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FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA:
Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia,
Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Maldoror, Fabio Martínez, Fernando
Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL
EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate
(Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva
(México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Nájar (Francia); Marta
L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando
Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica).
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con el
asunto “Retiro”
Deslumbrante imaginación
Releer estos
cuentos de magistral hondura, de deslumbrante
imaginación es volver a los pliegues ocultos de la poesía que transita en
la significativa obra de Gonzalo. Los entregamos con regocijo a nuestros
lectores, confirmando una vez más la máxima sentencia de Luis Cardoza y Aragón:
Poesía, prueba concreta de la existencia
del hombre. A.O.
Walpurgis
Walpurgis
Las plegarias
de ellos no han sido escuchadas. Yo, la hija del sauce, la de larga cabellera,
la perseguida, la versada en nudos, la que conoce el idioma de las hojas y el
silencio de la semilla, la temible bruja, soy quien puede salvarlos.
Observo con
desprecio los iconos prisioneros. Por una extraña paradoja mi nombre es Elena
de la Cruz, pero —repito— soy la recíproca, la lectora de la luna, la sombra
ardiente. Por otra inexplicable contradicción una santa inglesa (Walburga)
bautizó la noche suprema que hoy 30 de marzo festejamos: la alianza intensa y
elemental de Walpurgis. Ya todo ha sido previsto.
...Y las ramas
de muérdago repartidas por los beatos, las hogueras encendidas por los
subyugados (por los humillados, que pretenden alejarnos del estrecho espacio
que iluminan con leña temblorosamente), no serán eficaces ante nuestro poder
extenso, renaciente, humano... Somos muchas las convocadas a Tolú para oficiar
la gran ceremonia en Palo Güeco.
La irreductible
belleza, la danza, la risa, el ritual de la fecundidad, el imperio de la noche,
son tan imprescindibles como el ostentoso reino del sol, y hoy nos corresponde
demostrar a la aquiescente comarca la eficacia de nuestra sabiduría sombría.
Toda verdadera creación eclosiona en el mundo de las tinieblas...
Ya advierto el
murmullo de la multitud y distingo atado a una estaca el gallo del sacrificio.
El tiempo nublado favorece el sabbat. Las sacerdotizas y los asistentes me
reconocen en la oscuridad haciendo un círculo alrededor mío. Con música de
tambores comienzan a bailar juntando las espaldas... Yo, siendo la última en
desnudarse, procedo a destapar el prodigioso fetiche de madera que despierta
exclamaciones o palabras rotas por el miedo, y verifico que todos los
asistentes renieguen del atormentado Cristo, inclinándose para besar el ano de
nuestro tótem feliz.. Escucho el revoloteo del gallo entre las voces. La danza
se arraiga: participamos de la delirante ronda del aquelarre.
A media noche,
después de numerosos cantos rituales, pases mágicos y diseños dibujados con las
manos, acostamos en la arena al poderoso y total dueño del vacío, y galopando
sobre él recibo el alma, el clamor de sus intensidades, la fecundación que se
propagará a las semillas, la amistad del fuego, la sumisión de los viajeros de
la noche... Todo el amor me ocupa por ser la elegida; durante la ejecución de
mi sublime acto soy el símbolo triple: la oficiante, el altar sensible y la
comunión; soy todo, es decir dios: pero nunca seré él.
Terminado el introito
de la misa, ponen sobre mi dorso las figuras de barro del último muerto de la
aldea y la de un niño recién nacido, las arrullo diciendo las oraciones
previstas. Honramos también al espíritu del maíz desatando mi cabellera y
arrojando puñados de granos sobre la desnudez de mi cuerpo boca arriba...
Nos enredaremos
como raíces, fluyendo, intercambiándonos; y blancos, negros, indígenas, ricos,
pobres, esclavos... seremos idénticos bajo la única posible y propiciadora
igualdad: la noche.
