Esparza
o la danza de las desapariciones
Por Carlos Fajardo Fajardo
“Mi pintura cada vez se aproxima más a lo que soy, a lo
que siento, a mi manera de actuar. Obedece a mi estructura mental”. Me imagino a Eduardo
Esparza pronunciando estas sinceras palabras frente al estallido de sus colores
y ante las bocanadas de fuego que se proyectan en toda su obra, hecha de
materia viva, de esencia terrígena y levedad de ave. Me lo imagino bailando
ante la gran tela, lleno de sí, pleno de mundo, diciendo con su estruendo: “mi pintura forma parte de mi actitud
lúdica, mis animales, peces, gallos, aves, gatos, perros. Las formas eróticas
vistas, a través de las frutas, de las semillas”, y de pronto lanzando una
ráfaga de color como un trompo universal, movimiento etéreo y tangible, con
profundidad y altura.
Así es la cartografía
mágica, insinuante y poética de Eduardo Esparza. En ella podemos sentir las
hechizantes vibraciones de su entorno, la permanente ondulación de lo real.
Pintura nómada, rítmica, pulsional, que invita salir a los caminos, estar en
constante conmoción y ser cómplices de esta danza cromática,
devorándonos-devorándose.
Esparza teje y
desteje el magnífico y trágico ir y venir de un espacio-tiempo matérico y
metafísico. Sus juegos de color van hilando en la tela aquellas esferas,
círculos, triángulos, aristas, puntas que nos inventan otras lógicas, otras
maneras de ver, ser y actuar, desafiando la racionalidad utensiliar e
instrumental, rígida y reglamentaria. De ahí sus rupturas, su poesía. Lo ha dicho
el mismo artista: “todas estas formas,
texturas y colores dentro de una estructura, van hilando un tejido en forma
vertical y horizontal que le da un sentido a lo espiritual y terrenal. La
dinámica de este tejido no es más que mi forma de jugar al trompo”.
“El tiempo es un niño
que juega con los dados. El reino es de un niño” escribió Heráclito, y como tal
esta obra nos lanza a ser cómplices con lo lúdico estético pero también a
comprometernos con lo lúcido histórico, con la realidad sonora y trágica de
esta parte del mundo. Se entiende entonces la urgencia de Esparza por crear su
expresiva y contundente serie Los
Visibles, como síntesis del drama de un país, de una generación
desaparecida bajo el miedo y el temor, la impotencia y los fracasos.
Perteneciente a una
generación nacida entre las décadas del cincuenta y del sesenta, Esparza ha
hecho suya la idea de ser contestatario, contracultural y de ir a
contracorriente. Una generación hija de la violencia que vivió en un país
construido con torturas y cadáveres, mientras muchachos y muchachas
contorsionaban sus cinturas al ritmo de los Beatles, Carlos Santana, Led
Zeppelín, los Rolling Stones, y que rumbeaban con la salsa de Riche Ray, Bobby
Cruz, Hector Lavoe y La Fania; que cantaban las baladas del Club del Clan con
Oscar Golden, Harold, Ádamo, Leonardo Fabio, Piero, Charles Aznavour, y que con
Joan Manuel Serrat y la música protesta de Joan Báez, Víctor Jara, Ana y Jaime,
Soledad Bravo, Mercedes Sosa, Pablus Gallinazus, Violeta Parra, hicieron la revolución
en las tablas. Músicas que fueron las primeras escuelas en sus corazones,
primeros pupitres sentimentales donde posaron las alas de la imaginación.
Paralelo a esta
necesaria provisión de amor, en aquellos años la historia rugía. Tiempos de
compromisos políticos, de conflagraciones poderosas. La década del sesenta fue
propicia para el desahogo de una generación hija de la violencia. Escándalo y
aullido. La de los sesenta fue la década de la imaginación, pero también la que
hizo conciencia de sus limitaciones. Década de jóvenes hambrientos por dejar un
rastro, una huella en medio del fuego y las cenizas de una realidad
sobresaltada: la revolución cubana, la rebelión de Martin Luther King, la época
de los Kennedy, Johnson, Nixon y su inhumana guerra de Vietnam, la década de la
protesta con paz y amor de los Hippies, de Cassius Clay; la figura de Mao Tsé
Tung en los libros rojos; la liberación sexual y la pérdida de miedo al
embarazo; la época del Festival de Woodstock, la de “ la imaginación al poder”
y “prohibido prohibir” en aquel mayo luminoso francés; la de la matanza de
estudiantes en Tlatelolco en México D.F., cuando tomados de los brazos cantaban
y gritaban el 2 de Octubre de 1968; la década de la invasión con tanques rusos
a una Praga primaveral y la de un Santo Domingo ocupada por Marines gringos; la
década del Che Guevara, estrella y boina, patria o muerte, junto a Camilo
Torres Restrepo utópico y mártir; los tiempos en que rugían Marquetalia, el
Guayabero, Ríochiquito cuando las universidades colombianas eran colmadas de
consignas, discursos y proclamas libertarias. Es también la década en la cual
surgen los primeros cines clubes y donde se fundan grupos de teatros disidentes
y contestatarios: el Teatro Libre, el Teatro La Candelaria, El Teatro La Mama,
el Teatro Popular de Bogotá, el Teatro Experimental de Cali (El TEC).
No es extraño
entonces que Los Visibles sinteticen
toda esta historia que el cínico olvido ha desterrado de nuestros ojos.
Descubrir lo cubierto, volver presencia lo que por décadas ha sido condenado al
silencio, a la ausencia; tocar sin temor las llamas de la crueldad, del horror
y el despotismo histórico. Todo drama se vuelve en esta serie apremio,
compromiso. Esparza hila el manto de la tragedia, el luto de un dolor comunitario.
De allí el permanente uso cromático de blancos y negros que se difuminan en
ágiles figuras y que, como en un teatro de sombras, aparecen y desaparecen.
Ellas luchan por definir un cuerpo, un ser indescifrable. Esas figuras son
todos los rostros de un país, de un continente, moviéndose tras el velo negro
que el artista rasga, penetra con intensidad terrígena. Es la danza macabra
hecha gracia, ritmo, poesía. Su pintura sintetiza una paradójica sentencia: la
desgracia de esta realidad terrible es la fuente de su gracia hecha imagen.
Entre el pesado y
grávido luto de las figuras y las ingrávidas formas de los cuerpos fluctúa la
serie Los Visibles. Un cierto asomo
de baile se observa entre los resquicios. Pero es la noche de un carnaval nada
dichoso. Extraños ritos profanos y sacros se unen a este imaginario necrofílico de una sociedad donde al
desaparecido se le desaparece dos veces: por los verdugos del deseo y por el
olvido del Estado y de sus conciudadanos. Esparza ha desafiado dichos olvidos.
Nos obliga a mirar de nuevo el abismo, el deterioro, nuestra más secreta
indiferencia. Invitados a participar en este baile de imágenes con sus trajes
de luto, escuchamos el milenario silencio, los desterrados pasos, gritos,
llantos y amores en medio de un país en ruinas […]
Enlace
del video sobre la exposición “Los Visibles” realizada en el
Centro
Memoria Paz Reconciliación de Bogotá: Los Visibles