Palabras de presentación de Ciudad antes del alba de Eduardo Gómez, publicado por Ediciones
Uniandes, 2015; realizada en la Casa de Poesía Silva.
Por Samuel Jaramillo
Soy un lector precoz
de la poesía de Eduardo Gómez y también un lector persistente de ella. Fui uno
de los primeros lectores de su inicial y notable volumen Restauración de la
palabra en 1969 y he seguido con fidelidad y fruición sus siete volúmenes
posteriores, hasta el reciente La noche casi aurora, de 2012, todos ellos representados
en esta antología que en buena hora ha publicado el Departamento de Literatura
de la Universidad de los Andes. Con esta iniciativa esta universidad no solo le
hace justicia a Eduardo Gómez, una de las voces más consistentes de la poesía
colombiana de los últimos años, que bien merece este reconocimiento, sino que
también nos hace un gran favor a los lectores de poesía que podemos tener un
panorama de conjunto de su obra y podemos acceder a textos que hace tiempo son
inconseguibles en sus ediciones originales.
Quisiera reconstruir
el impacto que tuvo la aparición de Restauración de la palabra a finales de los
años sesenta del siglo pasado sobre mí, y sobre otros poetas que apenas
estábamos tanteando caminos, buscando maneras de decir y también maneras de
ser. En ese momento en el panorama de la poesía colombiana el escenario estaba
acaparado (y esto, casi literalmente) por los nadaístas que, como se sabe eran
ruidosos, irreverentes, con una adicción que no han perdido, por la notoriedad.
No es momento de hacer el juicio a los nadaístas como movimiento que tienen de
cl y de arena, y que entre sus méritos estuvo, al menos para nosotros que
éramos un poco más jóvenes que ellos, tal vez de una generación siguiente, que
inauguraron una forma de ser poeta más moderna y menos solemne, que nos sedujo.
Pero en lo que se refiere a sus escogencias formales, a no todos nos
satisfacían. La estridencia, el menosprecio por prácticamente toda tradición
literaria, cierto descuido formal vestido de desenfado, los gestos vanguardistas
altisonantes un poco anacrónicos no se llevaban bien con algunas de nuestras
preocupaciones. Como generación, vivíamos un quiebre en lo cultural, pero
también en lo político y en lo social y quienes pretendíamos escribir poesía
buscábamos formas que dieran cabida a estas inquietudes, que no se limitaban a
la mofa o al chascarrillo ni se agotaba en la burla de lo convencionalmente
burlable.
Y de pronto, apareció
este libro de Eduardo Gómez, un poeta de la misma edad de los nadaístas, pero
con un talante, y sobre todo, con unos lineamientos formales completamente
distintos. Discreto, riguroso, y al mismo tiempo ambicioso en sus recursos, con
referencias muy ricas que potenciaban su libertad expresiva. Sus temas y
cogitaciones, sus escenarios y preguntas eran muy cercanas a nuestras
expectativas e incluso más próximas que las de poetas anteriores, como lo de la
generación de Mito, a quienes leíamos también con interés.
La poesía es un
dispositivo complejo, con tensiones internas y con la coexistencia de registros
que solamente son problemáticas en otros parajes de la cultura: así se nos
presentó la poesía de Eduardo Gómez en su primer libro y lo ha confirmado a lo
largo de su obra; su rigor y concentración expresiva se hermana con
iluminaciones plásticas esplendorosas que en lugar de contradecirse, se
complementan y se potencian. Sus elaboraciones hondas, con deseo de verdad,
enraizadas en los valores y aspiraciones de ese final del siglo XX, y su paso
al siglo XXI, se articulan con epifanías que movilizan el alma y ensancha la
sensibilidad.
