Por Eduardo Gómez
(Poeta y ensayista
colombiano)
Nunca la humanidad,
en toda su historia, se había visto tan inminentemente amenazada en su
conjunto, como ahora, hasta el punto de que los científicos hablan de un plazo
aproximado de cien años para que la especie humana se extinga, si los daños al
equilibrio de las potencias y elementos constitutivos de la Naturaleza,
continua con la intensidad y el ritmo vertiginoso que presenta ahora, como
resultado del consumismo desaforado, la explotación incontrolada de recursos y
la insensibilidad creciente de la mayoría de la población mundial. Nunca el asombroso dominio de la Naturaleza
conseguido por el hombre, se había vuelto un peligro de degeneración y de
aniquilación tan grave para los mismos dominadores. Sin embargo, la inminencia
de esta catástrofe progresiva no parece arredrar o frenar a los máximos
responsables (ante todo, los círculos gobernantes de los países capitalistas
más desarrollados) a pesar de las reiteradas advertencias de los científicos,
los ecólogos y humanistas de todas las tendencias, hasta el punto de que la
Humanidad está entrando en un proceso de suicidio progresivo como especie
porque nadie, con una información mediana, puede alegar ignorancia de lo que
sucede. Más aún, la plutocracia mundial y los políticos de las potencias
dominantes en el capitalismo han llegado al extremo de preferir regímenes
fascistas o, en todo caso, cercanos a esa tendencia, antes que permitir
transformaciones (incluso moderadas) que lleven a la racionalización,
democratización y humanización de la economía y la organización social, únicas
formas de corregir y superar en un plazo adecuado, el despilfarro, la
explotación irresponsable y la deshumanización de las relaciones. Al respecto,
recordamos algunos casos muy conocidos en la historia mundial del último siglo,
como cuando las clases dominantes en
España prefirieron el régimen franquista al afianzamiento de la
República (con la taimada complicidad de las potencias occidentales), la
burguesía alemana de esos años favoreció el surgimiento del nazismo antes que permitir
el fortalecimiento de los partidos populares y democráticos y en Latinoamérica
una serie de dictaduras sanguinarias fueron instauradas y favorecidas por los
republicanos y demócratas estadounidenses, en respuesta al pedido de ayuda de
las oligarquías suramericanas que pretendían cínicamente con esos métodos ser
defensoras de una supuesta “democracia”.
Colombia ha sido en
Hispanoamérica el país más proclive a esa represión violenta, en los últimos
sesenta años y el que se ha convertido en el fortín más amenazante al servicio
del imperialismo estadounidense, al permitir cerca de diez bases militares de
ese país (lo cual constituye la octava parte del total en Latinoamérica) con el
ejército más relativamente numeroso del continente (y uno de los más represivos
de todo cambio democrático) y con un presupuesto que sobrepasa el 6 % del PIB
(mayor relativamente que el de Estados Unidos que es de un poco más del 4%).
En consecuencia, es
más apremiante el desafío de superar las vacilaciones y oscuridades respecto a
las formas de lucha que debemos desarrollar ante esas amenazantes tendencias,
agudizadas en las últimas décadas debido a que el capitalismo salvaje está
entrando en su etapa terminal, lo cual hace cada vez menos explicables y
comprensibles las reticencias para colaborar en esa noble empresa de preservar
y desarrollar una cultura humanista, con mayor razón en el caso de los poetas y escritores cuya vocación sea
auténtica.
Por lo tanto, no creo
necesario entrar en las viejas y desgastadas polémicas que pretendían desligar,
y hasta enfrentar, el pensamiento y la acción político-social con una
pretendida estética pura, así como tampoco puedo estar de acuerdo en las
pretensiones del bando contrario que aspiraba a hacer de las artes un
compromiso partidista sectario y pedagógico-moral. Estas polémicas se han envejecido
y acallado, ante todo por los hechos históricos que se han sucedido entretanto
(y a los que he aludido) y que muestran cómo el acontecer de la cultura es el
más agredido cuando la barbarie y la tiranía de la tecnocracia y la plutocracia
capitalistas se consolidan en el poder. Para cualquier observador lúcido, es
evidente que está en marcha una especie de proceso interno de destrucción del
arte (y la literatura, el arte de la palabra, no podía escapar a esa onda
turbia) mientras con frecuencia se entronizan una ciencia enjaulada (al
servicio preferente de las guerras de dominación) y una técnica prostituida,
como instrumentos deshumanizantes del afán de la ganancia y la acumulación de
capital a toda costa. La mercantilización de las artes plásticas, el
subjetivismo delirante de las vanguardias y la dictadura de la publicidad en la
gran prensa y en la televisión, manipuladas por el gran capital, son factores
determinantes en esa tendencia autodestructiva.
