Entrevista con Nicolás De la Hoz


El sueño de Ícaro
Por Gonzalo Márquez Cristo
Esta conversación con Nicolás De la Hoz (1960), cuya rigurosa obra artística es sustentada por una profundidad reflexiva inusual, más que un itinerario por sus singulares mundos paralelos, es un auténtico manifiesto creativo, la formulación estética y vital de un infatigable soñador de “objetos de poder”. Aquí el luminoso retrato de su canibalismo interior.
Nicolás De la Hoz, fotografía de Sergio Trujillo Béjar
—El fuego muchas veces corrige mis obras, las paso por la pira cuando sus aguas se agitan bruscamente. Siempre he creído que debemos liberar al cuadro, obligarlo a escapar cuando al aproximarnos al lienzo escuchamos su oleaje golpeando contra sus bordes...
Me dijo la primera vez que visité su refugio en el noroccidente de Bogotá, donde la hierba de su Jardín de Freud, bautizado así en honor a su libidinoso gato moteado, todavía mostraba señales del sacrificio pictórico acaecido días atrás, durante la condena a la hoguera de alguna de sus obras insumisas.
—No le concedo la vida a un cuadro por una simple expectativa comercial, ni siquiera estética. Creo que todas mis pinturas que sobreviven implican un viaje al averno, un tortuoso itinerario que si tengo suerte logra elevarlas a “objetos de poder”. Hay algo devorador en ese proceso, lo sé, pero sólo entiendo el arte como antropofagia.
Prosiguió con voz grave sin sospechar aún que nuestra conversación estaba destinada a continuar sin interrupciones durante varias semanas, a veces ante la serenidad de su presencia y muchas otras en la agresiva soledad de mis vigilias.
—Usted vivió en La Habana, durante los primeros años de la Revolución, ¿qué recuerda de esa época convulsa, cuando la utopía comenzaba a confrontarse?
—Mi padre era un ingeniero eléctrico bastante soñador que creía en la fraternidad, sentimiento muy extraño ahora, razón por la cual viajamos a Cuba, pues pretendía participar en ese laboratorio humano... Eran tiempos difíciles y como se sabe regidos por la escasez, sin embargo todas las mañanas, encontrábamos tres litros de leche en el umbral, y eso tiene un encanto que jamás pasaría inadvertido para quienes hemos estudiado obsesivamente el psicoanálisis.
—El poeta francés Bernard Nöel decía que es venturoso para los pobres nacer en Cuba y para los ricos en países donde la desigualdad es más cruenta…
—Es cierto, aunque siempre que pienso en mi nacimiento no me interrogo por el lugar sino por el tiempo en el que caí. ¡No habría podido hacerlo en uno peor!
—¿Era perceptible para un niño el experimento social que estaban inventando en la isla por entonces?
—En mi espacio interior se construían realidades que posteriormente pude reconocer. En La Habana vivíamos cerca al teatro Karl Marx que antes se llamaba Tiempos Modernos por el genial film de Chaplin: le habían cambiado el nombre del rebelde interior por el agitador colectivo… Espero que algún día recobre su nombre original que hoy resulta más sedicioso… Pero existe algo que responde con precisión a la pregunta: cuando llegué a Barranquilla sacaba mis juguetes con ingenuidad para disfrutarlos con mis amigos como lo hacía en La Habana cotidianamente, pero en mi nueva morada nunca me los devolvían, o me los entregaban destruidos. Gracias a la Revolución compartir se había convertido en culto.
—¿Comenzó a pintar durante aquellos primeros años?
—Soy un intruso en el arte... A los seis, en La Habana, vi a unos niños checos dibujando con acuarelas, me acerqué con curiosidad y por primera vez supe que el mundo podía caber en una hoja de papel. Quedé pasmado. No obstante comencé a pintar años después, aunque tal vez mienta, pues las atmósferas derruidas de mis cuadros son originarias de mi infancia habanera y barranquillera, transcurridas en Miramar y en el barrio Prado Viejo, respectivamente.
—Y eso ocurría en un tiempo en el cual todavía existían los sueños…
—Sí, es fácil notar que hace un par de décadas nos fueron arrebatando aquellas fuerzas que determinaron los acontecimientos más significativos por varios siglos y quienes lo hicieron jamás notaron que al despojarnos del sueño también sacrificaron la realidad: nos quedamos sin espacio existencial. Antes éramos individuos, ahora fantasmas.
—La injusticia es algo que ya no tiene críticos, la libertad, con el perdón de Delacroix  ya no guía a nadie.Mientras alguien padezca, la rosa no podrá ser bella; mientras alguien mire el pan con envidia, el trigo no podrá dormir…”, decía Manuel Scorza.
