Por
Rubén Darío Flórez*
¿Puede una cultura vivir fuera de su territorio? Y ¿Cuál
es su territorio? El espacio de la cultura es inseparable del acto de nombrar.
Llamemos a las cosas por su nombre: literatura, libertad, mujer errante,
Quindío. Nos enseñan a nombrar, a decir para poder existir. La cultura es el
territorio de lo nombrado. Lo innombrado como si no existiera. Soy si recuerdo
y digo yo. Sin nombre no soy. Tengo un sentido para otros porque soy un nombre
escrito, dicho, recordado o vociferado.
Olvidar es silenciar
el espacio de la cultura y de uno. Y el nombre va adherido a las acciones. Esa fama lo
persigue, decimos. Cada persona es una narración mágica de aventuras - para
siempre - de amor, de logros. Las acciones que son el nombre de alguien hacen
su leyenda. Es así que nombre y acción hacen la esencia de la lengua y de la
narración. Yo escribo, pienso, imagino, olvido, hago aun cuando sueño o
recuerdo o fracaso. Los grandes relatos comienzan con el recuerdo de acciones.
“En un lugar de
la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme (…)”. “A comienzos de julio en una tarde cuando hacía un calor
sofocante, un joven salió de su cuartucho (…)”. “Era yo niño aún cuando me
alejaron de la casa paterna (…)”. “Aquí comenzaremos la antigua historia
llamada Quiché (…)”. El relato es lugar, nombre, acción y tiempo. Es la
cultura. ¿O el nombre empieza el relato? ¿Uno comienza su relato haciendo? Somos
un relato que añade territorios al mundo.
Somos fundadores del
territorio de la cultura. Somos un tiempo que tiene sentidos por el nombre y
las palabras. El lenguaje duplica al mundo dándole sustancia, arquitecturas
eternas y posible olvido a la música de las acciones. Una mujer es el
territorio, en el anillo de los jardines en el centro, en el Instituto
Cervantes en Moscú.
Enérgica en su sitio
de trabajo, Tatiana da sentido al
espacio de gestión cultural en el Cervantes. Un retrato de Don Quijote inunda
con La Mancha la oficina. Hay una fotografía, talismán suyo en la mesa de la
pantalla de su ordenador con exposiciones, conferencias y cursos de español.
Como puntos cardinales de su mapa de la cultura, en la mesa hay catálogos de
pintura, diccionarios de palabras, cuadernillos de poesía, objetos encontrados
en mercados de pulgas en las ciudades de sus andanzas.
Sabe de memoria
nombres, historias de calles, anécdotas imborrables. Conoce la casa a
donde llegó Gala, antes de ser Dalí. Tatiana prepara con alfabeto de poeta la
mejor crema de brócoli. Escribió una autobiografía de Moscú. Nos contó hace
poco que los escenarios de La Mancha de la mejor película rusa de Don Quijote
fueron hechos con fragmentos visuales, con citas de otra parte.
Los
encontró un pintor en una remota costa del Báltico. Tatiana organizó la
exposición de piezas del Museo del Oro de Colombia, fascinantes como las
legítimas. El Greco, artista de rostros metafísicos, recibió un homenaje de los
pintores de Moscú y de Latinoamérica. Tatiana se inventó la exposición. Su casa
de refugio en las afueras de la ciudad está rodeada por árboles centenarios y
perfumados.
Ella
que habla y escribe un español vital como su idioma ruso, es la imaginación más
libre y quijotesca con la audacia de lo moderno. Puede anunciar el territorio
de mi pasión son las palabras, los textos, la salvaje esperanza en los que amo.
Hace una semana llegó con su belleza de mujer fuera de serie, a una edad donde
una mujer trasciende: Cincuenta años. Lejos de las fronteras del mundo en
lengua española, en otro territorio existe la cultura en idioma español.
Tatiana Pigariova está ahí.
*Escritor colombiano
residente en Moscú