Por Gonzalo
Márquez Cristo
Ad portas de la Feria Internacional del Libro de Bogotá (18 de
abril al 1 de mayo), publicamos esta reflexión sobre el amenazado destino de un
antiguo artilugio que protege la imaginación y el pensamiento del hombre.
Quienes
profetizaban el fin del libro físico parecen retractarse al advertir la
prematura agonía del arrogante usurpador electrónico que apenas promedia su
primera década, cuya existencia se hace ridícula si pensamos que su humilde
antecesor cumplió cinco milenios de edad (de aceptar al papiro como origen) o
quinientos años si reconocemos al infortunado Johannes Gutenberg como su
mecánico demiurgo.
De los manuscritos que los egipcios elaboraban en la lámina del Cyperus
papyrus (estremecida estrella vegetal), al pergamino (cuyo nombre deriva de
la ciudad de Pérgamo, vecina de Troya), o a la vitela fabricada de la dermis de
animales, y luego al aún invencible papel (cuya invención es atribuida al
eunuco chino Cai Lan del siglo II), el hombre ha ido cambiando el soporte para
fijar su escritura con la intención de hacer más perdurables sus pensamientos,
sus compromisos sociales y desde luego sus despiadadas usuras; pero jamás había
optado por un medio tan efímero como la tinta electrónica, reciente espejismo,
que según sabemos depende del lucro como tantas invenciones –al exigirle al
usuario incesantemente renovar sus aparatos o programas–, que siempre animan
formas de exclusión o tiranía, y que como demostró Levi-Strauss, parece ser la
terrible condena que subyace en el conocimiento.
Mientras el artefacto digital ya casi culmina su meteórico rumbo, al ser
asimilado por las Tablet y otros artilugios que contienen recursos incontables
como los “teléfonos inteligentes”, se hace necesario recordar que Gutenberg
construyó la imprenta a partir de una elemental prensa de uvas (es decir bajo
el signo de Dionisos), lo cual alude en primera instancia al placer de la
lectura y posteriormente al reino de la embriaguez creativa, razón tal vez por
la cual su ingenuo forjador fue víctima de sucesivos timos, que como es sabido
determinarían su injusto y menesteroso destino.
El libro, tal como conocemos a ese paralelepípedo cuyo nombre
deriva del latín (“corteza de árbol”) y su estructura del Códice (grandioso
diseño que sustituyó al enrollado papiro por el conjunto de hojas cosidas), es
un instrumento de delgadas láminas mágicas usado para honrar la imaginación y
sin duda para “rememorar” como lo pensaba agudamente Platón en el Fedro.
Pues la memoria, que antes de la invención de la escritura dilataba
nuestra existencia, comenzó desde la propagación de los grafemas a ser saqueada
sistemáticamente, y así como el descubrimiento del fuego nos proveyó desde
épocas remotas de un estómago exterior, la invención del libro y, en forma más
categórica, del computador, nos ha provisto de una mente más allá de nuestro
cuerpo –con las terribles implicaciones que esto tiene para nuestra
existencia–. Es decir que la memoria vulnerada por la irrupción de la
escritura, con los febriles avances tecnológicos de nuestra época, ya transita
su instancia agónica.
Y por tanto los desarraigados viajeros del futuro en que nos hemos
convertido, ya no podremos recordar ni las opresiones, ni las ausencias, ni los
desgarramientos ocurridos en el pasado próximo, que fertilizaban nuestra vida,
y mucho menos los breves asaltos del paraíso que emprendíamos en las noches de
luna, porque hemos sido víctimas de un gran arrasamiento, y todos los recuerdos
se disponen a migrar.
Aunque el destino del libro –de aquella memoria e imaginación
congelada–, enfrenta desde hace décadas una reflexión apocalíptica, durante los
últimos años pareciera orientarse a las mutaciones del objeto, a la simpleza
argumental de su soporte, cuando antes había sido planteada con mayor profundidad
por filósofos como Jacques Derrida, quien en De la gramatología (1967),
indagó en la fuente de su connotación más venerable, denunciando la degradación
de la “escritura natural o divina”, reemplazada por una “inscripción humana,
finita y artificiosa”, concluyendo que nuestra “escritura representativa,
degradada, secundaria, instituida, es letra muerta y ahoga la vida”. Es decir
que a partir de los libros supuestamente escritos por dioses pasamos a las
palabras fijadas por hombres, construyendo una necrópolis lingüística que nos
constriñe, empobrece y tiraniza.
Roland Barthes ese mismo año, en La muerte del autor, sobreponía
la obra sobre su artífice, la escritura sobre la literatura, y sentenciaba que:
“El nacimiento del lector se paga con la muerte del autor”; penetrante análisis
que en retrospectiva legitima el asalto de un dios falible.
Y como es sabido Michel Foucault apoyando esta perspectiva, en Qué es
un autor, que data de 1969, explícito tributo a Beckett, sentenció algo
complementario: “La obra que tenía el deber de aportar la inmortalidad ha
recibido ahora el derecho de matar, de ser la asesina de su autor”. Para
concluir: “La marca del escritor ya no es sino la singularidad de su ausencia,
le es preciso ocupar el papel del muerto en el juego de la escritura”, pues ya
no importa quién habla. Y no podemos olvidar que cuando el texto se
libera de su hacedor se instaura un riesgoso indeterminismo, porque la
escritura ya no es concebida para salvar a Sherezada sino para aniquilar con
sus artilugios las señas de identidad de quien la anima, a veces llevándolo
hasta la tortura o el exterminio, como lo supieron los Románticos Alemanes y
los Poetas Malditos.
