Por Enrique Moya
Fotografías © Enrique Moya
Entre
el idealismo y la espiritualidad, la fascinación y los clichés, India, país de
misterios y maravillas, posee otras facetas difíciles de adjetivar. El
escritor austriaco-venezolano Enrique Moya, hace un agudo retrato
periodístico de su viaje del norte al sur de la India.
(Prohibida la reproducción total o
parcial por cualquier medio de este texto y la reproducción de sus fotos sin el
permiso expreso de su autor, de acuerdo a las leyes internacionales que rigen los
derechos de autor).
1.
Swapan vive con su
mujer Lalasa, dos hijos y suegros. Si su karma fuese distinto ambos, de notable
atractivo físico, podrían ser estrellas de Bollywood. Pero la función que sus
dioses les ha asignado en esta vida consiste en construir chinas (de gran calidad y
belleza según puede constatarse) para matar roedores o palomas. A fin de
redondear las ventas del día también piden dinero en la calle. Como ocurre en
algunos lugares de Asia y África, Swapan ha descubierto que dejarse tomar fotos
puede formar parte del ingreso familiar. Así, una vez abonado un monto
solidario, comienzan los disparos sin casting ni poses deliberadas.
No recuerdan desde
cuándo viven en las ruidosas calles de Bombay. Restan importancia a la
eternidad que debe suponer vivir “desde hace tiempo” rodeados de smog y
suciedad. La historia que los ha traído hasta aquí no difiere de las tantas que
por millones habitan en otras calles del mundo. Lo importante es que Swapan
conoció a Lalasa, madre de sus hijos, recogiendo basura plástica de la calzada
para venderla a las recicladoras. Habitan debajo de la autopista que lleva al
aeropuerto, por lo que su chabola sin techo es un rectángulo de telas a modo de
paredes. Allí están sus pertenencias: la ropa en bolsas de plástico, las ollas
y otros utensilios. En la carretilla de dos ruedas, en la que trasladan su vida
entera, hay una suerte de nido hecho con sábanas donde reposa el bebé de la
manada.
Cada dos días pasa un
camión cisterna que se dirige a otro lugar de la ciudad. Y en un apresurado
acto de solidaridad, casi sin detenerse, les permite tomar agua gratis. La
familia llena de prisa los tobos. La atractiva mujer de Swapan, la más coqueta
de esta familia de nómadas urbanos, aprovecha para darse una mini ducha abriendo
el chorro en la parte trasera del camión. Se lava los pies, los brazos y los
puntos cardinales de su feminidad. Luego pasa la mano mojada tres veces por su
pelo y dos por su cuello. Sorprende lo guapísima y a punto que puede ponerse
una mujer en menos de un minuto.
Swapan y Lalasa no
tienen ni, probablemente, nunca tendrán seguridad social ni apoyo del gobierno;
pero no improvisan historias para inspirar compasión, ni rumian quejas o
resentimientos. La paradoja de esta vida –o este karma, según se vea– es que
cada día “al salir” encuentran un paisaje distinto y conocen gente nueva que,
como ellos, viven hoy en un lugar y mañana en otro. No es que les guste la
existencia que llevan, pero parecen padecerla con buen ánimo y asombrosa
dignidad.
2.
En Mysore se
encuentra la sede del Central Institute of Indian Languages, CIIL, centro
dedicado al estudio científico de las lenguas del país. Sitio de reunión de
académicos, lingüistas, doctorandos e investigadores. El CIIL parece el lugar
indicado para aclarar uno de los misterios más fascinantes de India: cuántas
lenguas maternas existen en su extenso territorio.
Unos lingüistas
afirman, otros refutan. El censo de 1961 ofreció una cifra de apariencia
definitiva: 1.652 lenguas maternas. Pero entonces no existían estudios
científicos sobre el tema ni metodologías de campo para realizar una tarea tan
vasta como compleja. De lo cual se deduce que en esa cifra podrían haber sido
incluidos muchos dialectos y, quizá también, jergas estructuradas de la India
profunda.
