Por Gabriel Arturo Castro*
Hoy en día la lectura
activa, creativa y crítica, entra a la experiencia de la dislocación y el
alejamiento, porque en cada lector hay una lucha interna, dramas y
contradicciones, al tiempo que busca un espacio imaginativo, su propio
intervalo, explora rupturas y teje continuidades y conexiones. En lugar de
repetir conceptos uniformes, homogéneos e incólumes, concibe la diferencia a
través de la ruptura y de la disyunción.
El profesor Alfonso
Cárdenas Páez sustenta que la lectura, “además de su capacidad lógica, también
debe entrar a los dominios del afecto y la imaginación, ya que ella interactúa
y, en consecuencia manifiesta una visión integral frente al universo que la
rodea”.
Leer es interpretar y
sospechar, sostiene Luis Alfonso Ramírez Peña: “Es necesario descubrir
intenciones, deseos, ideologías y creencias. Al fin y al cabo los contenidos de
los textos, además de ser representaciones del mundo, están enfocados desde una
subjetividad de quien los produce y desde una relación establecida con su
interlocutor”.
La lectura debe
apuntar, por lo tanto, a la formación de todos los sectores críticos, no sólo
desde el plano intelectual o de las instancias lógicas.
Ruptura, porque la
lectura irrumpe en un espacio de posible error, indeterminación y equívoco,
pues según Blanchot, no existe un sentido último, ni verdadero, debido a que
éste se encuentra desestabilizado.
Al respecto Bergson
afirma: “Las palabras no tienen siempre el mismo sentido. Hay que entrar a la
tercera dimensión y poner palabras en su contexto y en su atmósfera para
aprehender sus sentidos justos, para escuchar sus resonancias sin fin”.
Fuerte y alta tensión
entre movimientos de continuidad y discontinuidad, de reflexión y creación,
ejercicio que pasa por comprender-entender y hacer el mundo.
La lectura como
diferencia y experiencia distinta e irreductible. La lectura entendida desde la
experiencia y no sólo a partir del estudio de un objeto. Incluye la vivencia,
los afectos y la memoria, es decir, hace de lo emocional, lo intelectual y lo
práctico una totalidad. O lo que es lo mismo: informa, interpreta y siente,
porque según Dewey, la experiencia es vitalidad elevada, siendo la emoción el
elemento que unifica.
El lector se interna
dentro del texto, dialoga en su interior, descubre y aprecia. Se instaura
entonces la idea de la lectura como riesgo, incertidumbre y ambigüedad,
nociones fundamentales de toda obra.
El lenguaje interpretativo
sólo se puede dar con el contacto profundo con la obra, desde su incursión
personal por medio de la pasión de la lectura. Así el lenguaje sería “el más
peligroso de los bienes”, en palabras de Holderlin.
De este modo la
lectura deja de ser objetiva, porque interviene el deseo y la sugestión, el
dominio subjetivizante, la percepción honda del hombre.
El lector realiza el
viaje ontológico al fondo del libro, recupera la experiencia original de la
escritura y abre una distancia al interior de la obra, la cual se convierte
también en un espacio creador de búsqueda, imaginación, valoración de la
experiencia propia y ajena. “La lectura auténtica es la que devuelve la obra a
esa pasión de lo incierto que es su origen”, de acuerdo con la concepción de Blanchot.
Desde tal
perspectiva, la lectura es un desafío a la razón, una resistencia a la verdad
absoluta, a las posturas mecánicas y anquilosadas, “a la seca pobreza del
entendimiento”.
El lector no repite,
inventa, piensa a la medida, porque los problemas, según Bergson, se plantean
en función de las cosas. En este estadio no hay fórmulas hechas, ideas
aprendidas, o tesis sistemáticas. El esfuerzo del lector es “comprender una
parte con el espíritu y adivinar el resto con el corazón”. Y sólo inventa quien
tiene una vida interior profunda.
Tal esfuerzo creador
se encuentra al principio de nuestro ser. Por ello el acto de la lectura es un
acto de interioridad que se inicia por el principio de simpatía que se advierte
tras las palabras el espíritu que las ha engendrado.
Conocer es conocer
desde adentro, es asumir la raíz de la interioridad donde se concibe la idea
creadora. Tal fuerza fundadora hace surgir un mundo, un lenguaje, que vuelto
sobre sí mismo, trata de sobrepasarse a sí mismo.
Leer es, entonces,
una voluntad de elección y acuerdo fundamental, no un acto mecánico,
intelectualista, egoísta o perezoso, la lectura interesada que ve al texto como
materia inerte, pieza de museo o de laboratorio.
