La persistencia de la memoria
Por Gonzalo Márquez Cristo y
Amparo Osorio
Nació en Honda, Colombia, en 1933 y
falleció en Bogotá el viernes 27 de febrero de 2015. Se especializó en pintura
mural en la Academia
de San Fernando en Madrid. Fue decano de Artes de las universidades Nacional y
Tadeo Lozano. Obtuvo el Primer Premio en el Salón Nacional (Bogotá, 1963) y el
Premio Especial en el XI Salón de Artistas Nacionales (1968). Realizó
exposiciones individuales en España, México, Cuba, Argentina y Estados Unidos.
Durante su fructífera labor expresiva testimonió
la interminable violencia de nuestro país y alternamente pobló un inquietante
universo erótico.
En el siguiente reportaje, donde
rememora anécdotas de su polémica vida inmersa en el acontecer político que le
tocó vivir, relató episodios de sus hallazgos creativos y de la convulsiva realidad
latinoamericana.
***
Después de la categórica orden impartida
a Carlos Granada por los directivos de la Biblioteca Luis
Ángel Arango en Bogotá promediando el año de 1960, de omitir siete de los
cuadros de su exposición bajo la acusación de perturbar la moral pública, el
pintor irrumpió con medio centenar de estudiantes de Bellas Artes de la Universidad Nacional
a las silenciosas instalaciones del lujoso recinto, y con arengas y gritos
contra la moral burguesa, la represión religiosa y la sociedad conservadora,
enfrentaron a los vigilantes y a los burócratas de la cultura, y descolgaron
todas las obras de la exposición que combinaba como siempre las dos miradas del
artista sobre el mundo: el erotismo como símbolo de la vida y la violencia como
aciaga expresión del reino de la muerte.
Muchos de los sobresaltados lectores que
se encontraban en la
Biblioteca , ganados por la magia del escándalo, decidieron
participar de la inesperada marcha que comenzó su recorrido por la calle Once
para desembocar en la carrera Séptima, y gritando agudas consignas notaron cómo
la multitud crecía al ver la surrealista imagen de los enormes óleos de
Granada, de las exuberantes mujeres desnudas y de los cuerpos mutilados
desfilando en lienzos por las calles céntricas. La manifestación se hizo
incontrolable y decidieron exponer allí, a la intemperie, en la esquina de la Avenida Jiménez ,
para todos los caminantes, la obra censurada. Los funcionarios públicos, los
mendigos, las beatas, los niños que habían escapado de los colegios, los
comerciantes y todos los curiosos transeúntes, opinaban sobre la exposición
callejera, y surgieron de todas partes oradores improvisados que subían a un
atril previsto para los policías de tránsito, a lanzar desde allí arengas
contra la autoridad, contra los obispos y los políticos, e incluso no faltó
quien durante varios minutos, con oratoria torrencial, insultaba a los artistas
oficiales del país, debatiendo sobre la importancia inalienable de la libertad
del arte.
Era tan extraño el suceso que la policía
no sabía cómo intervenir y luego de hacer un recorrido por la obra, ordenó la
entrada de los carros antimotines y cuando uno de éstos se estrelló contra el
más grande de los lienzos, la multitud enardecida sacó por la ventana al
conductor del vehículo convirtiendo en jirones su uniforme. Tras el
enfrentamiento vino la estampida, y los estudiantes corrieron con los cuadros
hacia otro lugar de encuentro para reanudar la exposición errante que durante
varias horas atravesó la ciudad hasta culminar en el estudio del artista.
—La memoria es lo que somos, es la única
alianza que no podemos romper, porque sería desastroso que el hombre olvide
sobre cuántos huesos y cenizas está parado. Pueblos como el nuestro, en donde
se ha entronizado la religión del olvido, producen realidades atroces. Debemos
aprender a mirar hacia adentro y hacia atrás si queremos sobrevivir. Por eso la
obligación del artista debe ser preguntar, recordar, reflexionar, perturbar y
si es necesario transgredir los falsos valores que sostienen un sistema que aún
no ha podido convencernos.
Carlos Granada: Serie Violencia
—André Breton lamentó que el
escándalo pasara de moda. ¿Después de esta censura que le dio tanto prestigio
entre los intelectuales de la época vinieron otras?
—Desgraciadamente no muchas. El arte que
se respeta debe ser subversivo, y como nunca he sido pintor oficial, ni he
pertenecido a grupos o cacicazgos, ni pretendo prebendas del poder, durante la
alcaldía de Virgilio Barco me cerraron otra exposición que estaba colgada en la Rotonda del Parque de la Independencia.