Uno de sus leitmotivs es la tensión del hombre
contemporáneo entre su individualidad y el conjunto que conforman sus
semejantes, particularmente aguda en el artista, en el intelectual responsable,
en el poeta de este tiempo. En una dirección empuja la voluntad de articularse
a la sociedad que da sentido a la vida individual y particularmente ligarse a
sus luchas, a sus aspiraciones, a su historia. El riesgo de construir una vida
aislada, mezquinamente privada es serio y amenaza con vaciar de sentido a la
existencia. El mundo contemporáneo, y en esto parece claro que su matriz
capitalista tiene mucho que ver, tienta a a los hombres a construir una
existencia basada en el solipsismo, en la que lo único que es pertinente es su
ámbito individual. Para el artista, que eventualmente condensa y agudiza esta
actitud, esto se traduce en un bucear obsesivo en su propia psiquis, en los
vericuetos de su experiencia psíquica y emocional. El argumento del poeta Gómez
es que esta actitud, desligada de una conexión explícita con sus semejantes,
conduce a la pérdida de reconocimiento por parte de ellos de la labor creativa
del poeta y del artista, lo cual eventualmente despoja de sentido su acción. En
un poema de apertura de este libro, que es para mí uno de los poemas
ineludibles de la poesía colombiana reciente, Réquiem sin llanto dice Eduardo Gómez:
Hace un mes comenzó tu muerte
y desde el primer día
los niños juegan en los patios como siempre
(…)
Las gentes trabajan
conversan
pasan a mi lado
y sus ojos resbalan sobre mí indiferentes.
Pienso que son crueles
pero luego recuerdo que no te conocieron
que no me saben portador de la tremenda noticia
¿y aunque te hubieran conocido y amado
acaso podrían hacer algo que no fuese su vida?
Nuestro mundo comienza a ser joven
nuestro mundo solamente ama
a aquellos muertos que le han dado vida.
(…)
A los que se
encierran en una construcción literaria que pretende ser refinada y superior,
se les responde con frialdad:
Andas desnudo entre la multitud que te mira
y en los atardeceres paseas por los sitios donde no hay
nadie,
pero nosotros no tenemos tiempo
para averiguar dónde perdiste tus pequeños tesoros,
quien ha robado los huesecillos que enterraste al otro
lado del mar.
Cuando recorres la ciudad en esa tumba silenciosa
agujereada para contemplar el paisaje
nosotros sonreímos sin cambiar de tema:
hemos conocido la guerra
y aprendido a no pensar en la muerte sino para
sobrevivir.
(Salutación al extranjero)
Desde luego es una condena
a la poesía inmovilizada en la retórica deliberadamente literaria, a la cultura
aérea e impostada de cierta intelectualidad extraviada en sus propios y
abscónditos laberintos. El juicio del poeta Gómez desemboca en ese bello poema
que da título al libro Restauración de la
palabra y que es una proposición muy contundente sobre el sentido de la
poesía en esta época:
¿Para qué escribir pequeños versos
Cuando el mundo es tan vasto
Y el estruendo de las ciudades ahoga la música?
En esta lucha de gigantes se necesitan armas de vasto
alcance.
En este duelo a muerte
las canciones embriagan
o adormecen.
(…)
Es hora de buscar situaciones
en donde la palabra sea necesaria
y de convivir con aquellos
para quienes la palabra es liberación.
Solamente la palabra que ponga en peligro
el poder de los tiranos y los dioses
es digna de ser pronunciada o escrita.
Pero este reclamo al
poeta, al hombre, a hacer parte activa de la historia no elimina en la
expresión de Eduardo Gómez, lo que desde cierta perspectiva podría ser vista
como su contrario, y que en él es complemento. El poeta reivindica también su
sensibilidad propia, no como una anomalía, y más bien como una peculiaridad que
enriquece el acervo común y que debe ser respetado. Así, el viajero que
transita los parajes exóticos de la imaginación, regresa y es emplazado y
responde de manera desconcertante:
Después de tantos viajes regreso desnudo a casa
En las manos una luna rota recogida en el polvo.
Apareció en el camino montado en una jirafa,
Conversando de cosas cotidianas.
Le preguntaron sobre las siete maravillas
Y él narró una conversación de sobremesa.
Le preguntaron sobre los rascacielos
Y narró una pelea de negros armados de blancos dientes.
Le preguntaron sobre el Paris de los taxis
Y el habló de un mendigo pintoresco desayunando en
Montmartre.
(…)
En sus ojos ardían mil ciudades distantes.
(El viajero)
¿Sigue siendo un
reproche a esta experiencia singular del poeta, esta vez encarnado en un
viajero que regresa? Manes de la acumulación de sentido que es la poesía, las
respuestas disparatadas del interrogado, su enfeverbecida fruición por estas
experiencias más amplias, colocan al lector de parte del poeta, del viajero de
la imaginación.