—Yo miro atrás para ver preguntas no respuestas… Las consignas de la Revolución Francesa fueron arrasadas… Para expresar alguna injusticia prefiero tomar un camino oblicuo. Para representar una escena erótica soy un esclavo de la sugerencia. Y aún más, yo apenas puedo contar la vida de personas que no tienen sueños, o simplemente señalar algunos sueños que van a morir —comenta con desolación—. Mira la luz tangencial de ese enorme árbol, esos son los rayos agónicos, rasantes, que me agrada pintar… 

Nicolás De la Hoz: “Mujer caracol”
En la distancia un urapán se estremece entre las manos del viento. Caminamos lentamente por el jardín contemplando el cactus de los Cuatro Vientos, una planta de ruda y un floripondio dorado, mientras Nicolás —lo digo con énfasis pues así firma sus cuadros, sin utilizar el apellido, con la misma humildad que lo hacía el atormentado Vincent—, me va presentando las hierbas que cultivan para aliñar los alimentos, aquellas presencias aromáticas cuya patria es la infancia: romero, menta, limonaria, laurel...
—Entiendo que volver de La Habana en esa época era un evento de surrealismo político —comento para recobrar la conversación.
—Nuestro regreso de Cuba lo tuvimos que hacer viajando a Praga, París, Lisboa y Caracas. Ese itinerario ilógico es una de las demostraciones del absurdo que instaura la política. Así supe para siempre que todas las fronteras son cruelmente imaginarias…
—A sus siete años su familia eligió residir en Barranquilla... Su paisaje ha sido definitivo en su obra, el muelle de Puerto Colombia es una de sus reiterativas representaciones…
—Fui, tal vez soy, un desadaptado. Estudié en trece colegios en Barranquilla y fui expulsado de seis. Al regresar a Colombia vimos cómo la Mano Negra perseguía a la población progresista y sintiendo ese miedo en el aire advertí que sería un extranjero en todas partes, un forastero en la Tierra, un hombre que debía armar su carta de navegación cada amanecer… Los valores de esta sociedad carecían de sentido para mí. Allí en una ocasión estuve a punto de suicidarme, me sentía tan solitario, tan excluido. Mi padre tenía dos pistolas y las miré con codicia… Sin embargo el viento mágico de Puerto Colombia que sopla en varios de mis cuadros vino en mi ayuda. Un día mi abuela se soltó el cabello en ese hermoso muelle y lo recuerdo como una ondeante bandera blanca. Años después en ese mismo lugar, ya casi derruido, lancé al mar durante una tarde anaranjada las cenizas de mi padre.
—En su pintura el tiempo parece estar trabajando sin cesar; si uno se acerca con sigilo durante la noche, tal vez podría sorprenderlo entregado a su acto preferido, el de roer…
—El tiempo vibra en mis cuadros y se bifurca como la lengua de las serpientes. Me gustan las casonas viejas, las máquinas oxidadas, los barcos inservibles, pero también las personas de nuestros días acorraladas en una cotidianidad sin esperanza. Existe algo bello en esa confrontación de instancias y de planos, y un principio de belleza en toda erosión.
—Los dirigibles son hermosos, estoy seguro de que su forma es la del sueño... El DC-3 es un avión fascinante, parece que sus hélices fueran senos… —divago buscando la pregunta—. ¿Sus pinturas de vehículos herrumbrosos o atemporales no manifiestan lo reciente que se ha vuelto la antigüedad?
—No había pensado que nuestra antigüedad apenas tiene algunas décadas, es perturbador… En cuanto al dirigible, diseñado por Ferdinand Von Zeppelin, me parece el vehículo más bello inventado por el hombre. Con frecuencia pinto el Modelo 2 y el 3. De mi amor por estos artefactos que para mí son híbridos entre un ser vivo y uno mecánico, surgió en 2009 la serie el Sueño de Ícaro, que conjunta el milagro del vuelo con el arrasamiento que acecha su experiencia en el límite. No puedo olvidar que el más famoso de estos navíos etéreos, el Hindenburg, se incendió en 1937, cuando aterrizaba en Nueva Jersey. Admiro también el Douglas DC-3, y otros carromatos antiguos y trenes. Las ruinas me seducen más que las selvas. Hay algo maravilloso en todo declinar, en lo marchito... No es cierto que la belleza habite en la primavera, nunca la he encontrado allí… Sé, como Rembrandt, cuya obra vista personalmente es alucinante, que la belleza ronda la destrucción.
Su esposa Fabiola, su más recurrente modelo, ingresa al jardín con dos copas de vino. Nicolás admira el color de la bebida y observa a través del cristal diciendo que en un brindis deben participar todos los sentidos, “incluso el sexto, la intuición”. Olfatea la bebida escarlata, palpa la superficie de la copa y la choca con la mía para producir un sonoro campaneo. De pronto se muestra eufórico y por algo inexplicable los animales se agitan, giran alrededor de nosotros. El gato Freud enloquece y salta sobre los dos perros atravesando el jardín en diagonales. Nos quedamos inmóviles atestiguando ese extraño performance.

