Por Armando Villegas
Una de las figuras más
influyentes de la plástica latinoamericana, envió exclusivamente para
Con-Fabulación la siguiente columna, donde arremete con su lucidez
característica, contra esa nueva raza de detentadores del poder cultural, que
para algunos son los responsables de una nueva enfermedad en el arte.
Amigos de Con-Fabulación: Con la autoridad
que me concede ser uno de los precursores del temible, necio y grandilocuente
oficio de curador, que ejercí hace sesenta años en la Galería El Callejón de
Bogotá durante la década del cincuenta, me interesa realizar un breve
comentario que será de gran interés para los seres con sensibilidad estética y
desde luego para todos aquellos artistas que hoy padecen la tiranía impuesta
por estos despiadados personajes, que han pretendido convertir lo que era una
deliciosa actividad estética en una burda y fría técnica.
Yo —reitero—, que ejercí ese oficio cuando
todavía no tenía ese apelativo de “curador”, de pedante connotación médica, y
que me esforzaba por colgar las exposiciones de los artistas elegidos con todo
mi conocimiento en alianza con mi sensibilidad, para que la muestra quedara con
la mayor armonía, es decir con ese equilibrio que buscaban los griegos en su
arte sublime, hoy, me corresponde señalar que ese oficio elemental pero
esencial, de planear y colgar una exposición, ha caído en manos de tecnólogos
al servicio del establecimiento cultural, quienes desean unificar todo en el
mundo, exigiéndole incluso a los más independientes creadores temas obvios,
ritmos predecibles y motivos falaces.
Los curadores
representan los intereses de una sociedad frivolizada, protegen las obras y los
artistas que puedan ser un espectáculo, creen que es más importante exponer una
colección de botellas de Coca Cola que la obra de algún artista esencial para
el desarrollo interior de un colectivo humano. Los curadores imponen todas las
manifestaciones pasajeras que generan riqueza o que logran captar la atención
de nuestros mediocres medios de comunicación, excluyendo las búsquedas
decisivas de quienes piensan que pintar —o esculpir— son posibilidades
sustanciales de todos los habitantes del planeta.
Creo que el arte, su
gestación y su realización, es una experiencia de libertad, y que esa misma
libertad debe alentar todo el proceso creativo, incluso hasta su fase
culminante, la de elegir las obras, ordenarlas, colgarlas, logrando la tensión
adecuada, un diálogo fecundo con la arquitectura y la iluminación del lugar
donde serán expuestas; pues regir todo por factores técnicos y por principios
favorables a la difusión mediática subyugará nuestra lucidez creativa, y a
menos que nos opongamos a ese empobrecimiento, el mundo que debería ser plural
y múltiple, comenzará a homogenizarse, hasta convertirse en un escenario plano
como la Tierra que imaginaban los hombres del medioevo.
¡El arte debe estar demasiado enfermo, desde
que existen tantos curadores!