Por una
disposición mágica, somos nudos errantes fortaleciendo la siembra efectuada en
nuestros campos ésta semana como preparativo del Walpurgis. Más tarde
bebemos un sorbo de agua, tomamos un puñado de tierra y me es entregada la
antorcha mayor.
Bajo el sonido
de los tambores muchos pueden conmigo curar sus enfermedades, ser amados,
descubrir la religión del deseo, conversar con sus muertos necesarios...
Pero después de
tomar al gallo negro entre mis manos y que subyugándolo lo ame para retardar su
canto (y por último ante la amenaza de la aurora lo decapite para bañarme con
su sangre caliente), encarcelaré los tres iconos raptados de las iglesias
vecinas en una jaula hecha con árboles consagrados a nuestro magnífico guía, y
atizaré las injurias e imprecaciones de la multitud que recordará sus oraciones
inatendidas.
Castigaré durante
toda la mañana a los tres pintorescos santos tallados, embellecida por
sacrílega, y obstinándome los avasallaré con palabras y lianas durante los días
siguientes, forzándolos a obedecer la orden de hacer la lluvia. Su triste dios
crucificado deberá responder... Mi dueño, más poderoso, jamás recibirá la
precaria súplica de un milagro menor.
Jaguar ahuasca
El dios verde,
el dios bejuco, el rey de los vegetales, el yahé, me aguarda en estas lejanas
tierras del Sibundoy.
Mi maestro, el
gran taita Riazeyue, dispone el ritual con la convicción de que durante esta
noche el Jaguar me encontrará para siempre. La iniciación ha sido estricta y
prolongada. Hace siete años el emblemático felino me eligió en una noche de
violencias y desgarraduras... He ido aprendiendo. Lo he visto catorce veces en
esta ardua temporada de preparación, he huido de él, lo he seguido, incluso lo
acompañé en exhaustivas empresas de caza.
Nunca descreí
de su poder, ni siquiera la primera vez cuando sólo pude ver durante un
parpadeo al chamán con pelo de fuego... Supuse que también allí, en esa imagen
inútil, estaba acechando el Jaguar.
Mi iniciación
ha ido fructificando. Hoy, escucho los sonidos de la violenta selva nocturna en
un granero húmedo, contemplo las excesivas estrellas y acompañado del taita
Riazeyue me dispongo para la toma capital, para la cura esencial, para la
irreductible metamorfosis.
Sube la noche.
Preparado escucho el cascabeleo de la guairasacha en la mano del chamán, y
comenzamos a beber con intervalos propicios por siete veces al dios verde que
se protege con su nauseabundo y amargo sabor. Oigo durante horas el canto
monocorde del oficiante, sufro la sucesión de este vómito inoloro y espero.
Estoy inmóvil, tendido boca arriba, sé que el mínimo movimiento me acercaría a
la náusea. Cuando cierro los ojos se impone el vértigo de las imágenes, las
sucesiones, las fugas...
De la primera
fase: la purificación física, ingreso a la catarsis interior y después de la
medianoche a la concentración: la alucinación. Si abro los ojos estoy en
el granero, escuchando el ruido de las fieras, el gemido de las víctimas, el
canto de las hojas y de los insectos; pero si los cierro sé que vendrá el
Jaguar y debo temerle.
Es importante
que pierda este combate: es preciso someterme a la alquimia de la desgarradura,
a la fértil derrota.
Inmóvil,
siguiendo mi respiración, me enrollo, caigo, me alejo de mi cuerpo. Me
encuentro caminando por la selva. Veo sombras que me producen sobresaltos.
Entre los árboles realizo un paseo extenuante. Recorro meandros inextricables.
Y de pronto lo veo saltando hacia mí. Oigo sus rugidos, advierto su agilidad,
su majestuoso cadenceo, y me opongo inútilmente con mis vanos recursos.
Declino. Me rindo. Siento los zarpazos y dentelladas que me van devastando, y
por último asisto a su terrible y prolongada ceremonia de devoración.