Nicolás De la Hoz: Serie: “Sueño de Ícaro”
—Existen artistas que nos asombran más en los libros que en los museos como Gauguin, y otros como Van Gogh, que cuando tenemos la suerte de ver alguno de sus originales, taladra los ojos —divaga y luego pregunta inquieto—. ¿Gonzalo, es posible que el pequeño Freud haya comido por equivocación la poderosa Flor de Campana?
—No lo creo, el horrible embrujo de “la trompeta del ángel” es devastador...
—Entonces el floripondio es todavía inocente... —dice sonriendo—. Soy un neófito en plantas sagradas pero he estudiado compulsivamente el psicoanálisis. En una época tenía sueños lúcidos y a veces podía pilotearlos como a uno de mis amados zepelines. Al mirar mis manos cuando estaba soñando, lo cual era uno de los ejercicios propuestos por el chamán Juan Matus para introducir la conciencia en medio de los itinerarios oníricos, me esforzaba por hacerlas desaparecer y aparecer a voluntad, con relativo éxito. Así entraba todas las noches mientras dormía con una especie de brújula, hasta aprender que todo sueño es una danza con monstruos que necesitan amor —culmina apasionadamente.
—Generalmente quienes estudian los sueños son los insomnes…
—Lo soy. Mi día tiene 26 horas, es decir que siempre despierto dos horas más tarde que el día anterior, es algo tormentoso; no obstante duermo el mismo tiempo. Mi madre decía que era extraterrestre, Fabiola sostiene que soy marciano... ¿A propósito cuánto dura un día en Marte…?
—Muerto Bradbury no me atrevería a responder... El psicoanálisis y el surrealismo orquestaron una rebelión de los sueños donde el privilegiado fue el deseo; pero soñar es también un ejercicio plástico…
—Sí. El inconsciente tiene un léxico tan reducido que debe hacer asociaciones. En Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci escrito por Sigmund Freud, asistimos al análisis de un episodio referido por el genio del Renacimiento donde un buitre introduce una pluma en su boca, imagen que fundamenta según el austríaco su homosexualidad latente. En la famosa pintura Santa Ana, la virgen y el niño se puede apreciar a un ave invertida formada por la falda de María, y eso sumado a algunos testimonios de Leonardo donde afirma que el sexo le era repulsivo, complementan ese estudio extraordinario...
—Leonardo decía algo muy divertido en ese libro —recuerdo—, que todo escultor tiene aspecto de panadero por el polvillo del mármol que se posa en su rostro, seguramente para ironizar a Miguel Ángel... ¿Pero del gato Freud cabalgando sobre los caninos que se puede interpretar?
—El gato está muy travieso hoy, es verdad… Sin embargo no podemos olvidar que los sentidos minimizan el mundo y que eliminar el verdugo de la razón, es una premisa de todo artista verdadero. La intuición, que pareciera ser una pesca en el inconsciente emprendida con una caña de luz, me protege… Una respuesta a la tiranía de la razón me llevó en 1997 a la serie Vuelo interior, donde aparecen por primera vez en mi obra los aviones DC-3 que le parecen eróticos —se burla Nicolás—, cuyo primer cuadro fue vendido en Christie´s y debí sacarlo por la ventana debido a su enorme tamaño de dos metros. Me asombraba ver a ese aeroplano volando hasta el andén. En 2005 inauguré Cartas de navegación, otra de mis críticas a la prepotencia racionalista, donde unos seres con paraguas me ayudan a rendirle tributo a los privilegios del inconsciente. Uno nunca alcanza a la madre, nos enseñó Freud. Jamás logra la vuelta al vientre que debe ser toda gran obra de arte. Por eso el mejor dibujante es un fracasado eterno, porque nunca podrá resolver el misterio que es ingresar en el origen —agrega con un tinte de desesperación—. Voy a confesar algo: me he obsesionado por pintar desde la oscuridad, como un ciego que va tanteando su mundo…

Nicolás De la Hoz: “Sueño de perros”
—En una escena del Color del paraíso de Majid Majidi vemos como un niño ciego comienza a leer el mundo en Braille. Lee las piedritas de un manantial, los pétalos de unas flores, todo lo convierte en lenguaje…
—Es una escena magnífica. El arte es un fragmento de la realidad que al distorsionarla crea otra realidad. Si una obra no es el resultado de una experiencia interior es innecesaria… Los pintores hacemos lo mismo que el niño ciego de esa película, traducimos las formas a líneas. Nada es más abstracto que un dibujo. Cuando se pinta un paisaje se sabe que el horizonte no es una línea, que es tierra, rocas, árboles, y aun así persistimos.
