No fue planeado. Caminamos por nuestra cuenta, cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios o que se observaban las manos o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.
–¿Y todos habían soñado?
–Todos. El mismo sueño, exactamente.
–¿Crees que será cierto?
–Sí, nunca he estado más seguro.
–¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir.
–Para nosotros, en algún momento durante la noche. A medida que la noche vaya avanzando alrededor del mundo, llegará el fin también para el resto. Tardará veinticuatro horas.
Durante un rato no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos.
–¿Merecemos esto? –preguntó la mujer.
–No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?
–Creo tener una razón.
–¿La que tenían todos los demás en la oficina?
La mujer asintió.
–No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era solo una coincidencia –la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde–. Los periódicos no dicen nada.
–Todo el mundo lo sabe. No es necesario –el hombre se reclinó en su silla mirándola–. ¿Tienes miedo?
–No. Siempre he pensado que tendría mucho miedo, pero no.
–¿Dónde está ese instinto de auto-conservación del que tanto se habla?
–No lo sé. Nadie se exalta demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.
–No hemos sido tan malos, ¿no es cierto?
–No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables.
En el vestíbulo, las niñas se reían.
–Siempre creí que cuando esto ocurriera la gente comenzaría a gritar en las calles.
–Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.
–¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me ha gustado la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres. No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo?
–No se puede hacer otra cosa.
–Claro, de lo contrario estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche.
–Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.
–Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como siempre.
–En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso… como siempre.
El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café.
–¿Por qué crees que será esta noche?
–Porque sí.
–¿Por qué no en otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?
–Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin.
–Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y que nunca llegarán a tierra.
–Eso también lo explica, en parte.
–Bueno –dijo el hombre incorporándose–, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos?
Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.
–No sé… –dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.
–¿Qué? –¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?
–¿Lo sabrán también las chicas?
–No, naturalmente que no.
El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego observaron juntos las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada cada uno a su modo.
–Bueno –dijo el hombre al fin.
Besó a su mujer durante un rato.
–Nos hemos llevado bien, después de todo –dijo la mujer.
–¿Tienes ganas de llorar? –le preguntó el hombre.
–Creo que no.
Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad de la noche y retiraron las colchas.
–Las sábanas son tan limpias y frescas…
–Estoy cansada.
–Todos estamos cansados.
Se metieron en la cama.
–Un momento –dijo la mujer.
El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.
–Me había olvidado de cerrar los grifos.
Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.
La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.
–Buenas noches –dijo el hombre después de un rato.
–Buenas noches –dijo la mujer.
METAPHYSICA
Ahora siento la pureza de los límites
Y mi pasión no existiría si dijese su nombre
Antonio Gamoneda
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CARTAS DE LOS LECTORES
CONFABULADOS: Fabuloso este escrito sobre Charles Aznavour!!!! Fue y será uno de mis más admirados intérpretes de una poesía única, como es la suya. Gracias por mantenerme en su lista. Fanny Moreno
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AMIGOS CONFABULADOS: Leer la crónica de Omar Ardila es todo un placer estético y recrear a uno de los más significativos cineastas del neo-realismo italiano. Patricia Aristizábal
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QUERIDOS CONFABULADOS: Me gustó mucho el cuento de Amilcar Bernal sobre los relojes. Daniela López
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