Por G.
Jaramillo Rojas
Soy yo. Hijo de dos
seres, hoy separados, por sus tumbas. Hermano menor de un alcohólico. Estudio
la vida. En la calle. Y la calle. En la vida. Porque es la única opción que
tengo para huir de la odiosa ignorancia heredada. Antes creía saber qué era el
dolor, ahora sé que hay cosas peores. Me invitaron para escribirle a mi hermano
por causa de su tercer aniversario dentro del ejército colombiano. O algo así.
No sé. Espero la pases bien siguiendo órdenes. Espero no te haya pasado nada de
eso que las películas muestran sobre la vida en cuartel. Imposible hayas dejado
de beber. Algo harás. Aprendí que la vida no es para aburrirse y que la vida es
exageradamente aburrida.
Recuerdo la navidad
de 2002. Ese año fue muy largo. Se demoró mucho en pasar. Mi padre moribundo
vivía un letargo que duraría 7 años. Por eso digo que fue un año muy largo. Tú
te pegaste a mamá para trabajar de seguridad en una whiskería de la 23 con caracas en la que ella trabajaba por las
noches. Yo quedaba con mi padre en casa y tenía 6 años. Él me daba calor, pero
no cualquier calor. Su calor. Tengo contacto muy regular con este tipo de
recuerdos. Y siento que se me quema la cabeza. En término medio. Despacito.
Como si dejarás tu cerebro a la mitad de la potencia del fuego de la brasa
durante 12 horas. ¿Quién se haría de tu cerebro? ¿Quién? Crecí con mi silencio.
Como les toca a todos. Creo. Crecí y aquí estoy. Y no me quejo. Por nada del
mundo me quejo porque prefiero pelear contra la vida imposible de afuera y
acariciar la vida posible de adentro.
Noctámbulo. Yo sigo
las sombras de toda la ciudad recogiendo sus sobras y transitando sigilosamente
sus sosiegos de barrigas llenas. Como, no lo que puedo, sino lo que veo. Y a
veces creo ser feliz. No feliz de felicidad satisfecha, sino feliz de felicidad
tranquila. Es mi camino que no escogí, el de mi vida y el de la vida en
general. Yo soy todo oídos, todo singular, me dicen los chicos del bazuco, que
son todo bien, pero que roban a todo el mundo. Incluso han matado. Lo sé. Y
abusan de mujeres “entre susto y susto”. A veces les cuido la espalda y a
veces me dan monedas. Están enfermos. ¿Qué sentirán cuando se asustan? Se transforman en horribles
monstruos, pero en sano juicio son capaces de transmitir grandes enseñanzas. No
vocalizan. Hablan como si tuvieran la boca llena todo el tiempo. Como nuestra
madre antes de morir. ¿Te acuerdas? Ella tenía sus entrañas llenas todo el
tiempo. De desconocidos. Y yo mi estómago vacío todo el tiempo. De conocidos. A
veces, gracias al padre -y esto me une al sino de mi madre-, también mi cuerpo
lleno. Y viscoso.
Ambos eran buenos,
pero me dan lástima ahora que los recuerdo. Uno sólo recuerda lo que ha
olvidado. Para recordar se precisa olvidar. ¿Era el destino olvidarlos? No creo
que ese sea destino para cualquier persona. Me gustaría hablarles y hacerles
saber muchas cosas. Nunca fui a visitarlos al cementerio. Deben estar regados
por todos lados. Cualquiera puede ser la tumba de cada uno. La más noble o la
más indigna, digo yo. Quizá la fosa común número 7 o la 3 del cementerio
central. En este país nadie sabe a dónde irá a parar.
