El extraño mundo de Chernobyl

Foto de Enrique Moya, derechos reservados

El escritor austriaco-venezolano residenciado en Viena,  Enrique Moya, nos envía el siguiente artículo donde plasma con brillantez la oscura experiencia de visitar la zona del desastre radioactivo ocurrido hace 30 años.

Por Enrique Moya


Todo lo ciertamente relevante sucede en el bucólico pueblito Chernobyl a un nivel infinitamente invisible, a lo que no es posible tomar fotos. Pero los efectos de ese enemigo impalpable letalmente efectivo, la radiación, están a la vista desde el 26 de abril de 1986. Apuntes y fotografías de un viaje a Chernobyl y a la urbe fantasma de Pripyat, que en su época más gloriosa fue llamada “Ciudad del futuro”

1.
Iván y María, campesinos evacuados de la zona la semana de la catástrofe nuclear de Chernobyl, en abril 1986, regresaron poco después. Y en el perímetro interior de la Zona de Exclusión viven desde entonces. Siempre habían vivido aquí. No conocían otros campos más que estos. No tenían alternativa que volver.
Iván y María cultivan un huerto; se enorgullecen de los frutos que produce. Iván es fanático de las papas, rábanos, manzanas y demás productos de la tierra. No invita a probarlos porque intuye el espanto de sus visitas. Él sonríe y dice (en broma) que luego de comerlos, se siente rejuvenecido. Su esposa María, al lado, con un palo de escoba como cayado, permanece circunspecta, no dice nada; de cuando en cuando mira de reojo a su marido. El silencio de esta anciana preocupa a cualquiera.
Iván muestra las hortalizas, legumbres y frutas que siembra, luego cosecha. Sólo ellos las consumen, porque el producto radiactivo de esta tierra generosa es como el cariño verdadero, ni se compra ni se vende. Detrás del huerto de Iván y María hay una laguna a tope de peces, que él pesca y, por supuesto, ambos comen. Al no tener más enemigos naturales que estos dos ancianos, se reproducen y desarrollan en tamaño sin control alguno. Un fruto que crece silvestre en toda la zona de Chernobyl, como el mango en el Caribe, es la manzana. Las de Iván son levemente radiactivas. Como no planeo tener más descendencia, me han parecido muy sabrosas.

2.
Un soldado ordena levantar la barrera del Check Point. Número y rostro de mi pasaporte han coincidido con la lista de autorizaciones que tiene en mano. El extraño mundo de Chernobyl abre sus puertas un día, azul y soleado, del mes de julio.
No es el único Check Point de la travesía: Chernobyl es zona militar dividida en secciones radiactivas. El paso de una sección a otra, repite el ritual del pasaporte. Nadie puede penetrar sin autorización el perímetro de exclusión. O nadie puede salir de él si, por imprudencia, ha resultado contaminado de radiación. Las alcabalas militares disponen –llegado el caso– de casetas Geiger de paso obligatorio, de aspecto parecido a las de control de metales en aeropuertos. También de duchas y lavadoras especiales donde eliminan –eso dicen– la radiación del cuerpo y la ropa.
Mi primera línea de defensa es un aparato amarillo con el signo de peligro radiactivo (del tamaño y forma de un viejo celular Nokia): el contador Geiger alquilado para la ocasión. Dispositivo con idéntica función a los canarios en una mina: alertar que el nivel de radiación no ponga en peligro la salud o la vida. Los pitidos registran la cantidad de roentgen/hora en el ambiente. Se mantiene estable oscilando entre 0.07 y 0.09. Nada para asustarse. Hay zonas de Chernobyl en los que el aparato entra en frenético trance. La advertencia es clara: hay que alejarse del lugar sin dilaciones. En ciertas áreas, cuyos árboles y terrenos continúan bastante contaminados, se dispara hasta 13.70; y puede llegar hasta 24.80 en algunas zonas aledañas al reactor nuclear. Curiosamente, en la puerta principal de la Central Nuclear el Geiger apenas deja oírse; pero 10 metros a la derecha, señala 3.58. El conocido como Bosque Rojo, es otra historia: pasearse por allí puede resultar en extremo peligroso; fue sensato evitar tan mortífero jardín. Los gatos y perros de la zona registran, según mi contador, entre 0.11 y 0.12; las manzanas y duraznos cerca de 0.13; algunas casas y juguetes abandonados hasta 0.91. En otras zonas, el contador enmudece automáticamente; un par de pasos después comienza de nuevo el conteo. Los primeros en llegar a la zona el día de la catástrofe fueron los bomberos de Pripyat. Los restos de estos hombres, metidos en ataúdes especiales de concreto armado, siguen siendo bombas radiactivas de alto poder. Aun lejos del lugar de su sepultura, el Geiger pasa de estado alarmante a estremecedor. Mala idea acercarse: de nada les ha servido ser ahora héroes nacionales.
De mi paso por Chernobyl llevo un certificado expedido por las autoridades militares, luego del registro Geiger de salida: he recibido 0.008 de radiación, una firma ilegible lo confirma… ¿He de tomarme en serio tal diagnóstico si llevo más de 48 horas caminando por un lugar más radiactivo que al anterior? En la Zona de Exclusión no hay lugar totalmente a salvo de la antigua furia del reactor.

