“El fuego de los nacimientos” de Herrnando Socarrás


Bajo el signo del silencio (prólogo)

Por Gonzalo Márquez Cristo

Una cenicienta tarde bogotana de 1989, el hombre eternamente vestido de blanco que había hecho de sí mismo una obra capital, acudió a una cita concertada por Amparo Osorio con una botella de ron y varios de sus libros invadidos de silencio, luego sacó del enorme bolsillo de su gabán un disco de Joe Cocker y sus Perros Rabiosos e hizo un homenaje a Woodstock que todavía retumba en mi memoria.
“Para ser poeta Socarrás no necesita escribir”, pensé a los pocos minutos de conocerlo, mientras él afirmaba con sus marcados ademanes que “la amistad no podía ser una pregunta sino una respuesta”, sentencia que se tornó para ambos inobjetable con el paso de los años.
Las urgencias del afecto fueron tejiendo nuestra presencia en diversas latitudes y desde entonces coincidimos siempre mágicamente en las citas acordadas por la vida pero también en aquellos sigilosos emplazamientos de la muerte.
Recuerdo que hace veinticinco años, iniciamos un viaje, que todavía no termina, de Bogotá a Caracas por vía terrestre, en un itinerario colmado de sorpresas bajo el abrigo de poetas venezolanos que aún cruzan como cometas nuestro corazón, y fue así como en una de aquellas noches mágicas de Mérida, encontrándonos atrapados en un apartamento debido a las disposiciones inherentes a un proceso electoral, ante la imposibilidad de conseguir alimentos, vi como “Soca”, quien cultivaba la gastronomía italiana –a tal punto que había fundado varios restaurantes–, se enfrentó a la aventura surrealista de preparar unos espaguetis con los rudimentarios condimentos hallados en esa cocina desierta, y lo que es más increíble, a servirlos en profundos vasos de cristal ante la ausencia de platos y cubiertos.
Hacia 1990 acudí a un evento organizado por él, en San Diego (Cesar), donde se le rendiría homenaje al poeta venezolano Alfredo Silva Estrada, y observé cómo entre la horda de escritores que llegaban del vecino país, Soca se desplazaba como una nube –o así me parecía por el color de su ropa y la luminosa euforia–, hasta que una inmóvil tarde, cuando iniciaba el sacrificio del sol, lo vi subir raudo al campanario de una iglesia, permaneciendo allí oculto durante algunas horas, urdiendo un misterio que todavía no ha sido resuelto; y sólo mucho más tarde lo pude volver a ver, avanzada la interminable fiesta de clausura del insólito festival que terminó con un concierto privado del compositor vallenato Leandro Díaz.   
Un año después viajamos en autobús por carreteras sinuosas hasta llegar a Quito, previa escala en Pasto, donde nos iniciamos en el culto del yagé después de una visita a la prodigiosa laguna de La Cocha, al lado de nuestro amigo Arturo Bolaños, quien aún protege nuestra respiración. Y posteriormente realizamos un viaje a Cartagena, periplo temerario donde Soca, quien había extraviado su licencia de conducción, se empeñó en que yo debía manejar sin saber hacerlo –pues mi experiencia en este oficio era de tan solo ocho días– hasta la fría Tunja, ciudad donde este poeta de barba luenga recibió el volante de mis manos temblorosas, no sin antes brindarme un merecido whisky, en una hostería desde la cual contemplábamos el misterioso Pozo Donato, que los conquistadores españoles intentaron vaciar sin éxito, en busca de un tesoro jamás descubierto.
En 1992 me encontré sitiado por los hermosos textos de su libro Que la tierra te sea leve, para el cual escribí un comentario bautismal, y una tarde de 2005, mientras me hospedaba en su casa campestre de Cartagena –recuerdo el hecho con absoluta nitidez–, escuché unos extraños campaneos en el jardín al despuntar el alba, por lo que me levanté con sigilo a espiar desde la ventana de la habitación de huéspedes, y por minutos vi a Soca armado de una antigua jardinera de metal, con un aire similar al Whitman que describe García Lorca –con su larga barba llena de mariposas–, regando las flores y saludando a los árboles, antes de que el sol del trópico extendiera sus dominios.
Años después supe que el atemporal escritor había renunciado a realizar lecturas y en cambio efectuaba exposiciones de poemas, motivo por el que decidí sorprenderlo en uno de esos acontecimientos misteriosos organizado en las murallas de Cartagena, donde los asombrados asistentes se acercaban a los cuadros que contenían sus textos, y los leían con gran recogimiento, oficiando –como él lo había previsto– un tributo al silencio.
No hace falta rememorar más encuentros, o quizá solamente sean ya necesarios aquellos que propone la poesía, la cual se ampara en el linaje de la palabra imprescindible, razón que me lleva a evocar algunos de sus conmovedores versos que dibujan esa cicatriz llamada memoria.
En consecuencia espero ser ahora apenas un brillo de luciérnaga que pueda guiar al lector dejando escuchar ese silencio que Socarrás pulsa desde sus orígenes creativos, y que mis señales conduzcan al visitante a esos hallazgos tan esenciales para mí, mientras me sitúo afuera de las palabras, ¿pues qué ha hecho él, en su veintena de poemarios, la mayoría de ellos inéditos, casi perpetrados para sí mismo, si no es consagrar su escritura al poderoso silencio?
Seguiré entonces la estrategia del cazador de perlas, que podría definir a todo lector apasionado, quien en su aventura en los límites renuncia a todo con el propósito de privilegiar los deslumbramientos.
Comienzo aquí con una pieza notable de la poesía colombiana, sueño circular, homenaje preciso e irónico a nuestra fuente genética:

Mi padre se ha ido pareciendo
a mí.
Libre de cualquier memoria
su rostro atraviesa
cada uno de mis gestos,
cada página
cada miedo a repetir.

Tal vez sus poemas se borran a medida que pasamos las páginas, es decir que se reducen al blanco de su obsesión. En ocasiones siento que sus versos inscriben signos en la arena que deben ser disueltos.
Cultor del erotismo, Socarrás dibuja –no se podría decir escribe– este breve texto donde el movimiento, la suave ondulación, deletrea la carne:

Girar,
se demora
en tu cuerpo.

Y en el hallazgo siguiente, que mi memoria honra, amar se propone como un acto distante de toda singularidad, pues ¿acaso es posible ser original en los senderos que abre el deseo? ¿No había dicho Cioran que existir es un plagio?

 La que ama
se repite
como alguien que vigila.

Convoco una pequeña obra maestra del erotismo que debería ser leída a la luz de Georges Bataille:
VITAM (Vida)
El perro de presa levanta el hocico
y teme
haber hallado el amor.

Y si la casa, es un espacio interior como lo imaginó Bachelard, si la materia de su construcción está compuesta por piedra y cemento como por ensoñaciones y recuerdos, entonces el poeta fija su nostalgia:
La casa,
Otro paso interior
Que no he sido.

Aquí un breve poema fraguado para enfrentar las fauces del abismo:

Todo lo que va a sanar
Espanta.

Como un culto a su creación artística, es necesaria esta interrogación magistral:

Me veo nacer como morir.
¿Hiere la poesía
el hilo que me sostiene?

Y algunas veces la escritura también sabe ser la venganza de las víctimas:

Luego de morir
las aves retornan a las manos
que rompieron sus cuellos.

Y como acopio de fuerza, un consejo profundo, una serena decisión que hará posible cosechar en tierra estéril:
Levanta un ojo
y ten fe
en el desierto.

En el siguiente epigrama el airado reconocimiento de la entropía, la alegre aceptación de los arrasamientos:

Nos reímos de la mordedura que es el tiempo...

Y como punto culminante de esta pequeña antología que he ido cultivando en mi interior durante tantos años, bajo el estigma de una complicidad esencial, uno de los textos fascinantes de su último poemario:

En términos de luz
la soledad completa
su nacimiento.


La soledad puede ser traducida como luz, según postula el poeta, y de ella surge su reino creativo, pero más allá, es posible –es urgente– que la soledad ofrende nuestro origen, que sea umbral y sueño. Que sea alquimia del resplandor, fuego de los nacimientos...