Por Enrique Moya
Fotografías © Enrique Moya
Kanai
y Parsoi guían al autor de estos apuntes y fotografías, el escritor
austriaco-venezolano Enrique Moya, en
su expedición a pie por la foresta salvaje donde reinan los predadores: el
Masái-Mara, hogar ancestral de una de las tribus más emblemáticas del
continente africano.
1.
Kanai y Parsoi son guerreros masái. La
foresta salvaje de África Oriental es su hogar ancestral. Su aldea se encuentra
en los territorios del Mara, entre Kenia y Tanzania.
El rito para alcanzar el status de
guerrero era enfrentarse y dar muerte a un león. Los tiempos cambian, leones
hay cada vez menos. No alcanzan para satisfacer la fuerte demanda de aspirantes
a guerrero.
Así, los antiguos rituales de
iniciación se han transformado en Olimpiadas Masái, organizadas desde 2012 para
evitar la extinción del predador. Comprobar la puntería con la lanza frente a
un saco de tierra colgando de un árbol no es algo que perfile el carácter ni
represente prueba alguna de valor para un masái. Pero los leones que quedan
apenas dan abasto a la élite “deportiva” internacional con licencia para
disparar a lo que apetezca. Ingentes sumas de dinero hay de por medio.
Kanai y Parsoi son guerreros de verdad.
Ambos alcanzaron el status que ahora tienen años antes de la veda enfrentando y
dando muerte cada quien a su león.
2.
Ver un predador despedazando viva a una
cebra cuesta 660 dólares, precio promedio de un safari de no menos de tres días.
El gasto diario suma: 80 dólares de entrada al parque nacional, 130 por el jeep
autorizado para transitar puertas adentro y 10 de propina. Estancia y suministros
es tema aparte. Tanto dinero no es garantía, sin embargo: el predador no espera
al turista para posar con la presa; la foresta salvaje africana no es Discovery
Channel.
Hay un plan B.
Sólo conocido por trotamundos de sangre
fría y poco dinero. Por una módica propina acordada de antemano la aventura con
más adrenalina del planeta: entrar a pie en los dominios donde reinan los
predadores bajo la guía y protección de dos guerreros masái.
A quien pudiera interesar, la expedición
comienza en el bus desvencijado que cruza territorio salvaje desde Narok hasta
Sekenani. Esta región es salpicada por decenas de aldeas masái y vida animal
que observan el paso veloz del bus y la larga estela de polvo rojo africano que
deja en su travesía.
3.
Cinco horas de viaje por el camino de
tierra que franquea el Mara. Un bus pequeño que parte de madrugada y regresa a
mediodía. Va a tope de aldeanos. Su techo desborda de bártulos de uso doméstico
y herramientas de agricultura.
Voy sentado sobre un saco de cebollas
en el pasillo del bus. A la derecha va una abuela masái con su nieta. A la
izquierda, dos guerreros con sus lanzas. Todos me observan. Único forastero que
se aventura por aquí de esta manera soy objeto de novedad. El turista convencional
viene directo desde Nairobi en un moderno todoterreno que lo lleva y trae por precios
disparatados. Los llamados safaris. No
valen lo que cobran. Es ir y volver como un reo a merced de quienes tienen el
negocio bien montado.
Viajar como un masái en territorio
masái es más que una forma de antropología. Se aprende de su cultura sin
investigaciones ni ideas preconcebidas. En el bus van todos en silencio; cada
quien metido en su propia peculiaridad. Tienen sus códigos de comunicación que
es necesario entrever y compartir. De cuando en cuando alguien hace un
comentario y todos sonríen. Aunque no entiendo de qué va, también yo. Hay que
integrarse tan pronto sea posible, pues de ello puede depender la vida en zona
salvaje.
Cada tanto el bus se detiene; deja o
recoge nativos de las aldeas. El viaje es rudo; la carretera, interminable.
4.