3.
El Check Point más esperado de la travesía da entrada a la ciudad fantasma de Pripyat. En su época más gloriosa llamada Ciudad del futuro. Asemeja a una Brasilia de vida útil caducada, devorada por un futuro entrópico de naturaleza y anarquía.
Las primeras avenidas y edificaciones revelan los muchos huracanes que han pasado por aquí. Aparte del nuclear, el vandalismo humano se ha aplicado a fondo en saquear o destruir los corotos y propiedades que dejó la gente en su vertiginosa huida de 1986. El otro huracán es de carácter natural: la vegetación ha tomado por asalto esta otrora emblemática ciudad soviética. Autopistas que se pierden en la jungla; calles ciegas de matorral; columpios sin algarabías; postes de luz camuflados de abedules; cafés sin café; teatros sin actores; pianos sin Tchaikovsky; colegios vacíos de alumnos; piscinas olímpicas sin atletas… tiovivos y norias oxidadas de tristeza. En el que fuera el correo yacen, al lado de musgo y maleza, miles de postales y cartas que nunca fueron enviadas o recibidas. Testimonios de apegos y cariños que hace tiempo murieron de radiación. Sólo los retratos de Lenin, dispersos por toda Pripyat, parecen haber sobrevivido la catástrofe nuclear y el posterior derrumbe soviético.
El porqué la vida se reproduce de forma tan tenaz e imparable en los ambientes más inconcebibles y extremos del planeta, es un misterio. En este lugar ahora habitan árboles, arbustos, plantas de todo tipo. Miles de manzanos, durazneros, matas similares al cafeto (de sabor amargo, delicia de los insectos), etc. Los animales silvestres pastan y han hecho de los apartamentos e instalaciones urbanas sus hogares. Los caballos abandonados en la zona se han vuelto manadas salvajes, y pueden atacar a mordidas en caso de sentirse amenazados. Es frecuente encontrar huellas de lobos, que han hecho de los apartamentos de Pripyat sus nuevas guaridas. Soldados atestiguan haber visto osos que se creían ya extintos. Y millones de hormigas. Para los seres vivos no humanos las zonas radiactivas de Chernobyl se han convertido en un auténtico paraíso.


Foto de Enrique Moya, derechos reservados
4.
Chernobyl ha desarrollado su propia mitología. Antes de la caída del bloque soviético (oficialmente ateo), los ciudadanos rusos y ucranianos practicaban en secreto el cristianismo ortodoxo. Así, quienes vieron los primeros rayos de la explosión del reactor nuclear –fabulan– murieron incinerados en el acto; de ellos sólo se encontraron las cenizas. Chernobyl no escapó al castigo de Sodoma y Gomorra: Dios no encontró un solo justo entre tanto comunista.
La radiactividad –afirman otras leyendas– ha hecho crecer los peces de las lagunas y los ríos hasta alcanzar dimensiones mitológicas: bocachicos o cachamas exsoviéticas del tamaño y forma de un Kraken. Ciertamente, hay bagres enormes en los ríos de la zona alrededor del reactor nuclear (que enloquecen por el pan), pero similares en tamaño a los que circulan en los ríos caribeños.
Una parte de quienes se acercan a Pripyat son los fanáticos del Chernobyl Diaries, (norteamericanos en su mayoría) que esperan encontrarse con lobos de dos cabezas, gatos con más de siete vidas, hormigas del tamaño de un hámster; papas grandes como calabazas y cebollas más jugosas que un limón. Pero lo más extraño que puede encontrarse es el cadáver de un perro momificado (probablemente por la radiación) en el piso 11 de un edificio abandonado en la ciudad fantasma de Pripyat.