He sabido
salvaguardarme del invierno. Me ha dado duro. Aunque me gusta. Porque es
silencioso como el pensamiento. No es bullicioso como las palabras. No he
tenido la mejor de las adolescencias pero me esfuerzo por aprender cosas nuevas
todos los días. Por mejorar lo que soy. Idea que en un principio consideré
absurda, pero que con el tiempo he sabido eludir. Ahora mismo tengo hambre, no
paso bocado desde el lunes y hoy es miércoles, pero ya comeré algo. El otro día
me golpearon unos chirris porque
pensaron que los iba a robar. ¡Yo robar a unos chirris! De hecho yo retrocedía no porque me fueran a robar sino
porque no me quería ganar una paliza de gratis. Yo sólo aguanté, no dije nada a
nadie, porque no me gusta que nadie vea por mí. La gente vive reprimida.
Violenta. La violencia es eslabón de cadena infinita. Parece que esos estados
de defensa y ofensa tranquilizan a la gente o por lo menos la hace sentir viva.
Prefiero dar pasos al costado. A veces llorar sin que nadie me vea. No me gusta
que nadie vea por mí. Aunque sea estúpido me da vergüenza.
Tengo un perro que se
llama Jaime buenacara. Es pequeño y marrón de pelo enredado. Un animal
inteligente. Y cobarde. A él también le dan sus leñazos. Siempre me pregunto
por qué pasan esas cosas. Y siento que desnudo mi incredulidad ante la falta de
una respuesta coherente y sensata a mi condición. A buenacara le transmito la
romántica idea de que soñar es lo que más vale la pena en la vida y fue con él
con quien entendí que se podía existir por encima de la maldad. Lo he visto
sonreír. Llorar. Masticar andenes y todo tipo de porquerías. Pero nunca
enojado. Lo veo como un hombre. Lo vi siempre y lo sigo viendo como un amigo de
sentimientos muy elevados, como el amigo puro de la transparencia ideal. Un
amigo digno de afecto, de adhesión y simpatía que me pidió que no le hablara,
porque “eso es de humanos”. Ya me acostumbro a no hablar. A lo sumo es como un
hermano, pero no como tú, sino como el aliado con el que yo me arrojaría a
cualquier hueco. A cualquier abismo. A cualquier tumba.
No tengo denuncias
para ti, hermano mío. Ni reproches. Lo único que me resta por decir, es que te
odio. Pero no tanto como para no escribirte. Me recuerdas a nuestros padres.
Que son para mí un pantano. Y buenas las tengan allá donde estén. Y que para mí
el mejor de los ejemplos ha sido el mal ejemplo y que ojalá tanto tus pasos en
falso como tus errores de los cuales sólo tú has sido testigo te sirvan para no
caer en la engañosa carrera de tu vida. Los aciertos son sólo necias medallas
que lo único que enseñan es la vanidad. Palabrita que entiendo como sinónimo de
tristeza. Debes saber que soy yo. Y que desde la última vez que nos supimos
esta será la primera y la última vez que sabrás de mí. Ve pensando. Entonces.
Te digo que no me interesan tus años. Porque son de muerto, y si algo nos
dejaron nuestros padres, y todo este lugar llamado Colombia, fue eso: la
muerte. Tú debes tener un conocimiento de primera mano de esta realidad.
Ah, el año antepasado
aprendí a leer y a escribir gracias al padre Nicoló… ¿les dijiste a tus
superiores que ni lo uno ni lo otro? No. Seguramente por eso paraste allá. No
entiendo para qué te escribo. Quizá sea una forma de dejar constancia. El
desprecio es una constancia que debe ser firmada. Después siempre sirve para
algo. Feliz aniversario y espero que seas tú y por si no te acuerdas de mí soy
yo: tu hermano menor, aquel que abandonaste en el centro de Bogotá, herido de
fiebre nocturna y sin nombre, por una botella de aguardiente y otras
porquerías.
G. Jaramillo Rojas nació
en 1987. Estudió Sociología en el Externado de Colombia y, posteriormente, una
maestría en Sociología de la Cultura en alguna universidad argentina.
Actualmente trabaja como editor y redactor para revistas digitales y programas
de radio independientes de arte, cultura y sociedad en Buenos Aires y
Montevideo.