Los masái poseen elegancia natural. Inconfundibles
en su estilo de pararse o caminar. En los caminos solitarios de la sabana pueden
verse en pareja con sus paños rojos al hombro y el inseparable Walking Stick (bastón masái). Son
genéticamente aptos para recorrer andando grandes extensiones de territorio.
Durante siglos han atravesado a pie de este a oeste, de norte a sur, la vasta
superficie del África ecuatorial. El bus o el auto les produce cierta ancestral
fatiga; se nota su incomodidad cuando van en el asiento. Sus largas
extremidades parecieran querer huir por la ventana. En el arte de peinarse no
hay peinado femenino que pueda compararse al de un guerrero. Las mujeres van
ataviadas con collares y pulseras de diseño propio. Es raro ver una masái al
margen del colorido garbo de su antigua cultura, aun si en su espalda reposa
una gruesa brazada de leña.
El bus por fin arriba a Sekenani. Kanai
y Parsoi, mis baquianos de a pie por la foresta salvaje, me reciben. El apretón
de manos que da por satisfactorio el precio acordado dispara la adrenalina.
Ambos guerreros van armados, cada uno
con su lanza. Camino entre ambos con mochila y dos cámaras. En la marcha por la
foresta voy entrando en las costumbres ancestrales y vicisitudes de una de las tribus
más emblemáticas del continente africano… La fauna salvaje nos observa esquiva:
no le agrada primates humanos circulando por sus dominios.
5.
Kanai es líder de clan. Dirige los
asuntos de la aldea. Su padre, ya entrado en años, le ha pasado el mando; sólo
interviene si ve necesario un consejo. Parsoi tiene un pensamiento más
elaborado, es sutil en sus observaciones; parece ser segundo en el mando. Kanai
evita la perífrasis, sus comentarios se basan en la lógica que impera en el terreno
imprevisible de la estepa africana. Parsoi se expresa en un British bastante correcto. Kanai con su
inglés de carácter financiero pretende renegociar, cada cierto tiempo, la cifra
acordada.
Los masái han sido conquistados por el
dinero. Brillan sus ojos cuando lo ven. Y suelen ser cansinos negociadores
cuando de eso se trata. Del dinero, sin embargo, sólo conocen el gasto, que es
un acto en presente. La inversión o el ahorro (conceptos ligados a la idea de
futuro) son extraños a su mentalidad. Un masái puede ganar diez o cien dólares
en un día y el mismo día gastarlos. Según Kanai ahorrar es una tontería porque
el dinero cada día vale menos. Y si lo llevan al banco son otros los que se lo
aprovechan. Sus argumentos –hay que admitirlo– tienen una lógica irrefutable.
Pero habría que averiguar si esa lógica es la que, en parte, origina que en las
aldeas masái haya pobreza o necesidades insatisfechas.
De la interacción de la cosmogonía
masái con el mundo contemporáneo surgen notables contradicciones, y no para
beneficio de sus comunidades. Los campamentos turísticos de empresas foráneas son
un ejemplo: el rentable negocio de los territorios masái no pertenece a los
masái.
Los alemanes, hindúes, norteamericanos,
franceses, entre otros, tienen sus campamentos. Aun cuando los chinos arribaron
a África Central y Oriental luego de la descolonización europea, hace más de
medio siglo, es ahora cuando han entrado con la fuerza de su enorme poderío económico:
en el camino de Nairobi a Mombasa (donde construyen una línea ferroviaria) es
usual ver avisos escritos en chino sin ninguna traducción. Así, la sabana
africana está siendo poblada por campamentos de empresas turísticas chinas para
sus nacionales en exclusiva. Campamentos masái para turistas no hay uno solo.
6.