Cuando el
Jaguar concluya, nada quedará de mí y habrá amanecido. Si sobrevivo, estaré
dentro de él —seré él con todo su poder, su espíritu, su fuerza, su astucia y
su sangre; cada vez que a través del dios verde acuda a la facultad de volver a
su forma, a su magnífica vestidura—. Si me salvo, lo sabré porque el taita
Riazeyue vendrá a llamarme por mi nuevo nombre, a guiarme con sus danzas y
cantos hacia el río.
Para Antonio Correa
La condena
Hoy debo
escapar. Me he puesto las alas trabajadas clandestinamente durante cuatro meses
y acabo de beber la sabia infusión enviada por el guía, por el oculto Roj Alik,
pese a su funesta advertencia. La luna llena partida por los barrotes de mi
estrecha celda parece desatar un viento intenso, que sospecho, podrá ayudarme.
Parado con las
alas extendidas, espero que el bebedizo alcance a mi sangre. Pronto las sombras
y los ecos se intensifican. Los sólidos muros de piedra comienzan a ondularse en
mi mirada. El olor del mar es más intenso. El pensamiento me hace levantar y me
conduce hacia la pequeña ventana; reconozco dentro de mí al pájaro que viene en
mi búsqueda. Se hace imperioso creer en la respiración.
Arrastrando mi
pintoresco vestuario cierro los ojos, mi cuerpo no encuentra la oposición
mineral y atravieso el centenario muro. El artilugio ha dado resultado.
Encontrándome en el aire, a varios metros de altura, vuelo asustado en la
dirección elegida. Aleteo durante horas sobre el nocturno y convulsivo mar que
acecha mi caída. Haciendo acopio de todas mis fuerzas continúo hasta arribar a
mi destino. El brillo del mar desaparece, y más tarde al comprender que puedo
descender, con cautela busco un lugar propicio en la playa solitaria.
Fatigado me
acuesto apoyando la cabeza sobre las alas para dormir. Entonces me agito en el
sueño. Me adentro en su reino misterioso y la pesadilla se impone desgarradora:
me veo en el amanecer agredido por el estrépito metálico de los guardias, me
veo haciendo la larga fila de presos como durante los tres últimos años, me veo
después en un patio cercado por electricidad, y en la sombra escucho en bocas
de mis irascibles compañeros de prisión el imposible deseo de la fuga.
Sobresaltado me
despierto comprobando lo terrible de mi liberación: encarcelado dormía para ser
libre, ahora para recobrar mis aciagas fronteras. Develo la cautelosa razón que
Roj Alik oponía a mi huida, y sé para siempre cuál es la despiadada condena que
asediará implacablemente a mis sueños.
Para Ignacio Ramírez
Amanita muscaria
Aún soy Ian el
alpinista —pronto seré un mineral o una hoja— y hoy he decidido con Eric
escalar sin cuerdas el escabroso pico que los nativos llaman Cabeza de Venado.
Estamos
tranquilos, no es posible el fracaso. Sabemos que nuestros cuerpos, mediante
una alquimia interior, se convertirán en la misma materia de la montaña y
seremos piedras errantes que se desplazarán lenta, obstinadamente hacia la
cima.
Sentados,
observando el horizonte, llega la hora prevista para dar comienzo al ritual, y
procedemos a comer los hongos elegidos que hemos recubierto de miel.
Esperamos.
Con lentitud
vamos entrando en un tiempo de destellos, de analogías, de risa desatada, de
afloración de ojos, de percepciones inquietantes.
Luego, sin
frío, con la identidad abolida y una fuerza nueva, somos piedra, tierra, arena,
follaje... Nos desnudamos para que el sol reconozca nuestros nuevos cuerpos
aliados al vuelo de la respiración...
Y cuando el
alimento sagrado se abre en nuestra sangre, advertimos el poder de la
metamorfosis asidos a la montaña que entonces nos es revelada. Y durante
aquella singular mutación, para poder sobrevivir en el camino vertical,
concentrados en los meandros del ascenso, atentos a las confesiones de la
tierra, sólo tendremos la difícil precaución de nunca obedecer a nuestros
nombres.
