Por Gonzalo
Márquez Cristo
Aquí
la sustentación filosófica del proyecto interpretativo de Con-Fabulación, prefacio
del hermoso catálogo publicado por la Galería Alonso Arte, para promover la
exposición que reúne las obras realizadas por los 21 prestigiosos maestros
colombianos que se atrevieron a asaltar los mundos de Leonardo, Miguel Ángel,
Rembrandt, Munch, Rodin y Tiziano… y que para muchos es el acontecimiento
plástico del año en Colombia.
Si
toda obra maestra surge de una mala interpretación como lo proponía Harold
Bloom, de una lectura oblicua de la pieza original, de una perspectiva
anárquica que produce una riqueza distante del canon, la lúdica propuesta por
el periódico virtual Con-Fabulación durante los últimos cinco febriles meses,
que buscó confrontar tiempos y estilos, para constituirse en un homenaje a las
fuentes, fue además un diálogo secreto con varios artistas del pasado que aún
fertilizan las aguas de nuestro devenir.
El holandés Johan Huizinga, en Homo ludens,
afirmó que mientras las disciplinas del conocimiento se distancian del juego,
las manifestaciones artísticas encuentran en él su patria, por ser el producto
de una imperativa libertad, capaz de convertir una forma o un tema en el
material de nuestras desatadas obsesiones... Y si le creemos a Kant cuando al
plantear su estética formalista, enuncia que una obra de arte es una actividad
humana cuyo fin es ella misma, debemos derivar de allí que todo trabajo que
coincide con su propio objetivo es un juego, y concluir que esta confabulación
de artistas que asaltó semanalmente la Red, podría validarse aunque su sentido
cardinal estaría un tanto amenazado. Pero si además escuchamos a uno de los más
insobornables genios de la plástica, al francés Gustave Courbet, cuando afirma
que el asunto no consiste tan sólo en ser pintor, pues lo fundamental es poder
«hacer arte vivo», entonces la tentativa de Con-Fabulación sería más peligrosa,
y deberíamos decir que la lúdica visceral instaurada aquí con la complicidad de
21 prestigiosos artistas colombianos se torna culminante.
El arte, ese sigiloso rapto de formas y signos de
identidad, esa usurpación de realidades tan esencial como enigmática, esa
profunda confrontación con las entrañas que antecede tantas veces a una huida
en la bruma, ha sido el inmemorial diálogo con los escasos y soberanos temas
que constituyen nuestra herencia imaginaria. Los artistas reiteran durante
siglos desde su limitada visión del mundo, los mismos temas que al parecer son
insuperables, pero que requieren de su deformación para seguir existiendo, no
de un ejercicio imitativo, lo cual implicaría un accionar subordinado a una
forma ajena, sino de una interpretación singular —a veces descarnada, en
ocasiones irónica— que propicie el renacer en su universo personal.
Gaudí había descubierto que «la originalidad es el
regreso al origen», y ese itinerario azaroso y solitario hacia las raíces
impulsa al creador a raptar un tema memorable para escenificarlo en su mundo
interiorizado; experiencia milagrosa y atroz. La historia del arte es profusa
en versiones de escenas bíblicas o mitológicas —para ser explícitos—, que a
pesar de representarse en distintos siglos, culturas y etnias, antes que sufrir
una erosión enriquecen su espectro icónico renovando sus destellos. En ese
laberinto interior las formas derivadas del saqueo estético y a veces
existencial o metafísico, deben morir o transformarse para que puedan adquirir
la majestad de lo único e irrepetible. La distorsión que se realiza desde la
obsesión insobornable de un estilo reinventa el tema y nos hace pensar que la
forma, con toda su íntima complejidad, se debe incesantemente emancipar para
que el arte reine.
Que hayamos unido aquí el peligroso juego de espejos
que es la interpretación con el universo transgresor del erotismo,
obedece a una idea básica, pues tanto la creación artística como los rituales
eróticos están muy cerca del acto reproductivo, por ser creadores de seres
imaginarios o reales, y porque además ambos permanecen acechados por el deseo,
y ya sabemos por Paul Eluard que los únicos que son inmortales, los deseos,
recorren el camino...
El artista, sometido a la nostalgia de aquella continuidad
que perdemos con el nacimiento —como lo imaginó Bataille—, o a la intermitencia
como lo ha propuesto el psicoanálisis —a la deleitosa dualidad entre la
aparición y la ausencia—, debe dar también su estremecido testimonio corporal.
Si el sentido último del erotismo es la muerte o si
es sexualidad transfigurada —es decir, metáfora, según lo pensó Octavio
Paz—, es lo que intentan contar los artistas convocados a esta experiencia de
linderos cambiantes, y desde luego, lo que sentimos al admirar estas
representaciones, que a pesar de haber sido perpetradas durante milenios o
centurias aún son susceptibles de producir una nueva metamorfosis, una
actualización, un despertar producido por ese sempiterno recién nacido que
llamamos deseo.
In nuce: si el arte adora jugar y el erotismo es una de las
contiendas que definen al homo ludens, sus nupcias son incuestionables,
y así como los artistas guiados por su fuerza agonal construyen con los
hallazgos o las cenizas del pasado, los amantes no tienen otra originalidad que
los acentos y los rictus que componen sus muy personales ceremonias, pues
parafraseando a Cioran, amar es un plagio. De esta manera, interpretación y
erotismo, dos de las formas más refinadas del juego, manecillas que como los
rostros de Jano miran hacia el pasado y el porvenir, se conjugan en una
experiencia ilimitada...
Así los insomnes artistas que fueron saeteados por
Eros y perturbados por Afrodita, y que participan en nuestro difundido proyecto
de la interpretación, rindiendo tributo a sus raíces sensibles o ironizando sus
más profundas herencias estéticas, han cumplido con su más vívida memoria,
insertando un grano de luz en ese gran juego que es el arte, y aumentando la
tribu, que a pesar de todo, aún se empecina en soñar con un Nuevo Renacimiento.