La creación de reservas naturales o
parques nacionales para la preservación de la fauna salvaje, puertas adentro
revela un aspecto apenas conocido en Occidente: las etnias en el poder político
se valen de ello para expulsar a otras etnias de sus tierras ancestrales. Desde
la perspectiva tribal, quienes gobiernan el país o las provincias son al mismo
tiempo dueños del territorio. Abordado de otro modo: la creación de reservas y
parques nacionales es la forma legal de arrebatar espacio y riqueza en zonas
habitadas desde hace milenios por otras tribus. Esto se lleva a cabo a la vista
de todos. Nada de quejas ni intervenciones internacionales; la preservación de
la fauna salvaje lo tapa todo. Las tribus desalojadas por la fuerza vienen
luego a alimentar los cinturones de pobreza de las metrópolis africanas. A esta
contumelia la llaman “integrar en la sociedad” a las etnias que persisten en
habitar su territorio patrimonial.
Los masái tienen una espesa
contabilidad de quejas en las que surge un protagonista inesperado: el
elefante. Las autoridades culpan a los masái de la destrucción de los bosques
para usarlo como leña o hatos para el ganado. Han sido los elefantes, responden
los masái: ellos se limitan a tomar los restos que los paquidermos han dejado.
Pretexto del que se agarran las autoridades kikuyus
de Kenia para convertir en Parques Nacionales espacio ancestral masái, del que
luego son desterrados. En Tanzania el descaro gubernamental es mayor: arrebatan
territorios masái para la creación de reservas que luego son usadas por
empresas transnacionales de turismo: un campamento-spa de alto standing donde
había antes una centenaria aldea masái.
Un mapa de Kenia y Tanzania adquirido
en Mombasa, confirma otra sospecha: zonas ajenas a las etnias gobernantes del
país o las regiones, no aparecen en los mapas. Sucede a menudo cuando uno se
interna en territorio masái: imposible saber en qué lugar del mapa uno está
parado. En la cartografía nacional pareciera que sus pueblitos y aldeas han
dejado de existir.
7.
En respuesta a una curiosidad Parsoi responde:
“Los masái somos polígamos”. “Kanai, ¿y cuántos maridos tiene su esposa?”, pregunto
en broma. Parsoi ríe. A Kanai no le ha hecho gracia. “Sólo el hombre”, aclara
presto. Comento que en algunas aldeas montañosas de Nepal una mujer puede tener,
si lo desea, hasta cuatro maridos. “¿Cómo así?”, preguntan incrédulos. Contesto
que quizá lo consideren necesario. Puesto que en las aldeas aisladas del
Himalaya la vida para una mujer es, de lejos, más dura y arriesgada que para
una masái. De ese modo se aseguran que, en vez de un solo marido, la familia
sea sostenida por varios. Por si acaso…en la alta montaña la agricultura y ganadería
pueden ser considerados oficios de alto riesgo. Curiosos, querían conocer más
detalles de eso difícil de imaginar para ambos guerreros.
Cada aldea masái es, por lo general, una
gran comuna unifamiliar o de varias familias estrechamente emparentadas. Por
eso un masái no puede casarse con chicas de su misma aldea. Debe buscar esposas
en otra.
En el pasado el padre era el único en
negociar y tomar decisiones sobre las futuras parejas de sus varones. En esta
cultura el amor siempre ha sido un artificio, un recoveco sin función social o
ritual. El número de cabezas de ganado –y no los sentimientos– era el indicador
que concertaba y definía el futuro de una unión. Pero, según Kanai, en las
últimas décadas las cosas han cambiado. Él, por ejemplo, tiene dos esposas con
las que se casó enamorado. Las ama por igual, ni a la una más, ni a la otra
menos. Aunque el sistema de elección se sigue guiando según la costumbre
ancestral, el amor es un añadido moderno que a todos parece gustar.
Funciona así: un hijo le señala al
padre cuál es la chica de la que está enamorado. Y el padre debe darse prisa,
pues siempre puede adelantarse otro padre que ofrezca por la chica una dote
superior en cabezas de ganado. Uno de los añadidos más revolucionarios del
sistema moderno de elección de esposa (no siempre ni en todas las aldeas) es
que las masái también pueden decir que no si el guerrero no las conquista como
es debido.