El People’s
Linguistic Survey of India 2013 señala 780 lenguas maternas vivas. En una
charla de café –sin ánimo científico– un profesor del CIIL eleva la cifra a “un
poco más de 850”. Hay 22 lenguas oficiales para usos legales y administrativos
nacionales; pero no existe un idioma nacional, aunque el hindi y el inglés
pretenden funcionar como tales en todo el territorio. Los intentos del Gobierno
para establecer el hindi como lengua materna nacional, han sido obstruidos por
la indomable resistencia de las regiones. Solo en Bombay se hablan cerca de dos
docenas de lenguas maternas. Puede darse el caso que en un barrio se hable un
idioma y, a pocas cuadras, en el mismo barrio, se hable otro diametralmente
diferente. Las zonas suburbanas de Bangalore, Chennai o Delhi, también tienen
sus propios registros lingüísticos de construcciones gramaticales distintas y
distantes del hindi.
Para efectos del
Censo Nacional el Gobierno solo considera idioma el hablado por un mínimo de
10.000 personas, lo que reduce su número a 108 (Censo 1971), haciendo peligrar
la existencia de las restantes. En algunos lugares, una aldea o solo una
familia, continúan hablando un idioma ancestral de características únicas.
Toda India es un
laboratorio para estudiar cómo nacen o mueren las lenguas. El Old English que con el
tiempo ha adquirido una fuerte idiosincrasia sintáctica, lexicográfica y, desde
luego, fonética, permite a algunos expertos hablar de un idioma nuevo.
Curiosamente, en
países del África Occidental (zona donde existen cerca de trescientos idiomas),
además del inglés oficial, se usa un tipo de inglés-esperanto callejero similar
al Old English
(impenetrable para un English-Speaker)
denominado Broken English.
Y, más precisamente, en Nigeria existe el Nigerian
Pidgin (una especie de Broken
English aún más complejo) cercano en su imaginativa construcción al
Old English de
la India.
El citado estudio,
People’s Linguistic Survey of India, afirma que en el último medio siglo 220
lenguas maternas de India han obtenido el certificado de defunción
(principalmente de etnias nómadas o con estigma de casta). Y 150 más esperan
recibir el suyo en los próximos 50 años.
La aritmética
lingüística, sin embargo, no termina de cuadrar. Ningún científico indio
arriesga estadísticas definitivas.
3.
Pooja es yogīnī, o, es decir,
maestra de yoga. Vive en una zona acomodada de New Delhi, en casa propia de dos
pisos. Su servidumbre consta de siete personas que se ocupan de ella y su
única hija. Uno de los sirvientes tiene como misión única preparar el té,
nada más. Y una joven de modales adiestrados no hace otra cosa en esta casa que
servirlo. Una señora asume como única faena cocinar. Otra mujer se
encarga de la mesa y de las compras. Una pareja –marido y mujer– se encomienda
a la limpieza. Y, por último, un anciano al cuidado del jardín. La casa es
grande; tiene un anexo. Todos viven allí.
Podría parecer que
Pooja es mujer acaudalada. Pero no. Ella pertenece a esa franja de la clase
media india que lucha cada día por no perder status. Y los bajísimos salarios
que reciben las castas inferiores que le sirven, le ayudan a mantenerlo. Los
verdaderamente ricos de India, de castas muy por encima de la suya, poseen
decenas de pajes y camareros, y celebran sus acontecimientos fundamentales en
Dubai, París o Barcelona: en aviones fletados transportan cientos de invitados,
cada quien con su amplia comitiva de sirvientes.
Naturalmente, una vez
por año Pooja viaja también a Europa. Dicta workshops de yoga y realiza retiros
de meditación en Suiza y Alemania. Acaso algún día aspire, como los grandes
gurúes de la segunda mitad del siglo XX, a tener su Roll-Royce y darse lujos
extremos a la manera de Osho. Después de todo, hay que disfrutar en esta vida
lo que, eventualmente, en otra futura pueda no tener. Y considerando que las
vidas anteriores de sus sirvientes acaso fueran como la de ella en esta, Pooja
no se corta para ejercer a plenitud los privilegios que genera tener tanta
buena suerte. O, vale decir, tan buen karma.