Sabbat
Rael al ver su
desnuda belleza aceptó. La vio ungiendo la escoba y realizando unos pases
mágicos y aún sin creerlo se encontró ascendiendo, estremecido por el viento,
volando sobre un bosque de sombras. La velocidad y el golpear del cabello de la
hechicera en su rostro casi le hacían perder el aliento. Atemorizado pensó en
su esposa, sus hijas, su fortuna, y se arrepintió de su inexplicable decisión
de asistir al misterioso festín. Comenzó a gritar para que ella descendiera, le
suplicó que no lo llevara al sabbat, que renunciaba para siempre a su juramento
y a su exaltada curiosidad.
Al fin,
disuadida, ella decidió aceptar sus ruegos injuriándolo y lo hizo víctima de
sus maldiciones más oprobiosas dejándolo en tierra. Rael temblando escuchó su
risa que se perdía en la distancia. Con terror caminó hasta caer de cansancio,
insultándose, lamentando haber aceptado la propuesta de la bella mujer que
quiso iniciarlo en ese oficio de sombras.
Esperó
vigilante el amanecer, y cuando el sol le mostró una atmósfera enrarecida, su
desolación imperó al no comprender casi las palabras de la gente, las
costumbres de los campesinos, los techos de las casas, el paisaje. Arribó a la
aldea más próxima y cauteloso hizo las preguntas que lo hicieron desvanecer.
Supo que vivía un tiempo anterior, el breve vuelo —si no lo había matado— lo
había regresado setenta y dos años: nadie podría creer su infortunio. Mendigó,
aceptó trabajos a cambio de comida, intentó repetidas veces el suicidio, y en
varias ocasiones caminó hacia el lugar donde fue abandonado la noche del rito,
clamando por el retorno de la inventora de su desgracia.
Nunca obtuvo
respuesta. Con los meses optó por adaptarse, por callar sobre su pasado, por
reiniciar su vida en esa provincia. Reflexionó desesperado sobre todas las
formas de regresar, e incluso visitó a los hechiceros más doctos y temidos de
su país. Trabajó para dejarse esquilmar por toda clase de ocultistas. Indagó
con obsesión en el esoterismo. Por último decidió detenerse en su búsqueda
infructuosa y olvidar la terrible herida producida por el recuerdo de su vida
anterior, es decir, de su inexplicable porvenir. Buscó otras rutas interiores,
se acostumbró a un trabajo elemental y se enamoró.
Al cumplir
cuarenta y cinco años contrajo de nuevo —o por primera vez— nupcias. Amó a su
esposa con aburrimiento, trabajó sin esperanza, decidió aturdirse bebiendo
todos los días en riguroso silencio, y engendró un hijo.
Pocos creían
sus críticas, sus reflexiones desesperanzadas sobre el porvenir. Un día después
de hablar sobre la futura llegada del hombre a la luna, discutió por un motivo
intrascendente con su hijo de siete años provocándole el llanto, sin imaginar
que eso derivaría en el desciframiento de su historia. El fotógrafo del pueblo
advirtió expresivo el rostro del pequeño lavado por las lágrimas y obturó su
rudimentaria cámara.
Rael continuó
su tedioso devenir hasta cuando el anónimo artista decidió tocar en su puerta
con la ampliación virada al sepia de la fotografía. Ese día lo comprendió todo.
Conocía con precisión la imagen. Comenzó a dar alaridos, se mordió los labios,
golpeó su cabeza contra las paredes. En su vida anterior vio muchas veces con
detenimiento esa fotografía de aquel chico llorando, de su abuelo de niño,
desolado —según decían— por la locura de su padre. Lloró, gritó, no podía
aceptar esa trampa del tiempo, no volvió a conciliar el sueño y sintió que la
crisis se avecinaba inexorablemente.