—Siempre lo pensé: los mejores pintores son los ciegos —digo sonriendo.
 —Un artista debe potenciar lo intangible. Conmover trascendentemente… Ejercito el universo erótico y también el paisaje urbano, invento planos imposibles. Y sé que todo arte es abstracto: es una abstracción de la realidad, un poner en dos dimensiones algo tridimensional… Pero además que todo arte es conceptual: pues siempre tiene un concepto. En verdad las categorías son falaces. Yo sólo pretendo que mis cuadros imanten como un pezón, como una hélice.
—Parece un especialista en erotismo metálico… —digo para vengarme—. Su pintura es táctil, su materia es siempre protagónica, y sin embargo no se puede entender sin el dibujo; se podría incluso decir que en ella las tonalidades son controladas. ¿Cree que un colorista es el que ha podido descifrar el gris?
—El dibujo es más reflexivo y el color más emocional. En el gris hay algo indefinido, siniestro, ambiguo, que lo hace fascinante. La pintura es más libre, pero el dibujo más esencial. Un día para rebelarme contra mi origen, contra la cuna, decidí utilizar colores bruscos, alejarme de los grises… Lo cual fue desgarrador.
—Una feroz autocrítica y una gran laboriosidad caracterizan su oficio artístico…
—Sin duda… Me colgaba pesas en las muñecas para fortalecer los brazos y así poder pintar sin descanso. Cuando abandoné Ingeniería Electrónica e ingresé al taller de David Manzur, ya viviendo en Bogotá, dibujaba dieciséis horas diarias pues creo que cuando un artista asume una idea no debe tener limitaciones técnicas, sino estar provisto con todos los recursos para arriesgarse a buscar su mitad invisible. Plasmar es dar cuerpo, lo cual es muy difícil. Es provocar una trampa visual, un engaño magno. Cuando estoy pintando unas veces siento a Tiziano observándome por encima de mi hombro, otras veces a Vermeer, y no puedo defraudarlos.
—Y supongo que a Leonardo Da Vinci siempre… El biógrafo Fred Berence arguye que la estirpe del primero era olímpica, mientras Miguel Ángel era titánico...
—Leonardo, el inconcluso, es mi artista predilecto, su pintura es muy reflexiva. Es notable la síntesis del biógrafo que menciona… En cuanto a Miguel Ángel, es sin duda más emocional… Me encanta el arte del Renacimiento, del Barroco. Estoy seguro de que una parte de mi espíritu nunca llegó acá, jamás ingresó a esta época harapienta. Pero yo admiro la existencia más que las obras. Mis influencias están afuera, tal vez más en la física o en la literatura: Max Planck o Raskólnikov, me despiertan motivaciones múltiples.
Freud de nuevo salta e ingresa a la sala atropelladamente. La declinante luz del sol se ensaña con el colosal árbol en la distancia. Nicolás comenta que el próximo mes un amigo le regalará un Hikuri para culminar la triada mágica de su jardín. Brindamos por su futura divinidad.
—Varias de sus pinturas están tuteladas por la asombrosa idea de William Blake: “Si las puertas de la percepción quedaran depuradas todo se le mostraría al hombre tal cual es, es decir infinito...” —comento señalando el horizonte oscurecido. 
—Es cierto. El vino y las plantas mágicas saben que la razón es un elemento de estorbo para ver el universo —dice bebiendo un largo sorbo—. Mi serie Los aprendices, creada bajo la brújula de Castaneda, sugiere que una obra de arte debe provocar un cambio de conciencia. Y me obsesiona aquello que se denomina Numen, una entidad metafísica sentida pero no percibida, una señal que nos acecha en lo invisible...
—¿Cree en el artista como un constructor de nuevos tótems, en el arte como adivinación?
—Tal vez… Soy un personaje esquivo, que se esfuerza por tener un ojo en la nuca y otro en los dedos, y que utiliza la pintura para que sus sueños no puedan escapar. Batallo por percibir el mundo de un modo irresponsable, por traducir al tacto los colores, por recuperar el salvajismo cuando pienso… Pero nunca inicio un cuadro si mis manos no están huracanadas y si no estoy preparado para maltratar mi espíritu hasta hacerlo sangrar...

Hace frío. Contemplo un paraguas abierto de un color imposible. Percibo los aromas de la cena. Nos llaman a la mesa. Alguien dibuja en un planeta alterno, inventa atmósferas, realidades paralelas… Alguien pinta en Braille. Interroga el silencio… Escucho la respiración de un Zepelín. Un avión antiguo despertando. El viento arranca una temeraria flor amarilla. Advierto que mis manos no desaparecen. Sorprendo a Freud durmiendo en la casa de los perros. Y antes de entrar veo a Ícaro, con sus alas plateadas, nuevamente volando.