No obstante, fuerzas
sociales liberadoras crecientes se oponen, cada vez con mayor eficacia (por
ejemplo, en 8 países latinoamericanos, encabezados por Cuba, Venezuela, Ecuador
y Bolivia y en las potencias nacientes del BRICS, encabezadas por Rusia y
China) a la política internacional con tendencias fascistas, especialmente de
los Estados Unidos y de algunas potencias europeas, las cuales se manifiestan
en las guerras que activan en el Medio Oriente, y ocasionalmente en otras zonas.
A esas guerras manipuladas arteramente para saquear los recursos de los países
víctimas, se unen campañas de desinformación y presiones económicas por
intermedio de empresas trasnacionales, así como (en lo que respecta a los
países libertarios de América Latina) intentos de desestabilizar los gobiernos
chavistas nacientes, que aspiran a lograr evolutiva y pacíficamente lo que
ellos llaman el “socialismo del siglo XXI”, una forma gradual y relativamente
pacífica de consolidar un socialismo más flexible y amplio.
Es precisamente en
esa nueva modalidad revolucionaria, que avanza mediante una culturización
político-social de las mayorías y mediante elecciones limpias y democráticas,
donde los intelectuales y artistas tenemos una oportunidad de actuar en forma
más apropiada y directa, contribuyendo a la concientización y culturización de
los pueblos. En lo que se refiere a Colombia, y a pesar de tanta adversidad, el
proceso de paz en marcha ofrece (en forma análoga –aunque desde lejos– a los
procesos de cambio de los gobiernos latinoamericanos de vanguardia) una
oportunidad excepcional para vincularnos a la lucha mundial por la superación
de la barbarie que nos amenaza. No tendremos acceso a esa influencia histórica
impelidos por abstractos principios morales o intelectualizadas convicciones
políticas, sino, fundamentalmente, mediante un cambio existencial de nuestra
manera de amar, de trabajar y de relacionarnos con los sectores productivos de
nuestros pueblos, tanto en la esfera material como intelectual. De ese cambio
paulatino y cotidiano que aspira a una nueva forma de actuar en función de
solidaridad y de comunidad, surgirá necesariamente una sensibilidad diferente y
cultivada que nos inspirará obras artísticas de temática más universal y de más
profunda objetividad. Obras que trasciendan el egocentrismo y el narcisismo de
ese lirismo que se pretende incontaminado. Por el contrario, os invito a crear
una obra que se contamine cada vez más con las luchas comunes y esenciales que
buscan la liberación de todos. Nuestra aspiración para lograrlo, debe ser el
desbordar la concepción de una estética desligada de los conflictos
existenciales de carácter socio-político, que pretende acceder a la belleza
esclerosada y abstracta que se hace la ilusión de estar por encima de las
grandes luchas de nuestro tiempo pero que, en realidad, se convierte en un
juego formal que fetichiza las palabras y pretende hacer pasar como profundidad
la oscuridad de sensaciones personales. Se trata de una creación que se
configura mediante una nueva síntesis más compleja entre sensibilidad e
inteligencia y que logre enriquecer esa sensibilidad como capacidad cognoscitiva
“inherente al pensar, al mismo tiempo que está abierta a los laberintos de lo
inconsciente, es decir, de lo onírico, pulsional e instintivo”1.
Considero que la
poesía ofrece dos aspectos que Heidegger, refiriéndose al tema de la esencia de
la poesía en Hölderlin, recuerda la paradoja que éste plantea “al distinguir a
la poesía como ‘esa tarea, entre todas la más inocente’ pero cuyo carácter
lúdico-testimonial de lo que el Hombre es, la torna ‘el más peligroso de los
bienes’”2.
Los griegos daban el
nombre de poesía al conjunto de los diversos géneros literarios, que incluían
el poema lírico, el relato, la novela y la tragedia. A todos ellos los denominan poesía porque en verdad
los diversos géneros artísticos se hermanan (con variaciones) en una
sensibilidad poética común. Entonces, la poesía así concebida era para los
griegos una forma de conocimiento privilegiada y que abarcaba subgéneros como
el poema dramático, el trágico, el poema pedagógico y el poema épico. Esa
variedad de la poesía se ha ido perdiendo para reducirla casi exclusivamente al
lirismo especializado. Los grandes clásicos posteriores a Grecia como
Shakespeare, Goethe, Dante, Quevedo, Schiller y Hölderlin, entre otros,
asimilaron esa preciosa herencia griega, cultivando una poesía reflexiva y
ambiciosa, abarcadora de todo tipo de temas, que sigue siendo paradigma para
los grandes creadores de la modernidad en todas las áreas de la creación
artística, aunque, claro está, con la exigencia de actualizarla. Entre los
poetas que actualizan esa concepción de la poesía, en la modernidad,
encontramos a Whitman, Baudelaire, Víctor Hugo, Paul Valery, Rubén Darío, José
Asunción Silva, Barba Jacob, Neruda, los de la Generación del 27 en España,
César Vallejo y Brecht, entre otros muchos que retomaron y restauraron esa
tradición de la poesía reflexiva, confiriéndole una clara función
estético-social.