Estamos entonces ante la supremacía del texto, que se libera no solo de
su autor, sino como lo hemos comenzado a padecer, del mismo libro, y además nos
enfrentamos a la instauración de una espuria forma de la lectura, más
sorprendente que la experimentada cuando hace siglos se asumió su ejercicio
mental, mientras en forma aciaga contemplamos la evanescencia del lenguaje que
permanecía disecado en la página, imbuido de grandeza.
Años antes, Marshan McLuhan en La Galaxia Gutenberg (1962),
planteaba algo de gran importancia para desentrañar este acontecimiento de
enormes implicaciones, comparando a la tipografía con el cinematógrafo: “El
lector mueve la serie de letras impresas que tiene delante, a una velocidad
adecuada para la aprehensión de los movimientos de la mente del autor…
Gradualmente, la imprenta fue quitándole sentido al acto de leer en voz alta y
aceleró esta práctica hasta un grado en que el lector podía sentirse en las
manos del autor”.
Sin embargo esta conocida reflexión de McLuhan no alcanzó a prever que
el lector engendrado por nuestra era virtual jamás se siente en manos del
autor, porque su ejercicio es discontinuo, fragmentario, y constituye ya la
horda global que practica el interruptus legere, y así este reciente
espécimen es el producto de una abortada metamorfosis, permanentemente expuesto
a los mensajes e interferencias que sin cesar lo arrebatan del texto que se
exhibe en su ordenador: lector voluble, infiel, parasitario, falsificado...
Por lo tanto si hace medio siglo la idea del fin del libro era propuesta
por algunos pensadores visionarios, desde hace una década nos tocó asistir a un
similar y empobrecido vaticinio desde la esfera de la tecnología. En un ensayo
que data de 1983, Borges había dicho que era necesario: “Mantener el culto del
libro porque todavía conserva algo sagrado, algo divino”; continuando así su
disquisición: “Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que
tenemos los hombres. Se habla de su desaparición; yo creo que es imposible. Se
dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La
diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo
para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para
la memoria”.
Y aunque ese pensamiento de Borges expresa algo arbitrario como tantas
de sus provocadoras sentencias –me refiero a la comparación con el disco–,
también se opone, como ya lo hemos referido, al criterio de Platón sobre la
memoria; pues debemos insistir en que este filósofo griego señaló mientras
reflexionaba sobre el riesgo de escritura, la posibilidad de recordar tan sólo
a partir de un lenguaje estático, olvidando la verdadera existencia.
Entonces si el libro como objeto pasa en nuestro tiempo por una de sus
mutaciones menos totémicas, es notorio que como esencia también: ni un dios
escribe los libros como en la antigüedad, el clásico lector se encuentra bajo
asedio y –lo que es igual de desolador– ni siquiera el insuflado autor puede ya
dar testimonio de su existencia.
Así el conocimiento se hace fragmentario en las nuevas formas de
lectura, y lo sagrado no se manifiesta en un ordenador, por prescindir del
ritual que estaba adherido a la lectura de un cuento o un poema bajo la luz
atemorizada de una vela. Y de allí puede derivarse que el soñado “libro total”
de los cibernautas adolece de una característica significativa, pues toda obra
debe ser completada por el lector, por su imaginación, ojalá en profunda
comunión, y jamás podríamos someternos a la tiranía de un autor que nos
mostrara fotografías e imágenes de sus escenarios, o al hecho de estar subyugados
por la música que se menciona en el texto o a percibir el aroma del cuello de
la protagonista, o a contemplar sus ojos de supernova en un audiovisual, pues
nos enfrentaríamos ante una radical pérdida de nuestra capacidad intuitiva y
reflexiva, o simplemente porque nos hundiríamos en el universo hollado por la
cinematografía.
Por tanto ¿qué convicciones nos quedan a quiénes creemos que este amigo
centenario de papel merece seguir existiendo? La satisfacción de que el
artilugio electrónico nació agónico por estar en el cauce de las más
vertiginosas tecnologías y ya se encuentra a punto de ser absorbido o
remplazado. La idea extendida de que en este artefacto no se puede conservar el
trébol de una tarde memorable. El pensamiento aterrador de que nos convertimos
sin darnos cuenta en los bomberos de Fahrenheit 451 y somos los nuevos
incineradores de libros, al propiciar una forma falaz de lectura despojada del
silencio y del aislamiento que antes accionaba los más secretos recursos de
nuestra imaginación. Y seguramente la convicción que poseía el gran arquitecto
Antoni Gaudí, pues ahora más que nunca tenemos la necesidad de “buscar formas
radicalmente nuevas para ser radicalmente antiguos…”, por lo cual espero que en
este momento alguien esté soñando el necesario retorno del papiro y el
imperioso renacimiento del ultrajado lector.
Y nos queda también una consigna protectora para aquellos que padecemos
la condena de escribir, proveniente Del inconveniente de haber nacido del
terrorista de la filosofía E.M. Cioran, aforismo que algunos seres
desesperados tenemos ya por amuleto: “Un libro es un suicidio postergado”.
Nada más.