5.
Como la mala yerba que crece en toda la Zona de Exclusión, también el turismo ha encontrado un nuevo lugar para florecer. La misma agencia que llevó a un fotorreportero inglés que conocí a mi paso por Tokio en agosto pasado, organizó –a recomendación suya– el viaje que me trajo hasta aquí. Él venía de fotografiar las zonas adyacentes al reactor nuclear de Fukushima, para una publicación especializada: desde el accidente japonés, el pueblito de Chernobyl ve en Fukushima una ciudad hermana, y sus autoridades han erigido un recordatorio dedicado a la desventura nuclear nipona.
En los últimos años estas agencias de turismo han proliferado. Aparte de las dos o tres en Ucrania, hay sucursales en Inglaterra, Alemania y USA. Al no ser científico, militar o empleado de la central, no hay otra opción que contratar estas agencias autorizadas para entrar a la zona, siempre de la mano de un guía. El viaje en solitario, el trekking de riesgo o el footing paisajista, están absolutamente prohibidos. Atravesar el perímetro de exclusión militar sólo es posible con un permiso gestionado con prudente antelación, y que puede ser denegado por las autoridades de Kiev. En el último año, debido a la guerra entre separatistas rusos y el ejército ucraniano, los procedimientos de seguridad para entrar a la zona se han hecho más cautelosos.


Foto de Enrique Moya, derechos reservados

6.
El mundo parece ignorar que la Central Nuclear de Chernobyl (su nombre verdadero, V. I. Lenin), aunque inútil e inservible, sigue, y seguirá funcionando probablemente hasta el fin de nuestra civilización sobre la tierra. Ignora, además, que el ser humano continúa aquí, dando la batalla ante un enemigo súper poderoso e invisible: hoy viven en la zona un ejército de técnicos, obreros, científicos y militares (más el personal civil que los atiende) encargados de que el potencial apocalíptico que aún representa esta central nuclear no se convierta en otra catástrofe peor que la anterior. También habitan los ingenieros, constructores y obreros del nuevo sarcófago que mantendrá enterrado por algunas décadas más el letal contenido que yace en las entrañas del reactor.
En los poblados externos a la Zona de Exclusión se producen, ingieren y comercian entre vecinos alimentos afectados por la radiación. Lo peor de la tragedia para la salud –dicen– ya pasó. La estadística, dependiendo del parámetro (científico o político) tomado, arroja resultados contrapuestos. Los políticos se cuidan de las indemnizaciones. Dada la escala inédita del desastre, los científicos no deciden cuál modelo de referencia tomar para emitir un veredicto: ¿Nagasaki?, ¿Hiroshima?, ¿las pruebas nucleares francesas en el Pacífico? Está por verse si las generaciones futuras de toda esta zona nacen genéticamente intactas. Desde el punto de vista de la salud lo ocurrido en este lugar se ha convertido en un enigma.
En el sereno y bucólico pueblito de Chernobyl las calles permanecen vacías. Todo limpio y en su lugar. Los edificios administrativos están bien mantenidos y pintados. También hay colegios y parques bien conservados pero vacíos: la veda a los niños durará al menos 25 mil años. De cuando en cuando militares en traje de camuflaje se dirigen al par de tiendas de venta autorizadas para operar en la zona, cuyos artículos (comida, bebidas, etc.) son traídos desde lugares lejanos.
Todo lo ciertamente relevante sucede en Chernobyl a un nivel invisible, nanométrico, no del todo comprensible para la mente humana. En este lugar, el insólito mundo de la materia reveló una pequeña parte de sus poderosos secretos.


(Este artículo fue publicado originalmente en el Papel Literario de El Nacional, Venezuela)