Tiempo atrás, antes
de dedicarse de lleno a la meditación, Pooja fue profesora de literatura
inglesa en un college
de la ciudad de Agra. La escritura, pues, no le es ajena: le han publicado
recientemente su segundo poemario. Leo sus versos. Tienen dedicación y buen
ritmo. Pooja sabe cuándo un texto ha alcanzado su propia forma y trascendencia,
y ahí lo deja. El contenido de sus poemas, no obstante, es el que cabría
esperar de una profesional de la meditación: Shiva, el ser, Krishna, el ir y
venir del karma... Esto es, asuntos propios de su oficio. Esta previsibilidad
propicia la duda crítica de si su escritura es literaria o una prolongación de
sus rezos.
4.
Un hecho de
apariencia burocrática puede ayudar a entender la vasta complejidad cultural de
este país: desde la independencia intentan cambiar los nombres dados por los
ingleses a sus ciudades. India es un inmenso mosaico de naciones, castas,
tribus; un colosal laberinto de Babel. Todas esas variables, juntas o
dispersas, deben ser consideradas antes de realizar un movimiento de aparente
simplicidad administrativa.
Parte del envite se
centra en la toponimia de las ciudades, que se ha nutrido de significados y
giros dialectales a través del tiempo. Precisar el referente desde el cual el
nombre de una ciudad se originó, es el primero de los retos: cuál es su mito
fundador; si proviene de una diosa o de un demonio; de cuál idioma partió su
significado actual; si el funcionario colonial británico no halló en el (muy
limitado para India) alfabeto inglés, la transliteración adecuada para un tal
sonido; si la fonética postcolonial del nombre coincide o no con la
pre-británica, etc. En India no aclarar tales extremos puede tener
comprometidas consecuencias.
Prototipo de
problema: la ciudad de Mysore, cuya etimología es mitológica, era el antiguo
hogar del demonio Mahişāsura, asesinado luego por una diosa. Ese asesinato
legendario de algún modo también afectó la realidad reconfigurando, a través de
los siglos, su nombre, sonido y carga semántica. Los funcionarios de la corona
británica ante tal complejidad pusieron de lado mitología e historia y acuñaron
“Mysore”, de acuerdo a los primeros sonidos que les pareció escuchar de los
locales. El futuro nombre de la ciudad, “Mysuru”, ya fue aprobado en el 2005
por el Gobierno Nacional, pero sigue en veremos. Y lo que podría parecer una
década de dejadez burocrática es, por el contrario, una muestra de cómo se
administran las sensibilidades culturales, religiosas y lingüísticas en el
país.
Ante un pueblo atento
a los significados y sutilezas semánticas que rigen desde hace siglos su crisol
cultural, es prudente escrutar la lógica lingüística de los taxistas oriundos:
“No es Bombay; sino Mumbai. Bombay, es el British
name”, corrigen. Sea que Madrás ya no es Madrás sino Chennai; que
ya no es Calcuta, sino Kolkata, los taxistas y vendedores locales las llaman de
una manera y otros, de otras.
5.
Aún es oscuro
mientras el bus se dirige a la estación de trenes de Bangalore, capital
tecnológica del sudeste asiático. Siluetas pululan en todas direcciones en una
carretera sin alumbrado: para cientos de millones de trabajadores indios la
faena comienza y termina siempre de noche.
Llegada a la
estación. El sol ha empezado a iluminar una realidad menos mística, menos
espiritual, que la que exploradores británicos pre-coloniales u occidentales
postcoloniales en busca de una espiritualidad no cristiana nos prometieron con
sus bitácoras de viaje llenas de color local y fantasía oriental.