Posteriormente por el escándalo que se armó, el director de
una galería que quedaba frente al Museo Nacional se interesó en mi obra y al
inaugurar la muestra asistió tanta gente que rápidamente llegó la policía. En
ese momento para mí comenzó un proceso kafkiano donde se me atacaba una vez más
de atentar contra la dignidad pública. Recuerdo de este episodio no sólo la
prohibición de las directivas del periódico El Tiempo a todos sus
redactores de mencionar el suceso, sino las constantes citaciones a declarar,
expedidas por uno de esos jueces imbéciles y de doble moral que abundan tanto
en nuestro medio.
—Después de esos hechos que
padecieron también los más rebeldes artistas colombianos, sigue creyendo como
se planteaba en la década del sesenta que el artista debe ser la conciencia de
su tiempo?
—Sí, aunque desafortunadamente en este
país el arte ha sido doblegado, arrodillado a las clases dirigentes o a las
imposiciones económicas. Es, para decirlo con claridad, complaciente y débil.
Los museos y las grandes galerías se convirtieron en instituciones
oficializantes del artista y no en sus verdaderos promotores como debe ocurrir.
Han impuesto una cultura petrificada, de formas convencionales, al servicio de
una fácil imaginación. Arte comprendido es arte muerto. Nuestra sociedad fue
asimilando a quienes no tomaron la rebeldía como su profunda actitud de vida.
Sus víctimas fueron pintores de gran talento y fuerza expresiva como Alejandro
Obregón, quien al final de sus días fue nuestro más reconocido artista
oficial. Esto es desdichado, porque de los óleos de Obregón a sus acrílicos
hay mucha diferencia, de la fuerza de sus cóndores a sus búhos existe una
distancia enorme. Y no es extraño en este tiempo en que todo se vuelve moda,
subyugación, ver a escritores y pintores mendigando las prebendas del poder...
Santiago Cárdenas, Maripaz Jaramillo, Enrique Grau y Manuel Hernández, para
nombrar sólo algunos, renunciaron a sus exploraciones expresivas convirtiéndose
en cultura oficial; pero eso siempre tiene un costo muy alto, porque cuando la
libertad de la imaginación se entrega al poder de turno la obra se vuelve
inofensiva y estéril. El artista tiene que ser la persistencia de la memoria.
La verdadera obra de arte no está en los museos, así como la literatura no está
en las bibliotecas. Quizás es allí donde muere... Es necesario pintar la vida y
la muerte, los extremos donde se define la existencia. La mejor pintura está en
los suburbios, en la solidaridad humana, en las calles y barrios, en las pasiones
y esperanzas de la gente común.
Desde niño jugaba a pintar las imágenes
de la violencia en el pueblo que vivía —Líbano, Tolima— y me impactaron tanto
que me supe pintor el día que vi la muerte y descubrí la tortura en esa zona
cafetera tan azotada por la guerra. Entendí desde entonces que debía contar la
vida a través del erotismo y alternamente testimoniar el horror que sacude
nuestro territorio. Una de mis exposiciones inaugurada en 1980 en el Museo de
Arte Moderno de Bogotá ejemplifica esta visión con su título: El color de la
vida, el color de la muerte.
—¿Pero este concepto no fue el que
condujo al gran desastre artístico llamado realismo socialista?
—En cierta forma, pero yo clamo por el
arte social, jamás por el político. Recuerdo que en Cuba, país que visité
durante lo más fuerte del proceso revolucionario, todos dibujaban el desembarco
en Bahía Cochinos... Y sólo estaba permitido pintar a Fidel o a Ernesto Che
Guevara de manera fotográfica, prohibiéndosele al artista imponer su estilo
particular. Era asombrosa la mirada tan limitada que tenían sobre el arte,
incluso fueron una moda los paisajes con nieve... Esto me parecía increíble en
pleno Caribe, donde esos cuadros de inmensidades blancas inspirados por
aquellos que habían logrado estar en Moscú, testimoniaban una de las
innumerables manifestaciones del contradictorio surrealismo al que llegó la
revolución. Para regresar de Cuba, por ejemplo, había que ir hasta
Checoslovaquia vía Canadá... e intelectuales como el poeta Allen Ginsberg,
conocido rebelde de la poesía mundial, contradictoriamente fue obligado a salir
en el primer avión por el acoso de los homosexuales de la isla, que le pedían a
este gurú Beatnik que proclamara su derecho a la igualdad sexual. Y lo que aún
no deja de asombrarme fue la terminante prohibición del uso del cabello largo a
los hombres y la implacable persecución a las jineteras, que
irónicamente son hoy en día quienes mantienen la economía de la isla.
—¿Cuál fue su relación con la Izquierda durante esos
años convulsivos?
