Por
Gabriel Arturo Castro*
I.
Carnaval, palabra italiana (carnevale, derivada del latín "carnem
le vale", alteración de "carne levare" -suprimir la carne-
evoca, a su vez, la expresión latina de idéntico significado "carnes
tollendas" relativa al ayuno cuaresmal) con la que originalmente se
designaba a las fiestas populares que se celebraran los tres días anteriores al
miércoles de ceniza y que consistían en bailes, procesiones y mascaradas que
expresaban la alegría y júbilo anterior, previo al retiro ascético de la
inminente cuaresma.
Dicha tradición carnavalesca, cuyos antecedentes habría que buscar en la
cultura grecolatina (Fiestas de Dionisio en Grecia y las fiestas lupercales que
en el mes de febrero celebran los romanos en honor del dios Pan, originario de
la Arcadia de Grecia, a quien se le solía representar con barba y pequeños
cuernos, dotado también de unas patas de macho cabrío, dios de la vida animal y
de la fecundidad, a veces se le confundía con un sátiro), adquiere nuevo vigor
en la Edad Media (las llamadas fiestas de locos y del Asno, o las mascaradas de
disfraces con pieles de animales, como la del Ciervo) y en el Renacimiento
(carnavales de Venecia y Roma).
El carnaval siempre dispuso de un nuevo ordenamiento y constante
interrogación de las jerarquías presentes en la sociedad, lo mismo que de sus
costumbres y convenciones. Las más sagradas prácticas religiosas o políticas se
cuestionaban o ridiculizaban a través de la sátira, la parodia y el juego. La
pirámide de los valores quedaba invertida, la creación y la crítica social
revelaban la intención del poder, la fantasía concebía alternativas tajantes
frente a la disposición de la vida, permitía al hombre relacionarse con la
alegría y la experiencia de generaciones pasadas. Era posible una visión
desenfadada de la vida, la ruptura de tabúes, la exaltación de los goces de la
existencia corporal, del ánimo de existir, la espontaneidad en el comportamiento
y en el hablar, por lo tanto el despliegue de un lenguaje sin inhibiciones, el
carnaval como un "antisistema", según Eugenio Trías.
Origen y destino se entrelazaban desde la práctica del juego,
imaginación y festividad, creatividad y rito de celebración, como lo afirma
Octavio Paz en su ensayo Risa y Penitencia, donde subraya
la subsistencia en todo rito del elemento lúdico vivificador, lleno de sentido:
La frontera entre lo profano y lo sagrado, coincide con la línea que
separa al rito del trabajo, a la risa de la seriedad, a la creación de la tarea
productiva. En su origen todos los juegos fueron ritos que obedecían a un ceremonial. El trabajo rompe todos
los rituales.
Era el tiempo inesperado, alianza de espíritus, explosión de júbilo y de
color, el hombre que se reencarnaba sucesivamente, el Eros que bajaba a
emprender una revuelta o una subversión en el estado de las cosas. Marcuse
señala que si un orden político, ideológico o social impone restricciones al
principio del placer, éste se rebela continuamente, pues el Eros se resiste a
ser domesticado, luchando por impedir el sometimiento de la imaginación y el
juego a los imperativos del rendimiento, la productividad y la eficiencia. Por
encima de estos criterios de orden moral y utilitarista, el juego, el carnaval
y la fiesta responden a demandas profundas.
En el Homo Ludens, el historiador holandés Johann Huizinga, expuso
el postulado del juego como origen de la cultura (considerada por él como la
armonización de los valores materiales y espirituales de la sociedad), ya que
sus fuerzas esenciales (el mito, la ley, el arte, la religión), hunden sus
raíces en el juego. Lo lúdico le da ánimo y significado al hecho creador, lo
fundamenta al conectar lo real con lo imaginario, al marcar la densidad del
tiempo y hacer del espacio una experiencia sentida, la humanización del mundo.
La
imaginación lúdica no tiene un orden fijo, por el contrario, posee una dinámica
y una movilidad que facilita la unión de lo disperso, brindándole cauce,
plasmando formas y proyectándose en sustancias o contenidos.
"La imaginación no es la facultad de formar imágenes de la
realidad, sino es la facultad de formar imágenes que sobrepasan la
realidad", escribe Bachelard.