La mítica figura de
Gandhi estableció en Occidente una manera de pensar la India, sublime, espiritual,
entregada. Pero como sujeto sublimado más allá de sus fronteras, India nunca ha
dejado de pertenecer a la mitología fraguada y perpetuada por los brahmanes.
Así, la ideación espiritualista sobre un país donde reina más el materialismo y
la injusticia que la espiritualidad, se superpuso como palimpsesto escritural
en libros y reportajes. No tardó la meditación trascendental en convertirse en
producto de exportación para occidentales en busca de religiones más
interesantes.
Tomo nota que en
medio de tanto despojo, aunque modesto de ropas, parezco vestido como para una
gala, cuando hay quienes con solo un pedazo de sabana sucia cubren sus partes
pudendas. Todos miran a este forastero como un habitante de otro planeta. Debo
cambiar de vestimenta apenas sea posible. No puede uno lucir como aparente
acaudalado entre la pobreza que reina por las calles de la ciudad más
tecnológica y vanguardista de India, Bangalore.
6.
El Departamento de
Lenguas, Lingüística y Literatura de la Universidad de Mumbai (“antes
Universidad de Bombay”, aclara una profesora) está en una ciudad universitaria
de edificios con filtraciones que hace décadas no conocen lo que es una mano de
pintura.
Una de sus aulas de
paredes raídas y bancos de madera, al modo de una escuela rural
latinoamericana, me recibe. Hay que tener muchas ganas de estudiar nuestro
idioma para venir a este lugar a tomar clases de castellano y literatura.
La interacción con
los alumnos revela lo poco o nada que saben los indios sobre América Latina.
Algunos ítems del paper
de trabajo: “Literatura e importancia histórica de la India en la América
hispanoparlante” ofrecido a los alumnos de esa universidad, se enuncian a
continuación (obviedades que los lectores eruditos bien pueden saltarse):
–La palabra indio se integró a nuestro
idioma (adquiriendo con el tiempo negativas representaciones), pues se pensó
haber llegado a algún lugar entre Orissa y Andhra Pradesh, y no a Santo Domingo
(República Dominicana) o Macuro (Venezuela).
–Un dislate
cartográfico por poco hace que Tenochtitlán fuera llamada Nueva Madrás, y Cuzco, Nueva Jaipur de las Indias
Occidentales.
–Es dado especular
(vista la estrecha similitud) que la corona española de entonces, haya copiado
el sistema de castas indio para la administración de sus colonias americanas.
–Hace siglos los
hindúes fueron emparentados con una América de la que hoy en India solo parece
existir el relato estadounidense.
–Sin la fragancia del
sándalo y las codiciadas especias en Europa, Cristóbal Colón no hubiese hecho
esfuerzo alguno por descubrirnos.
7.
Delhi rivaliza con
Yakarta (Indonesia) por ser la más sucia y ruidosa del orbe. Está dividida en
New Delhi (invento británico) y Old Delhi, la centenaria ciudad original. New
Delhi pretende ser cosmopolita, pero los mismos delhiítas no saben qué de bueno
podría decirse de ella. Mis amables anfitriones atinan, luego de meditarlo,
“artificial y aburrida”. Old Delhi no es un caos distinto, pero su atmósfera
sin ínfulas es más atractiva y maravillosa: de cuando en cuando un vecino
sorprende saliendo de casa con su elefante para llevar al chico al colegio.
La gente de Old es
más cálida y relajada que la de New. Old, es también el mejor lugar de la
ciudad para practicar el mágico y antiguo arte oriental del regateo entre
compradores, artesanos y agricultores venidos de toda Uttar Pradesh con el
producto de sus afanes. Si bien en Old Delhi el tema sanitario es tan precario
como en toda India, y las enfermedades contagiosas pululan en cada tenedor o
cuchara, en sus chiringuitos ambulantes se encuentra la que es, probablemente,
la mejor gastronomía callejera de todo el planeta.
(Este artículo es publicado conjuntamente por el Papel
Literario de El Nacional de Venezuela)