—Aprecio de la Izquierda su humanismo y
critico estadios a los que llegó, como el siniestro estalinismo. Para seguir la
serie de contradicciones que enunciaba, recuerdo el enfrentamiento de los
partidos comunistas de América Latina con la revolución cubana, a tal punto que
escuché a Fidel Castro refiriéndose despectivamente de los mamertos
colombianos, que era como se nombraba aquí a los partidarios de la línea
pro-soviética.
Carlos Granada: el único Bodegón que pintara
—¿Conoció al cura Camilo Torres?
—Sí, y nunca olvidaré la última vez que
lo vi... Era una semana cultural en la Universidad Nacional ,
y él saludándome sacó de su billetera un recorte de periódico envuelto en seda
donde se transcribía la carta de despedida del Che Guevara a Fidel, al partir
hacia Bolivia. Me asombró la devoción de Camilo al guardar esa misiva y el
emotivo contenido de la misma. Eran momentos privilegiados en que podíamos ver
el país desde todos sus ángulos y aún se creía en el proyecto del hombre.
—¿Fue en esa época que Marta Traba
llegó a Colombia y suscitó diversos enfrentamientos con pintores de su
generación?
—Marta Traba advirtió nuestra ausencia
de crítica y se apropió de ese vacío inmediatamente. Aquí sólo los escritores
opinaban de pintura, pero no existían especialistas en arte, y el conocimiento
era tan precario que cuando vino una exposición de Picasso a Bogotá no se
vendió ningún grabado. Ella aprovechando esa circunstancia, quiso manejar el
país cultural. Con su soberbia característica, empezó a lanzar improperios
según su visión particular a veces equívoca y europeizante. Como era argentina
y para el colmo venía de París nos quiso condenar a sus engañosas percepciones
de un mundo extraño para nosotros. Recién llegada dictó una conferencia en
contra del Muralismo Mexicano y de toda la pintura social. En un momento en que
quisimos utilizar el arte para mostrar nuestra compleja realidad, ella quería
imponernos algo externo. Para Marta Traba los problemas sociales no existían y
—ahora nadie lo recuerda— tuvo el cinismo de apoyar un golpe militar en
Colombia. Algunos años después advino su decadencia y la gente dejó de creer en
sus totalitarios conceptos, obligándola a radicarse en Caracas donde quiso
montar el mismo tinglado que aquí, pero en Venezuela no tuvo éxito, y en pleno
Salón Nacional un importante pintor se subió al estrado y le dio una bofetada
que la derribó. Así terminó su larga y excluyente dictadura.
—Desde la perspectiva de la
universidad pública ¿cómo se veían las corrientes del Arte Abstracto en esa
década sacudida por diversas ideologías sociales?
—Estudiábamos todas las manifestaciones
artísticas y en nuestro medio tenía fuerza el Muralismo Mexicano, introducido
por pintores como Gómez Jaramillo. Sin embargo para mí el Arte Abstracto es
apenas decorativo y sólo me interesa porque renovó la figuración, dándole más
libertad. Me acerqué al Expresionismo pero indagué esencialmente en el arte
social, que no es un movimiento y por tanto nunca pasará de moda. Y ante la
reciente crisis de las escuelas de arte me afirmé en lo figurativo. La creación
es misterio y siempre debe dejar inquietudes, desplegar la imaginación. Por eso
el Hiperrealismo y el reciente Neorrealismo que impulsan en este país no es
eficaz, es una pintura obvia. La obra va cambiando con los ojos de quien la
contempla y con el tiempo, allí radica su poder.
Por mi parte trabajé todas las técnicas
y temas, excepto el paisaje porque nunca sentí su necesidad. Aprovechando que
en Bellas Artes no había restricciones, y los estudiantes teníamos derecho a
todos los materiales, fue mi época de grandes experimentaciones. Me acuerdo que
se le prohibió al almacenista darme óleo rojo por mi propensión a pintar con
ese color, y me las ingenié para procurármelo mediante trueque con los
compañeros. Era tan generosa la facultad que uno podía reclamar las telas del
tamaño que quisiera y de allí me quedó la inconveniente costumbre de pintar en
grandes formatos.
—Hay colores que definen a un
pintor...
—El rojo me llama, lo mismo que los
grises y azules. En cambio con el amarillo no tengo muy buenas relaciones ¿Qué
pensaría Van Gogh? Sin embargo un buen colorista utiliza pocos matices pero
acertadamente, puede usar incluso uno, recordemos la época azul de Picasso...
Mi proceso se inicia manchando la tela, le tengo terror al lienzo virgen. Y
nunca hago bocetos porque a veces resultan mejores que el cuadro. Me parece más
interesante la directa impremación del lienzo, sé que los fantasmas están allí,
que van aflorando. Los voy descubriendo, me dejo llevar por la forma, por el
sentido del color, me entrego a la realidad de la luz.
