Por Zayrho De San Vicente*
Me despertó el ruido
de una rama contra el suelo, tumbada por un ventarrón. Eran las 2:21 de la
madrugada. La taza de café helado yacía en uno de los rincones de la garita. No
me quedaba ni uno de los cigarrillos con los que me habían pagado por la sopa
del almuerzo.
Fumaba para espantar
los mosquitos y calentarme las manos y los pulmones, aunque ya su zumbido no
era capaz de despertarme en las noches de guardia. Algunas noches prendía la
linterna que nos dieron en la milicia para leer un pequeño libro que junto con
una cruz de madera amarrada con cáñamo me regaló un maestro que conocí en la
capital.
Cerré mis ojos de
nuevo pero los ventarrones agitaban las ramas y las hojas de los árboles con
tal fuerza que hacían un eco ensordecedor. Luego el viento se calmó un poco.
Escuché un ruido junto a los matorrales. Empuñé mi fusil y apreté en mi mano
izquierda la cruz. Volví a escuchar el mismo ruido, pero esta vez lo sentí más
cerca. Quise poner mis dedos en el gatillo pero me sentí paralizado por
completo. Sentí como si alguien se acercara.
Me acordé entonces de las historias de mis compañeros de
pelotón, las que contaban cuando acampábamos en la selva o cuando lavábamos los
uniformes. Recordé la historia que contaron un par de compañeros sobre una
bruja que espantaba a los reclutas en la madrugada. La llamaban la bruja de la Barbacoa , la habían
bautizado así unos meses atrás, después de que uno de mis compañeros recibiera
una golpiza de planazos por negarse a hacer la guardia.
Apreté aún más la
cruz entre mis manos y empecé a pronunciar mentalmente uno de los refranes que
había aprendido del maestro. Sentí una presencia extraña me enfriaba los huesos.
Seguí pronunciando estas palabras en medio de mi desesperación, sin poder ni
parpadear. El ruido era más fuerte ahora. De repente caí contra el suelo y mi
fusil rodó contra el morral. Desperté después del amanecer, limpié un poco la
sangre de mi nariz con la manga del uniforme y me senté a esperar que llegara
el soldado que haría la guardia durante el día.
Llegué a la cafetería
diez minutos antes de las seis de la mañana para el desayuno. Me preguntaron
por el golpe en mi nariz, respondí que me quedé dormido y me golpeé contra una
de las vigas de la garita.
Pasaron algunas
semanas. No podía borrar de mi mente los sonidos de esa noche, tampoco el
susurro sombrío de los árboles estremecidos por el viento. Poco a poco la
fuerza de las imágenes empezó a mermar cuando volvimos a nuestras actividades
rutinarias en la base y cuando empezamos a recorrer la selva.
Después de tres días
volvimos a la base y nos dieron el día libre. Nos fuimos a tomar unas cervezas
a las afueras del pueblo. Caminamos dos horas junto al arroyo hasta la vereda
donde los agricultores jugaban fútbol y se sentaban a beber. Tres de mis
compañeros entraron a pedir la canasta. Luego uno de ellos hizo una seña
indicándole al resto que ya habían conseguido mesa. Entré, la tenderá estaba
sacando unas cervezas de la nevera, al voltear me miró de manera fulminante –Sálgase de acá que no lo quiero en mi tienda.
Zayrho
De San Vicente Celis.
(Bogotá, 1986). Médico de la Universidad de La Sabana. Especialista en
Epidemiología: Universidad del Rosario – Universidad CES. Máster en
Farmacoeconomía y Economía de La Salud y del Medicamento: Universitat Pompeu
Fabra – Barcelona School of Management. Ha trabajado en medicina clínica,
investigación y como gerente de Farmacoeconomía para Venezuela, Centroamérica y
el Caribe (Janssen– Compañía farmacéutica de Johnson &
Johnson).
Miembro fundador de la Fundación Fahrenheit 451. Escritor de artículos
científicos, poesía, cuento y ensayo. Ganador de los concursos de poesía y
cuento de la Universidad de La Sabana (2008). Estudiante de percusión latina e
investigador sobre ritmos afrocubanos (Salsa, Son Cubano y Jazz latino). Ha
publicado apartes de su trabajo en la revista del Festival de Literatura de
Bogotá y en el periódico cultural Confabulación. Ha participado en lecturas de
poesía en Colombia y España.