Eduardo Gómez reclama
como algo no solo irrenunciable, sino como la potencialidad de contribución del
poeta a la sensibilidad general, su capacidad de incursionar en los territorios
no acotados todavía por el conjunto social. Su imaginación es una de las
lámparas que iluminan su trayectoria difícil. La otra su voluntad de
exploración, su terquedad en encarar experiencias que a menudo son dolorosas,
desasosegantes, perturbadoras.
Búscame detrás de los árboles sumidos en la noche
Más allá de las últimas casas de los barrios pobres
(…)
Soy el pasajero de los trenes de medianoche
El viajero de barcos navegando entre nieblas
O bajo cielos negros para una luna en agonía
El viudo de bodas imposibles
El nostálgico de la Edad de los Dioses
El soñador de imperios abolidos y leyendas siniestras
(…)
El que tiembla en la zarza ardiente de la melancolía
Y el que gime en una obscena agonía.
(El viajero innumerable)
Para quien haya
entendido mal, la admonición de Eduardo Gómez a que la poesía trascienda el
ámbito confinado de lo privado no implica que deba convertirse en un
instrumento de propaganda o que debe limitarse a lo gregario, a lo fácilmente
reconocible como compartido. Él exige al poeta desatar las amarras de su
sensibilidad, pero orientada a ampliar y enriquecer el espectro de la
percepción colectiva. El elan de
solidaridad guía su búsqueda:
Quisiera reír con colmillos de tigre
Inspeccionar las casas agobiadas de muertes
Los humildes dormitorios dispuestos con flores de papel
y las camas desvencijadas por amores vencidos
(Las noches de Caín)
En esta dirección,
uno de sus logros reiterados a lo largo de su obra, es el trazo de evocaciones
panorámicas y abigarradas en las que el poeta pinta al fresco de su imaginación
paisajes mentales, culturales, a los que quien habla se acerca con una cierta
devoción de sacerdote laico, de vidente lúcido, cabalgando sobre una imaginería
poderosa: la tierra, la ciudad, la noche, la civilización son atravesadas por
su sobrevuelo poético:
Cuando la tarde dulcifica la angustia de los barrios
pobres
y en las colinas populosas surgen los galanes de la
muerte
y los adolescentes aguzan sus puñales ardientes
y las muchachas erigen sus senos como trampas fatales:
cuando lujosos autos huyen de la miseria amenazante
abrumados por el peso de guardas ceñidos con revólveres
y en el centro de la ciudad hierve de cazadores furtivos
(…)
(La ciudad delirante)
En el
desenvolvimiento de la poesía colombiana reciente la figura de Eduardo Gómez
tiene un perfil un poco inesperado: frente a sus coetáneos, los poetas de edad
más estrechamente ligada a la suya, aparece como alguien disonante y un poco
solitario. Pero su poesía encuentra un lugar mucho más cómodo en la promoción
posterior, en la cual tiene un reconocimiento indudable. Señalo, por ejemplo,
los evidentes lazos de su obra, con esa corriente que se conoce como Poesía de
la Imagen que comienza a publicar un poco después: la ambición plástica, la
poesía como tensión y como liberación, la crítica gemela de la ensoñación, que
Eduardo Gómez practicaba de manera precoz y casi contra la corriente se vuelven
conquistas y valores literarios reconocidos.
La palabra poética de
Eduardo Gómez se desdobla y se multiplica en un amplísimo espectro de temas y
de planteamientos literarios: Ciudad
antes del alba excelente título pues recoge un escenario frecuentado por el
poeta, la noche que promete ya la claridad y la ciudad que se apresta a su
despertar, nos ofrece una suculenta dosis de poesía que nos hace transitar por
trochas y también por avenidas que hacen la vida en este mundo de cambio de
siglo: la insurgencia contra gazmoñería bien pensante, las vicisitudes de la
pasión amorosa, la amenaza de la vejez y de la muerte, el paraíso recuperado de
la infancia, el soplo de grandes pensadores sobre el espíritu, la violencia,
las vacilaciones sobre los sacrificios que exige la construcción de la
emancipación. La mañana despuntará sobre la ciudad, y nosotros lectores
seguiremos leyendo la poderosa palabra de este poeta con todos los hierros que
es Eduardo Gómez y que nos conmina a despertar.