Así, el hombre se reinventa a sí mismo con la fiesta que imagina: la pluralidad, la diferencia, el
hallazgo, la evocación, puentes para su emancipación y trascendencia. La
fantasía, la conjetura y el sueño, rescatan o reconquistan "la memoria de
los tiempos futuros", confluencia de todo lo que hemos perdido y de todo
lo que esperamos. Es la lucha contra la somnolencia y el olvido, la pugna entre
la máscara y el rostro de la que hablaba Lezama.
Quien no se transmuta se encarcela tras el espejo, no inquieta ni
influye, se repite y con el tiempo muere, banalidad del injerto,
insustanciabilidad del capricho. Así lo afirma Eugenio Trías:
"La idea de "persona" debería sustituirse por la idea de
"máscara" o "disfraz", pues la persona o el yo esconde bajo
su aparente unidad una multiplicidad. Bajo el yo indiviso se esconde multitud.
Cada uno de nosotros encierra, por tanto, una multitud de máscaras. No hay
unidad sino desdoblamientos y travesti".
II.
La desaparición o el ocaso de la actitud lúdica ha señalado un
debilitamiento de la capacidad de nuestra civilización para la fantasía y la
fiesta. Sobre la historia de la aventura espiritual del hombre yace un abismo,
la predicción fácil de las acciones, la impotencia para la crítica, la venia
ante el poder cada vez más irresistible dentro de una sociedad orientada al éxito
y al dinero, arbitrariedad del pensamiento que dividió la política de la
imaginación y reprimió la segunda como una actividad improductiva bajo las
leyes del mercado, la lógica occidental, la epistemología, la mass media y la
cultura capitalista de esta larga época.
Es que la mentalidad planificadora sólo acepta la presencia de lo útil,
el rendimiento y el récord, tal como señala Jean Duvignaud:
El pensamiento de nuestro siglo rehuye lo lúdico, se empeña en
establecer una construcción coherente donde se integran todas las formas de la
experiencia reconstituidas y reducidas mediante sus categorías. Se ha
emprendido un enorme esfuerzo por escamotear el azar, lo inopinado, lo discontinuo y el juego. La función, la estructura, la institución,
el discurso crítico de la semiología sólo tratan de eliminar lo que les aterra.
Antes el realismo cartesiano había identificado la imaginación con
maleables fantasías. Pascal la llamó la amante del mundo, engaño del hombre,
error y duplicidad, "este soberbio poder, el enemigo de la razón".
Años después, Sartre, escribiría que la imaginación pertenece al campo
irreflexivo, el lugar donde no es comunicable el pensamiento. Los objetos son
para Sartre seres irreales que escapan a las leyes del mundo y a toda medida
del mundo, magia, decía el filósofo francés, creencia, vacío, no ser, ausencia,
desequilibrio, fetiche, antimundo. Semejante postura, llamada por Peña Vial
como "primitivo enfoque respecto a la imaginación", sin
embargo, tras su fondo de fobia y fijación ideológica, y sin proponérselo, le
concede a la actividad imaginaria los elementos para ahondar radicalmente en lo
real y decirnos lo primordial, el origen de las cosas, el cauce, la comunión
muy lejos de la evasión y la huida, más allá del caos y la dispersión.
La imaginación ilumina la realidad, no la sustituye, ya que siendo una
labor creadora intenta determinar ese espacio "concentrado en el
corazón de las cosas", inventando, según Bachelard, "una nueva
vida, un espíritu nuevo, un nuevo tipo de visión".
III.
La imaginación y la ficción deben en la práctica modificar al hombre a
través del poder espiritual y cognitivo de la palabra, por medio de su eficacia
de liberación. Lo lúdico, la disposición alegre, el modo festivo y carnavalesco
de la expresión creadora tiene su lugar en la desmitificación del pensamiento y
acciones humanas.
La creación aquí rompe las convenciones y las normas que reprimen toda
manifestación y celebración del Eros, de la vida libre. E igual, su elemento de
exceso, lo orgiástico, pone de manifiesto los contrastes de la existencia, la
crítica de los acontecimientos que la hacen posible.
