Pier Paolo Pasolini
Por Rodolfo Alonso *
(Poeta, traductor,
ensayista argentino)
Fue asesinado el 2 de noviembre de 1975. Ya han pasado cuatro
décadas y, sin embargo, su memoria continúa tibia, encendida. Si tuviéramos que
preguntarnos por lo que mantiene aún hechas brasa a sus cenizas, no tendríamos
sino que acudir a una de sus propias palabras recurrentes, la que utilizó
inclusive en alguno de sus títulos: pasión. Y aunque causáramos todavía la
extrañeza de algún que otro extraviado en la tramoya de los géneros, ésos
mismos a quienes, de vivir él, hoy, no ahorraría ninguno de aquellos urticantes
epigramas suyos con nombre y apellido, esa pasión encontró su fuego y su fondo
y su forma en la poesía.
Es verdad que el
ensayo, la novela, el cine, la polémica, la crítica, el panfleto, la ironía y
la injuria fueron algunas de las muchas apariencias que adoptó su insobornable
pasión poética, pero ¿cuál de esos textos-imágenes o imágenes-textos puede
alcanzar por ejemplo la densidad cabal, la grave hondura, la dolorosa belleza
de sus indelebles versos “A las campanas
de Orvieto”?
No se negó a
experiencia alguna, ni se negó a ningún combate. Heredero poco complaciente de
una gran literatura y de una envidiable conciencia civil, devolvió al mejor
neorrealismo su contacto con las nuevas asperezas en “Accatone” o “Mamma Roma”,
despabiló a no pocos clericales con su “Ruiseñor
de la Iglesia Católica”
pero también reintegró un profundo sentido místico y humano al mejor
cristianismo con “El Evangelio según San
Mateo”, supo recuperar la saludable rugosidad primitiva de los clásicos
griegos en su sabroso “Edipo Rey”,
teorizó siempre entre “Pasión e ideología”,
fue capaz de inquietar a un comunismo ya tan poco dogmático como el italiano
dialogando fecunda y libremente con “Las cenizas
de Gramsci”. No dejó insulto, ofensa o diatriba sin devolver. Y se sentía
fieramente orgulloso de que su propio rostro, de agudos planos cortados a pico
con sólida prestancia francamente popular, le diera un parecido con Sekú Turé,
entonces Presidente de Guinea.
Vio la luz en Boloña,
pero sus raíces estaban en el viento. En el viento de Italia, que es África en
el sur y Europa en el norte. En el viento del cambio y del nomadismo con que
obligaron a su infancia los oficios de su padre. Nació en 1922, el año de “Trilce” y del modernismo brasileño. El
año del “Ulises” y de “Tierra Baldía”, el año de la muerte de
Proust. Pero también el año que siguió a la represión del Ejército Rojo contra
los obreros revolucionarios de Kronstadt, o el año mismo de la Marcha sobre Roma, aquella
caminata ostentosa que dio pie a los veinte años siniestros del fascismo. Su
estrella aparecía entonces indisolublemente ligada con la historia, vivida ya
no desde las bases sino desde el subsuelo, el humus mismo y a la vez fecundo
pero también contradictorio de una inestable y tornadiza frontera entre lo
proletario y lumpen, que conocería de primera agua al tener que volver a
“adaptarse”, en 1949, a
las violentas barriadas plebeyas de Roma, donde vuelve a envolverlo un
dialecto, esta vez urbano y de avería. Porque en su sangre venían bullendo los
jugos agridulces, macerados, fermentados, de la lengua friulana, heredada de su
madre, nacida en aquella Casarsa donde él también tuvo que refugiarse, en 1943,
durante la guerra.
Y ya desde entonces,
desde 1940, antes aún de los primeros pasos en una Universidad, el joven
Pasolini no sólo escribe en friulano, sino que ésta es directamente la lengua
de sus primeros libros, y suya es la intentona de una Academiuta da Lenga Furlana. Si alguno llega a preguntarse de qué
se habla cuando alguien hace referencia a la lengua materna, he aquí una
respuesta. Y por eso la vida y la obra de Pier Paolo Pasolini están
indisolublemente ligadas con la poesía. Mejor dicho, con esa encarnación de una
lengua viva que es la poesía lograda.
Porque, a la vez, qué
es lo que llaman un dialecto sino la irrupción visceral, orgánica, no
controlada ni regimentada, no socializada administrativamente aún, de una
comunidad sumergida junto con su lengua. Lo que ello arrastra, hecho luego
teoría, aunque en verso, claro, sigue y seguirá siendo para Pasolini una verdad
primaria, elemental, en el mejor sentido, tan bellamente bárbara como sanamente
fecunda: “Todos juran ser puros: / puros en la lengua... naturalmente: / señal
de que está sucia el alma”. Y también, magníficamente: “¡La Lengua es oscura / no
límpida -- y la Razón
es límpida, / no oscura!”. Y más aún: “Son infinitos los dialectos, las jergas,
/ el pronunciar, porque es infinita / la forma de la vida: / no hay que
hacerlos callar, hay que poseerlos...”
Asesinado en 1975, lo que
mantiene vivas, todavía hoy, como decíamos, a las cenizas de Pier Paolo
Pasolini, es lo mismo que lo volvió ineludiblemente poeta: la conciencia
visceral, empática, de que la lengua es un organismo vivo, en combustión,
activo, que gasta y que consume, que vive y muere, hecho a la vez de
sublimaciones y detritus, pura y feroz materia nunca inerte, como la vida
misma, gran mar nutricio y a la vez devorador, matriz y forma inevitable de lo
humano, lengua viva en los hombres, de los hombres, por los hombres.
EL CIELO TRANSPARENTA...
Por Pier Paolo Pasolini
El cielo transparenta un leve signo
sobre mí... Sólo es cándida sombra,
una nube. (Reconozco esa sombra,
la no dicha palabra... la herida...
Ah, mi conciencia sola como el cielo.)
El henil y las losas me devuelven
el claro azul de la luna en los ojos.
¿Quién me pone de frente con mi vida?
y ya un aire celeste de lo alto
ha alejado las nubes: ni una sombra
en el cielo desnudo.
(Traducción de Rodolfo Alonso)