Raramente sucede que una pareja masái
se case sin el consentimiento de sus mayores. Hay un vigoroso respeto por los decanos
de la tribu. Y los ancianos masái son sabios de verdad: no luchan contra la
realidad, intentan comprenderla y sacar de ella el mejor partido.
8.
Nadie en África parece tenerles
especial simpatía. Ninguna tribu africana desea tales vecinos. La imagen de
corpulentos y simpáticos, solemnes en su procesión por las sabanas del
Serengueti o el Ngorongoro, sólo tiene cabida en el imaginario. El elefante
africano, hermoso mientras permanezca confinado en el documental o en la foto.
Las tribus del África profunda
mantienen un complejo status de tira y afloja con los animales salvajes.
Incluidos los predadores que en ocasiones comen su ganado. Tienen una
excepción: el elefante. Desde hace siglos tribus y elefantes se adversan. Se
temen; pero no se respetan. Cuando cae la noche es raro el aldeano que se
aventura por la sabana, no por los predadores sino por los elefantes. La madre
Benedicta, de la etnia kikuyu, y que
ejerce sus votos en la parroquia de Subukia, el oeste de Kenia, les endosa
rudos adjetivos: “impertinentes”, “groseros”. “Andan siempre de mal humor”.
Kanai y Parsoi exponen una lógica más allá de todo adjetivo: “cuando te ven, no
siguen su camino; vienen a echarte del tuyo”. En el trajinar a pie por la
foresta tupida Kanai rastreaba sus señales (pisadas, excrementos, árboles rotos,
etc.). Parsoi se encargaba de advertir orejas en el follaje o el típico ruido que
deja el animal al tajar el ramaje. Y, en efecto, Kanai se topó con excrementos
frescos del tamaño de balones de fútbol. Una manada estaba cerca. Inmediato
cambio de rumbo. Un elefante no es una mascota. No devora como un león, pero
puede matar de forma aun más feroz y efectiva.
A medida que en el territorio se
multiplican los primates humanos el conflicto se acentúa. Hombres y elefantes son
poderosos taladores de las arboledas africanas. Una parte de los bosques de
Amboselli ha desparecido bajo sus trompas. Los árboles secos y derribados que
se observan como esculturas de un artista enajenado en lo que antes eran
frondosos bosques a los pies de la belleza sin adjetivos del Kilimanjaro, ahora
forman parte de un paisaje similar al campo de batalla luego de un feroz duelo
de artillería. La implacable artillería de los elefantes.
Humanos y paquidermos compiten
ferozmente por los recursos forestales e hídricos. Pero es el elefante quien
lleva las de perder en esta prolongada confrontación por recursos y territorio.
Cara a la galería internacional los
gobiernos africanos simulan hacer: en ruedas de prensa exhiben miles de
colmillos confiscados por la caza ilegal y venta marfil que está diezmando las
manadas. La realidad sobre el terreno indica que el día que el elefante
desaparezca de la faz de la tierra, en África no lo van a echar de menos.
9.
Retorno a la aldea. Los niños inclinan
la cabeza para que la acaricie con la mano: presentan sus respetos a mayores y
guerreros que han regresado sin rasguños de la foresta salvaje.
Kanai y Parsoi me despiden. Una pulsera
hecha por una de sus esposas es su regalo. Ahora pertenezco a esta aldea
–dicen–, y a mi regreso seré otro más de la manada. Aseguran que en lo relativo
“a recorrer sin miedo ni descanso sabanas y montañas” parezco ser otro masái. Obviamente
no es verdad, pero lo han dicho de un modo muy bonito. Esta tribu legendaria de
modales educados ha cultivado desde hace siglos el difícil arte del cumplido.
(Este artículo es publicado conjuntamente por el Papel
Literario de El Nacional de Venezuela)