Se desmitifica lo que antes se había mitificado por medio de la
domesticación de las ideas: héroes, juicios, acontecimientos históricos,
pintorescas figuras atadas al poder, producto de la inercia y del temor humano
y que son transformadas por la fuerza liberadora del elemento lúdico.
Lo carnavalesco, por ejemplo, desde la literatura universal se da en Aristófanes como la articulación de una
comicidad genuina que da cuerpo a su vez a una abstracción crítica. Las
Ranas presenta a un débil Dionisio, fanfarrón, dispuesto siempre a
acudir donde oiga hablar de banquetes y danzarinas, pero tembloroso ante los
seres del Infierno. Y qué decir de la fuerza humorística de Francois Rabelais,
su prodigioso dominio del lenguaje, la sátira con aires grotescos anclados en
la farsa medieval, la cual cuestionaba el comportamiento eclesiástico, la
cultura pedante y la hipocresía social. La sociedad era su objeto de parodia y
travestí, motivo de la inversión carnavalesca, ya que ninguna costumbre quedaba
libre del ridículo. Los vicios, las tonterías, las estupideces y las
injusticias se presentaban para ridiculizarlas y despreciarlas, mezcla de risa
e indignación.
La escritura carnavalesca podía burlarse de las leyes, de los políticos,
de los asuntos del Estado, de los mediocres, de la seriedad de los hombres y
las instituciones, la rigidez y la jerarquía. La risa puede más que la ira,
decía Nietzsche.
Lo lúdico y lo festivo poseían la capacidad de subversión de valores y
categorías. Incorporaban la blasfemia, la obscenidad, la ensoñación, la
realidad trastocada y disfrazada. Recordemos la sexualidad satírica en el
episodio de Circe del Ulises de Joyce; los relatos de
Swift que desinflan a los héroes, a los impostores y habladores, e igualan a
los hombres humillando a los poderosos; el mundo real cuestionado, volcado
cabeza abajo en Alicia en el País de las Maravillas y el gusto de Carroll por
la paradoja y el absurdo, inspiración, locura y crueldad con los
convencionalismos, prejuicios y tradiciones de la sociedad, intención que
también podemos encontrar en La Verdadera Historia de Luciano, La
Granja de los Animales de George Orwell; El Tambor de Hojalata
o Años
de Perro, novelas de Gunter Grass y su empecinado modo del vivir
contemporáneo.
Lo grotesco realiza una interrogación a la pretendida racionalidad,
armonía y orden de las relaciones sociales en determinadas circunstancias
históricas; la parodia enjuiciaba el código de valores ideológicos y estéticos
de la sociedad mediante la imitación irónica o burlesca de personajes,
afirmando su propia visión del mundo, una nueva estética y un nuevo lenguaje; y
el absurdo, el cual fue un concepto clave de la filosofía existencialista, de
orden metafísico y moral (Dostoievski, Kafka), o de ruptura de convenciones
tradicionales, juego de escarnio que delata las dificultades insalvables de la
comunicación (Ionesco, Beckett), herederos de la tradición de Alfred Jarry (Ubú
Rey) y su aspecto caricaturesco y de farsa en sus personajes, del
onirismo surrealista, de la concepción de Artaud (el efecto repulsivo del
espectáculo teatral), de la novela de Kafka, Joyce y Carroll, y del absurdo
satírico de Max Frish, Arthur Adamov o del teatro socialmente combativo de Jean
Genet. Hoy existen motivos para decir que el talante festivo, lo lúdico, lo
carnavalesco y sus dimensiones han quedado restringidas y empobrecidas "en
las márgenes de una cultura todavía gregaria, alimentada de la ilusión de
identidades y personalismos".
La
crítica, la sátira, la sublevación de la palabra ya no existen, se da paso, por
el contrario, a la conformidad del creador o a la represión de sus facultades
imaginativas y reflexivas. Sólo importa la sobrevivencia, la rutina, el acomodo
a las circunstancias, la servidumbre utilitaria, la mirada común que el poder
impone, su orden instrumental, sus programas, su tiempo oficial, su
administración, su coacción de la necesidad, su "plan de campaña
dirigido contra todo lo que queda de taciturno en la existencia".
*Poeta y narrador
colombiano