—Usted que ha pintado cuadros en
homenaje a diferentes pintores como Géricault, Fortuny, Velásquez, etc... ¿qué
piensa de la influencia?
—Creo que no es peligrosa, lo grave es
la influencia de sí mismo. Copiarse es la muerte. El artista debe tener más
precaución con su interior que con sus maestros. Picasso y Braque robaban sus
ideas mutuamente y al final tomaron tantas precauciones que Braque al sentir a
su amigo arribando a su estudio ponía todos los cuadros de cara a la pared. Son
conocidas sus divertidas anécdotas de espionaje artístico. El arte es un
permanente asalto, una constante usurpación. Guayasamín, por ejemplo, se
convirtió en una fórmula, en un tic comercial que nos recuerda el Cubismo. Grau
hace varias décadas repite un mismo cuadro. Y José Luis Cuevas además de
copiarse hasta el hastío no ha hecho otra cosa que imitar a Orozco y a
Guadalupe Posada. La reiteración es una aventura de la que muchas veces no se
sale bien parado.
—¿Cree que la ascensión de la cultura
a Ministerio fue la última tentativa para acabar con ella?
—Sí. El atropello a la cultura no tiene
límites en este país. La burocracia absorbe las invitaciones que son para los verdaderos
artistas. Los políticos nombran funcionarios mediocres para los cargos
culturales, invistiéndolos para nuestra desgracia de un carácter eterno, porque
al parecer nunca son removidos. El silencio es utilizado contra las
manifestaciones artísticas más audaces mientras los medios de comunicación
pretenden instaurar un mundo de autistas. El poder se ha fundido con la más
rampante ignorancia, con la insensibilidad, y para hacer explícita mi idea,
actualmente no existen en el Palacio de Nariño pinturas de autores colombianos,
fuera de los reconocidos murales. Y como si fuera poco algunos de nuestros
intelectuales se han derechizado, deshumanizado, e incluso ya no es
extraño verlos defendiendo al fascismo o al paramilitarismo. ¿Qué más podemos
esperar?
—¿Durante su reconocida errancia cuál
ha sido su experiencia con artistas de otras culturas?
—Los encuentros de los viajes siempre
están provistos de poesía. Evoco con asombro el hecho de que todos los pintores
marroquíes eran abstractos porque la religión les tenía prohibido pintar la
figuración. Por otra parte me parece maravilloso encontrar a los colombianos
por fuera del país. En una ocasión Fernando Botero quien fuera mi profesor en
la facultad de Bellas Artes me invitó a su estudio en Manhattan, en los felices
días en que el Museo de Arte Moderno de Nueva York le acaba de comprar su primer
cuadro. En ese mismo viaje durante mi exposición en la Galería de la Unión Panamericana
en Washington, vi a David Manzur con su pintoresco promotor: el crítico cubano
Gómez Sicre, quien orquestaba una secta de artistas homosexuales
latinoamericanos. La anécdota es interesante porque a Manzur le estaban
grabando un video, y delirante ante las cámaras y los numerosos presentes, se
rasgó sus vestiduras y con los dedos se pintó un cuadro en el pecho. Luego en
una visita a París, Luis Caballero me hospedó en su estudio y así tuve la
oportunidad de compartir con él su mundo inteligente e irónico.
También los viajes me son importantes
para ir a los museos a ver pintores, no pinturas. El Prado, en mi concepto, es
el más importante del mundo. Allí tengo el vicio de contemplar un día entero a
Goya, otro a Velásquez, otro a Rubens, para comprender más claramente sus
aportes. Me encuentro con Brueghel, El Bosco, El Greco, verdaderos visionarios
y antecesores del Expresionismo...
—Muchos pintores colombianos hoy
reconocidos fueron alumnos suyos...
—Darío Morales fue un alumno aventajado
aunque era muy académico, al final lo vi en Europa padeciendo la angustia del
prestigio. Jacanamijoy quien al comienzo era telúrico pinta ahora
lamentablemente una selva al estilo Walt Disney. A varias generaciones les di
clase en bares y burdeles, y no precisamente en aquellos sofisticados que
frecuentaba Toulouse Lautrec. Mi intención era que aprendieran que el arte es
un latido, una respiración.
—¿Conoció personalmente a Picasso?
—No, aunque para mí es el artista
contemporáneo más importante, pues pintaba en cualquier dirección: cubismo,
realismo, surrealismo, y sus dibujos eran excepcionales... Recuerdo que alguna
vez fui invitado por el crítico español José Moreno Galván que iba a entrevistarlo,
pero no me atreví a hacerle compañía —de lo cual no me arrepiento— porque en un
momento determinado pensé: ¿Y yo... que le voy a decir a Picasso?
(Bogotá, noviembre de 2000)