Vino el
delirio. Años después recluido en un distante sanatorio observó a su hijo que
traía de la mano a su prometida con la intención de presentársela, la miró
fijamente, llamándola por su nombre ante la perplejidad de la pareja. Luego
maravillado contuvo su exasperación y entendió su destino, supo que volvería a
nacer, y que en aquella vida aceptaría de nuevo la invitación a un sabbat que
sería su desgracia, su cárcel de tiempo. Los abrazó por última vez y con
obstinación les hizo prometer que nunca regresaran y que esa negación recaía
también para sus dos hijos aún no engendrados: para su latente padre.
Ellos asustados
lo juraron y salieron de allí comentando el incidente, sin saber si era lucidez
o incoherencia, del hombre que al fracasar en su promesa de olvidar el porvenir,
se refugió en la locura, para poder entregarse en silencio a un incesante viaje
por sus sangres.
La obra poética de
Gonzalo Márquez Cristo
Por Fabio Jurado Valencia
El pasado jueves 7 de julio en
Luvina Librería Galería Café, se rindió un sentido homenaje a Gonzalo Márquez
Cristo, con la presencia de un nutrido grupo de amigos y seguidores. Publicamos
el homenaje que en este evento leyó el Profesor Fabio Jurado Valencia.
Cuando
un amigo de nuestros campos muere, la voz de los poetas antiguos es una
presencia. Así cantaba uno de los poetas mexicas en aquellos tiempos de los
venados y del maíz fecundo:
VIDA
EFÍMERA
Sólo
venimos a dormir, sólo venimos a soñar:
no
es verdad, no es verdad que venimos a vivir en la tierra.
En
yerba de primavera venimos a convertirnos:
llegan
a reverdecer, llegan a abrir sus corolas nuestros corazones,
es
una flor nuestro cuerpo: da algunas flores y se seca.
(traducción
del náhuatl, de Ángel María Garibay)
Lo
que se seca, nos dirán, es la materia pero no el espíritu. Y sabían los poetas
antiguos de este lado del mundo, que lo único que permanece, como rastro del
espíritu, es el canto, hoy la poesía; son sabios quienes así lo consideran; la
vida de los cuerpos es efímera, pero la vida de las ideas es eterna. “¡Sólo un
instante aquí!”, porque “Hasta las piedras finas se resquebrajan”, nos dice el
poeta mexica. Y esas ideas eternas son las que Márquez Cristo incorpora en ese
texto sincrético, titulado Ritual de
títeres (1992), donde le da la voz a los grandes mitos de occidente; Ritual de títeres es un poema en prosa,
un poema cuya novela ha de construir el lector.
Los
poetas, como los sabios, son protegidos por la comunidad y viven de componer los
cantos: es el trabajo de pensar sobre cómo nombrar lo inefable; es decir, nuestros
misterios, los de ayer y los de hoy, para explicarlos a través del verso y
ayudarnos así a vivir en la utopía, a sentir la existencia, aunque ésta sea
pasajera. Decían los antiguos poetas mexicas que hay un aire que sale de la
boca al morir, cuyo halo queda entre nosotros, cuando el amigo se va. El yulio lo llamaron. Es lo que nos convoca
cada vez que recordamos la vida y la obra del poeta; el yulio es como un
susurro acompañado de imágenes sobre los grandes eventos de quien se fue; su
presencia es más fuerte en el caso de los poetas, dada su potencia para
avizorar los destinos humanos.
Sabían
ellos que no es un dios quien decide el destino de saber cantar y narrar a
otros, sino que es el ser mismo, el espíritu que indaga, el intelecto, como
llamamos a esa fuerza interior que de manera extraña empuja hacia el camino de
la incertidumbre, como lo es la ruta que elige quien porfiadamente quiere ser
poeta. Cuánto hay de sufrimientos en esta decisión. Pero es una elección; no es
que haya un camino sin salida y que solo el oficio de escribir poesía sea una
alternativa; es una elección valiente en un mundo de mezquindades, como el de
Colombia.