De tal forma leer es
participar también de la esencia originaria: conocimiento espontáneo,
convivencia, ansia creadora, tránsito de la ciencia a la fe, dominio de la
probabilidad, dinámica y elevación del espíritu, un acto metafísico referido al
fin último, al fundamento y naturaleza de las cosas, donde comienza a obrar el
conocimiento intuitivo dirigido a lo interno, a lo singular, a la intimidad de
la conciencia.
Dicho espíritu activo
deja un rastro inmóvil, un resto inefable sin expresar y que únicamente la
intuición puede captar.
La intuición se
traduce en imágenes que sugieren, ya no en conceptos que señalan una sola
dirección y no se pueden contradecir.
La lectura pone el
instinto en acción, aprehende los objetos en interioridad y los provee de
aliento, movimiento vital por intensidad y tensión.
Aquí coinciden por un
instante y en un punto, la inteligencia y el instinto a través de una intuición
breve y profunda.
Luego de la
interiorización sucede la transfiguración de las cosas, de la realidad henchida
de espiritualidad. El lector viene a descubrir existencias latentes y revive
acontecimientos en su duración real, o sea que la lectura se vuelve un
acontecimiento o en palabras de Blanchot: “La lectura hace que la obra se
convierta en obra”: esfuerzo, conquista, marcha aventurera, libertad,
exigencia, génesis y revelación.
La lectura es también
motivo de una vivencia, expresión de la
vida del hombre.
Es menester, por lo tanto, la verificación constante del saber del
lector con el hacer del autor, como dos sujetos activos y recreadores al mismo
tiempo. La fábula y la recepción estética del lector, esclarecen la importancia
que tiene el hecho de la interpretación de un texto cuyos significados no
siempre están explícitos en la superficie.
Para el lector, la actualización del contenido debe moverse de manera
cooperativa, activa y consciente, lo cual significa que debe estar emotiva y
psicológicamente dispuesto a recibir la mejor información que contiene el
texto, obteniendo así su comprensión y transformación. La realidad de la fábula
es el mundo probable, imaginario, fantástico, lúdico y creativo del lector,
quien al recrear el texto efectúa una ruptura en la idea tradicional de la
comunicación, iniciando un debate y un diálogo, una actividad reflexiva que
implica el propio hacer en el que cada individuo, al mismo tiempo que
descodifica un mensaje, puede deconstruirlo y construirlo, en fin, logra
expresarse a través de él.
Ello supone la superación de la idea tradicional de la fábula, pues ésta
configura un lector pasivo que acata la disposición de la trama y acepta las
conclusiones dadas de antemano por el autor. Este lector es reprimido por la
dictadura del texto, termina por asumir e interiorizar las reglas que lo
gobiernan. La fábula así pretendida no es más que una forma de adoctrinamiento
y de dogma moralizador, simbiosis entre literatura y religión por medio de la
parábola preconcebida y el apólogo memorístico.
Los hacedores de fábulas tradicionales, como si la fábula fuese un
género literario, realizan el elogio de la suma sencillez, sin asomos de la
menor erudición dando a comprender de modo simple, asequible y concreto, una
idea que, por su abstracción, resulta de difícil entendimiento para el “vulgo”.
No existe en estos autores la noción del lector como ente digno y
transformador, ni la lectura como un hecho complejo que cierra e inicia un
proceso de comunicación. Libros fáciles de valores y trampas para lectores
recatados, respetuosos, gregarios y obedientes, contrarios a los verdaderos
creadores de fábulas que acuñan los mejores sentidos secretos en un texto, intérpretes
que divulgan profundas alegorías y metáforas sobre la condición humana.
Fabulaciones de escritores que alientan el profundo riesgo de la lectura, el
ejercicio que precede a la creación literaria. Libros difíciles, estimulantes y
exaltantes, como los que anunciara Franz Kafka a uno de sus amigos:
Me parece además, que
sólo se debería leer aquellos libros que nos muerden y nos pican. Si el libro
que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leer? ¿Para
qué nos haga felices, como tú me escribes? Por Dios, nosotros seríamos
igualmente felices si no tuviéramos libros y los libros que nos hacen felices
podríamos, si es necesario, escribirlos nosotros mismos. Al contrario, tenemos
necesidad de libros que obren sobre nosotros como una desgracia con la cual
sufriéramos mucho, como la muerte de alguien que amáramos mucho, más que a
nosotros mismos, como si estuviéramos proscritos, condenados a vivir en las
selvas lejos de todos los hombres, como un suicidio - un libro debe ser el hacha
que quiebre el mar helado en nosotros.
*Poeta y ensayista colombiano