Cada vez estamos
menos solos en esa colosal tarea de interrelacionar de manera fecunda esos dos
polos que secretamente se pertenecen: el cosmos (origen y final de todo lo
existente) y la voluble y pasajera naturaleza humana (el logro más completo de
la evolución). Recientemente, el papa Francisco ha lanzado una encíclica que
inaugura una nueva era en la historia de la Iglesia porque está inspirada en
las más nobles tradiciones del legendario cristianismo primitivo, en la
teología de la liberación, en los más válidos aspectos de la pedagogía de los
jesuitas, en la ciencia ecológica y en la sociología marxista, y que entronca
espontáneamente con las tradiciones míticas y ecológico-poéticas de los
indígenas americanos, cuyas intuiciones en esta materia son asombrosamente
anticipatorias y profundas. El sabio pontífice (que acaba precisamente de
visitar dos de los países latinoamericanos con más tradición indígena y de
índole revolucionaria más auténtica) invoca en su encíclica los cánticos del
inspirado poeta, amante de la naturaleza, san Francisco de Asís, quien en su
honda sencillez exalta a todos los seres como hermanos porque están
constituidos por los mismos elementos, aunque en combinaciones innumerables y
grados de evolución diferentes. La encíclica asume con valentía, claridad y
concreción, la crítica del despilfarro, la explotación inhumana y la dramática
desigualdad social propias del capitalismo salvaje, neoliberal y neocolonial, y
llama a todos los hombres de buena voluntad del planeta (sin distinciones de religión,
clase social o partido) a superar este sistema expoliador mediante una
organización social justa que ponga a la naturaleza, en forma racional y
planificada, al servicio del desarrollo cultural y espiritual del Hombre. En
buena hora surge esta inesperada e influyente ayuda, de uno de los sectores más
reacios (y con frecuencia enemigos) al progreso ilustrado de los pueblos como
lo ha sido, con escasas excepciones, el catolicismo ortodoxo. Su difícil
transformación, impulsada desde la cúpula de San Pedro, es un síntoma muy
alentador de que la lucha heroica de los pueblos por una cultura verdaderamente
humanista y universal, está en ascenso nuevamente, y de que, como decía Kant en
sus reflexiones sobre la Ilustración, la Humanidad no puede olvidar las valiosas
conquistas que las revoluciones aportan, aunque aparezcan totalmente derrotadas
por un lapso de tiempo. La clave está en acceder a una plena conciencia de que
el hombre aislado, el misántropo, es impotente e insignificante, de que todo lo
que afecte a los demás terminará afectándonos porque como decía Marx, el Hombre
es un ser social por definición y no por elección. Las “sociedades” atomizadas,
regidas por el individualismo y la competencia, donde el “triunfo” exige muy a
menudo, la humillación y el fracaso de los otros, donde los que más producen
son los que menos reciben, donde son necesarias las guerras para consolidar la
economía y donde las crisis cíclicas inevitables sumen en la desesperación a
países enteros, no tienen futuro. Sólo en una sociedad que merezca el nombre de
tal, que ofrezca posibilidades concretas para dirimir e intercambiar de manera
fecunda y civilizada, las diferencias y las individualidades, se logrará un futuro
común de superación de la especie; y es en la misma lucha por lograrla que
podremos realizarnos y vivir en poesía.
Pero ese saber y esa conciencia tienen como punto de partida la sencilla pero
profunda verdad que trato de expresar en el poema, “Soy los otros” y que dice:
Nada
soy sin los otros
y
cuando juego a ser
– sin
ellos –
solitario
y desolado
quedo
emparedado.
Es
cierto que puedo prescindir
de
muchos d’ellos
pero
nunca de aquellos
necesarios
al
mundo más humano con que sueño.
[1]. Gómez Eduardo, Ensayos de crítica interpretativa… (y)
“Sobre la función estética y social de la poesía”, ediciones Uniandes, Bogotá,
2006, pág. 165
2. Gómez, Eduardo, Ibídem, pág.,
165