Ya,
en “Descenso a la luz”, el poeta que, junto a Amparo Osorio, recibe a Los
Conjurados, declara que “todo sufrimiento es inútil para quien no persigue la
poesía, para quien no alimenta con sus ojos a las águilas”. Es que la poesía,
en efecto, recoge los dilemas humanos y con las palabras el poeta se eleva en la
búsqueda de respuestas; pero será solo una búsqueda; una búsqueda perenne; por
eso existe la poesía y permanece en la memoria de todos el poeta que la
construye. Esta elevación deviene del ensueño que la misma poesía encarna en la
experiencia de la lectura y que luego reencarna en la nueva creación verbal. En
“¿Y quién se atreve a recorrer mi memoria?”, en Oscuro nacimiento (2005), el poeta con verso libre confiesa:
Conocí los pájaros que escapaban de
los libros. Las ventanas de viento, las puertas del agua. Después adivino el
mantra carnal, el aluvión de signos. Caravanas de sombras arrasaron mi lecho.
Padecí el exilio de un lenguaje demasiado antiguo.
Este
lenguaje que deambula a través de los libros de Gonzalo Márquez Cristo es
hermético, cerrado, barroco, altamente simbólico. Por eso necesitó también de
las pinturas como otra entrada en la exploración de los misterios. Las portadas
de los libros de la Colección Los Conjurados no son caprichosas ni producto del
azar sino intencionadas; muestran que las palabras, como lo sintiera también
César Vallejo, son insuficientes para nombrar las singularidades del mundo y de
quienes lo habitan. Así, dice el poeta que habla en “Intensidad y altura”, voz
de fondo y diálogo entre los textos de Márquez Cristo y César Vallejo:
Quiero
escribir, pero me sale espuma,
quiero
decir muchísimo y me atollo;
no
hay cifra hablada que no sea suma,
no
hay pirámide escrita, sin cogollo.
(…)
Si
las palabras son insuficientes, la imagen pictórica es solidaria en el
develamiento de los misterios. He allí la presencia de Fernando Maldonado, de
Armando Villegas, de Alberto Giacometti, de Jim Amaral, de Ángel Loochkartt,
entre otros, pintores que aportaron en el camino de materializar un proyecto
editorial para el país y el continente. Pudo el poeta avanzar, en esa
persistencia por reclamar el derecho a la poesía y al arte en el país de la
entropía aguda.
Haber
trabajado conjuntamente en una antología de la poesía colombiana a partir de la
obra de Aurelio Arturo, considerar los análisis sobre la obra de Rulfo,
celebrar el día mundial de la poesía y participar continuamente en Viernes de
Poesía, de la Universidad Nacional, con la presentación de los libros de Los
Conjurados, es la revelación de las alianzas que son hoy tan necesarias para
quienes aspiramos a vivir en un país mejor, al menos en un país de lectores
críticos. La misión del poeta, como lo quisieron los nahuas, la cumplió Gonzalo
Márquez:
Brotan las flores, medran, germinan,
abren sus corolas:
de tu interior brota el canto florido
que tú, poeta,
haces llover y difundes sobre otros.
(versión de Ángel María Garibay)
Una fisura al infinito
Por Mauricio Palomo Riaño*
Esto no
es de paisajes, ellos no son más que la excusa para cantarle a la vida.
Con Mejor arder, poemario de la autora colombiana Margarita Losada
Vargas entramos al silencio, a la noche, al lenguaje, a la herida fundamental y
a una serie de influencias que el lector percibirá en el ambiente dibujado de
cada verso. El mar, el amor, la vida, la muerte, vienen siendo la metáfora
misma y no la metáfora, como elemento formal, el vehículo de esas
construcciones. Poder percibir cómo la figura retórica se vuelve realidad en un
ámbito imperceptible, y salir del poema creyéndonos metáfora, sabiéndonos mar,
silencio, noche, herida…
Aquí, el juego con el lenguaje, en
unos versos cortos que posibilitan poemas de la misma extensión, revela una
honda carga semántica que se conecta con lo no dicho, nos lleva como lectores a
que sintamos en el intersticio de cada letra, de cada palabra que va
componiendo la hilera, cómo se agazapa en esos silencios una verdad que la vana
literalidad no expresa, que la sola palabra escrita no devela, y que tampoco
nosotros sabremos conocer dentro de la hondura de su totalidad.
Hay algo en estas breves arquitecturas
que te acercan al fondo del abismo de ti mismo, es algo así como el significado
de lo que puede ser el infinito. Desfilan por los poemas de Mejor arder las alusiones, los
sobrentendidos, los silencios intencionados, los juegos, y entonces, cuando
crees acabado el poema, sentirás la ignorancia bañándote, porque
definitivamente algo dentro de ti te revelará cómo fue apenas el ápice lo que
te llevaste contigo, la punta de un iceberg que sea quizá la misma vida, cuando
el mar esté por secarse, la que te lo revele en toda su inmensidad. En esta colección
de poemas todo dependerá, definitivamente, del lector y de su sumergirse.
Otros matices que ofrece el poemario
son los juegos del sueño con la muerte, el sueño como esa muerte breve, y la
muerte como ese sueño infinito, y a veces, también, el sueño que no llega; la
señal que destella en un parpadeo el fondo del abismo, de la misma manera, la
recurrencia al concepto de lo ondeante, de lo que viene y se va, de la
distancia, del recuerdo; ese viaje entre ayeres y ahoras, entre los muchos que
pudimos ser y las circunstancias que nos llevaron a lo que somos, entre los
agradecimientos a los que nos acompañan y los tributos a los que ya no están,
es Mejor arder la entrada a nuestros
precipicios, sin canoas ni cancerberos. También somos lo que hemos perdido, sus
historias, sus actividades, sus ausencias. Bradbury decía que cuando las personas que amamos mueren, nos
damos cuenta de que no lloramos por ellas, sino por las cosas que hacían,
lloramos porque nunca más volverán a hacerlas.
Asimismo, un enigma particular quedará
desentrañado en una gran medida dentro de estas páginas y es la definición de
lo inconmensurable; la poesía. Con el poema Revelación
quedará definida. No será Margarita Losada Vargas quien la dirá, será el
lenguaje que se manifiesta en ella, el poeta no es más que el médium, el
instrumento en el tejido de la vida; esa vida que no viene siendo otra cosa que
poesía.
Si hay algo que tenga este poemario
que lo diferencia de otros tantos, es su intento evidente por encapsular la
alteridad en las palabras, en la tinta que se escapa entre los ojos que no se
cierran, una otredad análoga, hibrida, con todo lo que guardamos adentro de
nosotros mismos, taludes simultáneos y la pregunta por lo que está del otro
lado de mí, adentro. ¿Quién?, la duda, y esa fisura que nos permite filtrarnos
hacia otras percepciones, ese flotar sobre las múltiples posibilidades que
tuvimos de ser otros si hubiésemos estado en el instante preciso. Mejor arder se sintetiza en la gran frase de
Muhammad Ali; “yo, nosotros.”
La obra prima de Margarita Losada
Vargas es una muestra artística de lo mucho que podemos decir en tan poco. Con
los poemas que componen este libro descubrimos la profundidad de lo
existencial. Al haberlos leído saldremos de esa tinta pensando decididamente
que algo allá, atrapado en cada pausa del verso, refundido, extraviado, se nos
quedó sin interpretar. La musicalidad, las formas y las imágenes que se van
logrando con las palabras, generarán la sensación de algo que no supimos
explorar en su vastedad y sin embargo, ese pedacito que si se pudo quedar en
nosotros, será suficiente para luego afirmar que conocimos la entrada de lo
infinito.
* Profesor de Literatura de la Universidad La
Gran Colombia. Ha escrito los libros de cuentos Nombrar la ausencia. 2014 (Común presencia editores, colección los
Conjurados) y Caja de Pandora. 2016.
(Senderos Editores).
El valioso tiempo de los
maduros
Mario de Andrade
(Poeta,
novelista, ensayista y musicólogo brasileño)
“He contado mis años y
he descubierto que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante, que el
que he vivido hasta ahora…
Me siento como aquel
niño al que regalan una bolsa de caramelos: los primeros se los come feliz,
pero, cuando se percata de que quedan pocos, comienza a saborearlos
profundamente.
Ya no tengo tiempo para
reuniones interminables, en las que se discuten estatutos, normas,
procedimientos y reglamentos internos, sabiendo que no se conseguirá nada.
Ya no tengo tiempo para
soportar personas absurdas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido.
Ya no tengo tiempo para
perderlo con mediocridades.
No quiero estar en
reuniones donde desfilan ‘egos’ inflados.
No tolero a los
manipuladores ni a los aprovechados.
Me molestan los
envidiosos, que tratan de desacreditar a los más capaces, para apropiarse de
sus puestos, sus talentos y sus éxitos.
Detesto, si soy testigo,
los efectos que genera la lucha por un cargo importante.
Las personas no discuten
contenidos, apenas los títulos, si acaso…
Mi tiempo es escaso como
para discutir títulos.
Quiero la esencia, mi
alma tiene prisa…
Con pocos caramelos en
la bolsa…
Quiero vivir al lado de
gente humana, muy humana.
Que no se vanaglorie con
sus triunfos.
Que no se considere
elegida antes de tiempo.
Que no eluda sus
responsabilidades.
Que defienda la dignidad
humana.
Y que desee únicamente
caminar al lado de la verdad y de la honradez.
Lo esencial es lo que
hace que la vida valga la pena vivirla.
Quiero rodearme de gente
que sepa tocar el corazón de las personas…
Gente a quien los duros
golpes de la vida, le han enseñado a crecer con suaves caricias a su alma.
Sí… tengo prisa… para
vivir con la intensidad que nada más que la madurez puede dar.
Pretendo no malemplear
ni tan solo uno de los caramelos que me quedan.
Estoy seguro que serán más
exquisitos que los que me he comido hasta ahora.
Mi meta es llegar al
final satisfecho y en paz con mis seres estimados, y con mi conciencia.
Deseo que la tuya sea la
misma, porque, de cualquier manera, también llegarás…”
Colaboración enviada por el poeta colombiano Pio
Fernando Gaona
CARTAS DE LOS LECTORES
Querida Amparo, No
estaré en Luvina, pero mi alma siempre tendrá un nicho para nuestro querido
Gonzalo, de esto puedes tener certeza. Tu amigo Gastone Bettelli. Enviado desde mi Manzana mordida.
***
CONFABULADOS: Me uno
con todo al homenaje a Gonzalo Márquez Cristo, poeta de poetas.
Desgraciadamente me es imposible asistir. Los textos de Gonzalo publicados por
"Confabulación", leídos desde la perspectiva de su no estar, nos
trasladan al no tiempo, a la memoria que conserva la esencia de las palabras y
del acto poético. Así era Gonzalo: esencial. Así son sus poemas,
esenciales, lo percibimos con mayor hondura, ahora, cuando solo están
circunscritos a coordenadas invisibles. Gustavo Quesada
***
CONFABULADOS,Tener presente a Henry Luque Muñoz es cumplir con su verso y
presagio: "Aunque me entierren muy hondo mi voz resonará". Francisco Sánchez
Jiménez.
***
CONFABULADOS: Gracias por mantener viva la poesía de Gonzalo,
a través de otro poeta como Gabriel Arturo Castro. Un saludo. Nana Rodríguez.
***
Estoy fuera de Colombia, pero estoy segura de que
Gonzalo recibió sonriente el homenaje. Lina María Pérez